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julio, 2006:

Memorias de caza en Guadalajara

Correr detrás de los animales, que en tiempos pasados eran más numerosos y más grandes, ha sido afición común a todas las épocas. Correr detrás y atraparlos, como fuera, vivos o muertos. La caza ha sido necesidad perentoria, de superviviencia para unos, y gozo lujoso para otros, que se ponían (y aún se ponen algunos) trajes especiales, celebrándolo con grandes comidas. Las jornadas de caza de un celtíbero molinés, eran bastante diferentes de las que solía organizar el gran duque del Infantado, por el cerro de San Cristóbal y los densos encinares que había, siglos ha, entre Marchamalo y Usanos.

En todo caso, es este un buen momento para recordar anécdotas y traer a la memoria datos sobre esa afición y esa necesidad: la caza de animales en Guadalajara.

Cazadores y cazas

Desde los tiempos más remotos, se ha ocupado el hombre a la caza de los animales, que en unos casos, los más primitivos, eran de crucial impor­tancia para su alimentación y super­vivencia, y en otros, ya más modernos, de mero pasatiempo. En la que es hoy provincia de Guadalajara han quedado huellas de esa actividad cazadora del hombre, bien de tipo arqueológico, artístico o histórico. Espigando entre las más curiosas de estas noticias, y con objeto de dar en esta ocasión una panorámica anecdótica de la actividad cinegética de los pobladores de esta tierra, van aquí breves noticias de lo que podría ser llamado, e incluso aco­metido por quien guste del tema, la historia de la caza en Guadalajara.

Ya en los tiempos más remotos había una gran cantidad de seres vivos, por estas latitudes. En la zona norte de la provincia, en la región de Campi­sábalos y Villacadima se han encon­trado algunos huesos de jirafa y ma­mut en un afloramiento pontiense, lo que significa la existencia de estos grandes animales que podían ser caza­dos por los pobladores del territorio, aunque esto es muy poco probable.

Más modernos son los vestigios, in­cluso gráficos, que sobre el tema de la caza encontramos en Riba de Sae­lices, concretamente en la Cueva de los Casares. En sus paredes se ven gra­bados multitud de animales, entre ellos toros, ciervos, caballos, leones, pájaros y muchos otros, que luego intenta­rían cazar los artistas que los habían dibujado. Incluso existe un grabado que se ha querido interpretar como un hombre cogiendo peces con la ma­no, lo que podría se catalogado como “caza de río». En las recientes exca­vaciones realizadas en dicha cueva, se han encontrado abundantes huesos de especies de animales como el conejo, la cabra montés, el lobo, y el oso in­cluso, que los hombres de hace muchos miles de años cazaban y comían.

En los tiempos ya más modernos, como pueden ser los de la baja Edad Media, poseemos datos de la caza rea­lizada en ellos: era una de las más prac­ticadas la del jabalí, que por entonces daba una gran cantidad de ejemplares en la tierra de Guadalajara. Es concre­tamente en un edificio el siglo XIII donde aparece representada la caza de este fiero animal. En el friso horizon­tal, puesto en la pared exterior de la capilla de San Galindo, en Campisába­los, se ve la lucha de un hombre a pie que, ayudado por dos perros, ataca e hiere a un gran jabalí. Es el mismo tema que aparece en un capitel de la ermita de Tiermes en Soria.

Queda constancia de otras especies aún más extrañas en nuestra provincia: una antigua relación del monasterio de Sopetrán. En el siglo XI se dedicaba a la caza del oso el rey Alfonso VI de Castilla, en los grandes bosques que se extendían entre este monasterio y la villa de Torija. Dice la leyenda que fue atacado por uno de estos plantígrados, y al implorar el auxilio de la Virgen de Sopetrán, milagrosamente fue libre de peligro.

Es curioso cómo fueron los frailes los que, en tiempos remotos de la Edad Media, se dedicaban con verda­dera asiduidad al deporte cinegético. Antiguas crónicas nos dicen cómo el convento franciscano de Molina de Aragón, que fue fundado por doña Blanca hacia 1293, llegó a ser tan rico, que los religiosos vivían como caballeros, y el guardián… “tenía caballos y perros de caza, y halcones para su regalo». Y en un documento del siglo XV refe­rente al monasterio jerónimo de Villa­viciosa, vemos cómo una de las formas de tomar posesión de un terreno ad­quirido por parte de los frailes, es pes­car en el río Tajuña algunos peces, y cazar algunas piezas de monte. En el mismo siglo, consta del señor del cas­tillo de Anguix, don Juan Carrillo, que entretenía muy a menudo sus soleda­des ocupándose de cazar por aquellos bosques inmensos que bordeaban, mu­cho más abundantes que hoy, el río Tajo.

Quienes, lógicamente, más lustre die­ron al ejercicio de la caza en Guadala­jara, fueron los duques del Infantado y su numerosa corte mendocina de fa­miliares y allegados, que para matar tantas horas de inactividad y aburri­miento en su ciudad castellana, se dedicaban a este deporte con un impre­sionante despliegue de medios. Del se­gundo duque, don Iñigo López de Mendoza, constructor del famoso pa­lacio gótico arriacense, se hacen len­guas los antiguos cronistas ante la fas­tuosidad de sus armaduras, las jaurías de perros cazadores y la nutrida colección de halcones, neblíes, azores y otras aves rapaces amaestradas para este noble arte de la cetrería. También su hijo don Diego, y su nieto el cuarto duque fueron muy amantes de la caza por sus posesiones. Cuando en 1525 vino a Guadalajara el rey Francisco I de Francia, prisionero del César Carlos, el tercer duque le halagó durante va­rios días, regalándole al final abundan­tes arneses de guerra y caza, caballos y un lucido plantel de aves de cetre­ría. El mismo don Iñigo López, quinto duque que introdujo varias reformas en su palacio, fió la decoración pictó­rica de algunas de sus salas al floren­tino Rómulo Cincinato, y aún dispuso que este realizara la hoy llamada «Sala de Diana», que es un verdadero documen­to de estudio acerca del arte de la caza: en el siglo XVI. Entre varios grandes paneles con escenas mitológicas de Hipómenes y Atalanta, se distin­guen muchas y curiosas secuencias de caza: la del jabalí, en el acto de ser atacado por criados a pie y la jauría canina, mientras los señores contem­plan y esperan la carrera del animal montados en sus caballos. También vemos la caza del venado y aún otras de la garza y otras aves de gran tama­ño, sin olvidar siquiera la de la perdiz. Muchos de estos animales de caza se representan fielmente tratados en ce­nefas y frisos. El tema, como se ve, es inagotable y lleno de cordiales evoca­ciones de pasadas épocas. Hoy el deporte de la caza ha dejado de ser pa­trimonio de las altas clases, y cabe en el programa de descanso y esparci­miento de cualquier ciudadano. Esto es también un hecho histórico a tener en cuenta.

Apunte

La Sala de Caza del palacio del Infantado

En la Sala baja del palacio del Infantado que hoy llamamos, ya con conocimiento de causa, “de Atalanta e Hipómenes” y que antes se denominaba Sala de Caza ó de Diana, pueden verse interesantes y movidas escenas de caza tal como la practicaban los duques del Infantado en el siglo XVI. Al menos el quinto duque, que mandó a Rómulo Cincinato decorar minuciosamente los techos de sus nobles salas bajas, tenía una especial afición a esta práctica, y sabemos que lo practicaba por los montes de la primera Alcarria y por los encinares que median entre Marchamalo y Usanos. Casas de caza siempre hubo donde hoy está el poblado, a medio caer, de Villaflores.

Como en todo caso conviene sacar a flote las memorias de edades pasadas, porque si no la vorágine del mundo actual, -todo televisión y talleres- puede llegar a evaporarlo, recomendamos a nuestros lectores que se den un paseo, un día de estos que seguro serán de asueto, para echarle una vez más una mirada atenta a esos techos pintados del palacio del Infantado.

Así verán. Las cenefas largas y profusas, que muestran a los cazadores, montados a caballo, y provistos de lanzas y arcabuces, disparando contra todo tipo de animales, que al parecer poblaban los alrededores de Guadalajara: hay conejos y perdices, como ahora; también jabalíes de afilados colmillos, pesadas aves que podrían identificarse como avutardas, entonces aún más numerosas que hoy en las áreas ducales de la Campiña; garzas y grullas, blancas y enormes; ciervos y cervatillos, y hasta un gran felino que podría identificarse con un leopardo, o quizás un lince, aunque sabemos que de estas especies no hubo en nuestra tierra, en libertad, ni siquiera en el siglo XVI. En todo caso, ese estudio que aún está por hacer de la Fauna Española en tiempos antiguos, y que -como la estatua del Moisés de Miguel cuando aún era roca simple-, se encuentra viva pero guardada en los oscuros legajos de los archivos, nos diría la realidad de lo que había en los bosques de nuestra tierra, hace ahora cuatro siglos. Los Mendoza tenían, eso es seguro, una buena colección de animales salvajes en una especie de parque zoológico en su edificio de “caballerizas” frente al actual palacio, en lo que luego fue vivienda de los Montesclaros, y más tarde aún Academia Militar de Ingenieros. Pero lo que está claro es que no los soltaban para entretenerse matándolos. La curiosidad por lo peregrino de la Naturaleza, siempre atrajo a los humanos, y más cuando las dificultades de transporte eran realmente intensas.

Molina en la memoria de Sánchez Portocarrero

En este fin de semana que entramos, Molina de Aragón vive su fiesta del Carmen, una fiesta en la que se aúnan vistosidad, cohetes, misas y desfiles coloristas: los de la Cofradía y Regimiento de los caballeros de Doña Blanca, una antigua tradición, de siglos, que hoy pervive y es cada vez más visitada y aplaudida.

En homenaje a la ciudad del Gallo, a los cofrades y caballeros del Carmen, y a todos los molineses, van estas líneas de recuerdo a uno de sus más cabales personajes, el historiador, y escritor molinés, don Diego Lorenzo Sánchez Portocarrero y de la Muela.

Son estas líneas una memoria justa de un molinés benéfico. Un hombre en cuya memoria se almacenó toda la historia, hasta sus más nimios detalles, de una ciudad y una comarca, la del Señorío molinés, ahora en fiesta.

Su vida

En el siglo XVII, muy a sus comienzos, nació en Molina don Diego Sánchez Portocarrero. Sabemos que fue bautizado el 4 de abril de 1607 en Santa María del Conde, según constaba en la correspondiente partida del libro de bautizados de esta parro­quia que abarca del año 1594 a 1724, firmada por el licenciado Arrieta.

El linaje de los Portocarrero vivió en Molina desde la Edad Media, probando su nobleza numerosas veces en las Órdenes de Santiago, Calatrava, Alcántara y San Juan de Je­rusalén, según puede verse en los documentos conservados en las Reales Chan­cillerías de Valladolid y Granada. La casa de los ancestros de don Diego Sánchez Portoca­rrero debía estar dentro de la jurisdicción de la parroquia de San Martín, considerada como el templo más antiguo de la ciudad del río Gallo. Tenía Portocarrero una heredad llamada Canta el Gallo, junto a este río. A lo largo de sus escritos, don Diego menciona varias veces su habitual residencia en la localidad molinesa de Hinojosa, en la casa que había sido de sus abuelos. No se sabe en qué edificio residiera, pero sí que pasaba allí largas temporadas, escribiendo, y explorando el terreno en torno, especialmente el cerro “Cabezo del Cid” que preside el término, donde él mismo encontró numerosos restos y piezas arqueológicas en forma de cascos, frenos de caballo y armas varias de hierro.

En las pruebas que aportó para solicitar el hábito de la Orden de Santiago, dijo ser hijo legítimo de don Francisco Sánchez Portocarrero, también regidor perpetuo de Molina, y de doña María de la Muela; nieto por línea paterna del doctor Lorenzo Sánchez Portocarrero y de Gregoria de la Muela, y por la materna de don Salvador de la Muela y de doña Teresa Fernández Díaz, cristianos viejos de limpia prosapia, resi­dentes en Molina.

Aunque los hijos de hidalgos y mayorazgos cursaban, por lo general en el siglo XVII, estudios en Calatayud, Daroca, Sigüenza o Alcalá, no hay rastro de que en tales poblaciones fuera alumno de ningún Centro el joven Diego Sánchez Portocarrero. Ante esta ausencia de referencias documentales, el académico de la His­toria y Cronista Provincial don Juan Catalina García López, opta por decir en su «Biblioteca de Escritores de la Provincia de Gua­dalajara» (Madrid, 1898), que «no parece que don Diego estu­diase carrera alguna, lo que no fue parte a impedir sus grandes aficiones a las Letras, de que tan claro talento dio; antes bien, como hidalgo y regidor de Molina, parecía llamado a las armas o al menos a mandar la gente de guerra de su pueblo».

Hay que colegir de ello que fue autodidacta, lector constante de libros, de cuantos legajos o manuscritos cayeron en sus manos, anotando cuidadosamente cuanto de interés le contaban letrados y ancianos en relación con el Señorío de Molina. Su cu­riosidad desde muy joven por todo lo molinés es bien patente, insaciable desde los años mozos, pues de otra manera no le hubiera sido posible reunir tantos materiales, según veremos al tratar de su producción literaria en muy diversos aspectos. Es por ello que puede afirmarse que don Diego no estudió carre­ra universitaria alguna. Ni en los archivos de Alcalá ni en los de Sigüenza se encuentra la menor huella de su paso por las aulas del siglo XVII.  De ahí se colige que esa vida silenciosa, de estudio y meditación, aportó con espontaneidad en la edad adulta unos valores y calidades del mejor cuño literario.

Tuvo don Diego, de sus tres sucesivos matrimonios, dos hijos, el más pequeño póstumo, pues nació cuando ya su padre había muerto, y el mayor, Francisco José Sánchez Portocarrero, heredero del mayorazgo que creó nuestro personaje, murió joven, en 1695.

Sus quehaceres

En la teoría de sus títulos y denominaciones, don Diego fue un hombre de armas. Sin embargo, fue mayor el gusto que tuvo por las letras. Nunca combatió, pese a su patriotismo y buen talante. Veinticinco años tenía cuando, según afir­ma el licenciado Francisco Núñez en su «Archivo de las cosas notables de Molina», «en lo más recio de su mocedad fue propuesto don Diego Sánchez Portocarrero al rey, quién lo nombró, por una Real Orden de 28 de abril de 1635, para regir y mandar los 150 soldados Infantes exigidos a la ciudad para que sirviesen en la guerra con Francia».

La leva debió hacerse lentamente, porque hasta el 11 de mayo de 1636 no se incorporaron los designados, para su debida instruc­ción militar, a la Compañía de Infantería que había de mandar su capitán. Este eligió alférez de dicha tropa a su her­mano Bartolomé Sánchez Portocarrero, que era como él regidor de Molina. Por la razón que fuera, el hecho es que la milicia mo­linesa no tomó parte en campaña alguna a pesar de su valor su­puesto y de su buena disposición.

Es indudable que Diego, por razones de hidalguía y paren­tesco, estaba en excelentes relaciones con la Corte de Felipe IV. Uno de los momentos de gloria que vive don Diego es cuando en el año 1642, y al menos en dos ocasiones, la corte de Felipe IV visita Molina, se aloja en la villa, y se prepara militarmente para atacar a los sublevados catalanes, tras la revuelta que estalló en 1640. Molina fue designada como Cuartel Real y Plaza de Armas. Numerosas tropas pasaron por Molina en el verano de ese año: el 25 de julio salió el monarca de Cuenca, llegando a Molina el 29. Allí le esperaban ya diversos embajadores y per­sonajes para tratar de los asuntos de Aragón y Cataluña. Las tropas locales, comandadas por Sánchez Portocarrero, no tuvieron que actuar. En todo caso, en esos momentos se fundaron las fábricas de balas y artillería en Orea y Corduente, debido al acopio que había que hacer para la previsible batalla contra los catalanes.

Sánchez Portocarrero debió formarse años antes en las milicias locales, que contaban, además de la mermada Compañía de Caballeros de doña Blanca, con los que crearon en tiempos de los Austrias: Cabildos de Caballeros y Ballesteros y un Batallón de infantes. Al parecer, en algún momento fue nombrado Comandante de Guerra de las fuerzas de Portugal y Cataluña, pero ni en las guerras interiores ni en las internacionales que duraron en este reino hasta su final en 1665, tomó parte ac­tiva en campaña nuestro personaje.

Como Regidor de la villa que era, y prohombre de su Concejo, don Diego Sánchez Portocarrero fue quien preparó los festejos en honor del soberano, que entró en la ciudad del río Gallo con su séquito, vía Cuenca, por Beteta y Peralejos, el día 29 de julio de 1642. El itinerario lo describe el cronista de la expedición real, Matías de Novoa, ayuda de cámara de Felipe IV, diciendo que «el camino de Cuenca a Molina era notable y mucha parte de él jamás pisado de pié humano, áspero, montañoso, desierto, todo o lo más de ello cubierto de pinos».

Del mes que duró la estancia del Rey en Molina, José de Pellicer y Gregorio Marañón refieren epi­sodios de interés. El primero describe los festejos ideados por Sánchez Portocarrero, a la vez que anota: «El Rey tuvo el proyecto de juntar Cortes en Molina, donde se reunieron muchísimas tropas para la guerra de Cataluña». El se­gundo cuenta con amplitud cómo intentó un soldado matar al favorito, al Conde Duque de Olivares, aunque finalmente la bala hirió levemente a un bufón que le iba aba­nicando en su carroza.

En aquel mes, don Diego acompañó al monarca en sus diversos despla­zamientos por algunos lugares del Señorío, entre ellos Corduente y el San­tuario de la Hoz. Para visitar el convento de los franciscanos, el rey Felipe IV atravesó el río Gallo sobre el puente románico, ordenando que lo repararan adecuadamente.

Quizás como premio a estas atenciones personales con el rey y la Corte, durante su estancia en Molina, don Diego fue aceptado como Caballero de la Orden de Santiago, previo informe reglamentario ante el Consejo de las Órdenes de Caballería, en trámite ini­ciado en 1651, y en el que probó su ejecutoria de nobleza con las declaraciones de testigos que certificaron que pertenecía a familia hidalga y limpia de sangre en las cuatro ramas exigidas. También le nombró el rey Regidor Perpetuo del Concejo de Molina, y antes Co­misario de los Ejércitos que operaron en Portugal y Cataluña.

Sumados a los anteriores honores, a don  Diego le llegó la recompensa real en forma de nombramiento de oficial real, de alto funcionario. Sus destinos fueron, sucesivamente, los de Administrador General de Millones en Trujillo (Cáceres) y Administrador del Tesoro Público o de Ren­tas Reales en Baena, Cabra y Lucena (Córdoba), Constantina (Sevilla), Alcalá de Henares (Madrid), Almagro (Ciudad Real) y otras ciudades, equivaliendo ese cargo a lo que hoy sería un Delegado de Hacienda. Fue además Superintendente de la Casa de la Moneda, según cuenta el licenciado Núñez en sus manuscritos molineses.

Esa actividad, y sus correspondientes viajes fuera del Señorío, la desarrolló don Diego durante más de doce años, de 1653 a 1666,  año en el que ejerciendo los cargos de Administrador General de las Rentas Reales de la ciudad de Almagro, y superintendente general de las del Campo de Calatrava, falleció en la capital manchega.

Apunte

La Historia de Molina de Sánchez Portocarrero

Está prevista su salida al mercado, en edición facsímil, el próximo otoño. La gran obra de Sánchez Portocarrero, An­tigüedad del Muy Noble y Leal Señorío de Molina. Historia y lista real de sus señores, príncipes y reyes, va a tener la suerte de contar con el apoyo del Ayuntamiento de Molina, del Librero Salvador Cortés, de El Escorial, y de la Editorial AACHE, de Guadalajara, para renacer, tres siglos y medio después de su aparición en Madrid, en formato facsimilar, edición de lujo y tamaño cuarto mayor.

El libro del historiador molinés, que aún dejó en la recámara en forma de manuscritos su “Segunda parte de la Historia de Molina…” es una joya de información sobre los orígenes del Señorío, y sobre lo que en él hicieron y mejoraron los sucesivos reyes de Castilla, hasta llegar a Felipe IV, felizmente reinante cuando en 1641 el libro apareció gracias a las prensa del editor madrileño Diego Díaz de la Carrera. Hoy puede consultarse en las bibliotecas especializadas, entre ellas la Biblioteca de Investigadores de la provincia de Guadalajara, en el Complejo Cultural San José de nuestra ciudad.

Galve de Sorbe, un Castillo a recuperar

Cada vez son más las voces que se levantan juntas cuando a nuestra provincia le afecta un problema relacionado con su patrimonio histórico-artístico. Desde hace años, a un Castillo de la más alta cuenca del Henares, al de Galve de Sorbe, le vienen aquejando todos los males: su compra por un propietario que primero lo estropeó y luego lo abandonó, y los años sin que nadie se ocupe de él, expuesto a unas inclemencias constantes, y a un lento derruirse, que le ha traido a estar, hoy, en trance de venirse al suelo. Ahora van a oirse muchas voces en apoyo del Castillo de Galve, y con ellas seguro que le ha de llegar la salvación que precisa.

Historia del Castillo

Aunque en otras ocasiones he escrito en estas páginas los datos más significativos de esta fortaleza, desde su perspectiva histórica y monumental, no viene mal recordarlos, porque así puede centrarse major el problema que aqueja a estas mal traídas murallas.

Sobre las altísimas tierras que unen la meseta castellana inferior con la superior, se alza el castillo de Galve, vigilante del naciente valle del Sorbe, que muchos kilómetros hacia el sur dará en el Henares. Perteneció este lugar, tras la reconquista, al Común de Villa y Tierra de Atienza, siendo luego, en el siglo xiii, de propiedad del infante don Juan Manuel, quien levantó un primitivo castillo sobre el lugar. Pasó luego a la Corona por muerte del revol­toso Infante, y en 1354 el rey don Pedro i dio Galve a Iñigo López de Orozco. Su hija doña Mencía casó con Men Rodrí­guez de Valdés, señor de Beleña, y a ellos compraron Galve, mancomunadamente, el almirante de Castilla don Diego Hur­tado de Mendoza, y el Justicia Mayor del Reino don Diego López de Estúñiga. En esta última familia quedó, y ellos fueron los constructores de la gran fortaleza que hoy existe dominando al pueblo.

Para el viajero que llega a Galve, supone una sorpresa ver un castillo tan grande sobre un pueblo tan pequeño. La forma de admirarlo en detalle es ascendiendo hasta su altura, por un camino de tierra que parte desde las últimas casas del pueblo.

Este castillo es obra de la segunda mitad del siglo xv, erigido por los Estúñigas, cuyos escudos aparecen distribuidos en las talla­das piedras de muros y estancias. Sufrió luego el abandono y la ruina, el destrozo programado en la guerra carlista, y la reconstrucción arbitraria que su nuevo dueño realizó en pasados años, y que le ha supuesto, entre otras lamentables alteraciones, el emparedamiento de su puerta principal, de tal modo que es imposible acceder a su interior, o la colocación de unas almenas de cartón piedra que a las primeras rachas de viento se vinieron al suelo.

El castillo de Galve consta de un amplio recinto externo, de elevada muralla almenada, en la que se presentan sendas torres cuadrangulares en las esquinas, más un cubo semicircular ado­sado al comedio de la cortina sur. Sobre la esquina noroeste se alza la hermosa torre del homenaje: de planta cuadrada con fuertes muros de sillar, en lo alto de las esquinas rompen su línea recta cilíndricos garitones sobre repisas varias veces molduradas, luciendo cada uno un escudo de los Zúñigas constructores. Se remata esta torre con un saledizo sujeto por modillones de triple moldura. Tiene su interior, ya restaurado, cinco pisos, en uno de los cuales aparece una gigantesca chi­menea de piedra sillar, con gran arco escarzano, y ventanales escoltados de asientos de piedra, y una superior terraza desde la que se contempla un increíble panorama. En el cubo semicilíndrico que defiende el muro sur, en su interior, hay una bóveda hemiesférica de sillar con escudos de los constructores tallados en su interior.

En la restauración que hace unos 30 años realizó la actual propiedad, se sumó a la cubierta de la torre un cuerpo que aunque en este tipo de Castillo señorial y atalayado, en el siglo XV solía existir, en este caso se puso una edificación de mal trabados muros y cubierta de uralita, que le afeaba enormemente. Las tormentas y vendavales lo han destruido, dañándose al mismo tiempo los perfiles superiores de la torre.

Todo ello ha llevado a ofrecer una situación de lastimoso abandono y peligro de ruina para este Castillo. Como muchos otros de Guadalajara (que es una de las provincias de Castilla con más abundante número de fortalezas militares de origen medieval) que representan la esencia de una historia centenaria y una evidencia palpitante de formas de vida, está el de Galve olvidado de todos. Menos de quienes en su pueblo tienen sensibilidad y valores.

Algo similar ocurrió en otras fortalezas de nuestra provincia. Recientemente, una de las que sangraban por el pecho, y se caían a trozos, era la de Embid, en el confín de Molina: llegó el dinero y los restauradores. Y se ha salvado, aunque el mal criterio de quien planificó la restauración ha obligado a reconsiderar lo realizado, y se están desmontando partes de una torre y algunos elementos inventados. De Palazuelos, mejor no hablar. Y de Pelegrina, todavía esperando que alguien calce su torre mayor, porque el peligro de hundimiento sigue activo.

En todo caso, cada vez interesa a más gente la conservación de nuestros viejos edificios medievales (castillos, iglesias, puentes y Fuentes…) y ello nos llevará un día a evitar hundimientos y ganar presencias que no debieran haberse ido. Entre las voces que poco a poco se alzan, quiero felicitar la que hace unos días puso en papel impreso David Jesús López Gómez. Que tiene toda la razón: lo que defendemos cuando pedimos que no se deje hundir un castillo, o no se le aplique la ley del “silencio administrativo” a una fuente que nadie usa ya para beber, es nuestra identidad, la de la provincia, la de quienes la habitamos (nacidos en ella o venidos de fuera, da igual) la de quienes tenemos un compromiso irrenunciable con las generaciones futures para legarles la mayor cantidad posible y en las mejores condiciones, los elementos que conformaron la esencia de nuestra historia.

El aluvión de gentes que nos llegan, de otras culturas y de otros valores, no puede justificar con su silencio el que nuestro patrimonio se caiga. Es cierto que por parte de la Administración existe una sensibilidad clara de apoyo, y un orden lógico de preferencias y actuaciones, pero cuando se dan las circunstancias que ahora en Galve: un edificio de propiedad particular, pero abandonado de forma total, la Administración Regional debe hacer algo. Al menos, hablar con ese epropietario y ofrecerle soluciones, la compra del edificio o el apoyo para que lo restaure.

Y este es solo un ejemplo, por desgracia: para otro día dejamos el tema de las ruinas del convento de San Antonio en Mondéjar, la iglesia románica de Santiago en Sigüenza, el monasterio de Bonaval cerca de Retiendas, el convento Carmelita de Cogolludo, el templo románico de Villaescusa de Palositos, el puente árabe y su entorno (hay un río por debajo, aunque sea difícil de verlo y de creerlo) en la propia Guadalajara, etc.

Apunte

Actividades para recuperar el castillo

El próximo día 15 de julio, sábado, en una convocatoria conjunta, el Ayuntamiento de Galve de Sorbe, la Asociación Cultural  “Danzantes de Galve” y la Excmª Diputación Provicincial, proponen una jornada de exaltación del castillo y de reivindicación de su cuidado y aporte de soluciones.

Los actos comenzarán por la mañana, desde las diez de la mañana, con la animación musical a cargo de los dulzaineros “Mirasierra” por las calles y plazas del pueblo. A las 11 se abrirá la exposición “La fortaleza de los Estúñiga, el castillo de la sierra”, que recopilará fotografías históricas y recientes del edificio. A las 11,30, aprovechando la jornada, los danzantes presentarán su nuevo disco en el salón de actos del Ayuntamiento. También en el mismo sitio, media hora más tarde, el doctor José Luis García de Paz impartirá una conferencia sobre la historia del castillo, con exposición de fotografías digitales. A las 12,45 h. se hará una subida al castillo para que todo el mundo pueda comprobar el estado en que se encuentra el edificio..Está prevista una comida popular (gratis, abierta a todo el mundo) en la campa que hay delante de la ermita de la Virgen del Pinar, donde además se pondrán puestos de venta de artesanía de Guadalajara y una mesa de recogida de firmas para pedir la recuperación del castillo.

A partir de las cuatro, varios grupos folklóricos, entre ellos, el grupo de jotas de Galapagar, el cantautor alcarreño José Antonio Alonso y los danzantes de Condemios de Arriba y de Galve de Sorbe entretendrán a los asistentes con sus intervenciones. La jornada terminará con la lectura de un manifiesto a cargo de un personaje relevante vinculado a la sierra, que hará la llamada literaria y solemne del acuerdo común para pedir que se inicien, desde una perspectiva administrativa, los trámites de recuperación de esta fortaleza.