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enero, 2006:

Secretos de la vida de la Éboli

Aunque parecía imposible, todavía se pueden recibir sorpresas acerca de la vida y la memoria de la Princesa de Éboli. No muchas, y en cierto modo sutiles, pero en el libro que acaba de publicar el conocido egiptólogo Nacho Ares, aparecen tres o cuatro detalles, distribuidos a lo largo de las casi 300 páginas de su libro, que nos hacen tomar un nuevo derrotero en la apreciación de esta alcarreña que llenó con sus intrigas y su belleza el Siglo de Oro español.

Datos sobre sus viajes, sobre su vida en la prisión dorada de Pastrana, sobre sus retratos, sobre el origen de su lesión oftálmica… y no sacados de la imaginación o del sufrido trato con los misterios que nunca se pueden desvelar, no: sacados de documentos, de estudios concienzudos, de deducciones cargadas de lógica.

Ana de Mendoza, Princesa de Eboli y duquesa de Pastrana, interpretada por el artista Rafael Pedrós

Un misterioso viaje a Andalucía

Nacida en Cifuentes (1540) y muerta en Pastrana (1592), doña Ana de Mendoza y de la Cerda, duquesa de Pastrana y Princesa de Éboli, grande de España, heredera de una de las mayores fortunas del reino, vivió siempre en Castilla, pasando sus días entre las villas alcarreñas en que nació y murió, más algunas estancias en Valdeconcha, y largas temporadas en Guadalajara, en el palacio de los duques del Infantado, sus “primos”.

Vivió por avatares de la vida, peregrinajes de sus padres, y asuntos de su esposa, en otros lugares como Valladolid, Alcalá de Henares, Simancas y Zaragoza. Y sufrió prisiones, aparte de su propio palacio donde llegó a morir “emparedada” en sus habitaciones, en localidades de la meseta cercana como Santorcaz y Pinto.

Pero en este libro Nacho Ares nos desvela un lejano asentamiento de doña Ana, desconocido hasta ahora: en 1566 ó 1568, viajó hasta Sanlúcar de Barrameda, acompañando a su esposo Ruy Gómez, y a su hijo mayor Rodrigo de Silva, cuando fueron a tratar la boda de su hija mayor, doña Ana Gómez de Mendoza y Silva, con el mayorazgo del ducado de Medina-Sidonia. Fue esa hija mayor de la princesa, doña Ana, (y no la nuestra, la alcarreña) la que dio nombre, porque era terreno suyo, y en él le construyó un palacio su marido, a las marismas atlánticas que hoy constituyen el “Coto de Doñana”. En aquella ocasión los alcarreños fueron revestidos con los hábitos de la Orden Tercera del franciscanismo.

Secretos de un ojo perdido

Tomados casi todos los datos del estudio sabio y científico de Gregorio Marañón, Nacho Ares se ocupa entre las páginas 56 y 66 de su libro de aportar todos los datos y analizar todas las teorías sobre la anomalía ocular de doña Ana (no digo de su “tuertez” porque no recoge el diccionario de la Academia tal palabra, aunque no estaría de más que la fuese considerando).

Y allí saltan las teorías que dicen que se lo rebanó un amiguito cuando ella jugaba a luchar con sables, en Alcalá, siendo muy pequeña. O que fue de una caida de caballo. Al parecer, a doña Ana siempre la dieron por acostumbrada a marimachadas de toda índole, como si solo así, por una inclinación de fuerza, se pudiera explicar lo contundente de su biografía. Marañón apunta a una enfermedad degenerativa ocular, que la hizo perder la visión, y el movimiento del globo ocular derecho, a lo largo de su juventud, estando en la infancia todavía sana, como se explica contemplando algunos de sus retratos. Será, en todo, caso, un misterio a considerar, que nunca nadie resolverá con certeza.

Incógnitas sobre los amoríos

A doña Ana la emparejaron, más los poetas que los historiadores, con diversos hombres: su amor seguro (y obligado) fue con su esposo, el político don Ruy Gómez de Silva, de origen portugués, que alcanzó a ser secretario y primer ministro de Felipe II. Con él tuvo siete hijos y otro embarazo más, póstumo, que no llegó a término. Pero con quien muy posiblemente tuvo qué ver, en cuestión de amores, fue con el que había sido compañero de su marido, y secretario real después de enviudar ella: Antonio Pérez, con quien fraguó, primero juntos, y luego cada uno por su lado, la desgracia y el sufrimiento que la acompañó hasta la muerte. También se ha dicho que doña Ana mantuvo amores con el rey, Felipe II, de los que sería fruto su hijo mayor don Diego… incluso que se llevó muy bien con el príncipe Carlos, el primogénito del rey, que moriría en el alcázar de Madrid de muy malas maneras.

A todos los conoció en directo, trató con ellos, pasó largas jornadas de charla y reuniones. Eran todos “gente del barrio” porque en Madrid la princesa vivía en el palacio de la esquina de la calle mayor con la plazuela de la iglesia de la Almudena, ya derruida; a cien metros del palacio de Antonio Pérez. Y a doscientos metros del alcázar real, donde vivía Felipe y se recluía Carlos. De todos estos amoríos secretos, encuentros, billetes y alcobazas, nos da cuenta Ares en su obra que es superentretenida.

Secretos de imagen

El más apasionante de los capítulos de este libro recién aparecido, es el que trata de los retratos de doña Ana. Se basa Nacho Ares en los estudios, ya realizados, pero aún inéditos, de la investigadora María Kusche. De ellos saca conclusiones válidas, y desde luego rotundamente novedosas: por ejemplo, que el retrato más clásico de la Princesa de Éboli, que acompaña a estas líneas, y que enmarcado barrocamente se conserva en un salón del palacio madrileño de los duques del Infantado, no fue pintado por Sánchez Coello, como hasta ahora se había repetido por todos, sino que es con seguridad una copia de otro original, más pequeño, y hoy perdido, que se le hizo a doña ana en su juventud, mediado el siglo XVI. El conocido retrato la presenta con una gola enorme, rodeándola el cuello, tal como era la moda de Madrid en la primera década del siglo XVII, cuando doña Ana llevaba  ya veinte años enterrada.

Sin embargo, el conocido retrato, bellíismo, de un color y una frescura inigualables, que se conserva en el palacio sevillano de los Infantado, y que representa a la princesa vestida de pastora, tocada de un gran gorro, y con unas simbólicas rosas de colores en sus manos (al parecer, símbolos de sus hijos) está pintado hacia 1560, por Sofonisba Anguisola, en Guadalajara, en los días o semanas en que ambas mujeres (Sofonisba fue pintora excepcional, italiana, en la corte filipina) acomàñando a la pomposa corte hispánica, esperaban en las calles y palacios de Guadalajara la llegada desde Francia de Isabel de Valois, “Isabel de la Paz”, cuando venía a casarse con el Rey Felipe II y sellar con su boda la paz entre Francia y España. Aunque le creíamos (yo entre ellos, lo que delata mi impericia como tasador de cuadros) del siglo XVIII, resulta ser según María Kusche el más antiguo, original  y hermoso de los retratos de doña Ana de Mendoza. Muchos otros retratos de la princesa tuerta son declarados en este libro: a partir de un ignoto original que estaría en la colección procedente del austriaco castillo de Ambras, y que hoy se declara perdido, surgieron las copias, como la del supuesto Sánchez Coello, o las que luego se hicieron y se guardan, entre otros sitios, en la colección del marqués de Casa Torres; los grabados del siglo XIX de Bartolomé Maura y Carderera, o los grandes óleos que se conservan en el Museo Carmelitano de Pastrana, donde aparece la princesa y su marido, junto a Santa Teresa y los carmelitas, fundando casas por la Alcarria. Estos son de escuela madrileña, del siglo XVII.

Hay un par de retratos, de dama desconocida, que muy podrían ser retratos de la Éboli. Porque en ambos, representándola casi niña, se la presenta con los dos ojos sanos, y que en un ejercicio compositivo que ha hecho Ares, con ordenador, poniendo a la retratada el parche sacado del retrato clásico, la sienta bien y ajustado. Uno está en la casa del Infantado también, y otro en el Museo del Prado con el título de “Joven desconocida”. Se parecen tanto a doña Ana, que sin duda son ella misma. No quiero olvidar, no debo, los retratos que han salido, en estos días, de la mano de un magnífico pintor que tenemos en Pastrana, Javier Cámara, y que la representan en traje de “pompa y circunstancia” cortesana, y en hábito de monja carmelita, cosa que como todos saben ocurrió con certeza, y que hasta ahora a nadie se le había ocurrido.

Libros y webs sobre Doña Ana

El libro que acaba de editar Algaba, y que firma Nacho Ares, lleva por título exacto “Éboli. Secretos de la vida de Ana de Mendoza”. Está encuadernado en cartoné, tiene 278 páginas, y numerosos grabados. Se lee de un tirón, y ofrece las novedades referidas, amén de las clásicas secuencias ya conocidas de la biografía de esta misteriosa dama. Destacan las pinturas excelentes de Javier Cámara, aunque las reproducciones de sus cuadros no son todo lo perfectas que merecen las obras de este extraordinario artista pastranero.

De Nacho Ares, ya mencionamos en su día, y ahora insistimos en lo interesante que resulta navegar por él, es un sitio web que surge a partir de esta página: www.nachoares.com/princesa/princesa.html, y que recomendamos a todos que se lancen a navegarlo y disfrutarlo.

Visitando los techos de la catedral seguntina

La memoria de un tiempo pleno, cuajado de ideas, de impulsos y hallazgos, está reflejada sobre la piedra construida de una catedral, la de Sigüenza. A mediados del siglo XVI, cuando el Renacimiento de las ideas y de la dignidad del Hombre se va abriendo paso con lentitud y firmeza, algunos escritores, unos pocos clérigos, y bastantes artistas, toman de los libros que empiezan a circular (al principio como un artículo de lujo, y luego ya con toda libertad y alcances) las fórmulas para entrar en un mundo nuevo: un mundo que al dictado de algunos ignotos pensadores italianos, o del flamenco Erasmo de Rótterdam, trata de consolidarse sobre la idea de que cualquier hombre puede encontrar, si se mira con atención, el universo entero en su corazón y en su mente.

El Sagrario Nuevo o Sacristía de las Cabezas, de la catedral de Sigüenza, es obra mayúscula diseñada y tallada personalmente por Alonso de Covarrubias.

En el impulso constructivo, renovador de formas, que se centra por templos y palacios, a la catedral de Sigüenza le tocarán los mejores elementos de la provincia. Es lógico, puesto que es el lugar donde más posibilidades hay de hacer cosas nuevas, y donde más presupuestos existen, y más generosos, para levantar y experimentar.

Durante el episcopado de don Bernardino López de Carvajal se levantan los mejores ejemplos del Renacimiento en la catedral. Este obispo, que nunca llegó a aparecer por la Ciudad Mitrada, ya que vivió siempre implicado en los asuntos vaticanos, dio sin embargo dinero para construir retablos, estancias y obras públicas. Su sucesor, don Fadrique de Portugal, hizo lo mismo, y en competencia con ellos, el Cabildo de la catedral también se esmeró en propiciar novedades constructivas y decorativas.

La sacristía de las Cabezas

Cuando avanzamos por la nave izquierda, del Evangelio, de la catedral de Sigüenza, una vez pasado el resplandor central del crucero, entramos por el oscuro pasadizo de la girola. Tras dejar a un lado la puerta de la sacristía vieja, y el enterramiento pegado al muro del primer obispo don Bernardo de Agen, se abre la puerta de la sacristía nueva, de la llamada comúnmente “sacristía de las cabezas” en homenaje a la decoración que puebla sus bóvedas.

Se esconde su portada en una oscuridad que no merece, ya avanzado el tránsito por la girola. La fachada, en piedra, de estilo manierista, fue construida en 1573‑74, por Juan y Pedro de Buega, bajo la dirección del arquitecto Juan Sánchez del Pozo, que fue el diseñador de toda la girola. En su parte alta sobresalen las tallas de algunos apóstoles, y San Antonio Abad en el centro. Los batientes de la puerta, en nogal tallado, obra del maestro Pierres en esa misma época, forman un conjunto iconográfico de interés, por cuanto muestran colocadas en casetones, talladas en mediorelieve, las figuras de 14 vírgenes y mártires, puestas en este lugar como una prefiguración de la puerta de la Gloria que es lo que viene a significar el interior.

La sacristía de las cabezas de la catedral seguntina, que ha sido calificada entre las más impresionantes obras de la arquitectura del Renacimiento europeo, es una gran estancia rectangular, en cuyos lados mayores se abren amplias hornacinas, en las cuales se alberga la cajonería con talla profusa, magnífica, plena de figuras y simbolismo. Merecería hacerse un detallado estudio de la simbología y mensajes que esas tallas de madera sobre cajones y aparadores llevan. Es uno de los elementos que aún permanecen arcanos en el conjunto catedralicio.

En las enjutas de los arcos que forman los muros de la estancia, aparecen enormes medallones representando bustos de profetas y sibilas. Todos son preciosos elementos escultóricos que completan el conjunto. Algunas imágenes aparecen junto a estas líneas, realizadas recientemente con la autorización generosa del Cabildo. Entre esos medallones, hay pilastras adosadas y rematadas de bellísimos capiteles. Sobre la corrida cornisa se inicia la gran bóveda, de medio cañón, seccionada en cuatro partes, en las cuales aparecen varios centenares de casetones circulares, bien alineados, ocupados por rosáceas y cabezas humanas, estas últimas todas diferentes, provistas de una expresividad increíble, debidas a un verdadero genio del arte: Alonso de Covarrubias, que fue el diseñador de este recinto, aunque la talla directa se hizo, años más tarde, hacia 1550, por Martín de Vandoma, que en esta pieza se consagró como un consumado artista. Muchas de estas cabezas (hay 304 en total) son retratos de personajes de la época, incluyendo al Papa, al Emperador, a la mujer de éste, a diversos canónigos, cardenales, ofi­ciales del templo, etc.

Y ese es otro de los trámites que le quedarían por descubrir a quien se enfrentara con un espíritu analista y erudito a la estancia eclesiástica, tratando de ver en ella algo más que la belleza de proporciones y adornos. Hay un mensaje en esa bóveda que nadie ha dejado escrito. Porque en los documentos del archivo capitular figuran los nombres de los canónigos que decidieron su construcción, y aún de quienes quedaron encargados de trazar el orden de los adornos a poner en ella, pero en ninguna parte ha quedado escrito, o al menos no se ha encontrado todavía, el por qué de esa distribución, de tantas cabezas. Sin duda se está representando en la bóveda una perspectiva de “gloria” para los bienaventurados, dando por supuesto que en el ámbito sagrado de un templo, las bóvedas son la imagen consistente de la Gloria, y quienes ocupan los techos, están asentados en ella. O van a estarlo, porque en esta sacristía de las cabezas de Sigüenza, hay sin duda personajes vivos representados. El jefe del Estado, el emperador Carlos, entre ellos.

La capilla del Espíritu Santo

Aún puede el viajero que acude a este lugar, admirar otra estancia espectacular. Frente a la entrada de la sacristía, se abre la capilla del Espíritu Santo o de las Reliquias, guarda­da por la más bella reja del templo, obra del conquen­se Hernando de Arenas, labrada a expensas del obis­po Fernando Niño de Gue­vara, cuyo escudo aparece forjado y policromado en ella. La capilla es una estancia de planta cuadrada, en la que luce un completo programa icono­gráfico, todo él argumen­tado en infinidad de tallas que lucen con profusión por muros y cúpula, viniendo a dar la imagen de la Iglesia, concebida como un edifi­cio en el que los gentiles aparecen (como estípites) sosteniendo con sus brazos los arcos donde medallones con efigies de profetas y angelillos con los símbolos de la Pasión, mantienen a su vez la gran cúpula, que descansa sobre medallones con los cuatro Evangelis­tas en las pechinas y nume­rosos casetones con efigies de santos en la bóveda, rematado, por encima de la linterna, en la figura de Dios Padre y del Espíritu Santo. En las hornacinas y altar de las reliquias, se conservan también obras capitales del arte segunti­no, entre ellas la gran Custodia procesional de plata y varios cuadros interesantes. En la sacris­tía no deben dejar de admi­rarse los batientes de madera de la ventana del fondo, con tallas bellísimas de los Evangelistas y Padres de la Iglesia, obra del maestro Pierres, también mediado el siglo XVI.

Conocer la Catedral

Para conocer mejor esta sacristía, sus autores, su construcción, sus detalles, así como muchos otros elementos que confieren a la catedral seguntina el grado de monumento merecedor de atenta visita, hay algunos libros que conviene llevar leidos, o como guía de viajero, para sacarle el provecho máximo. Cuando se va a visitar monumentos, con el tema previamente sabido, el provecho del viaje es máximo.

El canónigo seguntino don Felipe Peces Rata es quien ha escrito un libro interesante, titulado “La Fortis Seguntina” que editado por “Escudo de Oro” de Barcelona, que ofrece con fotografías en color el detallado catálogo de lo que contiene la catedral. Un viejo libro, sin duda el mejor de todos, que en 1954 editó “Plus Ultra” de Madrid, es el titulado “La Catedral de Sigüenza” de quien fue su capitular también, don Aurelio de Federico. Más moderna y actual es la obra de quien esto escribe “Sigüenza, una ciudad medieval” que ha editado “Aache” de Guadalajara y lleva ya más de cinco ediciones en los últimos años.

Los mieleros de Peñalver

Está preparando el Ayuntamiento de Peñalver un gran libro que contiene la historia de la villa, su catálogo monumental, el recuerdo de sus costumbres, la nómina de sus naturales destacados… y en ese libro, que muy pronto estará en la calle, completando saberes y quereres de la Alcarria, no podía faltar una amplia referencia a los personajes más característicos del pueblo, y de la comarca toda: a los meleros. Que se movieron por el mundo (traspasaron frontreras y mares, pasando a Marruecos, a las Islas Británicas, a mil y un sitios del terráqueo globo) llevando en la boca el nombre de ¡Miel de la Alcarria, de la Alcarria miel!, y su producto colgando de las grandes alforjas que les salían del hombro.

Meleros de la Alcarria

Un interesante estudio del escritor y periodista Pedro Aguilar, publicado en los Cuadernos de Etnología de Guadalajara, del año 2003, nos trae a la memoria la vida y los milagros de los meleros de Peñalver. Comenzaba diciendo que “desde Peñalver han salido decenas de jóvenes a vender miel con sus alforjas, sus cubetos y el típico blusón negro, que a comienzos del siglo pasado era a rayas, y con el que los peñalveros recorrían las calles de media España vendiendo miel desde finales del siglo XIX”.

El término de Peñalver es uno de los que en la Alcarria más cantidad de colmenas posee, y mejor calidad en la miel de sus abejas obtiene. Era lógico, pues, que en torno a esa miel, hoy con denominación de origen propia, surgieran desde antaño oficios paralelos al de estricto cosechador de miel, al de apicultor. Uno de esos oficios era el de colmenero, encargado de fabricar las colmenas; otro el de cerero, que se dedicaba a comprar y vender la cera de los panales para con ella fabricar las velas. Y finalmente los comerciantes y vendedores de esos productos, los típicos mieleros, que efectuaban su misión de distribuidores y vendedores al por menor, llevando su mercancía a todas las partes de España, y aún del mundo en torno. Su figura ha llegado a ser emblema de toda una provincia, la de Guadalajara, especialmente a través de la iniciativa que la directiva de la Casa de Guadalajara en Madrid adoptó hace unos años, de instituir como galardón la figura del mielero, que sería de oro para los más ilustres, de plata para el común de los homenajeados, y de barro, en forma de esbelta estatuilla, para instituciones y protectores especiales. Además, esa figura ha sido luego elevada a categoría de estatua, de tal modo que en la plaza mayor de Peñalver se ha puesto una, labrada en bronce. Otra similar en el cruce de la carretera que desde la de Cuenca va a la villa, y otra en una rotonda del barrio de Aguas Vivas en Guadalajara.

Decía un antiguo pasodoble que “De Madrid y Sevilla salen toreros y de Peñalver salen mieleros”. Y como un homenaje popular a su figura, continuaba la canción: “Miel de la Alcarria grita el mielero/ que recorre toda España y el mundo entero./Pantalón de pana y estrecho de culo, mielero seguro”.

Por lo que respecta a la forma de trabajar de nuestros mieleros peñalveros, podemos decir que lo más normal es que salieran del pueblo, en el otoño, y se fueran andando o en transporte público hasta las capitales de provincia y grandes ciudades donde empezaban a vender su mercancía, que llevaban a cuestas. Desde los años del comedio del siglo XX, empezaron a utilizar sus propios medios, como motocicletas y aún pequeñas camionetas.

Su forma de vender era entrar en una casa de vecinos, y ponerse a llamar a todas las puertas. También al recorrer las aceras gritaban “De la Alcarria. Miel…!” Y había mucha gente que paraba a comprarles. Pero la venta se hacía así, de casa en casa. Cuenta Aguilar que Félix del Castillo, un mielero veterano, y otros por el estilo, le contaban su modus vivendi: “Al llegar a las casas, la mujer preguntaba el precio y si estaba conforme, sacaban un recipiente, casi siempre un cuenco de barro o cristal y el mielero introducía una paleta de madera en su cubeto y untaba un buen trozo de miel que depositaba en el cacharro de la compradora. Se cobraba por golpe de paleta, o por kilos”.

Además de la miel, llevaban quesos y aún fiambres, también para la venta, y dicen que las mujeres de las ciudades estaban encantadas de poder adquirir, en la puerta de su casa, productos que sabían recién llegados del campo. Pero el precio que pagaban no compensaba nunca el gran esfuerzo que nuestros meleros hacían, cargando todo tipo de cosas en sus grandes alforjas, sobre los hombros, a través de las calles, subiendo y bajando escaleras, incluso metidos en el Metro…

Estaban fuera del pueblo durante el invierno, regresando siempre que podían por Navidad, Semana Santa, Corpus y la Virgen de la Salceda en septiembre. Se movían juntos, casados y solteros, por  cuadrillas. Dormían en pensiones y se cocinaban ellos mismos. Muchos fueron al País Vasco, donde era muy apreciada la miel de la Alcarria. Y en Cataluña, y en Valencia, a pesar de haber allí buena miel. Otros, después de la guerra, llegaron a viajar hasta Marruecos, para vender de casa en casa su mercancía. Y añade Aguilar que

“estos alcarreños han pregonado el nombre de su tierra por toda la península y sin duda han sido sus embajadores más constantes. Gentes honradas, tenaces y extrovertidas que enseguida se amoldaban a la sociedad que les caía en suerte, convirtiéndose en personajes no sólo conocidos, sino queridos por todos”.

Lo más bonito es que entre ellos, cuando andaban por esos mundos, se ayudaban mutuamente, y si alguno necesitaba algo, los demás se lo proporcionaban. Si se encontraban en alguna ciudad, ellos se reunían y hacían alguna merienda, porque en el fondo, y aunque en barcos separados, sabían que todos salían del mismo sitio. Un compañerismo muy acentuado reinó siempre entre los mieleros de Peñalver.

Por recordar a algunos de los más populares mieleros, cabría aquí hacer la referencia de Emilio González, sin duda el más querido, que perdió la vida al lanzarse al mar para salvar a un extranjero que se estaba ahogando: el mar se los tragó a los dos. Se le hizo en Peñalver un homenaje al que no faltó nadie. Otro muy popular era Saturnino, un peñalvero que medía dos metros y que llegó a vender la miel a los clientes de los primeros pisos desde la calle, porque al primer piso aún alcanzaba. Todavía hoy en Santander hay un dicho que dice: “Eres más alto que Saturnino el mielero”. Ha habido otros que destacaron además como campeones de pelota a mano, o incluso como famosos toreros. Los últimos alcaldes de Peñalver, Teodoro Pérez Berninches, y José Angel Parra, han sido también mieleros en su juventud, y este último se ha recorrido el País Vasco, en torno a Zumárraga, a pie y sin descanso. Otros aún hubo que se hicieron después famosos por otras causas, como José Luis Sedano, triunfador en el arte del toreo.

Y termina Aguilar su ronda de evocaciones: “Aunque la miel no ha dado fortunas, sí permitía que los mieleros viviesen holgadamente. Un buen mielero podía vender entre cuatro y cinco kilos diarios y algún que otro lomo o queso manchego. Como buenos comerciantes, los peñalveros han sabido ahorrar e invertir.  Por eso, a pesar de la dureza de su oficio, no se quejan en demasía y le están agradecidos a la miel. Guadalajara debe estarles agradecidos a ellos porque han sido sus mejores embajadores a lo largo de más de cien años, e incluso ahora, aunque más sedentarios, lo siguen siendo”.

Frases sobre Peñalver y los peñalveros

Según el Diccionario de Gentilicios y Seudogentilicios de la provincia de Guadalajara, que escribió María del Pilar Cruz Herrera, a los peñalveros se les conoce con el apelativo de agalloneros (razón: porque querían hundir en el agua un agallón con el culo), gatos (porque iban por todas partes vendiendo miel, afanándose la vida) y mieleros. Este apelativo, que es ennoblecedor, porque se refiere a un trabajo, deriva de la ocupación de muchos peñalveros, que hoy hemos recordado, y que supone que al menos desde hace siglo y medio se dedicaron a la venta ambulante de miel, quesos y otros productos, por toda España.

De todos es sabido que los pueblos siempre hablan mal de sus vecinos. Por la Alcarria corría la frase “En Peñalver, ni borrica, ni mujer”, y aún había quien la completaba: “En Peñalver / ni borrica, ni mujer / ni hombre si puede ser”. Más conocidos, y favorables, son los dichos que ensalzan su laboriosidad a prueba de bomba: “En Peñalver, de una libra hacen diez”. Y esta otra, que aquí viene al cuento perfectamente: «En Irueste, Ruguilla / y en Peñalver / fabrican las abejas / la rica miel».

Otros muchos dichos relacionan a Peñalver con la miel, y con su trato de vendedores a los habitantes de la villa: “De Madrid y Sevilla salen los toreros / y de Peñalver los mieleros”, y para acabar esta otra  “No todo el monte es orégano, ni toda la miel es de Peñalver”.

Archilla, un fotógrafo para la historia

Estos días ha visto la luz un magnífico libro, titulado “Guadalajara. Historia de la Fotografía (1853-1956)” escrito por don Pedro José Pradillo y Esteban, y editado por la empresa constructora Alvargómez. En él se reúnen y muestran infinidad de imágenes que ofrecen visiones antañonas y emotivas de la ciudad, de la provincia, de sus gentes y de sus costumbres. Un estudio detallado de fotógrafos, técnicas, estudios y alcances de este arte (el de la fotografía) se avalora con una gran colección de fotografías en las que destacan retratos, grupos, manifestaciones, acontecimientos, fiestas y testimonios del pasado.

El estudio está realizado con intenciones de totalidad, y no se olvidan las figuras claves de la fotografía en Guadalajara como fueron Ortiz de Echagüe, Tomás Camarillo, Goñi, Layna, los franceses viajeros Clifford y Laurent, Reyes, Marí y muchos otro. En esta ocasión me permito colaborar a esa memoria colectiva aportando datos sobre un buen fotógrafo al que se deben testimonios únicos de una época y una circunstancia concreta: me refiero a la figura de Pedro Archilla Salido, y su labor fotográfica en torno a la destrucción y posterior reconstrucción de la catedral de Sigüenza.

Pedro Archilla Salido, fotógrafo en Sigüenza

Unos cuantos y escuetos datos puedo aportar acerca de este que fue extraordinario fotógrafo y atento cronista gráfico de lo que sucedió en la Ciudad del Doncel durante la primera mitad del siglo XX. Pedro Archilla Salido (1882-1967) fue Doctor en Ciencias Físico- Matemáticas, obteniendo por oposición, en 1905, la cátedra de Matemáticas del Instituto de Soria y, por concursos sucesivos, las de los Institutos de Ciudad Real, Ávila y Guadalajara. En oposiciones directas, ganó la cátedra del Cardenal Cisneros. Aparte de numerosos artículos en revistas científicas, publicó varios libros entre los que cabe destacar «Elementos de Aritmética» y el dedicado al primer año de Bachillerato. Fue consejero de Instrucción Pública y Diputado Provincial.

Provisto de su máquina fotográfica, recorrió la ciudad, se subió a todas las alturas, entró en todos los patios, escaló torres y aguardó en todas las esquinas. Desde allí pudo tomar instantáneas que, aparte de su encuadre artístico, y de la oportunidad de captar personajes interesantes, muestran el estado de Sigüenza y sus alrededores en la primera mitad del siglo pasado. Se desplazaba habitualmente por la comarca, con lo cual llegó a tomar fotografías de muchos otros lugares que hoy ofrecen perspectivas muy distintas.

En la ciudad de Sigüenza, Archilla hizo tomas de las principales calles, plazas y visiones generales clásicas. El castillo lo retrató en diversas perspectivas, así como la catedral, a la que se dedicó con especial pasión.

De la catedral, antes de la Guerra Civil, tiene Archilla numerosas tomas hechas que hoy sería difícil conseguir en la misma perfección que él hizo, y sobre todo ofreciendo un estado pretérito ya perdido. Así, es llamativa la imagen que tomó del tímpano que corona la portada de la Capilla de San Juan y Santa Catalina, tomada desde una altura que nos la ofrece totalmente horizontal.

O del rincón norte del crucero, donde lucen espléndidos el retablo de Santa Librada y el mausoleo de don Fadrique de Portugal. Delante de ellos se aprecia perfectamente la antigua reja de hierro forjado, realizada en el siglo XVI por Juan Francés, y que tras el bombardeo de la guerra desapareció y hoy ha sido recuperada fragmentariamente, y puesta en el muro sur de ese mismo crucero.

Muchas fotografías del claustro, de sus capillas, de altares interiores, de obras específicas de arte…

Pero donde cobra valor singular, único, el trabajo fotográfico de Archilla es en el conjunto de imágenes que capta nada más producirse el asedio y defensa de la catedral seguntina por las tropas contendientes en la Guerra Civil. Es impresionante contemplar su amplia muestra de imágenes que dan la dimensión del desastre bélico: especialmente impactante es la fotografía que muestra la girola cuajada de piezas caídas de las alturas, recogidas fragmentariamente, para posiblemente proceder a su recolocación. Hay escudos, obispos orantes, cornisas, rejas, lámparas. Todo esperando la restauración que llegó enseguida.

Bajo la dirección del arquitecto Labrada Chércoles, un intenso movimiento reconstructivo, que abarcó lo arquitectónico y lo decorativo, se puso en marcha, alcanzando la inauguración del templo totalmente restaurado en el año 1949, con la asistencia al acto del propio Jefe del Estado, el general Francisco Franco. El fotógrafo Archilla nos da muchas imágenes de ese proceso reconstructivo, subiéndose él mismo a las bóvedas, ventanales, torres, etc. Hay algunas fotos especialmente curiosas, como aquella en que aparece el conjunto de obreros, técnicos y entre ellos el arquitecto director, subidos a una alta ventana de la nave central.

Testimonios valiosos

Entre las fotografías de los pueblos de la comarca seguntina, es especialmente valiosa la que Archilla aporta del castillo de Séñigo, entre Sigüenza y Peregrina. Hoy no queda absolutamente nada de esa fortaleza, pero en 1940 Archilla alcanzó a fotografiar, no ya la torre o restos de la torre, sino la fortaleza entera, que tras los estudios realizados sobre ella, y que dejaban sospechar que la tan traida y llevada torre era la parte “homenaje” de un gran caserón fortificado, ahora puede afirmarse que era de este modo. Lo impresionante es que en tan sólo 60 años, un castillo medieval haya quedado reducido a un montón de piedras.

Vemos el castillo de Pelegrina, mucho más entero de lo que está hoy, el de Guijosa, y otros varios, así como los aspectos generales de los pueblos de la comarca. En definitva, la obra fotográfica de Archilla Salido, tiene una evidente fuerza y merecería ser considerada en cualquier estudio general sobre la historia de la fotografía en Guadalajara. Aquí aporto algunas de sus imágenes más llamativas y curiosas, que dan constancia de su calidad e interés.

Apunte

Archilla Salido en Internet

La obra “seguntina” del fotógrafo aficionado Archilla Salido puede consultarse en la siguiente dirección de Internet, mantenida como elemento de apoyo didáctico por el Ministerio de Educación: http://iris.cnice.mec.es/colección/Pedroarchilla/. También aparece en la conocida página de “Alcarreños Distinguidos” que es muy consultada en http://www.aache.com/alcarrians.

El Centro de la  Fotografía y la Imagen Histórica de Guadalajara

Bajo la dirección técnica de don Plácido Ballesteros Sanjosé, desde hace unos años funciona en las dependencias del Centro Cultural San José de nuestra ciudad, el CEFIHGU, en el que se atesoran convenientemente clasificadas, restauradas y preservadas, cientos de miles de antiguas fotografías que atañen en sus motivos a paisajes, pueblos, personas y acontecimientos de la provincia de Guadalajara.

Promovido por la Excmª Diputación Provincial de Guadalajara, a través del Servicio de Cultura, ofrece hoy un pequeño Museo visitable, en el que se exponen aparatos fotográficos, reproducción de estudios, y positivados de fotografías de los clásicos captadores de imágenes de nuestra tierra.

Se ha ido formando este gran fondo de imágenes con las iniciales aportaciones de la propia Diputación, que poseía las colecciones donadas por los herederos de Tomás Camarillo y Francisco Layna Serrano. Después, se han ido acumulando en sus archivos las fotos de ya clásicos artistas como Alejandro Latorre y Luis Vegas, que ofrecen enorme cantidad de imágenes de la época del nacimiento de la Aeronáutica en nuestra ciudad; Fernando Poyatos, que se centró en Budia y la Alcarria; García Muñoz, José López, José Reyes y Eugenio Ruiz García “Peco”, de Molina. La gran colección de Goñi, fotógrafo real avecindado en Guadalajara, la conserva la Agrupación Fotográfica de Guadalajara, aunque ha sido cedida a la Biblioteca Regional en Toledo.

Estas, y muchas otras grandes colecciones particulares de fotografías, conforman un acervo de gran importancia para el estudio del pasado gráfico de nuestra provincia.