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diciembre, 2005:

En el Centenario del Crimen del Ermitaño

 

En su maravillosa Historia de Cifuentes, casi al final de su voluminoso relato, después de haber asistido a la pormenorizada relación de señoras dominantes, de aventurados guerreros, de ilustres condes y de amargas batallas, Layna nos ofrece la relación meticulosa, vivaz, entrañable y emotiva de una historia que, sin poderlo remediar, se va cabalgando hacia las metáforas del sueño, y hoy nos queda, justo un siglo después de haber sucedido realmente, como en una nebulosa donde toma los perfiles suaves y dantescos a un tiempo de la leyenda.

Se trata de la historia del «crimen del ermitaño», ocurrida en 1905 en la Cueva del Beato, y concluida con la victoria de la justicia sobre el asesino cobarde que mata por envidia. Es una historia que se ha ido transmitiendo, de abuelas a nietos por Cifuentes en lo que va de siglo. Y que ahora, al cumplirse el centenario, quiero rememorar un instante, para general conocimiento.

La situación

El año 1905, Cifuentes vio alterada su tranquilidad habitual por un suceso dramático que mantuvo en tensión constante a todo el vecindario: fue el conocido por “crimen del ermitaño”.  La situación se plantea así: en el cercano Santuario de Nuestra Señora de Loreto había un santero que se ocupaba en cuidar del lugar. Allí recibía casa gratis y una pequeña paga que se detraía de las limosnas depositadas en la ermita. Quien a la sazón, a principios del siglo XX, ocupaba ese puesto, era un vecino de Cifuentes apodado el pastor.

La historia empieza un año antes: en 1904 se presentó al párroco-arcipreste un hombre de unos cuarenta años, “vestido con hábito negro de corte frailuno, con amplio capillo, capucha, cordón de San Francisco a la cintura del que pendía negro rosario y calzado con sandalias; era de mediana estatura, delgado, la cara picada de viruelas, negra barba rala, expresión humilde y bondadosa, y por ser corto de vista usaba gruesos lentes así como un cayado para caminar más seguro”; se llamaba Bibiano Gil y exhibía una licencia del obispo seguntino para poder habitar como ermitaño en el santuario de la Cueva del Beato, cuidar de éste y recoger limosnas para el mismo.

El llamado pastor se sintió apartado, y Bibiano Gil se instaló en aquel tranquilo espacio, adecentándolo poco a poco gracias a su trabajo personal y a las limosnas recogidas durante frecuentes peregrinaciones hechas a pie por provincias lejanas; la pequeña iglesia quedó aseada. Bibiano Gil se ocupaba además de visitar enfermos, llevar limosnas a los más pobres del pueblo, haciendo él solo las funciones que hoy hacen parroquia y ONGs a destajo.

¿Quién era Bibiano Gil? Nadie sabía exactamente quien era, de donde venía. Tenía una educación esmerada y parecía muy bien relacionado con personas distinguidas de Madrid. Se sabía que mantenía relaciones epistolares con gente de la Corte, pero se ignoraba todo acerca de él. Solo se sabía de su carácter alegre, afable, siempre dispuesto a ayudar. Pero bruscamente, en febrero de 1905, se echó en falta a Bibiano, y pasadas algunas semanas todo el mundo se inquietó, pensándose que había muerto, que quizás había sido asesinado. Enseguida, y por lógicas deducciones de cosas sabidas y oídas durante los meses anteriores, todos sospecharon de “el pastor”, por ser su enemigo natural. Este negaba radicalmente cualquier actuación criminal. Se le detuvo, y se iniciaron las pesquisas, pasándose tras largos días de indecisión, a realizar una exploración de la sima o pozo existente en la sierra del Val, donde la voz popular decía que habría sido arrojado su cadáver. Solo un albañil de Cifuentes, llamado Perfecto, se animó a bajar a lo profundo, sujeto por una cuerda de un cabestrante en la boca de la cueva. Al cabo de un rato, y cuando estaba a unos 40 metros de profundidad, dio voces de que le izaran. Salió a la superficie, llevando en el extremo de la soga el cuerpo semiputrefacto de Bibiano Gil envuelto en su hábito negro, con la cabeza destrozada a golpes de piedra…

El desenlace

Un rato antes, en el cuartelillo de Cifuentes, viendo lo que se suponía iba a ocurrir, el pastor había “cantado” de plano. Él había sido el criminal. El 16 de marzo de 1905, la revista “Nuevo Mundo”, de Madrid, publicó una amplia información con fotografías. En el pueblo se conservan muchas coplas y romances relatando el crimen, y el abogado de Brihuega y diputado provincial don José Pajares, editó el año 1906 un folleto de poesías sobre el mismo tema. A los restos de Bibiano se les dio sepultura ante el retablo mayor de la ermita de la Cueva del Beato, donde queda una lápida de blanca piedra en que se relata esta historia y se dicen las virtudes de Bibiano Gil, de quien se supo finalmente cual fue su fin, pero nunca pudo saberse cual había sido su auténtica personalidad y anterior vida.

Hace tan solo tres años, una escritora de nuestra tierra, Sole López, escribió una novela, que llamó “La melera del Beato”, en la que hacía a este personaje protagonista de una historia de amor con una muchacha de Alocén, que por diversos lugares de la Alcarria y Madrid daban vida a una biografía más de esa gente que, salida de la Alcarria, va y viene por el mundo desbordando emociones y sentimientos: meleros y meleras, beatos y comerciantes, soñadores y gentes de pueblo, que montan historias increíbles en torno a la realidad más llana.

En todo caso, es este un obligado recuerdo a esa historia/leyenda de Bibiano, el ermitaño de la Cueva, en el oratorio de la Virgen de Loreto, junto a Cifuentes, que conocida por todos en la villa alcarreña, supone siempre una emotiva relación de pasiones y misterios, resueltos definitivamente, con la sangre y el terror sembrados por los páramos de la Alcarria. Las palabras y el ingenio de Layna Serrano, junto con su entretenido hilar de las palabras, nos ha permitido esa remembranza que al final del año 2005, en su centenario, convenía rememorar.

El Santuario de la Virgen de Loreto en Cifuentes

En la zona que en Cifuentes llaman “la Sierra” y que son los altos pinariegos que rodean a la villa por el mediodía, nos encontramos en una vaguada del terreno, como escondido entre los bosques de pinos que crecen al este de Cifuentes, y tras subir las curvas de la carretera que nos lleva a Canredondo y Saelices, el pequeño santuario de la Virgen de Loreto, también conocido popularmente como la Cueva del Beato, pues desde remotos siglos existía ya en aquel lugar una pequeña ermita en donde la tradición situaba el martirio de San Blas. Allí se retiró a hacer vida solitaria, en 1671, un sacerdote cifontino, don Pedro Girón de Bueno. Enseguida se le unieron otros sacerdotes, fundando en aquel lugar la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri, levantando con ayudas del pueblo un edificio moderno, obra del siglo XVII, y que consiste en un templo en formato de ermita, adherido a una pequeña residencia, cuyo portón principal está rematado por un gran escudo heráldico de la Orden de San Francisco. Todo ello, y su entorno, está actualmente restaurado y el paraje muy bien acondicionado para hacer una deliciosa excursión, pasar el día bajo las sombras de los pinos y contemplar bellos paisajes al tiempo de recordar las tradiciones singulares de Cifuentes, y en especial la truculenta historia que hoy hemos relatado.

Una pincelada de Renacimiento

 

Creo que ya todos mis lectores están enterados, por la publicidad que en estas páginas se ha hecho, de que con el Nuevo Año va a empezar a regalar nuestro diario NUEVA ALCARRIA, en forma de coleccionable, un libro de grandes dimensiones y hondo calado que se titulará “El Renacimiento en Guadalajara”. Desde hace varios meses vengo trabajando, casi en exclusividad, en esta empresa, en la que pretendo reunir, tras una introducción aclaratoria del tema, todas las expresiones que el Renacimiento, en los ámbitos político, filosófico, literario y artístico, dejó en nuestra tierra de Guadalajara.

El marqués de Santillana, los alumbrados, los obispos seguntinos, los palacios alcarreños, las torres y galerías, las novelas pastoriles, los poetas garcilasistas, la academia del cuarto duque, los grandes retablos, la orfebrería…. un mundo increíble, pleno, que debe ser conocido y apreciado por todos.

La pintura renacentista en Guadalajara

Un detalle de esa inmensidad patrimonial, que se parcela en arquitectura, pintura, escultura, orfebrería, telas y arte efímero, es la pintura, que se centra en los retablos, fundamentalmente y en elementos murales de gran calado. Algunas, muy pocas, pinturas de caballete, pertenecientes a los altos linajes mendocinos, y poco más. Nos vamos a dar una vuelta por la provincia, con la cámara de fotos preparada, y los ojos bien abiertos, para disfrutar de la belleza de formas y colores que nos ofrece este tema.

Los conjuntos pictóricos murales son fundamentalmente tres. Muy desiguales entre sí: los techos de las salas de la planta baja del palacio del Infantado, de gran aliento manierista italianizante; las bóvedas de la capilla de Luis de Lucena, con ínfulas vaticanas pero resueltas con aire provinciano; y el muro de un cuarto de estar de una casa particular de Albares.

Las del Infantado las pintó Rómulo Cincinato, entre 1578 y 1580, aprovechando una licencia que le diera Felipe II para trasladarse a Guadalajara a servir de este modo al duque del Infantado, quien por entonces se encontraba rematando su colección de reformas palacianas. Cincinato no demostró ser un genio de la pintura, pero sí nos dejó buena muestra de su oficio depurado, de su ambiciosa capacidad en el diseño de las grandes escenas, de su soltura en el manejo de los colores, y de su apego al grutesco y la decoración pompeyana.

Podemos ver estas salas, cuando están abiertas, accediendo desde el patio de los Leones, a través de la primera sala que es conocida como sala de Cronos, estrecha y alta. En el centro de su techumbre vemos la figura, aguerrida y alada, escoltada por dos ciervos, y con sus clásicos atributos, la hoz y el reloj de arena en ambas manos, del viejo dios Cronos. Aparece en un atrevido escorzo vertical, pues ocupa su imagen el plafón central de la techumbre. Se rodea mediante ancha cenefa por multitud de grutescos y adornos florales, entre los que aparecen, realizados con una gran sencillez y naturalismo, los doce signos del Zodiaco, compañeros del padre Tiempo en muchas de sus representaciones. Se completa la decoración de esta sala con varios escudos del duque y la duquesa patrocinadores.

En la gran Sala de Batallas o de don Zuria se desarrolla un mundo iconográfico variopinto y abigarrado, en el que aparecen numerosas escenas guerreras, protagonizadas por no bien identificados personajes vestidos a la usanza romana. Su autor tomó por modelo la soberbia techumbre que para el salón de Cinquecento del Palazzo Vecchio de Florencia, trazó hacia 1565 Giorgio Vasari. A lo largo de diecinueve grandes plafones, sobre el centro del techo, y en forma de medallones en su moldeado declive, aparecen diversas escenas pobladas de guerreros y luchas, descritas con gran riqueza de medios. Batallas y escenas en las que los protagonistas visten ropajes de la época, pero con muchos rasgos y modismos de la antigüedad clásica romana. En general se trata de batallas y asaltos de ciudades entre hombres occidentales y orientales. En los cuadros centrales se representa una batalla en la que vence un sujeto de barba blanca, fácilmente identificable con el mítico creador de la dinastía mendocina, don Zuria, el Blanco. Se trata de la batalla de Arrigorriaga en la que vencieron a sus enemigos leoneses. El resto representan acciones guerreras de los Mendoza a lo largo de su historia, y particularmente en la guerra de Granada. Se entremezclan con estas escenas, diversas figuras simbólicas, magníficamente realizadas, del Honor, la Fama, la Gloria y la Victoria, así como innumerables figurillas de putti que juegan con arneses guerreros. Al fondo de este gran salón aparecen dos pequeñas y ovaladas saletas con sus paredes y techos totalmente decorados, en estos casos de escenas mitológicas y de las Historia de Roma. Los escudos de don Iñigo López de Mendoza, quinto duque del Infantado, y su mujer doña Isabel Enríquez, llenan rincones y cartelas.

La sala de Caza o de Atalanta es más reducida que la de Batallas, pero la destreza de su ejecución gana, indudablemente, a todas las anteriores. Su rectangular techo cuajado de mil colores distintos prende de inmediato el ánimo de quien la contempla. Presenta escenas de la leyenda de Atalanta e Hipómenes según la describe clásicamente Ovidio en sus Metamorfosis, y se distribuyen en cinco grandes pinturas rectangulares. Esta leyenda viene a ser una representación alegórica de la lucha del hombre con el Tiempo, aunque añade cuatro grandes medallones representando dioses de los cuatro elementos naturales, y en la cenefa algunas escenas de caza tal como se desarrollaba, por el duque cazador que era don Iñigo, en el siglo XVI: el jabalí, el venado, los patos y grullas que en los bosques de la provincia de Guadalajara, por donde tenía don Iñigo sus estados, había en grandes cantidades. Se completa la riquísima decoración de este techo con abundantes imágenes de aves exóticas o domésticas, incluso con alguna interesante interpretación de Diana, cual son la poco frecuente de la Artemis de Efeso, y la de Flora.

Nos trasladamos luego a la Capilla de Luis de Lucena, en la cuesta de San Miguel, abierta los sábados (mañana y tarde) y los domingos por la mañana, para su admiración detenida. Las pinturas de las techumbres, arcos y enjutas de esta capilla se encuentran hoy en buen estado de conservación, tras una cuidadosa restauración a la que ha sido sometida esta capilla, y así se puede admirar su conjunto y el programa religioso que forman: la línea central de rectangulares cuadros ocupa, en sucesión y disposición que recuerda a la de la Capilla Sixtina, toda la bóveda de la capilla, y en ella aparecen escenas de la historia del pueblo judío, guiado por Moisés, y luego por Salomón, representándose en el arco mayor una magnífica escena de la llegada a Tierra Prometida. En las mismas bóvedas, se ven representaciones de las Virtudes Cardinales (cuatro figuras magníficas, de fina ejecución) con sus correspondientes atributos, de diversos profetas y luego de Sibilas, que en número de doce rellenan también algunos espacios de enjutas, completándose con representaciones de las virtudes teologales. Pueden interpretarse como un «camino en el Cielo hacia Cristo» de indudable inspiración erasmista.

Rómulo Cincinato pintó, al menos, las cuatro virtudes de la primera bóveda, y quizás sus dos iniciales secuencias históricas, dejando el resto a otros pintores, pues hay cosas de distinta mano, e incluso algunas figuras y escenas quedaron a medio terminar. La capilla tuvo un retablo en su muro de levante, del que no queda resto ni descripción alguna.

Un tercer ejemplo de pintura mural renacentista es el que encontramos en una casa de Albares, donde algún entusiasta admirador del marqués de Mondéjar, en el siglo XVI, mandó a algún pintor rural y peregrino plasmar la imagen del aristócrata, en trance de ganar una batalla a los moros, y amparado por algunos santos de su devoción. Pinturas murales que cuentan con la fuerza de los siglos, pero sin demasiada calidad.

La pintura renacentista por la provincia

Apenas ha quedado memoria de obras “de caballete” en nuestra provincia, durante los años del Renacimiento. Tanto los poderosos nobles, Mendoza y compañía, como los eclesiásticos, ambos grupos únicos de comitentes de obras pictóricas, solo se preocuparon de apadrinar retablos, y más retablos, y alguna composición mural. Los duques del Infantado, desde el tercero a la sexta, nos consta, encargaron retratos de ellos, de sus esposas e hijos, a las primeras manos de Europa: sabemos que el cuarto duque don Iñigo López de Mendoza, fue retratado por el Tintoretto. Doña Ana lo fue por Rubens. Sánchez Coello plasmó en lienzo la belleza de la princesa de Éboli, y el embajador Diego Hurtado de Mendoza gozó de la honra de ser retratado por Tiziano. Esas y muchas otras obras están hoy en poder de la familia Arteaga, herederos directos de los Mendoza.

Por los escasos museos existentes en la provincia, aún podemos rastrear algunas pinturas del Renacimiento que pueden ser aquí señaladas. Es una la existente en el Museo de la Colegiata de Pastrana, representando sobre tabla un “Descendimiento de Cristo” que es el único resto que nos queda del por todos alabado retablo mayor del templo encargado a Covarrubias y a Juan de Borgoña a inicios del siglo XVI. A este último, principal representante del Renacimiento pictórico castellano, hay que atribuir esa pintura.

Son otros los lienzos que llaman nuestra atención en ese museo, en concreto los que representan a dos de los hijos de la princesa de Éboli. Retratos sólidos, muy personalizados, con mucha alma, debidos a los pinceles de ignota pero primera figura del Renacimiento, que bien podría ser un Sánchez Coello o de su estilo. Uno es el de don Pedro González de Mendoza, en sencillo hábito de franciscano, orden a la que pertenecía a pesar de luego llegar a obispo de Sigüenza y de Granada. Otro es el de Ana de Silva y Mendoza, hija menor de la Princesa, cuando a la muerte de su madre decidió entrar en clausura, desprendiéndose de sus joyas y atavíos.

En el museo de San Gil de Atienza quedan hoy unas tablas, cuatro en total, representando cada una de ellas un par de profetas, procedentes de algún gran retablo de alguna de sus numerosas parroquias. La fuerza, limpieza y sonoridad de los rostros, actitudes y atavíos de estos ocho profetas y sibilas, recuerdan en principio la mano de Berruguete, pero por diversos especialistas han sido atribuidas recientemente, aunque sin documentación de apoyo, al aragonés Juan de Soreda: en todo caso, unas pinturas de lo mejor del Renacimiento, en otro museo de la provincia.

Pintura renacentistas en Sigüenza

En el Museo Diocesano de Sigüenza hay algunas tablas de enorme interés, como el “Enterramiento de Cristo” que procede (el formato de arco lo delata) de un muro de enterramiento, en la parroquia de Pozancos. La belleza de rostros y actitud, la riqueza de los paños y el tratamiento de la escena recuerdan a Juan de Borgoña, aunque ha sido adscrito a un ignoto “Maestro de Pozancos”. También hay un buen cuadro, del Manierismo declarado, atribuido a Luis Morales el Divino. Es una Piedad muy en su línea, con rostros desencajados y dramáticos, como todo lo del extremeño.

Finalmente, el retablo completo del altar de Santa Librada, debido al pincel genial de Juan de Soreda, es un conjunto clave en el Renacimiento seguntino pues a la calidad técnica, y al aire rafaelesco de sus formas y escenarios, se suma un complejo programa de neoplatonismo humanista, que le hace eje del movimiento social y artístico que pronto veremos completo y en panorámica provincial: el Renacimiento más genuino.

Mondéjar, en la ruta de la piedra tallada

Interior de la iglesia de Mondéjar

 

Llega el visitante a Mondéjar, y lo primero que le sor­prende es su Plaza Mayor, de un clásico sabor castellano, con construcciones de fines del siglo XIX en tres de sus lados, soportalados todos ellos, y centro de la vida económica y social de la villa, siempre animada y bulliciosa, cada vez más animada y bulliciosa, a pesar de que las mañanas del ya caduco otoño dejen helados los carámbanos colgando de los aleros. Una plaza en la que hay vida, bancos, un Palacio Rural con restaurante de postín, y mucho vaivén de negocios.

Aunque Mondéjar tiene mucho qué ver, y cada día se acercan más turistas a comprobarlo (el sorprendente museo subterráneo de “los judíos” en lo alto de la Ermita del Cristo, o las ruinas del protorrenaciente convento franciscano de San Antonio, o las extensiones de viñedos que van cayendo suavemente hasta el Tajo en medio de paisajes románticos…) es la iglesia la que por estar en el mismo corazón del pueblo, y tener tantos motivos para la admiración, la que hoy nos dirige los pasos.

La iglesia, joya del Renacimiento

El costado meridional de la plaza mayor mondejana se cubre por la mole inmensa y gris de la iglesia parroquial, dedicada a Santa María Magdalena. Es una magní­fica obra arquitectónica, de homogéneo estilo y carácter, realizada en los comienzos del siglo XVI, y por tanto una de las primeras y más tempranas obras del Renacimiento español. Se comenzó a levantar el templo en 1516, por expreso deseo y patrocinio de don Luis Hurtado de Mendoza, segundo mar­qués de Mondéjar. Se encargó la traza y dirección de la obra a Cristóbal de Adonza, quien la concibió como un fiel trasunto, en cuanto a planta y estructura, de la Capilla Real de Granada. El marqués, alcaide de la fortaleza granadina y capitán general del nuevo reino, buscó en Granada a uno de los mejores arquitectos del momento para que levantara en Mondéjar un grandioso templo parroquial. Y así se hizo: tiene tres largas naves, de 35 metros de larga cada una, rema­tadas en elegantes techumbres de complicada tracería nervada, siendo más alta la central que las laterales. Solamente la capi­lla mayor alarga levemente la nave central.

Rezuma todo el conjunto un innegable aire gótico, trans­mitido por Cristóbal de Adonza a su obra. Pero sería luego su hijo, Nicolás, quien con nuevos impulsos, ya claramente rena­cientes, complete el edificio. Así, a él se debe el coro alto a los pies del templo, sobre gran arco escarzano que muestra un par de enormes medallones de San Pedro y San Pablo en las enjutas, y una notable baranda de balaustres. Magnífico ejemplo este coro de Mondéjar, dentro del arte renacentista alcarreño. Al mismo Nicolás de Adonza se deben la sacristía, gran salón cuadrangular con pilastras adosadas y cúpula; las puertas de subida y entrada al coro, con estructura y detalles platerescos; y las dos portadas del exterior: la principal, en el muro norte, da sobre la Plaza Mayor; presenta un vano con arco semicircular, escoltado con cuatro columnas de orden compuesto, y rematado por un frontispicio angular y algunos candeleros. En el centro del frontis aparece una imagen de la Magdalena, de buena talla plateresca, aunque ya muy desgastada por los elementos. En las enjutas del arco aparecen sen­dos escudos del matrimonio patrocinador (don Luis Hurtado de Mendoza y doña Catalina de Mendoza). Tras las columnas de esta portada, exentas, aparece todo el muro completa­mente tapizado de grutescos, mascarones, y una riquísima decoración plateresca, que se completa con un cordón francis­cano por orla, que viene a definir el espíritu reciamente católico de sus fundadores, miembros de la Venerable Orden Tercera.

Sobre el muro de poniente se abre una portada de tam­bién aceptable línea renaciente. Al mismo arquitecto se debe, finalmente, la torre del templo, trabajada en noble piedra sillar, firme y austera, con los relieves magníficos de los escu­dos heráldicos mendocinos sobre su muro norte. Se terminó hacia 1560. Dentro del templo, y aparte su magnificencia y elegante traza arquitectónica, quedan algunas obras de gran relieve por contemplar.

El interior: retablo, mausoleos, orfebrería…

Cuajada estaba la iglesia de obras de arte hasta 1936. Era, sin duda, el punto capital del arte alcarreño. El vendaval de la Guerra Civil de 1936‑39 asoló casi todo cuanto contenía el templo. Sobre el muro de la nave del evangelio, se ve, bas­tante maltratado por golpes y repintes, el basamento del enterramiento de Marcos Díaz de Mondéjar, canónigo de Toledo y obispo electo de Sigüenza, que murió en 1473: pre­senta profusa decoración gótica de cardinas y tallos retorcidos, con los escudos familiares del sujeto. Muy destrozado y hoy tabicado, debe quedar algo de la estatua yacente y calvario que la coronaba. Era uno de los mejores enterramientos góticos en la provincia. En la nave de la epístola se abren algunas capillas, del siglo XVI en sus finales, que muestran detalles aislados y algunas laudas sepulcrales con leyendas y escudos.

En la sacristía se conserva todavía un regular acopio de obras de arte, escueta muestra de lo mucho que tuvo la parroquia, la mayor parte donadas por sus señores, los riquí­simos marqueses de Mondéjar, que seguramente andarán, desde hace mucho, por los pasillos del Paraíso, pues se ganaron una larga estancia allí a costa de tantos regalos a su parroquia.

En el capítulo de la orfebrería, cabe destacar su cruz procesional, de plata sobredorada, obra del platero toledano Juan Francisco, hacia 1550. En el centro de su anverso, aparece una talla de Cristo crucificado enmarcado con redonda placa avenerada, muy característica del autor; y en su reverso una escena de Descendimiento que asombra por su minuciosidad y delicadeza. En los extremos de los bra­zos se ven pequeños nichos, decorados prolijamente al modo gótico, con algunos santos en su interior. Y recubriendo toda la superficie de la cruz, un exuberante acopio de grutescos, monstruos, flores y cartelas del más puro estilo plateresco hispano. El pie o macolla tiene dos pisos, mostrando en pequeños nichos los doce apóstoles. Aparte de las navetas, incensarios, cubiertas de misal, bandejas, portapaces, cajas, etc., que en este tesoro se conservan, es pieza de indudable mérito, dentro del estilo barroco, la Custodia que en 1667 construyó el platero madrileño Damión Zurreño, quien cobró por ella 28.405 reales. Su parte central, cuajada de piedras preciosas, representa un sol, escoltado por dos angelillos de cuerpo entero, portando un incensario cada uno. La basa se compone de dos bichas enfrentadas, y el pie lo constituyen cuatro angelillos.

Otras piezas del museo constituido en esta sacristía son una buena colección de prendas litúrgicas, entre las que destacan el terno del Ave María, de seda y brocado, blanco, con escudos de la familia Mendoza y el terno rico o de los apóstoles, que consta de casulla, capa y dos dalmáticas, de brocado y seda rojos con multitud de grandes medallones bordados representando apóstoles, mártires, padres de la Igle­sia, y uno hermosísimo, en la capa, con la imagen de Santa María Magdalena. Es, sin duda, el mejor ejemplo del arte del bordado en la provincia de Guadalajara. También existe un buen archivo parroquial.

Lo más espectacular, hoy, del templo de Santa María Magdalena, es su retablo, reconstrucción fidedigna, exacta, del que tuvo desde el Renacimiento hasta 1936. Esta obra, hoy rehecha por  obra del talento escultórico de Martínez, de Horche, y de la gracia y maestría pictórica de Rafael Pedrós, de Yélmaos, nos retrotrae a los años en que los marqueses de Mondéjar se podían pagar el gasto de acudir a los mejores artistas de la archidiócesis. El original se construyó, entre 1555 y 1560, interviniendo en sus trazas Alonso de Covarrubias, el más grande arquitecto del Renacimiento castellano; con Nicolás de Vergara y Juan Bautista Vázquez, que corrieron con la parte escultórica, mientras que la pintura estuvo a cargo de Juan Correa de Vivar. Todo ello realizado en Granada. Rematado con los escudos de los mar­queses de Mondéjar. En su parte central inferior, había un magnífico sagrario realizado en el siglo XVIII por Juan de Breda.

Es este retablo, costeado por todos los vecinos de la villa, durante años de aportaciones, una inmensa locución bíblica, con escenas de la infancia, vida y pasión de Jesús, acompañados los cuadros de esculturas de apóstoles y evangelistas. Todo ello cuidadosamente elaborado, tallado y sobredorado. Una joya que complementa de forma ideal a la iglesia, al pueblo, a los viñedos que se extienden por las suaves lomas que se alargan, por el sur, hacia el Tajo. Un lugar, este de Mondéjar, ideal para visitarlo, pasear por sus calles, degustar su gastronomía exquisita, catar sus vinos y llevarse, de recuerdo, algunos dulces que los hay, y bien sabrosos.

Una ruta de arte y gastronomía

Se está intentando, por diversas instancias, hacer a Mondéjar centro de alguna ruta turística provincial. La verdad es que con su acreditado vino, ya con denominación de origen, es fácil organizar esa “ruta del vino” que se iniciaría en Mondéjar, y bajando al Tajo por Albares y Almoguera, subiera junto al gran río hasta Sacedón, donde está el otro núcleo importante de nuestra viticultura.

En el camino, admirar la gran iglesia de San Esteban en Albares; el castillo, reconstruido sin tino pero con entusiasmo, en Almoguera; los encinares de Anguix con su imponente fortaleza medieval al fondo; los paisajes de las Entrepeñas, y Sacedón, para volver a Mondéjar por el mismo camino, o bien siguiendo hasta Buendía, y de allí cruzando la sierra de Altomira para regresar por Albalate y Almonacid de Zorita, de nuevo a Mondéjar.

En el inicio y final, la joya del arte y las sorpresas patrimoniales de esta gran villa alcarreña. Rociadas con los manjares suculentos, apoyados por los dulces postres de la Alcarria, y los cada vez más sabrosos vinos del entorno.

Carmen Soler, al rescate de la memoria del exilio

 

Una nueva oportunidad de rescatar del exilio a quienes ya no viven en él. Porque murieron. Pero sí a su memoria. A los ejemplos que dejaron. Hemos tenido la oportunidad de mirar de cerca, de leer con pausa, el testimonio vivo de una intérprete de aquella sinfonía: Carmen Soler Llopis, la viuda que fue de José Herrera Petere, dejó escrito un manuscrito al que tituló “Buceando en mis recuerdos”, y que ahora ha salido publicado con atinadas y detallistas apreciaciones de Jesús Gálvez Yagüe

Carmen Llopis, una vida literaria

Carmen Soler Llopis había nacido en La Coruña, en 1912, llegando a morir en su exilio suizo de Ginebra, en 1992. Nació en una familia de la alta burguesía de su tiempo, y tuvo la oportunidad de adquirir una formación liberal y de amplias miras. Contrajo matrimonio civil en el Madrid en guerra (varias veces cuenta la anécdota de que inició su “luna de miel” en un camión cargado de espoletas) con el escritor José Herrera Petere (Guadalajara, 1909 – Ginebra, 1977), Premio Nacional de Literatura en 1938. A partir de ese momento, el destino de Carmen quedaría íntimamente fundido al del poeta, a través de una vida de amor completo, pero de largas y dolorosas separaciones. Acompañó al esposo –que se alistó desde el primer momento de la contienda en el famoso Quinto Regimiento– en algunas actividades de los frentes de guerra. Al acabar la contienda, encinta y después de sortear diversas penalidades, consiguió pasar la frontera,  llegar a Perpignan y reunirse en París con los suyos. México y Ginebra serían después los lugares del exilio definitivo de la familia.

Ya viuda, y al final de su vida, por la insistencia de sus hijos, en la ciudad suiza donde residía, escribió esta autobiografía en la que repasa tantos episodios de una intensa vida caracterizada por  su fortaleza, inteligencia y amor. En esas memorias de Carmen Soler desfilan sin tregua las situaciones difíciles, los episodios emocionantes y muchos nombres de quienes protagonizaron años claves de la historia de España y de Europa, recogiendo de ellos una inestimable ayuda que nos proporciona acceder a la recuperación de la memoria histórica de aquellos años difíciles de la República, la Guerra y el Exilio.

Figuras del ayer

Si el manuscrito recuperado de Carmen Soler tiene hoy interés, se debe a lo que tiene de íntimo y sosegado contrapunto, cuajado de anécdotas y apreciaciones femeninas, de una auténtica tormenta vital: la de su esposo José Herrera Petere. Este es, sin duda, el personaje clave de la Guadalajara en Guerra.  Una época de nuestra historia que se ha querido centrar en personajes marcados por la tragedia: el comandante Ortiz de Zárate, jefe de la sublevación militar en julio del 36, o el alcalde Marcelino Martín, ejecutado por los vencedores en abril de 1940. Arrastrados por la violencia ciega de las armas, han hecho olvidar que hubo otras voces, más sosegadas, que no pudieron parar, aunque quisieron, aquella locura, y que de un modo u otro fueron marcados después, sin merecerlo, aunque formaron parte de esa España (esa “tercera España” que aún existe) de liberales que siempre quisieron lo mejor para su Patria, y no pudieron evitar que se les cayera encima. Entre ellos, y por poner cuatro nombres solamente, Gregorio Marañón, Antonio Machado, Pedro Laín Entralgo, Emilio Herrera Linares, y entre nosotros, Francisco Layna Serrano y José Herrera Petere.

De este, ya existe una magnífica biografía, escrita por Jesús Gálvez Yagüe, en la que expone sus merecimientos literarios, fundamentalmente. Porque los elementos anecdóticos fraguados en la Guerra, o en el exilio, solo sirven para darle dimensión humana. La auténtica, la intelectual, es la que deberíamos recuperar esencialmente.

En la memoria de Carmen Soler, y después de las vicisitudes de la separación y el reencuentro, ya con los hijos y la estabilidad económica, surgen las memorias de amistades, reuniones, viajes y alegrías. Los recuerdos de aquellos primeros años en París, con el nacimiento de su primer hijo, asistida por un doctor que llevó hasta las últimas consecuencias sus convicciones democráticas: se suicidó el día que entraron los alemanes en la Ciudad Luz, tal como había prometido. Mil anécdotas, en las que son protagonistas Rafael Alberti y María Teresa León (que no hacía más que recomendar a los Petere que se fueran a la URSS, que allí estarían estupendamente), Pablo Neruda, Juan de la Cabada, Emilio Prados… En Paris, habían tenido mucho contacto con Pablo Picasso, que en su estudio de la “rue des Grand-Augustins” les reunió varias veces, retratándose una de ellas Carmen Soler, en la escalera, junto a las lechuzas de terracota que había creado esos días el artista malagueño.

Hay que leerlo, porque además del placer de la lectura, siempre, en estas memorias se encuentran apasionantes ideas y emoción, mucha emoción, hasta el punto de que sin saber cómo, cualquiera sentirá en ocasiones que la garganta se tensa, y a los ojos asoma media lágrima. Porque en esas páginas y en esos recuerdos está la otra España, la que da con rotundidad un sí a la idea de que España, como otros querían, es siempre una y es grande y hoy es libre. Aunque muchos tuvieron que hacerla fuera de sus fronteras, con nostalgia siempre, y con patriotismo irrenunciable.

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La fundación Herrera Linares

El pasado domingo tuvo lugar en Guadalajara una reunión para establecer la sede de la Fundación Herrera Linares en nuestra ciudad. Como ya está la de Herrera Petere establecida, con el legado que los hijos del conocido autor alcarreño hicieron en su día a la Diputación Provincial, ahora se plantea que pase a tener su sede entre nosotros la Fundación que guarda la memoria de Emilio Herrera Linares, intelectual granadino que en Guadalajara colaboró en la creación del Arma de Aviación, y que por coherencia con sus ideas, tras la derrota del bando republicano en la Guerra Civil, se exilió en México, donde llegó a ser, en los años 60, presidente del Gobierno de la República en el exilio.

Herrera Linares (Granada, 1879 – Ginebra, 1967) fue ingeniero aeronáutico, militar, Director General de Instrucción de Aviación, Fundador y director de la Escuela superior de Aeronáutica. General de Ingenieros. Vicemariscal del Aire de la República española. Ministro de Asuntos Militares (1951-1960). Presidente del Gobierno de la República (1960-1962). Más datos en http://eherrera.aero.upm.es/ La intención es que aquí se custodien sus documentos legados, y se mantenga viva la Revista Aerogaceta en la que se siguen publicando artículos sobre historia de la Aviación Española.

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Buceando en mis recuerdos

El libro que acaba de aparecer, titulado “Buceando en mis recuerdos” ofrece íntegro el manuscrito que dejó escrito Camen Soler Llopis, tras haber quedado viuda de José Herrera Petere. A petición de sus hijos, amigos y cuantos conocieron al matrimonio Herrera-Soler, ella desgranó en íntimas y sencillas páginas su experiencia de guerra, de exilio, de amor y literatura.

Tiene esta obra un amplio estudio introductorio, biográfico y anecdótico, escrito por el profesor alcarreño Jesús Gálvez Yagüe, sin duda el mejor conocedor de la vida y obra de Herrera Petere. El manuscrito de Carmen Soler se ofrece minuciosamente anotado, con identificación de todos los personajes que en él se citan. Muchísimas fotografías del archivo familiar Herrera-Soler, y un sabor entrañable a una Guadalajara, a una España, que muchos desconocen, porque nunca se habló de ella: la del exilio.

El libro se titula “Buceando en mis recuerdos”, ha sido editado por AACHE de Guadalajara, tiene 208 páginas, y muchas fotografías. Cuesta 12 Euros y está ya en todas las librerías.

Retablos a todo color

 

Aunque hoy solo queda la cuarta parte de lo que Guadalajara tuvo como elemento patrimonial más destacado, en el arte mueble, los retablos, son todavía muchos, y espectaculares, los que podemos visitar y admirar. Por catedrales (bueno, por la de Sigüenza, porque en nuestra provincia, catedrales solo hay una) por pequeñas iglesias de pueblo, por museos, y, sobre todo, por el recuerdo de las estampas de los libros que nos los rememoran, en imágenes. Uno de esos libros, el “Patrimonio Desaparecido de Guadalajara” de García de Paz, es especialmente impresionante, porque nada menos que tres páginas del mismo se dedican a relacionar los retablos perdidos y destruidos. Ahora vamos a los vivos, a los que quedan, a los que aún nos dejan pasear la mirada por sus volutas de madera sobredorada, por sus pinturas bien organizadas, por sus escocias y remates cuajados de columnillas, pámpanos y escudetes.

La Alcarria en sus retablos

Tras la restauración que ha recibido hace cinco años, posiblemente el mejor de los retablos renacentistas de la Alcarria sea ahora el de Peñalver, aunque sin desmerecer del cercano de Fuentelencina, ni del de los alrededores en Fuentelviejo. Bueno: y el de Balconete, también recientemente restaurado, y brillante en su imagen del mejor Renacimiento. De ellos, como elementos imprescindibles, vamos a ocuparnos ahora.

El retablo de Peñalver es obra del primer cuarto del siglo XVI y se atribuye al Maestro de la Ventosilla. Su estructura aún es gótica, mostrando tres cuerpos hori­zontales y una predela inferior, que se parten por igual en cinco calles, la central a base de trabajo escultórico, y las cuatro laterales, simétricas, con pintura sobre tabla. Cubre todo el conjunto un guardapolvos que arranca desde el primer cuerpo y modela el calvario cimero: es un guardapolvos que se decora con motivos claramente renacentistas, a base de grutescos, y que alberga a trechos emblemas de la Pasión de Cristo. Rematando cada pintura, hay doseletes góticos finamente tallados. La separación de las calles se hace a base de finas columni­llas góticas, rematadas en pináculos sencillos, y albergando a trechos algunas pequeñas estatuillas. En la predela aparecen parejas de apóstoles; en el primer cuerpo, y de izquierda a derecha, se representan la Resurrec­ción de Cristo, la Ascensión de Cristo, Pentecostés y la Asunción de la Virgen María llevada por Ángeles, todas ellas de extraordinaria factura. En el segundo cuerpo, la Presentación del Niño Jesús en el Templo, la Última Cena, la Oración en el Huerto, y la Flagelación. Y, en el tercer cuerpo de pinturas, en el mismo orden, aparecen diversas escenas, representándose la Anunciación, la Natividad, la Circuncisión y la Epifanía o Adoración de los Reyes Magos. En la calle central, dos tallas valiosas se contemplan: arriba, un Calvario policromado; un poco más abajo, una extraordinaria talla en alabastro sin policromar de la Virgen del Rosario, de puro estilo renacimiento.

El retablo de Fuentelencina es obra de estilo plateresco, con abundantes pinturas y esculturas, de mediado el siglo XVI. Se forma por cuatro cuerpos horizontales, más el remate, y tres calles verticales, separadas y escoltadas por hornacinas y medallones. La calle central está formada por grupos escultóricos, y las laterales por pinturas sobre tabla. Todo ello, escoltado por una exuberante decoración de balaustres, frisos, roleos, medallones, etc., que dan la nota más alta de lo que fue capaz el genio hispano en punto a cuajar un retablo de plateresca riqueza ornamental. La calle central, mas ancha que las laterales, presenta cuatro grupos escultóricos. El panel central representa la Asunción de la Virgen María, con figura orante de María y mirada a lo alto; un excesivo repliegue de paños, y cuatro grupos de angelillos músicos rodeándola. El tablero superior representa a la Virgen con su madre Santa Ana y el pequeño Jesús jugando a sus pies. El remate es un magnífico calvario, escoltado de las figuras de San Miguel arcángel y San Juan Bautista. En lo alto, busto del Padre Eterno, en frontoncillo triangular. Las calles laterales presentan tres pinturas cada una: todas ellas referentes a escenas de la infancia y la Pasión de Jesucristo, de buen pincel, aunque están sucias. Las cuatro cintas que separan y escoltan las calles del retablo presentan, entre ricos balaustres y frisos, doce estatuas de los correspondientes apóstoles. El cuerpo mas inferior, o predela, presenta cuatro soberbios medallones representando a los evangelistas, y entre ellos aparece, en el lado izquierdo, magnífico grupo tallado representando la Adoración de los Pastores. A los lados de los medallones, aun se muestran ocho figuras de santos, santas, papas, fundadores, etc. En el zócalo de este gran retablo, se muestran los escudos del Emperador Carlos, del Sumo Pontífice, del Cardenal Silíceo, y del Concejo de Fuentelencina, enmarcados en lujosa decoración de grutescos. Se sabe quienes fueron sus autores: la estructura y escultura fueron realizadas por Nicolás de Vergara el Viejo y Bautista Vázquez, y la pintura es debida a Diego de Madrid. Fue realizado hacia 1557 y costeado por el arzobispo toledano Cardenal Silíceo y el Concejo de Fuentelencina.

El retablo de Fuentelviejo es un extraordinario conjunto de pinturas sobre tabla, obra de comienzos del siglo XVI, coronado por escudo policromado de la familia Velázquez. Las escenas que muestra este retablo de pinturas, y que son de muy buena mano, dentro del círculo toledano de la pintura plateresca, son en verdad curiosas, y poco frecuentes iconográficamente.

El retablo de Balconete es obra monumental, plateresca, con cuatro cuerpos y cinco calles, más un remate superior, todo ello enmarcado de columnas, frisos y elementos estructurales cubiertos de riquísima decoración de grutescos y follajes poli­cromados, y conteniendo 17 extraordinarias pinturas sobre tabla, que constituyen un grandioso conjunto de retablo plateresco castellano.

Por el Señorío de Molina

Desperdigados, en templos que suelen estar siempre cerrados, debido a la despoblación del territorio, aparece por el Señorío de Molina algunos espectaculares retablos que consiguieron salvarse de la quema y hoy se abrigan en el olvido de muchos. Es por ello que, aunque a oscuras, siguen vivos. Uno de ellos, espectacular y que merece una visita detenida y admirada, es el retablo mayor de la iglesia de San Gil en Molina de Aragón. No es originario de allí, pues está traído de la iglesia parroquial de El Atance, de donde se sacó hace ya muchos años, cuando se preveía que el pueblo serrano quedaría inundado por las aguas de un pantano, como finalmente ha ocurrido. Es un retablo de la escuela seguntina, con esculturas y pinturas de buenas manos, quizás salidas de los talleres de Vandoma y Madrid, artistas punteros en la Sigüenza de mediado el siglo XVI.

Es espectacular el retablo de Alustante, obra de Giraldo de Merlo y su escuela, los mismos autores que reconoce el retablo mayor de la catedral seguntina. En Alustante, que además ha recibido recientemente una buena mano de limpieza y restauración, sorprenden los paneles de talla, en que se ven escenas de la vida de la Virgen, con una Asunción, por ejemplo, espectacular. Se nota la mano de un genio, la de Merlo, y un nutrido y trabajador conjunto de artesanos que dan vida a esta maravilla. Lástima que a todos nos pille tan lejos, porque Alustante sigue estando en el más allá (a la misma distancia de la capital de la provincia que de Valencia). En todo caso, merece el viaje.

Todavía en Molina cabe visitar los retablos de Embid, y entre ellos los de la Virgen del Rosario, y el de San Francisco, con tablas buenas de escuela aragonesa; este fue fundación, en el siglo XVI, del alcalde y regidor de Embid D. Diego Sanz de Rillo, poderoso ganadero.

Y los de Selas, con hermosas pinturas y esculturas, que yo recuerdo haber visto en la penumbra del templo, con imágenes de una perfección exquisita, dignas de figurar en museos.

En la tierra de Sigüenza

En el entorno seguntino, y gracias a la densa cantera de artistas y retablistas que en el siglo XVI puebla la ciudad del alto Henares, se ven todavía retablos magníficos. Como el de Pelegrina, que cubre los muros de la capilla mayor, salido de los talleres seguntinos hacia 1570, y en el que con toda seguridad puso su arte de buen entallador Martín de Vandoma, debiéndose las pinturas probablemente a Diego Martínez. Ambos artistas fueron autores de un retablo similar en el soriano pueblo de Caltójar, en 1576. Tiene tres cuerpos y un remate central, con cinco calles verticales. Talla y pintura alternan en sus espacios, que van separados por frisos, balaustres y pilastras ricamente decoradas con motivos de gran plasticidad en los que predominan los grutescos, follajes, roleos, cartelas y aun temas mitológicos. La predela muestra cuatro hornacinas aveneradas en las que aparecen otras tantas estatuas de los evangelistas. La calle central se ocupa con una buena talla de la Santísima Trinidad en gran hornacina avenerada, y sobre ella los restos de la escena de Santa Ana y la Virgen Niña, escoltadas ambas por pequeñas tallas de santos, mártires y ángeles músicos. Las pinturas presentan, en su cuerpo inferior, cuatro escenas de la Vida de María (Natividad de María, Anunciación, Natividad de Cristo y Epifanía), y en el superior otras tantas escenas de la Pasión de Jesús (la Oración en el Huerto, el juicio de Pilatos, la Flagelación y el Camino del Calvario, con la escena de la Verónica). En el remate, pinturas de los cuatro Padres de la Iglesia. También es interesante el retablo de Bujarrabal, que consta de cuatro cuerpos, cada uno de ellos dividido en cinco calles. La central está ocupada por obras de talla policromada, y las laterales presentan pinturas sobre tabla, haciendo un total de dieciséis.  Existía cerca el de Santamera, que vi en tiempos muy deteriorado y oscuro, pero que desde hace pocos años ha sido restaurado, y hoy luce espléndido en la iglesia de Trillo. Y no podemos dejar de reseñar aquí el de Riba de Saelices, otro monumento que merece, por sí mismo, un viaje.

El retablo de Santa Librada

Es este retablo una de las maravillas de la “domus seguntina”, tanto por el continente, de piedra tallada y policromada, alto del suelo al techo, como por el contenido, pues en su calle central, más ancha, presenta de abajo a arriba un hueco que alberga el altar y retablillo pintado, obra magnífica en óleo sobre madera, debido al pincel de Juan de Soreda, de comienzos del siglo XVI, y en el que se representan escenas diversas de la vida y martirio de Santa Librada y sus hermanas.

En este retablo, que es esencia del Renacimiento castellano, aparecen figuras y arquitecturas, mitologías y personajes de la Antigüedad, dando en resumen la idea del Humanismo completo: Hércules luchando con el león de Nemea y el centauro Quirón, ángeles portadores de coronas victoriosas, tutti ahogando cisnes y disparando flechas, guirnaldas y diosas exaltando la virtud de Santa Librada.