Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

julio, 2005:

Las Salinas de Armallá en el Señorío de Molina

 

La tierra molinesa está llena de sorpresas, y a pesar del silencio en que hoy se encuentra, de la aparente soledad de sus pueblos y tierras, la huella de la historia surge con fuerza en cada espacio que se pise y se analice con detalle. Uno de esos espacios son las salinas, los lugares donde, antaño,se obtenía sal para tantas cosas, sobre todo para sazonar alimentos y conservarlos durante temporadas largas. La sal (de ahí vino el nombre de salario) sirvió incluso de moneda de cambio, de elemento valorable como los metales preciosos. Vamos a recordar y a visitar las salinas de tierra Molina.

El Señorío de Molina tuvo sus salinas propias, que le sirvieron en la época medieval para alzarse un punto más en su capacidad de independencia. Aunque utilizadas por los celtíberos y luego por los romanos (se han encontrado numerosos restos arqueológicos de esta época en sus inmediaciones), fueron los señores de Lara quienes comenzaron la explotación directa de la sal obtenida sobre diversos lugares del río Bullones. De un lado en Terzaga, Armallá y Tierzo. De otro, en Traid. Y escondido en un mínimo vallejo, Valsalobre.

En el idioma árabe clásico, “mina de sal” se  dice madin  al-mallaha, y es de ese apelativo que puede derivar el nombre de estas salinas molinesas, que se dicen hoy “de Armallá”, lo cual demuestra que serían los árabes quienes primero explotaron este venero mineral, o, al menos, quienes le pusieron nombre. La red de fortificaciones establecida por los musulmanes necesitaba el suministro regular de sal, pues sus propiedades de conservación  de  alimentos  la  hacían indispensable para almacenar éstos en caso de que el lugar fuera sitiado.

Estas salinas son nombradas en el Fuero de Molina, de mediados del siglo XII. Decía así este fuero: Do a vos en fuero que siempre todos los vecinos de Molina y su término, así caballeros, como clérigos, eclesiásticos y judíos, prendan sendos cafices de sal cada año e se den en precio de estos cafices, sendos mencales, et prendan estos cafices en Traid o Almallas.

Estas salinas fueron usufructuadas en un principio por los condes de Molina, quienes paulatinamente fueron cediendo sus derechos a favor de nobles y monasterios. Sin embargo, a fines del siglo XIII, cuando el señorío molinés pasa a ser regentado por el rey Sancho IV, se dice que la sal de Molina y su Tierra pueda ser vendida libremente en toda Castilla. De 1481 es un privilegio de los Reyes Católicos sobre estas salinas, y en el siglo XVI alcanzan su auge y más intensa explotación, a raiz de pasar a ser administradas por los Mendoza de Molina, los condes de Priego. Finalmente, en el estado borbónico, pasaron a control directo de la Administración estatal, siendo rehechas tal como hoy las vemos.

Visita hoy a las Salinas molinesas

Las Salinas de Armallá se encuentran en el municipio de Tierzo, y son atravesadas por la carretera que va de Molina a Checa. Asientan sobre un suelo cuaternario rico en arcillas y que ha sido ampliamente aprovechado para la agricultura.

Aunque todo abandonado, a medias entre el silencio y la ruina, con solo el viento del alto valle sonando entre los muros, el conjunto de las salinas de Armallá, sobre el valle del río Bullones, nos ofrece la estampa de dos grandes almacenes (o alfolíes)  para dejar en ellos la  sal extraída,  el molino mediante  el  cual  se  captaba el agua del manantial salino, el depósito de concentración y  las eras de secado. Todo ello estaba cercado por un muro con un único acceso. Al lado del mismo se encuentra la casa del administrador, que es un edificio relativamente moderno, lo más moderno de todo, de los años 50 del siglo pasado, y al otro lado de la carretera el almacén  principal  de sal.

Este edificio central o gran almacén fue construido en la mitad del siglo XVIII. Su aspecto externo es realmente hermoso, y además muy funcional.  Es de planta casi cuadrangular, con unos cuarenta metros de lado, y su interior totalmente diáfano. Muestra el armazón de madera de la techumbre completamente al descubierto, sujeto por veinticuatro grandes columnas, cada una de una sola pieza de madera, escuadradas, de unos cuarenta centímetros de lado y una altura, en las más altas, de aproximadamente catorce metros. Todo un espectáculo interior. El tejado es a dos aguas, con durmientes muy largos. Los muros son de cal y canto, ofreciendo unos contrafuertes exteriores en forma de bóvedas de medio cañón para evitar las tensiones laterales. En la parte que da a los manantiales salinos –esto es, a mediodía del edificio‑ se abre un porche cubierto donde descargaban los carros de sal. La cumbrera tiene un leve chaflán en los dos extremos, lo que le da una gracia especial. Por último, toda la estructura de madera, debido, sin duda, al roce de la sal apilada, ha adquirido una peculiar textura, muy suave, auténticamente aterciopelada.

Algo de historia

Armallá vive su momento de gloria, en producción y aprecio, entre los siglos XIII al XVI.  Aunque se desconocen la forma y composición de estas primitivas salinas, lo que sí es seguro es que asentaban en el mismo lugar en que hoy las vemos, en el mismo amable vallejo por donde pasa hoy la carretera, el caserío y las instalaciones de humedad, aprovechamiento en artesas y almacenamiento en edificios.

Con toda seguridad, su forma era muy precaria, antigua, siempre a medias entre el abandono y la inminente ruina. En 1739 el administrador de las mismas, D. Bernardo Arnao y Zapata solicitó al rey, en nombre de los diputados del Común  de la Tierra de Molina, que luego y sin la menor dilación  componga  las  heras para evitar el perjuicio que se experimenta en la mala calidad de su fábrica.  pues  .los  pueblos  de  dicho Común  en  fuerza  de  sus  acopios  se hallan precisados a acudir a las Salinas de Tierzo, por cuya causa experimentan inmenso perjuicio por la mala calidad de su fábrica, en tanto grado que lo más de ella es tierra, (…) las heras descompuestas y sin empedrar de modo que es sumamente perjudicial a la salud pública de los vecinos de los lugares de dicho común  y  también  de  los  ganados advirtiendo que en caso de no realizarse se suministre la sal de otros lugares, con el consiguiente debilitamiento de la hacienda.

Esta petición alcanzó el conveniente apoyo de la administración real, pues durante el reinado de Carlos III se realizaron importantes obras de mejora en las instalaciones de estas salinas, Hay una placa, datada en 1779, que conmemora esta restauración: está en la entrada del edificio principal. En 1850, Pascual Madoz describía así estas salinas, en su famoso “Diccionario Geográfico…”. “Las salinas de Armallá comprenden magníficos  edificios  para  habitación  y almacenes, buenas cercas y buenas eras necesarias para la evaporación;  el  manantial o pozo de las salinas es abundantísimo,  de  excelente  calidad  y tal vez de los mejores de la península, pues sus sales pesan 125 libras, y su fabricación asciende de 16.000 a 18.000 fanegas cada año:  hay  en  este establecimiento un administrador, un fiel interventor, un medidor, dos guardas de salobres y otro para las fábricas,  este  último habita siempre en ellas (…)

 APUNTE

El sistema de explotación

A diferencia de otras salinas en las cuales se empleaban métodos  de desvío de caudales de los ríos  para  proceder a la disolución  de  la  halita,  aquí  un  manantial  subterráneo  nos  da ya naturalmente la disolución  o muera.  Esta agua rica en sal era extraída ancestralmente mediante una bomba de tracción animal, pasando en 1935 a hacerlo mediante un motor de explosión. El recinto de extracción estaba cerrado por una edificación, de cuidada ejecución,  de  base  octogonal  para adaptarse al movimiento circular de las norias, de lado aproximado de 5.30 metros.

Siguiendo el proceso de obtención  de  sal, se pasaba  a  llenar  las  eras  de secado con el agua procedente del depósito  de  concentración  y a esperar en ellas a que se produjera su evaporación  por  efecto  de  la radiación  solar.  Estos  depósitos o artesas tienen un calado muy reducido para acentuar el proceso evaporativo. Este método  era el empleado entre junio y septiembre, que son lo más calurosos y de mayor evaporación por radiación directa del sol. 

Las  concentraciones  de sal obtenidas estaban en torno a 23 gramos de sal por 100 gramos de disolución,  lo  que  refleja  la  calidad  del manantial pues las concentraciones obtenidas en otras salinas de España  estaban comprendidas entre los 18 y 26 gramos de sal por 100 gramos de disolución.

Del recinto de extracción  se  pasaba mediante una canaleta de madera a un gran depósito de  78 metros  de  anchura por 36 de longitud. Hay que destacar la cuidada ejecución del  fondo  de este depósito, al igual que en el resto de balsas, y la solidez de las paredes, constituidas por grandes sillares de piedra calizas forradas por láminas  de  madera. El objetivo de este depósito era doble: por un lado la distribución regular de caudal de agua hacia las eras de secado; por otro, conseguir una concentración de sal alta y uniforme con el fin de favorecer el proceso de cristalización.

El recinto principal está  constituido  por los depósitos  de  evaporación,  los caminos de acceso a las mismas y los canales de alimentación del agua salina.

Hay además 15 eras de secado: 9 principales rectangulares, y otras seis secundarias. Están los laterales construidos con madera de sabina albar de la zona lo que la confiere una gran resistencia a la corrosión de la sal. Y los solados muy bien acabados con mampostería.

Teniendo en cuenta que la temporada de producción de sal rondaba los 122 días, obtenemos una producción  diaria  de aproximadamente 11 toneladas diarias, cantidad suficiente para el abastecimiento de toda la comarca.

Excepcionales son los dos almacenes de sal que todavía  se mantienen en pie. Su humilde aspecto externo oculta el amplio espacio interior donde sorprende la esbeltez de sus pilares de madera de pino. Estas protonaves industriales albergaban la sal recogida en su interior hasta la coronación  misma  de  los elementos vertebradores del conjunto, de sección  rectangular  y  bordes achaflanados en el caso de la nave situada al lado de la carretera. El espacio interno se hallaba compartimentado en cinco naves, la central de 4.5 metros de luz transversal y una separación  longitudinal  entre soportes de aproximadamente 3 metros.

Castillos del Señorío de Molina

 

El pasado día 15 de julio, víspera de la Virgen del Carmen, fiesta grande en Molina de Aragón, tuve la suerte de acudir a la ciudad del Gallo y pronunciar una conferencia sobre el tema “Castillos y Fortalezas de nuestra tierra” ante un buen número de molineses amantes de su tierra y su patrimonio. Entre recuerdos, imágenes y anécdotas de todo tipo, salieron a relucir las grandes alcazabas de las órdenes militares manchegas, los castillazos del infante don Juan Manuel, y, por supuesto las fortalezas molinesas, ese conjunto de edificios militares medievales que le dan jugo y ponen siempre al viento y la luz la densa historia de este territorio, tan querido.

Hablé, hablamos, charlamos luego entre todos, de los castillos molineses. Y de esa fácil división que entre ellos se puede hacer de “castillos de frontera” y “castillos señoriales” del corazón del territorio. De los primeros, y con el fuero de Molina en la mano, vimos imágenes de Sisamón, Hortezuela, Balbacil, Fuentelsaz, Embid… De los segundos, salieron los cuatro clásicos, los castillos que fueron alzados y vividos por los primeros señores y señoras, por los condes de Lara, autores de esta maravilla histórica que fue el Señorío de Molina. Esos cuatro son Castilnuevo, Santiuste en Corduente, Zafra y Molina, la gran fortaleza de la ciudad.

El gran castillo molinés

El castillo de Molina es una típica alcazaba bajomedieval en la que  un ámbito amurallado muy amplio recoge en su interior, hoy yermo,  la edificación militar propiamente dicha. Todo el conjunto se  encuentra sobre fuerte cuestarrón orientado al mediodía. Desde la  remota distancia, llegando a Molina por Aragón o por Castilla,  sorprende lo airoso de su estampa, y en llegando cerca se hace  especialmente llamativo el color rojizo de sus sillares, lo bien  dispuesto de sus torres, de sus muros, la magnífica prestancia del castillo que sin exageración vuelvo a calificar como el más  grande y señero de esta tierra.

Las dimensiones de la fortaleza interior, el llamado “fuerte de las torres”, son de 80 x 40 metros, lo que ya supone una grandiosidad desusada para lo que solían ser los castillos en la Edad Media. En cualquier caso, ello nos revela la función no solo defensiva, sino residencial para la que este edificio fue levantado. En el muro de poniente, y escoltada de sendos torreones cuadrados, se abre la puerta principal de acceso, coronada por arco de medio punto en forma de buhera. El aspecto actual es muy diferen­te del que tuvo en un principio. Los muros han quedado muy bajos con relación a las torres, pero así y todo, estos muros labrados en fuerte mampostería, tienen varios metros de espesor.

De las ocho torres que llegó a tener el alcázar molinés, según refieren antiguos cronistas, hoy solo nos han llegado en pie y en relativas buenas condiciones, cuatro: son las de doña Blanca, de Caballeros, de Armas y de Veladores. Hay además otras construcciones, más bajas y adosadas al muro, que podrían ser consideradas torres, como la del Rayo, o la de San Antón, la llamada “torre cubierta”. Todas ellas se encuentran comunicadas entre sí por un adarve protegido de almenas. En el interior de las torres, aparecen diversos pisos, de amplia superficie, comunicados por escaleras que en todos los casos permiten ascender hasta las terrazas, también fuertemente almenadas, desde las que se divisan magníficas vistas de la ciudad, del valle del Gallo y del Señorío. En los muros de las torres aparecen vanos de función diversa, pues encontramos en ellos desde simples saeteras o flecheras, a troneras e incluso amplios ventanales, de posterior construcción, que permitían la visión cómoda del paisaje y la entrada de luz a las estancias, olvidando ya su primitivo carácter defensivo.

En el patio central del recinto del castillo se acumulan hoy elementos de construcción utilizados para las periódicas tareas de restauración. En su muro norte estaba adosado el palacio de los condes, y en la parte sur se encontraban las caballerizas, cocinas, habitaciones de la soldadesca, cuerpos de guardia y calabozos. Es curioso el que subsiste en el piso bajo de la torre de las Armas, en cuyo techo pueden aún contemplarse grabadas curiosas frases, palabras y animales dibujados que demuestran ser del siglo XV.

El recinto externo de la fortaleza, lo que podríamos denominar albácar de la alcazaba, o campo de armas, es extraordinariamente amplio. Sirvió, en tiempos de doña Blanca, para albergar todo un barrio presidido por su correspondiente iglesia de estilo románico, de la que hoy puede verse completa su planta y el arranque de los muros y columnas de su presbiterio y ábside. En él destacan hoy los fuertes muros que le contornean, algunos mal restaurados, especialmente la parte de muralla que da su cara a la población, lo que en tiempos medievales se denominó el Cinto. Se penetra a este recinto por la llamada torre del Reloj, que ha quedado muy baja y desmochada de almenas. En el interior de este albácar aún puede verse la entrada a la que llaman cueva de la Mora, que se supone alcanza, en forma de galería tallada en la roca, hasta la parte inferior de alguna de las torres.

Es destacable en el castillo molinés la presencia de una gran torre aislada, al norte de la fortaleza, y en su punto más elevado, que se denomina la torre de Aragón. Fue la primitiva construcción, sede del castro celtíbero, puesta en forma de defensa por los árabes, y diseñada por sí sola como un auténtico castillo independiente, luego “torre albarrana”, que sin embargo estuvo comunicado siempre con el castillo mayor a través de una coracha subterránea, en zig‑zag, cuya traza aún se observa hoy perfectamente.

Esta torre, que está siendo magníficamente restaurada gracias al convenio entre el Ayuntamiento molinés y la entidad de ahorro Ibercaja, es de planta pentagonal, apuntada hacia el norte, está rodeada de un recinto muy fuerte almenado realizado con mampostería basta. La torre, centrada en este ámbito, muestra sus esquinas realzadas con sillares bien labrados de piedra arenisca de tonos rojizos. Su ingreso estaba formado por un entrante en el muro, rematado en elevado y airoso arco en forma de buhera. El interior, de amplia superficie, tiene varios pisos comunicados por escalera, todo ello moderno, y en la altura se encuentra la terraza almenada, desde la que puede contemplarse con facilidad la estructura de toda la fortaleza y de la antigua cerca amurallada de la ciudad de Molina, de la que aún sobresale la torre de Medina, y buena parte de las murallas.

Los otros castillos señoriales

En Corduente se alza el castillo de Santiuste, uno de los edificios que dan lustre de fortaleza medieval al viejo Señorío de Molina. Se trata de un pequeño poblado que rodea al castillo, y que hoy vemos salvado de la ruina por una cuidada restauración de sus propietarios. Perteneció desde la repoblación como lugar al Común de Molina, pero en 1410 lo adquirió por compra, en señorío, don Juan Ruiz de Molina o de los Quemadales, el caballero viejo, quien en 1434 consiguió un privilegio del Rey Juan ii por el que obtenía la facultad de edificar “una Casafuerte con quatro torres enderredor, así de piedra como de tapia tan alta como quisiéramos, con almenas a petril, e saeteras e barreras” para de ese modo colaborar en la defensa contra Aragón. Efectivamente, Ruiz de Molina levantó su castillo, de planta cuadrada, con un recinto exterior circuido de desaparecidos muros y torreones esquineros, y un recinto interno o casa‑fuerte propiamente dicha, que es lo que hoy subsiste, con cuatro torres en las esquinas, y una puerta orientada a levante formada por un arco de medio punto de gran dovelaje, y sobre ella el escudo de los Ruiz de Molina. Este castillo pasó luego al mayorazgo familiar, del que más tarde se constituyó en marquesado de Embid.

Otro de los castillos centrales molineses es el de Castilnuevo, que está en la orilla del río Gallo, y al que se llega por una estrecha carretera que va bordeando este río, en dirección ascendente, desde Molina capital. Tras atravesar varios sotos, arboledas y roquedales en zigzagueante vaivén, se llega a una amplia vega donde destaca, sobre un otero, el pueblo y castillo de Castilnuevo. Este lugar aparece mencionado en antiguas crónicas aragonesas, que afirman fue ocupado por el real de batalla de Alfonso i de Aragón en su definitiva presencia conquistadora del territorio molinés. Quizás desde aquí, una legua río arriba de Molina, cercó o acechó a la ciudad del Gallo. De este modo afirmaba el interés estratégico que luego, siglos después, fue confirmado por los señores molineses, cuidando al máximo este enclave. En el Fuero que concede don Manrique de Lara en 1154 también se menciona Castilnuevo como señalado enclave fuerte de su recién creado dominio. En el testamento de la quinta señora, doña Blanca de Molina, aparece también citado el lugar, y protegido. De tal modo que siempre se retuvo, como la capital del Señorío y el castillo de Zafra, en poder de los Lara y luego de los Reyes de Castilla. Finalmente pasó a ser propiedad de los Mendoza de Molina, y hoy en manos particulares está siendo estudiada la posibilidad de su restauración definitiva y uso como lugar de restauración.

Y finalmente la fortaleza de Zafra, quizás el más bello de todos los castillos molineses. En término de Campilla de Dueñas, pero con su mejor acceso desde Hombrados, la antigüedad de Zafra es mucha. El actual poseedor del castillo, el culto Sr. Sanz Polo, enamorado de esas viejas piedras hasta el punto de haberse dejado en ellas y en su reconstrucción toda su fortuna, ha realizado a lo largo de los años una serie de interesantes descubrimientos, que vienen a mostrarnos la secuencia poblacional de este edificio, para el que no existe duda en achacarle la edad que tenga el hombre sobre estos altos términos molineses. Su fundamental momento le llegó a comienzos del siglo XIII, cuando el señor de Lara fue atacado por el ejército real de Fernando III, y aquí se resguardó y con toda su corte y ejército se hizo fuerte, dando asombro a la nación entera de su gallardía defensiva, que solo acabó con un tratado de paz que fue un casorio, el de su hija doña Mafalda con el infante don Alfonso. Hoy Zafra es una belleza que asombra a quien hasta allí llega y la vez, altiva sobre la inexpugnable roca, peinada de almenas y acicalada de ocres. Una maravilla.

Apunte

Molina, un sello al revés

Acaba de salir (oficialmente el 4 de julio, con inauguración oficial el 7) un sello de Correos dedicado al castillo de Molina de Aragón. El más caro (2,21 euros cada ejemplar) de la serie de este año, en la que han aparecido también los castillos de Caudete y Valderrobres. Un merecido y aplaudido homenaje al castillo más anchuroso y cargado de historia de nuestra tierra. Pero… un sello garrafalmente hecho, mal dibujado, descolorido, y, lo peor de todo ¡impreso al revés! Algo inaudito en la historia del sello español. Porque un error de tal calibre, -que algunas veces se ha dado-, ha impedido la puesta en circulación del sello, y ha obligado a las autoridades postales a realizar nueva emisión con el efecto postal correctamente interpretado.

En esta ocasión, y en un alarde de indolencia y despreocupación, Correos ha puesto en la calle el sello y lo está vendiendo y dejando que circule, aún a sabiendas de que está mal, y de que está socavando hasta el subsuelo el pabellón que a lo largo de los años se ganó la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre de ser una institución modélica.

Personalmente, a primeros de junio, vi en la página web de Correos, en Internet, este sello programado para salir el 4 de julio, y me sorprendió que estuviera al revés. Pensé en principio que era un error de colocación en pantalla, pero mi asombro no tuvo límites cuando vi que el 7 de julio, en la misma torre de Aragón, con más de 80 invitados, entre ellos las máximas autoridades provinciales y locales, se “inauguró” el sello, con discursos incluidos, y nadie se percató de que estaba mal dibujado, de que la imagen que allí se ofrecía como efecto postal, era la imagen especular del auténtico castillo de Molina. Desde aquí solo nos queda esperar a que retiren de la circulación este ejemplar, pues ya sabiendo que está mal, el “mantenella y no enmendalla” solo podrá ser interpretado como un desprecio hacia Molina, los molineses y la provincia entera de Guadalajara.

Calor en el campo

 

La tarde se ha puesto de verdad calurosa. Al sol se fríen los huevos si los pones sobre las losas de la puerta de la iglesia. Al mediodía, bueno, a la una, mejor dicho, casi no tenía sombra yo mismo. El sol está tan en lo alto que cae su luz como una lanza, y quema lo que toca. Como tampoco quiere llover, porque según dicen la corriente en chorro (que es la auténtica responsable de que llueva o no llueva) este año ha apuntado demasiadamente hacia el norte, desde el centro del Atlántico, pues todo se ha quedado seco y quemado. Muchas fuentes ya no echan agua. Las lagunillas y los navazos se han quedado sin hierba ya, sin ranas ni culebras. Hace calor en el campo.

Un calor de locura

Yo creo que me ha afectado. El cuerpo necesita el agua justa que haga funcionar su maquinaria. Ni demasiada agua, que te engorda y pone la presión de la sangre a tope, ni tan poca que se te haga la piel arrugas y hasta el cerebro pierda su lozanía, y no hagan bien las conexiones sus neuronas. La enfermedad, cualquier enfermedad, no es más que esto: un desajuste de la cantidad de agua en el cuerpo. La peor de la afecciones es la sequía total, la evaporación total. No nos morimos, sino que nos evaporamos, nos quedamos secos, nos esfumamos: ¡tantas formas de decir que se acabó lo que se daba!

El problema del agua en Guadalajara es algo que viene de lejos. Que tiene mala solución, como no sea la de llover a cántaros. La semana pasada veíamos en Sacedón (se presentó un maravilloso libro de fotografías que abarca el siglo XX entero, con más de 600 imágenes de Sacedón y los sacedonenses) cómo se hacían, se levantaban e inauguraban los pantanos, de Entrepeñas y Buendía, hace ahora 50 años. Qué alegría entre las gentes, qué parafernalia en el estamento oficialista, que mirada ufana sobre los montes y las nubes la del general que lo inauguraba. Se almacenaba tanta agua, y caía con tanta fuerza sobre las turbinas puestas abajo, que con esos dos pantanos se pensaba darle luz a todo Madrid! Hasta que a ese mismo estamento oficialista se le ocurrió la idea, que en puridad era de un paternalismo distributivo encomiable, de llevar esa agua a la zona de España donde no caía gota: a Murcia, a Levante, a Almería…. y se hizo otra obra gigantesca, el trasvase Tajo-Segura. Por ahí se ha ido, y se sigue yendo, uno de los pocos recursos económicos que tuvimos: el agua. La fuerza de la vida. En Guadalajara abundante, y para todos. El otro recurso, los panes, el cereal, la mies, los trigos y las cebadas, que salen –según dicen- aunque no llueva, pues lo seguimos teniendo. Hasta ahora, que ha dejado de llover y ya no hay ni agua, ni panes.

No es que sea esta una oración fúnebre, aunque lo parezca. Es simplemente un decir, bajo la sequedad cerebral de la media tarde de julio, que o nos andamos listos o se nos acaba el condumio. Porque está visto que el poner la vía del Ave partiendo la provincia en dos no ha sido solución para nada, y los molinos que se están sembrando por las lejanas y altas sierras, van a dar electricidad, como mucho, para alumbrar las calles. Poco más. Las centrales nucleares, que sí que producen electricidad a lo grande, y que a tantos molestaban, las están quitando, las quitarán del todo. Aquí para alumbrarnos por la noche, vamos a tener que usar pilas de esas que nunca se acaban, de las que duran y duran. Aunque la fábrica que las hace también se la lleven fuera, a otro de esos países donde se fabrican más baratas, porque a la gente que pasa hambre con que le des unos cuantos duros, se contentan.

La recogida del cereal

Aunque va a ser difícil que este año se coja, ni mucho menos, como los diez anteriores, aún cabe aplicarse aquí al recuerdo de la siega, de la trilla, de la aventada. Unas tradicionales tareas que se hacían en los pueblos por estas fechas, y que ya no tienen uso, ni fiesta que las conmemore, porque todo se ha mecanizado. Para bien del personal, por supuesto, y rapidez en los procesos.

Me acuerdo de estas tareas releyendo un libro que me dejó un amigo, y que se titulaba “Valdepeñas de la Sierra. Notas históricas y recuerdos del pasado”  escrito por don Andrés Pérez Arribas, sacerdote de sotana y memoria prodigiosa, que vivió desde su infancia, y con intensidad, estas tareas, porque él nació en Valdepeñas, y ya se sabe que lo que se vive de pequeño, perdura para siempre en el recuerdo. El arcón de la memoria, y sobre todo la que se funda en la infancia, es el mejor refugio de la vida insegura y atropellada.

Dios era servido, a veces, de traernos buena cosecha. Y dice don Andrés así, para pintar con viveza y color subido el momento esperado, cuajado de sudor, de alegría por la recogida y la futura ganancia: “Los segadores en cuadrilla de tres o cuatro, con el manguito de lona puesto en el antebrazo, la zoqueta en la mano izquierda y un dedil en el dedo índice, y la hoz en la mano derecha; sus zahones de lona y bien ceñidos los riñones ya están listos para se­gar. La hoz puede ser de dientes para mieses flojas; es de hoja fina con sierrecilla. También existen las hoces gallegas, de filo ancho y corte afilado; son para mieses de caña fuerte y por supuesto para buenos y diestros segadores…”

“Cada segador se hará dos surcos y, con lo que coja, hará un manojo, lo irá dejando en el rastrojo, donde a su vez lo ponen los que vienen detrás, con lo que se forman las manadas y así continuarán hasta terminar la besana. Así seguirá la siega, sólo interrumpida, de cuando en cuando, por la visita a donde está el hato bajo la zarza, donde el vino se mantiene fresco y da ánimos con el tragui­llo para seguir la tarea. Tras los segadores va el atador, que recoge las manadas en gavillas y éstas en ha­ces de un peso suficiente, a los que va atando con un atillo de esparto, hecho para esto; esta operación de atar las mieses en haces, requiere una técnica experimentada, propia del atador. Cuando todo está segado y atado, se recogen los haces y se hacen montones de once haces, que es lo que puede llevar una caballería en una carga. El acarreo se hará, en general, con mulas”. En los campos llanos de la Campiña, y en la Mancha y otras comarcas llanas, se llevaba en carros. En las sierras, sin embargo, tan cuestudas, no había otra forma que echarlas a los lomos de las mulas. Que para eso estaban. “Las mulas con sus albardas, a las que van bien sujetas las jamugas, con las sogas llamadas acarriaderas, irán recibiendo haz a haz, los necesarios para completar la car­ga, que se va sujetando con las sogas. Terminada la tarea el acarreador, o la acarreadora, porque ésta era, muchas veces, labor de las mujeres, llevarán la reata de mulas a las eras, donde descargado todo, se formarán las hacinas, hasta el momento de preparar la parva”. Se puede resumir, con menos palabras, tan claras y hermosas, esta tarea propia de la época en que estamos? No creo: y sonarán a chino la mitad de las palabras que escribe don Andrés Pérez, y a juegos de mitología las ideas y venidas de los aldeanos y sus mulas. Pero hasta hace pocos, muy pocos años, esto fue así.

Cuando caiga la noche recuperaremos la conciencia, pasaremos a comportarnos humanamente, a recuperar el gozo de la conversación y la capacidad de pensar. Mientras tanto, y en el bochorno de la media tarde, se han ido estas líneas correnderas y memorables, las líneas que como surcos han ido produciendo su tarro de memorias, ni dulces ni amargas, tan solo traidas y puestas aquí,  a la consideración de quien quiera saber de otros tiempos.

La siega en Turmiel

Hace unos meses, Jesús Martínez Anguita, que es otro de los buenos escritores que ha dado el Señorío de Molina, escribió y vio publicado un libro que yo tuve siempre por magnífico ejemplo del lenguaje castellano. Escrito por un bilingüe como es él, habitual catalano-parlante, mestre de catalá en la Santa Coloma donde reside, tiene páginas memorables en punto al recuerdo de lo que también hace décadas se hacía en Turmiel cuando el calor apretaba y la mies estaba a punto de ser recogida. Valgan estas líneas como homenaje a su buen decir, y como nuevo recuerdo de lo que otro lugar de nuestra provincia se ceremoniaba.

“Antes de salir el sol, el padre de familia organiza la salida hacia los campos que esperan impacientes la siega, la mies ha de estar en su punto justo, ni verde porque aún no está bien granada, ni seca porque se descabeza al segarla. Por este motivo es muy importante la selección que hace el cabeza de familia para ir segando todos los piazos en el momento adecuado, piazos que son muchos y dispersos, fruto de la política minifundista de los últimos siglos…

Los peones con sus hoces: unos, los de Aragón, de hoja estrecha y aserrada; otros, los murcianos, hoja ancha y lisa. Los acarreadores con las mulas, todas pertrechadas con sus aparejos: sobre la cabeza, los cabezales con sus quitapones y el ramal atado a la brida que sujeta el morro para dirigirlas; sobre el lomo, las albardas y amugas sujetas con la cincha y las sogas acarreaderas amarradas a las mismas para atar los haces de mies que irán acarreando de los piazos hasta las eras. Todos salen a  raya del alba para aprovechar toda la luz del día. La mies no puede esperar.

Antes de comenzar la siega se procede al ceremonial correspondiente y que nada tiene que envidiar a los protocolos de la vestimenta de don Fausto en la sacristía antes de salir a ceremoniar la misa: en primer lugar se colocan los manguitos sobre los brazos; los murcianos, en  lugar de manguitos, se ponen unos protectores de cuero que sujetan al brazo con una cinta. En la mano izquierda se enfundan la zoqueta, metiendo los tres dedos más pequeños y dejando fuera el dedo gordo y el índice para poder coger la manada de mies, la zoqueta también lleva un agujero en la punta para facilitar la respiración y evitar el sudor y se ata a la muñeca con una cuerda o un hiladillo. Con este  aparejo de madera, a modo de guante pequeño,  se evitan los cortes que pueden producir los filos de las hoces. Por el cuello se  cuelgan un peto de cuero viejo para proteger el cuerpo de los continuos golpes de las espigas. Y sobre la cabeza un sombrero de paja, aunque los murcianos, para distinguirse, se enfundan uno de paño marrón con una cinta negra.

Así pertrechados, comienza la siega. Desenvainan las hoces y salen hacia el tajo. Se sitúan uno al lado del otro, guardando una distancia de dos metros y en escala para no entorpecerse y seguir el orden establecido durante años. Con un movimiento acompasado van cortando la mies con la hoz que blanden en la mano derecha y recogiéndola con la izquierda hasta agrupar una manada, que amontonan en gavillas. Cuando llegan al final del piazo y han acabado la primera lucha, corresponde el primer trago de vino y el primer descanso, cada tres luchas se hace un descanso más largo y a media mañana paran unos quince minutos para comerse los bocaillos.  Poco a poco va quedando el rastrojo cubierto de gavillas de mies, que el cabeza de familia se encargaba de atar con vencejos de moragas de centeno o cuerdas de pita para hacer los haces; cada tres gavillas, un haz. Estos haces se van hacinando sobre el rastrojo en mostelas, que corresponden a una carga de mula, a la espera de ser acarreados a las eras cargados sobre las amugas de las caballerías. La tarea del acarreo se va haciendo durante la siega. Se aprovechan los viajes de los acarreadores en busca de comida y otros suministros.  Si no hay tiempo de terminar esta tarea durante la siega, cosa frecuente, se dedican unos días a este trabajo antes del comienzo de la trilla. Los adultos, al anochecer, una vez vuelven del arduo  trabajo de la siega o en tiempos del acarreo, van apilando en los hacinaderos de las eras todos los haces que se iban acarreando…”

Qué elegancia en el decir, qué pureza de nombres, qué solemnidad de días. Cuánto han trabajado los hombres de pueblo, y qué poco se acuerdan de ellos, ahora, cuando solo existen, -porque salen en la televisión-, las mises, los gays, los pilotos de carreras y los cirujanos plásticos. Qué monumento están pidiendo, en esta tierra de pan llevar, los segadores. Tan grande como el del Cardenal Mendoza ¿Quién se anima a ponerlo?

Hita en clave de Quijote

 

Este año se celebra el 45º Festival Medieval de Hita. Será mañana sábado, 2 de julio, a partir de las 11 de la mañana, todo seguido hasta la madrugada, cuando acabe la Fiesta del Fuego y el sonar de la Música Celta. El Festival Medieval de Hita es hoy como una celebración anclada en la tradición más remota, como una Navidad en verano, como una Semana Santa de pespuntes profanos. Nadie casi, de entre los vivos, se acuerda ya de cómo empezó esto. Solamente quien lo creó, el mismo que hoy lo mantiene, que lo dirige, que lo revive: el profesor don Manuel Criado de Val, que es él mismo una leyenda viva, y que, milagrosamente, y ojalá todavía por muchísimos años más, es quien le pone el toque de seriedad literaria, de ánima vibrante y engarzada en la perenne vitalidad de la historia, del idioma, de la tradición cierta.

La justa medieval

En la jornada de mañana, Hita vivirá el mercadillo tradicional de productos artesanos, los juegos malabares por sus calles, el sonar amelódico de los cencerros de las botargas, y a la tarde revivirá los torneos caballerescos, el combate de don Carnal y doña Cuaresma, las justas a caballo y a pie, el desfile y alarde de los caballeros… el color y la música del Medievo, que ahora se repite por cien lugares de España, suena en Hita a entero y verdadero, a jugo cierto: es el Festival Medieval más veterano, y mejor llevado de todo el país.

Entre los elementos que componen la jornada, uno de ellos, de los más impresionantes, son los torneos. Para aquellos que no conozcan a fondo el tema, debo decir que no es la misma cosa la justa que el torneo. Ambos son herencia de una costumbre muy antigua, de aquellos combates de gladiadores en los circos romanos, y es posible que incluso más antiguos. Incluso los griegos realizaban escenificaciones de luchas de hombre a hombre: en la guerra de Troya, todos recuerdan el duelo que mantuvieron Aquiles y Héctor.

Por decir las cosas con celeridad y limpieza, la justa se basaba en un combate de hombre contra hombre, mientras que en el torneo se enfrentaban hasta varias cuadrillas de caballeros. En las justas, dos caballeros cubiertos con sus armaduras y dotados de todas sus armas, montados sobre caballos, se embestían, lanza en ristre, aunque estas lanzas eran de las llamadas «de cortesía”, lo que quiere decir que eran lanzas sin hoja de acero en la punta. En cuanto a las espadas, sus filos habían sido previamente embotados. La costumbre decía que una justa se constituía con tres combates, o los que fueren necesarios, hasta que uno de los contendientes rompía por tres veces la lanza al adversario, o le echaba al suelo y le ponía la espada sobre la cara. Si se me permite el símil, era como un torneo de tenis: se podía ganar por 3-0, por 3-1 o por 3-2. En este último caso, en el que los dos contendientes llegaban al quinto encuentro empatados a victorias, la emoción subía de tono. Tras un enfrentamiento entre dos caballeros, el que hubiera perdido ya se retiraba, pero el vencedor tenía a continuación que enfrentarse a otro caballero contendiente. Así, hasta que se proclamaba un único vencedor, entre todos los que se habían atrevido a participar. ¿Os suena a algo, hoy en día, este modo de entetenerse? Hubo ocasiones en que las justas duraron varios días, y eran acompañadas de cenas y bailes nocturnos en los castillos o palacios.

Los torneos consistían en combates de un grupo de jinetes contra otro grupo, todos ellos montados a caballo. De igual manera que en las justas, todos los caballeros utilizaban armas «corteses», esto es, no susceptibles de provocar la muerte o heridas graves. A pesar de estas precauciones, no eran raros los casos en los que, al menos uno, o varios caballeros, quedaban heridos o muertos, por lo que la Iglesia acabó por condenar estos ejercicios militares. En Castilla casos hubo en que algún rey murió participando en uno de estos torneos caballerescos y festivos. Carlos V organizó en Valladolid, en el año 1518, un torneo entre nobles flamencos y castellanos y la fiesta finalizó arrojando un gran número de muertos y heridos.

Durante la Edad Media, el entusiasmo y la pasión por este tipo de fiestas fue muy grande en todas las capas sociales. Se hacían apuestas de dineros en favor de uno u otro contendiente y por supuesto las damas participaban, con su presencia y sus “nervios” en la organización de las justas, pues todas tenían “su caballero” que las admiraba y las dedicaba sus triunfos. Los torneos se hicieron muy populares en toda la Europa Occidental, y se establecieron incluso Fueros a ellos destinados, como el de Soria, o las Partidas.

Durante la Edad Media, hubo muchos “caballeros justadores” que recorrían las ciudades, e iban de corte en corte, buscando ocasiones en las que lucirse en el manejo de las armas. Cuando se enteraban de un determinado lugar en donde se iban a celebrar este tipo de fiestas, allí acudían, cruzándose desafíos entre ellos. Los naturales del país o la ciudad, donde se iba a llevar a cabo el torneo, ponían todo su empeño en derrotar a aquellos otros llegados de otras tierras, apareciendo como una honra nacional el derrotar a los caballeros extranjeros.

Una variante de la justa fue el denominado Juicio de Dios. En este caso, ya no se trataba de una fiesta, sino de un combate a muerte.  El hecho sucedía cuando entre dos caballeros se sostenía un litigio de gran importancia en el que estaba en tela de juicio la inocencia o culpabilidad de uno de ellos en algún hecho vergonzoso. Cuando estos caballeros, al pedir justicia, acudían al Rey, este podía establecer la celebración entre ellos de este combate, al que todos consideraban como el juicio infalible, más alto que el del Rey: era el juicio de Dios lo que se pedía. Entonces se enfrentaban con todas sus armas, sosteniendo una ferocísima lucha, pues era a muerte: si uno de ellos caía herido al suelo, ya sin posibilidad de usar las armas, el vencedor gozaba del privilegio de rematarlo, pero si el vencido se declaraba públicamente culpable, y el tiunfador se daba por satisfecho, normalmente le perdonaba la vida. Este desafío a muerte, que después cuajó en el romántico duelo con pistolas, fue siempre prohibido por la iglesia, y los participantes en el mismo perseguidos por la justicia.

La tarde de mañana, en el palenque de Hita, revivirán en clave de representación y juego de memoria, estos hechos medievales, que hoy nos parecen tan lejanos, pero que laten aún, quiérase o no, en el alma de todos.

El profesor Criado de Val

Aunque nacido en Madrid, es oriundo de Rebollosa de Hita, de donde era su padre. Fue creador del «Festival Medieval de Hita», en 1961,y en él ha puesto, año tras año, la imagen literaria, etnográfica y vital del Medievo castellano, presentando además sus innumerables obras teatrales y sus adaptaciones a la abierta escena de la plaza de los clásicos de la literatura castellana, española y universal.
Fue director de la Sección de Estudios Gramaticales del Instituto «Miguel de Cervantes» del CSIC, y director de publicaciones filológicas como «Boletín de Filología Española», «Español Actual» y «Yelmo».
Autor de numerosos libros, entre los que destacan «Teoría de Castilla la Nueva», «Historia de la villa de Hita y su Arcipreste», «Fisonomía del Español y de las lenguas modernas», así como creador y director del programa de TVE «El espectador y el lenguaje». Está a punto de ver editado, en la cima de su vida, el capital estudio “Don Quijote y Cervantes, de ayer a hoy” en el que vuelca todo su saber sobre la obra cumbre de la literatura castellana, y sus mil entronques con el resto de los escritores castellanos.
El Profesor Manuel Criado de Val, conocido investigador de la lingüística castellana y de la literatura medieval y clásica de España, es quien ha promovido los estudios de Caminería Hispánica, habiendo sido organizador y director de los siete Congresos Internacionales que sobre esta materia se han celebrado hasta ahora. Entre sus numerosas obras publicadas figuran los siguientes libros: Fisonomía del español, Teoría de Castilla la Nueva, Gramática española y comentario de textos,  Estructura general del coloquio, Historia de la villa de Hita y su Arcipreste, Diccionario del español equívoco y La imagen del tiempo: verbo y relatividad.

La Venta del Milagro

La obra que se representa mañana en Hita, alas 10:30 de la noche, está escrita, construida y dirigida por D. Manuel Criado de Val. Esto es lo que él mismo nos ha dicho sobre ella: Es esta una obra en la que aparece la cara positiva del Quijote, la apoteosis de su triunfo, la apología de su espíritu idealista. Corresponde a la segunda parte del libro cervantino, aunque hay en ella recuerdos a la primera. Don Quijote ya es un personaje popular y al cabo de su deambular al azar encuentra el reconocimiento oficial y público de su Orden de Caballería Andante. En realidad, Cervantes nunca dejó de ser autor de libros de caballerías y en la versión escénica acaba convirtiéndose en su defensor y apologista. Se nivelan caballero y escudero, pero también el propio Cervantes, representado por el Caballero del Verde Gabán y su hijo, olvida su primitivo escepticismo. Los objetivos fundamentales del caballero van a cumplirse: el desencantamiento de Dulcinea, que acaba con la zafia imagen creada por Sancho y el triunfo final de la Orden de Caballería Andante, que no es una empresa tan disparatada como para poder considerarla fruto de la locura. Sería uno más de los numerosos “arbitrios” de los que tanto se burlan los autores de la literatura picaresca.

En última instancia, en resumen, la contraposición entre el triunfo del hidalgo-caballero de La Venta del Milagro, frente al desengaño, la injusticia y el fracaso, que son las notas distintivas de la versión escénica de Don Quijote no es Caballero, coinciden en la combinación indefinible de la ensoñación, la locura y la realidad.