Retratos fuendamentales

viernes, 1 abril 2005 0 Por Herrera Casado

 

Pedro Aguilar

El pasado 10 de marzo, en un salón de actos (el de la Biblioteca Pública del Palacio de Dávalos) abarrotado de público y amigos, la Casa de Guadalajara en Madrid tuvo su acto punta anual, el de la presentación del libro de su Colección “Guadamadrid”, y el del nombramiento de Socio de Honor a quien lo hace posible. En este caso, fue a quien pagó la edición, el empresario Jesús Saboya de la Fuente, aunque el libro presentado, que se titula “La Edad Sabia (Retratos de Guadalajara)” también se debe a su autor, que es Pedro Aguilar Serrano, y a la fotógrafa que le ha dado imagen, Paula Montávez. Y a los nueve personajes que, entrevistados por el autor, ponen su vida en plaza, y enseñan a vivir, a morir y, sobre todo, a conformarse.

 Desde hace días quería ponerme a comentar el libro que ha escrito Pedro Aguilar y le ha editado la Casa de Guadalajara en Madrid. Por una razón u otra, la actualidad se nos va metiendo entre los dedos, y sale a la pantalla sin pedir permiso: la Semana Santa, cualquier cosa se cuela. Y ahora que ya me estaba sentando delante del ordenador, leído el libro y asombrado aún de tanta sabiduría como destila, va y se nos muere uno de sus protagonistas, que hasta ese momento estaba más entero que ninguno. De los nueve personajes que dan vida al libro, que disfrutan de esa “edad sabia” en la que nadie quiere dinero, ni honores, porque saben que eso no sirve para nada, sino para dar preocupaciones y crear compromisos, todos estaban vivos el jueves 10 de marzo. Algunos de ellos (Torrent, Romanillos, doña Dorotea…) se acercaron por la Biblioteca del Palacio de Dávalos, y se lo pasaron estupendamente, les parecía que hasta eran famosos. En Guadalajara es realmente difícil ser famoso, porque solo lo es quien sale en la televisión, y en nuestra provincia solo salen por la televisión los políticos, a los que todo el mundo conoce, y no digo más.

El primer muerto de La Edad Sabia

Pero diez días después, justo el 20 de marzo, se moría Antonio Fernández Molina. Y con él se morían muchas cosas. Incluso un algo bastante de este periódico, al que había mandado muchas colaboraciones, ahora en su momento de consagración, y antes, mucho antes, cuando empezaba.

En la entrevista que le hace Aguilar, entre otras cosas, y porque es tema recurrente en el libro, le pregunta si tiene miedo a la muerte. Y Fernández Molina contesta que le preocupa, que no le obsesiona, pero que le preocupa. Una contestación de enfermo, porque a los sanos no les preocupa en absoluto, y a los que tienen por dentro el come come de la enfermedad, saben que hay que tomársela en serio. Que eso que dicen de que “la muerte es algo que le ocurre a los demás” no es buena filosofía cuando uno mismo se mantiene con pastillas y consultas a los médicos.

En la presentación de este libro fabuloso, entretenido y vivo, por unos y otras se dijo que Fernández Molina merecía un homenaje de esta tierra, en la que vivió muchos años, se formó, dio clases en colegios, y casó. Ya los había recibido en su tierra natal, Alcázar de San Juan; en Zaragoza, donde se retiró a vivir; en Madrid, en sitios importantes, pero en Guadalajara no. Allí se lo prometieron, y hemos llegado tarde. Lástima, porque Fernández Molina, considerado uno de los líderes españoles del surrealismo y el postismo, se quejaba de que en privado todos le reconocían su enorme aportación al arte, especialmente en la literatura y la pintura, pero en público casi nadie le tenía en cuenta. Ni las antologías de la literatura española recogían su obra, ni los editores apostaban por sus libros.

El libro de los sabios

El caso es que ya falta uno. Ojalá los demás tarden mucho en apuntarse en la lista de Fernández Molina. Son otros ocho, ya mayores, simpáticos y truculentos, trabajadores y generosos, que desgranan su vida, sus anécdotas, sus sentimientos, sus temores. Y lo hacen llevados de la mano sabia, esa sí que lo es, de Pedro Aguilar, que saca en diez hojas, a cada uno, el retrato íntimo y completo. Adornadas las páginas, ilustradas con las fotografías latientes que les hace Paula Montávez, surgen las palabras de Antonio Pérez, un coleccionista de cuadros, editor, escritor, que además en un determinado momento de su vida se afilió al Partido Comunista, pero que aunque el entrevistador le quiere llevar por ahí, él como si nada. Es un político al que le importa más la vida, el arte y el pensamiento. Un tipo raro.

Antonio Rico sí es sindicalista y profesa de ello. Romanillos hace guitarras, todos los que las conocen dicen que son las mejores del mundo. Vive en Guijosa y lleva la enorme filosofía que da una vida pasada por la guerra. Quizás el mérito mayor de todos estos entrevistados es que les pasó la Guerra Civil por encima, y eso deja un poso de sabiduría que no te lo quita esta sociedad de “balnearios urbanos” ni aunque te restrieguen a diario que lo importante son las “escapadas del fin de semana”.

Dorotea Rodrigo es una anciana de pueblo, de Gárgoles, que ha escrito un libro pasados los noventa años. O Jesús Rodrigo, otro filósofo que menudea por los rincones de Brihuega. Más Francisco Checa, un ermitaño en el siglo XXI, aislado entre las fragosidades de Sierra Molina, cuidando del Santuario de Nuestra Señora de Montesinos, cerca de Cobeta. Otro entrevistado es José Andrés Torrent, ilustrado y científico, pionero de las truchas y los champiñones, artista de la jardinería y la doma de bosques, que está empeñado, a sus años, en encontrar la causa de por qué el corazón late, día y noche, durante años, sin parar…

Quizás el más atrayente, al menos para mí, de los entrevistados por Aguilar, es el seguntino Pepe Esteban. Un escritor de raza, un literato de los pies a la cabeza, un editor de fama. Un hombre que ha puesto en las letras, en el hablar, en el saborear la belleza de las palabras su esfuerzo mayor. Un libro en el que todos estos seres hablan, conducidos por Aguilar, y nos dejan en sus anécdotas, recuerdos y deseos, la pulpa agridulce de haber peleado y esforzado, para mirar como se suceden las estaciones, sin más. El entrevistador, y autor del libro, les apura con sus preguntas el último giro de agudeza. Y ellos se entregan, hablan de la guerra, de la muerte, de sus amores, de sus viajes, de su eterno subir y bajar las calles del pueblo, o escuchar los truenos entre las areniscas rojas del Arandilla.

Todo el mérito para este libro, que añade un encantador Prólogo de Manu Leguineche, más una introducción del autor que se apunta a las meditabundas frases de Bobbio en su “De Senectute”. Todas traídas con razón y conveniencia. Si lo ha dedicado a gentes mayores, Aguilar ha sabido muy bien por qué: porque las palabras sacadas a los viejos, y más si son españoles, y más si se les menta la guerra, son siempre sabias y humanas, cargadas de honradez, de sufrimiento sobrellevado, de emoción planchada. A los jóvenes sería difícil hacerles hoy una entrevista, porque los jóvenes se han educado en la muelle sociedad de la exigencia, del derecho consumado y la generosa dotación presupuestaria. Y eso no da para muchas filosofías. Pero en fin, alejémosnos de ellas, que no nos pueden llevar sino a precipicios sin fondo. Un aplauso para un libro bien hecho. Y para el autor que ha conseguido emocionarnos.

Antonio Fernández Molina

Nacido en Alcázar de San Juan, en 1927, ha muerto en Zaragoza el 20 de marzo de 2005. En Guadalajara vivió, según le cuenta a Aguilar, porque su abuelo era médico de Casa de Uceda, y desde allí se trasladó a nuestra ciudad a estudiar, el bachillerato, y luego magisterio. Dio clases por los pueblos, y aquí se inició en la literatura, sacando adelante una Revista, “Doña Endrina” y unas tertulias literarias en las que apuntaban algunos más jóvenes que él, como Jesús García Perdices, y José Antonio Suárez de Puga. Conoció a Cela un día que vino a Guadalajara a dar una conferencia, y él tuvo la suerte de poder leer delante del autor de “Viaje a la Alcarria” un poema dedicado a Debussy, que tanto le gustó al escritor gallego, que le dedicó un breve piropo literario en “Cajón de sastre”, y luego le contrató como secretario de la Revista “Papeles de Son Armadans”.

Fernández Molina fue un escritor, y un pintor, (y un ensayista, y un editor, y un traductor…) que cabalgó en las vanguardias del siglo XX, que lo hizo muy bien, y que desde su posición de esteticista de las letras no ha llegado a ser reconocido por la cultura oficial, que pide otras cosas, quizás más trascendentes, con mayor calado, o quizás más relumbrantes, más de momento, más de centenario, no sé muy bien. El caso es que ahora en los obligados obituarios de quienes le conocieron, iremos sacando conclusiones. De momento, el que he leído en ABC firmado por Raúl Herrero, sirve para saber cuánto quería el alcazareño al conquense, y viceversa. En todo caso, habrá que ir apuntando a Fernández Molina entre los castellano-manchegos de la diáspora: no política, no, sino del aburrimiento.