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febrero, 2005:

Nieve de Guadarrama para el duque del Infantado

 

Ahora que de vez en cuando cae la nieve, ya en menos cantidad que antaño, más esporádica y menos fría, es momento de recordar algunas de las costumbres y construcciones que nuestros antepasados tenían en torno a este elemento, el agua helada que sabían servía, en las épocas de fuerte calor, para refrescar el agua de beber, y conservar los alimentos.

De neveros, de neveras y de pozos de las nieves vamos a hablar hoy. Arrancando de la memoria que ha quedado en algunos pocos y viejos papeles. Tomando nota de lo que para muchos pueden ser un montón de piedras en medio del campo, y son monumentos al ingenio humano.

Los sacadores de nieve

Uno de los menos conocidos oficios que en el siglo XVI español ocupaban los caminos variopintos de la meseta, era el de recogedor y transportador de nieve y hielo. La existencia de estas gentes, en todo caso poco frecuentes, permitía que cierto número de personas, siempre las de la alta nobleza y los muy adinerados, se permitieran el lujo de beber en plena canícula el agua o el vino muy fresco, y mantener en buenas condiciones de conservación sus viandas por mucho tiempo. Había también almacenes de nieve y hielo en algunos centros, especialmente en los monasterios, donde la laboriosidad de los monjes daba lugar a la existencia de unos hondos fosos donde, durante el invierno, se ocupaban de meter y apisonar grandes cantidades de nieve, cubriéndola de paja por estratos, y de esta manera alcanzaba la masa de agua helada hasta el verano, en que se usaba para refrescar bebidas y alimentos, con gran contento de todos los usuarios. De este “pozo de las nieves” que tenía el convento franciscano de San Antonio, en nuestra ciudad, al otro lado del barranco del mismo nombre, ha llegado el recuerdo hasta nuestros días.

En nuestra rebusca por los viejos papeles de nuestra ciudad, hemos encontrado un par de curiosos contratos referidos al suministro de hielo y nieve a las casas del duque del Infantado, en la segunda mitad del siglo XVI.

El primer contrato, suscrito ante el escribano Blas Carrillo de Guadalajara, tiene fecha de 13 de abril de 1573. Un vecino de Guadalajara, llamado Pablo García, se obliga a traer y dar traídos a las casas del duque del Infantado, que a la sazón era don Iñigo López de Mendoza, quinto del título, toda la nieve que necesitara para su servicio, y conforme se la fueren pidiendo su Mayordomo o veedores. La nieve la recogería y traería de las sierras de Peñalara y Manzanares, lugares donde en abril todavía hay gran cantidad del blanco elemento. Y se obligaba a ponerla en las casas del duque en Madrid, en el palacio de Heras de Ayuso (junto al Henares, donde gustaban estos maganates de pasar largas temporadas, especialmente en verano) y en el palacio ducal de Guadalajara, concretamente en la dependencia que llamaban “la botillería” o despensa.

Es curioso que este contrato no se hace para una cantidad de nieve en concreto, fijando precio del total, forma de pago en fracciones, etc., tal como se acostumbraba, sino que se realiza por el método de la contrata por temporada, de modo que el tal Pablo García se obligaba a traer nieve a las casas del duque mientras este lo pidiera, y hubiera nieve en las montañas. Lo que se contrataba era, pues, la obligación de hacer este servicio, y se ponía precio para toda la temporada. En este caso, se estipuló para el año 1573 a dos reales y medio cada arroba de nieve, y se añadía la manunteción para en caso de tener que llegarse hasta el palacio de Heras a llevar la carga: en esas circunstancias, el duque daría un pan, una libra de carnero y medio azumbre de vino a la persona que lo llevara, y añadiría un celemín de cebada para cada bestia que arrastrara el carro.

Posteriormente, el 16 de mayo de 1573, y ante el mismo escribano, se extiende contrato entre el duque del Infantado, y el vecino de Guadalajara Juan García, quizás hermano o familiar del anterior, para traer nieve a sus casas de Guadalajara, Madrid y Heras en las mismas condiciones que con el anterior.

Nos imaginamos a las grandes carretas, tiradas por bueyes de brillante lustre, cargadas de nieve y pedazos de hielo hasta lo inimaginable, cubierto todo de paja para evitar su deshielo, avanzando pesadamente desde el Guadarrama hacia Guadalajara y el valle del Henares, mientras los hermanos García, pensando en los reales que el veedor del duque les pagaría, voceaban con ánimo a las bestias para que aligeraran su marcha. Un oficio, en fin, poco conocido y hoy recordado.

Los pozos de la nieve en Budia

Repartidos por muchos pueblos de la Alcarria, existieron en épocas pasadas los pozos de la nieve, los lugares ingeniosamente construidos y preparados para recoger la nieve que en estas épocas invernales, desde noviembre a marzo, caían en grandes cantidades sobre campos y vaguadas, y muy especialmente en los altos llanos de alcarrias, y luego conservarla para usarla en verano.

Uno de los lugares de nuestra Alcarria en que aún queda el vestigio palpable de su viejo pozo de la nieve es en Budia. En los primeros años del siglo XX, quedaba entero el llamado “pozo de la Virgen del Peral”, ya desaparecido, y hoy vemos el llamado “pozo de la nevera”, que está frente a la fachada del antiguo convento de carmelitas. Los pozos de la nieve, o neveras, eran construcciones destinadas a almacenar la nieve caída durante algunos pocos días del invierno, con el objeto de que se pudiera utilizar luego, como hielo para refrescar bebidas y mantener alimentos, durante los meses calurosos del estío. Pasado el verano, el pozo se limpiaba, se arreglaba su tejado y el desagüe, y se componía la polea y el cubo para sacar la nieve de su interior, así como las puertas. Al llegar de nuevo el invierno, se aprovechaban los escasos días de nevada para recoger el blanco elemento con palas, echarlo en carros, y llevarlos al “pozo de las nieves”, que era  muy profundo, y allí se echaba la nieve, bien prensada, separada por capas con niveles  de paja, para aislarla mejor y facilitar su extracción en el verano. Estos elementos, los “pozos de las nieves” de Budia, son auténticas reliquias que debemos conservar como interesantes elementos del patrimonio tradicional.

Las neveras de Sacedón

Otro de los lugares en que se ve, espléndido y muy accesible, el pozo de las nieves, es en Sacedón.

Allí los llamaban, y aún llaman, las neveras, pues había varias por el término. Son unas curiosas edificaciones destinadas a producir hielo para usar durante el verano en la conservación de alimentos, a partir de la nieve caída y guardada en algunos escasos días del invierno. De estos edificios, populares cien por cien, han quedado muy pocos ejemplares en toda la Alcarria. Pero en Sacedón quedan varios magníficamente conservados. Es su visita y conservación algo recomendado como verdaderos monumentos que son, rastros de la vida en tiempos pasados.

El más llamativo y mejor conservado, muy accesible, es el que se encuentra a la izquierda de la antigua N-320, pasado el Camping. Construido con mampostería de piedra caliza, se trata de un edificio hueco que tiene una altura de 6 metros y se cubre de una bóveda puntiaguda que le confiere un aspecto cónico al exterior.  Las piedras del interior se unen con capa de yeso compacta. Este espacio tiene dos huecos de entrada, de 1,60 metros de altura y 90 cm. de ancho. El interior era una especie de hondo pozo, de 10 metros, (a veces llegaba a tener 15 metros) de profundidad.  La forma de utilización de estas neveras se hacía, lógicamente, desde el exterior, por los vanos, echando la nieve en paladas. Era la que había caído en las cercanías, o la que se traía desde los altos, en carros y caballerías. En documentos de La Isabela se nos dice que se hacían charcas de agua al lado del río para que se helaran. Otros dos hombres, en el fondo del pozo, iban extendiendo y apisonando la nieve, formando un gran bloque macizo. Por cada medio metro de espesor de la nieve helada, se ponía una capa de paja, que al hacer de aislante, conservaba ya indefinidamente la nieve a baja temperatura.

En el verano, cuando se necesitaba el hielo, volvían a bajar un par de vecinos, extrayendo el hielo a golpe de pico, metiéndolo en un serón y avisando para que los que estaban fuera lo sacasen. Este sistema de polea subiendo y bajando el serón con nieve y hielo, pendía de un palo central atravesado en la bóveda. Las operaciones se hacían durante la noche, o al amanecer, para evitar el deshielo.

Otra nevera existió en Sacedón, situada en el paraje de “La Olmedilla”, que se ve cuando bajan las aguas del pantano. Está también muy bien conservada.

Finalmente existe otra en el antiguo término de la Isabela. Según los documentos que se conservan, fue construida en 1830, para atender las necesidades de hielo en el balneario, durante el verano. La llamaron el “Pozo de la Nieve” y estaba en la parte más alta de la población, a 1,5 Kms. del caserío, en “Las Majadillas”. Consta de “un vaso cilíndrico de fábrica de mampostería cubierto por una bóveda hemiesférica”. También se conserva en perfectas condiciones, por lo que puede afirmarse que los tres ejemplares de neveras que quedan en Sacedón son de lo mejor de toda la provincia en punto a arquitectura popular de esta temática.

Seguro que en otros lugares de nuestra comarca alcarreña aún quedan neveras o pozos de la nieve. En la capital hubo uno, en la huerta del convento de San Antonio, en terrenos hoy ocupados por el barrio llamado “de las casas del Rey”. Todavía en los años después de la guerra civil, hubo quien la usó para conseguir hielo en verano. Luego llegó “La Industrial” y se hizo la modernidad. Todo cambió. Y el ingenio quedó en manos de los japoneses. Aquí, la mayoría, quedó para oír música y charlar.

Lupiana en la cercanía

Monasterio de San Bartolomé

 

La semana pasada anduvimos mirando pueblos del entorno de la capital, todos ellos situados a menos de 25 kilómetros de la plaza mayor, y admirando en ellos sus templos, sus castillos, sus palacios y sus fuentes. El turista en Guadalajara, que estos días acude aún más por el reclamo de la Exposición montada en el Palacio del Infantado bajo el título de “Don Quijote de la Mancha, la sombra del caballero”, tiene para después de su visita algunas opciones en la capital y unas cuantas por los alrededores, donde se come bien, se respira aire puro, y se encuentran elementos patrimoniales que siempre ha oído y nunca ha visitado.

Uno de ellos es el gran conjunto monasterial de San Jerónimo de Lupiana, el cenobio que fundaran los alcarreños de la familia Pecha en el siglo XIV y que durante muchos años fue sede del General de la misma, emporio de sabidurías, arte y música. Una lástima que hoy solo pueda ser visitado los lunes por la mañana (dato este muy a tener en cuenta por quienes quieran ir a verlo) aunque a quien lo consiga no le dejará mal recuerdo: será todo un gozo que justificará el viaje, corto en todo caso.

Un entorno romántico

Se acerca el viajero, desde la meseta de la Alcarria, poco después de pasar junto a la Estación del AVE y las obras de Ciudad Valdeluz, hacia este monasterio, que tras unas recurvas de la carretera, aparece rodeado de una densa vegetación, ahora en invierno un tanto demacrada. Sobresale del conjunto la torre de piedra gris, que levantó el arquitecto madrileño Francisco del Valle a comienzos del siglo XVII. Es ese el lugar donde el viajero podrá extasiarse y pasar unas horas inolvidables: el lugar donde nació y tomó asiento como cenobio central, durante muchos siglos, la hispánica orden de San Jerónimo.

El monasterio de San Bartolomé de Lupiana está declarado Monumento Nacional desde hace mucho tiempo. Es posible cualquier día contemplar su aspecto exterior, el entorno en que está situado, la silueta noble de su torre o sus espadañas. Pero al interior sólo puede accederse los lunes, de 10 a 14 horas. Todo en San Bartolomé de Lupiana derrocha historia y arte. Cada rincón del viejo monasterio. Lo más interesante es el gran claustro renacentista, hermosísima muestra de la arquitectura clásica española. Fue diseñado, en su disposición y detalles ornamentales, por el arquitecto Alonso de Covarrubias, en 1535. Y construido por el maestro cantero Hernando de la Sierra. Presenta un cuerpo inferior de arquerías semicirculares, con capiteles de exuberante decoración a base de animales, carátulas, ángeles y trofeos, y en las enjutas algunos medallones con el escudo (un león) de la Orden de San Jerónimo, y grandes rosetas talladas. Un nivel de incisuras y cintas de ovas recorre los arcos. La parte inferior de este cuerpo tiene un pasamanos de balaustres. El cuerpo superior ofrece arcos mixtilíneos y aún en uno de sus costados álzase un tercer cuerpo.

Los techos de los corredores se cubren de senci­llos artesonados, y en las enjutas del interior de la galería baja aparecen grandes medallones con figuras de la orden: santos y santas, monjes diversos… En frases de Camón Aznar, máximo conocedor de la arquitectura plateresca española, refiriéndose al claustro de Lupiana, dice que «el conjunto produce la más aérea y opulenta impresión, con rica plástica y alegres y enjoya­dos adornos emergiendo de la arquitectura», es «obra excelsa de nues­tro plateresco».

Quedan algunos restos del antiguo claustro mudéjar, y otras dependencias curiosas, que no son tan espectaculares como este claustro mayor, obra exquisita y paradigmática del Renacimiento español.

Además del claustro, la iglesia

De lo que fue gran iglesia monasterial solo quedan los muros y la portada. Fue construido el conjunto a partir de que en 1569 se hiciera cargo del patronato de la capilla mayor el Rey Felipe II, mandando a sus arquitectos y artistas mejores, que entonces tenia empleados en las obras de El Escorial, a que dieran trazas y pusieran adornos en este templo. La traza del templo se debe al vallisoletano Francisco de Praves.

En la fachada se advierte una portada dórica, de seve­ras líneas, rematada con hornacina que contiene estatua de San Barto­lomé. En lo alto, gran frontón triangular con las armas ricamente talladas de Felipe II. El interior, de una sola nave, culmina en elevado y estrecho presbiterio. La bóveda, que era de medio cañón con lunetos, se hundió hacia 1928, lo mismo que el coro alto, a los pies del templo, enorme y amplio. El templo se decoraba, en bóvedas del coro, del templo y del presbiterio, con profusa cantidad de pinturas al fresco, obra de los italianos que decoraron El Escorial. Nada ha quedado, ni siquiera una sucinta descripción, de ellas.

Anécdotas del monasterio

Tenían los jerónimos de Lupiana grandes posesiones en las cercanías. Por ejemplo, el coto de Alcohete era suyo, y allí pusieron un pequeño recinto, también monasterial, para que los ancianos o los enfermos se retiraran a descansar. De hecho, en el otero donde hoy asientan los edificios de “piso piloto” de la Urbanización Valdeluz, estuvo la iglesia de los jerónimos de Alcohete. Luego se transformó todo ello en caserón que compró el conde de Romanones y dejó algunos terrenos para otras familias de Guadalajara. En ese lugar se puso tras la Guerra Civil Sanatorio antituberculoso, y finalmente Centro Psiquiátrico que hoy permanece.

Los monjes jerónimos eran unos magníficos músicos, formando una orquesta sinfónica que interpretaba, según llegaban de Europa, las más grandes piezas de la música alemana y austriaca. En San Jerónimo de Lupiana se estrenaban las obras de Beethoven y Haydn. Aunque esa música solo la disfrutaban ellos, pues apenas algún seglar era invitado a asistir. Cuando en 1836 la Desamortización de Mendizábal disolvió la orden y vació el convento, que fue vendido a la familia de los Páez Xaramillo, los monjes se dispersaron, se secularizaron y la mayoría se dedicaron como músicos en orquestas, como profesores, etc. De Luliana salió el que allí fue monje y luego admiración de los medios musicales madrileños a mediados del siglo XIX, el padre Félix Flores.   

 La villa de Lupiana

A tan solo 15 Km. de Guadalajara, y bajando al hondo foso del valle que forma el río Matayeguas en un espectacular paisaje netamente alcarreño, el viajero admirará esta pequeña villa, en la que con justicia se alaba, entre otras cosas, el riquísimo pan que cada día se produce en su tahona.

Aparca el viajero en la plaza mayor, plaza castellana de recio sabor ambientado en adobes, piedras calizas y densas arboledas, presidida del Ayuntamiento que es modelo de concejos castellanos, y centrada por la picota de justicia; con su templo parroquial de portada y arquitectura platerescas, preciosas de tallas, de grutescos, de mil figuras cuajadas; con su arquitectura popular bien conservada. La picota alzada sobre las gradas de piedra, ofrece su columna y el remate con cuatro cabezas de leones al viento. Es el símbolo de la capacidad de autonomía villana, un emocionante recuerdo de la historia de Castilla.

Por las cercanías de Guadalajara

Puestos a hacer turismo, y teniendo en cuenta que Guadalajara está ya muy vista (si exceptuamos algunos de sus monumentos, que siguen siendo cosa difícil el verlos, porque están siempre cerrados) nos vamos hoy por las cercanías, por ese campo o alcarria que a occidente y a oriente nos rodea. Porque en sus campos aparecen, de vez en cuando, pequeños pueblos en los que luce algún edificio que emociona y entretiene; una iglesia románica, un palacio barroco; un reloj de sol, un Calvario abierto al cierzo… Estas son ideas, sucintas y puestas al voleo, para quienes quieren salir, en poco más una hora, al campo, a ver pueblos interesantes y monumentos sorprendentes. Seguro que más de uno va a aprovecharlas

La iglesia románico-mudéjar de Galápagos

 

 En los límites inmediatos de Guadalajara, a una y otra orilla del río Henares, sobre la Campiña que se extiende a su derecha, y sobre la Alcarria que se alborota a su izquierda, existen una serie de pueblecillos que antaño pertenecieron al alfoz medieval de nuestra ciudad, y hoy son lugares donde, a su vida sencilla, rural y residencial, se añade un nutrido ramillete de edificios e instituciones históricas de gran belleza e interés cultural. 

De un lado, en la Campiña, están Galápagos y El Casar, con sus elementos mudéjares de gran valor artístico. De otro, en la Alcarria, la variedad de temas que en toda esa comarca se reúnen, aparecen como en muestrario en Horche, con su arquitectura popular, en Pioz, con su castillo medieval, en Aldeanueva y Valdeavellano, con sus templos románicos, en Tendilla, con su larga y serena Calle Mayor soportalada, y finalmente en Lupiana con su gran monasterio jerónimo de San Bartolomé, joya artística de primera magnitud, al tiempo que gran cofre de la historia castellana. Los primeros los veremos hoy, y el segundo, por ser monumento de grandes perfiles y abultada historia, lo dejaremos para la semana próxima. 

Galápagos

En la orilla del río Torote, a 25 Km. de la capital. Merece ser visitada la iglesia parroquial que ofrece dos partes muy bien diferenciadas, de estilos diferentes, sorprendentes los dos: de un lado, el oriental, su ábside, que es de estilo románico‑mudéjar, de planta semicircular, y adornados sus muros con múltiples arquillos ciegos y superpuestos. En el costado meridional, se abre el gran atrio porticado, de estilo renacentista puro, de airosas líneas y esbeltas proporciones, obra en 1540 del arquitecto Pedro de la Riba. El conjunto de este edificio es primoroso y merece darse una vuelta en torno a él, para captar todos sus matices sugerentes. 

El Casar

Esta antigua villa, a 31 Km. de la capital, es hoy el tercer núcleo en población de toda la provincia. Destaca la iglesia parroquial de la Asunción, presidiendo la Plaza Mayor, con alta torre para las campanas, atrio de diseño y ornato renacentista, y en su interior un bello retablo de esculturas manieristas, mas una tribuna de coro con maderas talladas al mudéjar modo, muy bellas y polícromas. En un extremo del pueblo, y dando vista a un paisaje increíble, con la sierra de Guadarrama casi al alcance de la mano, está el Calvario, que es un singular edificio religioso formado por cuatro altos muros horadados de semicirculares arcos, sin techumbre alguna, y con un Calvario de piedra berroqueña en su interior: lo fundó el clérigo Diego López en 1648 y está dentro de una tipología inhabitual pero no rara en el área del bajo Jarama. Merece, por supuesto, una visita detenida. 

Horche

Sobre la meseta de la primera Alcarria, a 14 Km. de Guadalajara. Ofrece una plaza mayor entrañable, presidida de un Ayuntamiento clásico, con su fuente, sus soportales y sus casonas blasonadas. Con una arquitectura popular de rancio sabor alcarreño y tradicional, hecha a base de mamposterías vistas, arcadas de madera, grandes aleros y una disposición muy atrevida de todo el caserío sobre una fuerte pendiente del páramo. Tiene una gran iglesia parroquial, dedicada a la Asunción, en estilo renaciente, de grandes dimensiones y severas líneas clásicas, que ahora está en obras, pero puede admirarse desde el exterior. Y a la entrada una ermita de la Soledad, en la que se conjugan todos los elementos de la arquitectura religiosa popular del siglo XVII. Y con unas amplias bodegas bajo el terral, y un vino tinto de renombre, Horche tiene todos los requisitos para pasar una, o muchas jornadas de vitalidad cuajada. 

Pioz

Está a 22 Km. de Guadalajara en dirección Sur. Desde la lejanía destaca la figura altiva de su castillo medieval. Bastante bien conservado, a pesar de las incurias del tiempo y los hombres, su silueta es magnífica y sus estructuras se conservan, aunque arruinadas, muy vigorosas y expresivas de lo que fue, en tiempos medievales, un castillo señorial. Se empezó a construir a finales del siglo XV, a instancias del señor de la localidad, don Alvar Gómez de Ciudad Real, pero acabó de edificarlo, pocos años después, el gran Cardenal Mendoza, dueño del lugar, y que aquí puso un emblema más de su grandeza, de su poderío, de su amor al boato, de su gusto clasicista. En el castillo de Pioz se ve todavía su doble línea defensiva: tras la barbacana o recinto externo, con camino alto de ronda, se esconde un círculo deambulatorio, y en su interior el cuerpo del castillo propiamente dicho, cuadrangular, con altos muros, esquinas torreadas, con la gran torre del homenaje a poniente. Todo el monumento está rodeado, a su vez, de un foso defensivo, que en sus orígenes se salvaba a través de un puente levadizo, cuyas trazas quedan bien conservadas. 

Aldeanueva de Guadalajara

A 18 Km. de la capital, el edificio que allí centrará la atención del viajero es la iglesia parroquial, que puede ser catalogada entre los mejores ejemplos de la arquitectura románica de Guadalajara. Su filiación exacta es la de un edificio románico‑mudéjar, pues a la estructura general y habitual de los templos medievales de la época repobladora, éste añade los detalles ornamentales y de materiales (combinación variada del ladrillo y la piedra caliza) propios de la arquitectura mudéjar del antiguo reino toledano. Adecuadamente restaurado, el templo parroquial de Aldeanueva se compone de una torre de campanas, un ábside semicircular con pequeños vanos, y una puerta de ingreso con arcos de piedra y ladrillo ornamentados de filigranas de origen árabe. En el interior, de una sola nave, se admiran las grandes bóvedas de ladrillo, especialmente en su presbiterio y ábside, elevado sobre la nave, donde ese material constructivo, bien contrastado con la piedra caliza, ejerce su poder sugestivo y proclama el genio de su constructor con un arrebato de formas, de colores, y, sobre todo, de espacios sacros inigualables. 

Valdeavellano

Se encuentra a 27 Km. de Guadalajara, sobre la meseta de la Alcarria. Una picota renacentista dará la bienvenida al viajero que se llegue hasta su plaza mayor. Lo más interesante de la localidad, sin embargo, es la iglesia parroquial, un precioso modelo de arquitectura románica, construida en el siglo XIV, pero con unos cánones propios del estilo medieval más puro. Se rodea al sur por un atrio abierto de arcos apuntados. En su extremo oriental ofrece el ábside semicircular, con canecillos en el alero. Y en el interior del atrio, ofreciendo el paso al interior del templo, la gran puerta de entrada, maravilloso ejemplar del románico más grandioso y elocuente. Muchos arcos semicirculares en degradación, cubiertos con baquetones lisos o en zig‑zag, y una serie de capiteles decorados con motivos animales y vegetales, dan a este portón todo el aire ilustre y solemne del mejor románico. Del más cercano a Guadalajara, desde luego. En el interior, puede admirarse también, sobre la gran viga en que apoya el coro alto, una abigarrada escena costumbrista de pintura medieval, del siglo XIII ó XIV, con un dragón de siete cabezas, caballeros, damas y saltimbanquis en animada sucesión y vivo colorido.

Piedras de Cogolludo, resplandor renacentista

 

Para quien llegue a Cogolludo, -y lo mejor es que lo haga este próximo fin de semana- será prioritaria misión visitar el palacio ducal, comer en cualquiera de los restaurantes que pululan por su entorno, y disfrutar con el tranquilo andar por su múltiples y cuestudas callejas: un ejercicio de saludable turismo interior que puede dejar muy hermosa huella en la memoria de quien lo practique. Esto es hacer Turismo Rural, conocer nuestra tierra, llevarse en las retinas estampas netas de un país que supera cualquier adjetivo encomiástico.

Un palacio con 500 años encima

Hablaremos hoy, para quienes quieran sacar el mayor provecho de esa propuesta visita a Cogolludo en unas pocas horas rápidas, del palacio que los duques de Medinaceli mandaron levantar hace ahora poco más de cinco siglos. Porque fue en el año de 1495 cuando con toda seguridad, se concluyó de edificar y pasaron los duques a residir en esta grande y maravillosa casona. Un edificio que solemniza con su silueta y su apariencia pétrea la gran plaza que tiene delante. Si no fuera por el páramo reseco y gélido que le presta entorno, se diría que estamos en un plazal de la Toscaza, cuajado de púrpuras viñedos los costados del monte, y de umbrosas abadías los hondos de los vallejos.

Aunque este artículo breve no me permite entrar en descripciones meticulosas (ya lo hicieron, hace pocos años, en su maravilloso libro sobre el edificio Juan Luís Pérez Arribas y Javier Pérez Fernández) sí que quiero resaltar el gran valor que tiene dentro de la arquitectura española, pues sin duda es el más antiguo de los edificios renacentistas europeos fuera de Italia.

Para Martínez Tercero, un arquitecto y estudioso de la arquitectura clásica, cuyo libro sobre este palacio glosamos al final de estas líneas, el palacio de Cogolludo no pierde un ápice de su importancia aunque de él se diga que es menos airoso que los palacios renacientes de la Toscana, pues *mientras éstos se levantaban sobre solares ciudadanos limitados por la apretada trama urbana y consiguiente dificultad de expansión, en Cogolludo el Duque no tenía ningún problema para extenderse sobre todo el territorio que le fuese necesario+. A pesar del indudable clasicismo de sus formas, de sus detalles ornamentales, de su concepto palaciego simétrico (esa puerta centrada es realmente novedosa, inédita en el arte de la construcción castellana medieval), el palacio de Cogolludo presenta una serie de hispanismos muy característicos, tanto en el alzado como en la planta.

En el alzado es de resaltar que el muro de la planta baja es ciego, sin una sola ventana, algo inusual en Florencia, donde los edificios de este estilo siempre ofrecen huecos que iluminan desde la calle las de­pendencias inferiores. La obsesión hispánica, heredada de los árabes, de reservar en la más absoluta privacidad los interiores, se expresa en este detalle, así como en el que ofrece la planta de que el eje de la puerta principal hacia el interior del edificio coincide con un muro ciego que impide la visión del patio desde el exterior, siendo el acceso a este en zigzag, en clara herencia medieval y defensiva. Esa asimetría se observa también en la colocación de la puerta de entrada al patio desde el zaguán, que queda frente a una columna de este, así como el hecho de que la escalera principal del palacio se encuentre descentrada respecto al eje transversal del mismo, hecho que se ve en el palacio del Infantado y en el más moderno de don Antonio de Mendoza en Guadalajara.

La fachada del palacio de Cogolludo, no hace falta repetirlo, es magnífica. Toda su superficie está tratada con un almohadi­llado continuo como ocurre en el Palacio Strozzi de Florencia, aunque la imposta que señala la división de las plantas no corre por los alféizares de los huecos, sino más abajo, marcando el nivel del forjado. Tanto la portada como la cornisa de la fachada son soluciones muy renacentistas, aún simplificadas de las que Vázquez había proyectado en Valladolid. Sin embargo, en el frente de Cogolludo aparecen una serie de elementos que no se encontrarían bajo ningún concepto en una fa­chada boloñesa o florentina, y que son los que marcan el valor novedoso y personal del palacio ducal de los La Cerda.

Sería el primero la serie de escudos del linaje de La Cerda que campan en esta fachada: uno, mezquino y agobiado entre la cornisa del arquitrabe y el tímpano semicircular de la portada, le debió parecer pobre al orgulloso duque, por lo que se añadió otro mayor, rodeado de una corona re­nacentista de laureles, en el eje central y elevado de la fachada.

Y ya para terminar, porque el espacio se nos acaba, dejar constancia del hecho sorprendente de la aparición de unas ventanas netamente gotizantes, de unos elementos decorativos verdaderamente raros, modernos y casi misteriosos, como son las panochas de maíz que rodean el arco de la portada, sin olvidar el arcaísmo gótico de la crestería, a la que Martínez Tercero califica, creo que con toda razón, capricho hispánico del duque, o, más bien, de la duquesa. Sea como fuere, un edificio asombroso, un edificio cinco veces centenario, una joya más de nuestra tierra que hay que correr a verla. Porque no se sabe bien cómo es la tierra de Guadalajara si nunca se ha estado delante de este monumental edificio.

El autor del palacio, Lorenzo Vázquez de Segovia

Nacido en Segovia en torno a 1450, el arquitecto Lorenzo Vázquez se formaría en la profesión trabajando en las obras del castillo de Pioz, que hacia 1470 estaba levantándose por orden de su dueño, el Cardenal Mendoza, pasando luego a laborar en las reformas del castillo de Jadraque, patrocinadas también por el purpurado alcarreño. Vázquez, al que Tercero califica de *joven brillante y receptivo+, alcanzó la consideración de *maestro de obras* de Don Pedro González de Mendoza, quien en 1486 le envió con su sobrino, el segundo conde de Tendilla don Iñigo López de Mendoza, en la embajada de este aristócrata a Italia, para que allí se empapara de las nuevas técnicas y estilos, interviniendo al dictado del Cardenal en su proyecto de la Basílica romana de la Santa Cruz. La estancia de Vázquez en Roma y Toscana sería de un año y seis meses, aprendiendo tantas cosas que a su regreso, todo lo que hizo adquirió un evidente tono italiano y puramente renacentista, algo nunca visto en Castilla. Tras su regreso en 1487 comenzó a trabajar en otra obra de su patrón que ya estaba comenzada, el Cole­gio de la Santa Cruz de Valladolid, que fue concluido en 1491, y en el que quizás por su influjo se incorporan una serie de elementos renacientes, de los que no es el menor el almohadillado prominente y geométrico de su fachada. Poco después, Vázquez es requerido por don Luís de la Cerda, gran Duque de Medi­naceli, casado con la sobrina del Cardenal Mendoza, y plenamente adscrito al grupo de poder encabezado por este linaje. Para él construye, entre 1492 y 1495, su palacio de Cogo­lludo, primer edificio completo del Renacimiento fuera de Italia.

No para ahí Vázquez su actividad. En plena madurez creadora, intervino después en el Convento de San Antonio de Mondéjar, patrocinado por su compañero de viaje a Italia, y gran protector de las artes, el conde de Tendilla don Iñigo. Poco después se pone a trabajar en el diseño y construcción del palacio de Don Antonio de Mendoza en Guadalajara, que debió acabar hacia 1507, pasando inmediatamente, llamado por el Mar­qués de Cenete (hijo mayor del Cardenal Mendoza) a las obras del Castillo de La Calahorra en Granada, joya preciosísima del Renacimiento hispano. Y aquí, en 1509, es donde perdemos su pista. Probablemente poco después moriría, o, en cualquier caso, inició el mutis definitivo de su vida.

Con palabras de Martínez Tercero, podemos concluir que “fue Vázquez un personaje excepcional por su receptividad, brillantez y capa­cidad de organización, dada la cantidad de obras en que intervino… gozó de la confianza plena del gran Cardenal y sin la muerte de éste en 1495 es proba­ble que hubiese proyectado y dirigido el Hospital de Santa Cruz de Toledo. Intervi­no en cuatro obras bajo su patronazgo: castillos de Pioz y Jadraque, Sopetrán y Santa Cruz de Valladolid. El resto de su actividad la desarrolló para sus sobrinos: Medinaceli en Cogolludo, Tendilla en Mondéjar, Don Antonio de Mendoza en Gua­dalajara y para Cenete, el hijo del Cardenal, en La Calahorra”.

Un libro poco conocido

El arquitecto Enrique Martínez Tercero escribió, y vio publicado por Diputación Provincial, un librito que bajo el título de La primera arquitectura renacentista fuera de Italia. Lorenzo Vázquez en Guadalajara, nos ofrece sucintamente la visión cumplida y meticulosa de lo que en punto a mecenazgo artístico y empuje de ideas nuevas supuso la saga de los Mendoza en nuestras tierras. De la mano del Cardenal don Pedro González de Mendoza, surge el castellano Lorenzo Vázquez, que aporta sus conocimientos técnicos y su genialidad compositiva a una serie de edificios a los que hoy todavía podemos acercarnos con la boca abierta y la máquina de fotos preparada, porque cinco siglos después continúan haciéndonos vibrar y emocionarnos.

Martínez Tercero elogia en esta obra, sobre todas las demás, la mole arquitectónica del palacio de Cogolludo. De tal manera, que la pone en su portada representada en un exquisito dibujo en el que, acentuando aún más su línea clasicista, le adorna con ventanas similares al palacio Strozzi de Florencia, y le quita la escocia superior, quedando un auténtico y soberano palacio toscano, milagrosamente puesto sobre los secarrales de la Alcarria.

Libro: La primera arquitectura renacentista fuera de Italia. Lorenzo Vázquez en Guadalajara. Coedición de Diputación Provincial, y Colegio Oficial de Arquitectos. Guadalajara, 1995. 48 páginas. Fotografías y planos.