La plaza de los cuentos, Marrakech

viernes, 21 enero 2005 0 Por Herrera Casado

 

Guadalajara se ha ganado, a pulso, y por el entusiasmo de muchas de sus gentes, el calificativo de la “ciudad de los cuentos”. Lo que empezó como una fiesta de bienvenida al verano, para en la calle leer los cuentos de siempre, o inventar sobre un entarimado las fábulas más sorprendentes, ha terminado siendo un auténtico Festival de la Narración, reconocido internacionalmente.

Este reconocido título sería un motivo muy sólido para justificar un hermanamiento con otra “ciudad de los cuentos”, con una ciudad que es patria de la historia marroquí, país con el que se quiere también hacer hermanamiento en este año que ahora comienza. Con Marrakech.

La vieja ciudad del Atlas, la que entre palmeras y arenales se deslumbra mirando el blanco altísimo de sus cercanas nieves, que la tutelan, tiene en su haber un título ganado a pulso. Su plaza de la Jemáa el Fna es “patrimonio oral de la Humanidad”. Y todo el ámbito de la medina, el zoco y las mezquitas de altos alminares, es también a su vez “Patrimonio Mundial”. Guadalajara tiene en esa razón común un motivo de amistad y posible hermanamiento.

El sobresalto de los sentidos

El sobresalto de los sentidos. Esto es lo que Marrakech proporciona al viajero que hasta ella acude. Yo lo hice recientemente, con motivo del Congreso Mundial de Periodistas de Turismo, y no me puedo resistir al impulso de contar cuanto he visto. No solo por agradecer a sus autoridades tantas facilidades a la visita y el estudio de su realidad turística, y al propio monarca alauita, patrocinador del evento, su amable invitación a una cena inaugural en La Mamounia, a la que asistió su hermano el Príncipe Heredero, Mouley Rachid.

El asalto de los sentidos que Marrakech produce en el visitante es motivo más que suficiente para ir, para volver, para admirarse siempre de tamaña ciudad, remota y próxima a la vez. En realidad, desde Madrid y por avión se tarda en llegar mucho menos que a Tenerife.

La ciudad del desierto y la nieve

Sobre la inmensa llanura de Haouz, al pie mismo del inmenso Atlas, se extiende la ciudad imperial de los alauitas, una ciudad con un millón de habitantes y más de nueve siglos a sus espaldas. Con tanto tiempo en su haber, Marrakech ha desarrollado una personalidad que pervive desde hace siglos: fue fundada en 1070 por los almorávides, y a principios del siglo XII su dirigente Alí Ben Yusuf trajo aguas y las almacenó, pavimentó las calles, alzó las murallas y construyó su primera mezquita.

El posterior dominio de los almohades supuso su engrandecimiento, transformándose en la capital del occidente musulmán, el punto central del comercio transsahariano, desde Agadir y Mogador al Magreb y Tombuctú. Fue, también, ciudad de intelectuales y santos. La “Madinat al Bahya”, la ciudad que alegra el corazón. Hoy sigue siendo la misma.

 Marrakech es una ciudad de colores. Cuatro son los que se meten por los ojos y se aferran al corazón: el rojo tenue de sus edificios, hecho a base de materiales salidos de la tierra, adobes, rosáceas; el verde de los palmerales, y aun de los olivos y naranjales, que cubren las distancias; el azul purísimo del cielo, que a veces se amortiza por la calima brumosa de la arena que asciende, y el blanco de las nevadas cumbres, que sobresalen en cualquier vista sobre los rojos y verdes de casas y palmeras.

Pero Marrakech es también una ciudad que se adueña de todos los sentidos. Huele a jazmines, huele a ámbar, las especias y los aceites salen en oleadas olorosas desde los zocos. Se aposentan en las comidas, se extienden sobre los paseos, ascienden a los minaretes. Hasta en la noche, siempre calma, con las estrellas tan cercanas a nuestros dedos como solo ocurre en los meridianos del desierto, tiene aroma y color. Es esta una ciudad que sin hablar se expresa en colores y olores.

 Pero también lo hace en los sonidos. Es difícil olvidar la magnífica sonata del almuecín de la Koutubiya al mediodía del viernes. Fortaleza de voz y sonares gitanos. Un espectáculo auditivo que se mezcla al de la gran plaza de la Jemáa el Fna, que ha sido declarada “patrimonio oral de la humanidad”, como antes he escrito, para consagrar con el nombramiento lo que desde hace siglos viene ofreciendo: la plural sonoridad de la sorprendente actividad africana. Aquí, en esta plaza abierta y limitada de leves edificios, de contenidos minaretes, se pueden contemplar los más sorprendentes espectáculos, en este plazal “de las cabezas cortadas” tiene su asiento la maravilla t la sorpresa.

Desde primeras horas, al salir el sol, hasta que las estrellas se posan sobre los espectadores, no paramos de asombrarnos ante los vendedores de dentaduras, los encantadores de cobras, los amaestradores de gallinas, los perfumistas, los limpiabotas, los tatuadores, las quirománticas, los domadores de monos, los puestos donde venden pinchos “morunos”, salchichas y caracoles, donde los curanderos gritan sus saberes, los músicos hacen sonar trompetas y crótalos, los acróbatas se lanzan al aire, y los contadores de cuentos, los charlistas, los encantadores de multitudes con sus palabras transforman este lugar en un espacio único, un espacio del mundo que merece, una vez al menos en la vida, visitar y disfrutar. Sin horarios.

 Marrakech está preñada de curiosos edificios, de huellas arquitectónicas de los pasados siglos, que solo se descubren paseando por el dédalo impredecible de sus calles.

Al ser muy llana, desde todas partes se divisa el alto minarete de la Koutubiya, la mezquita del siglo XII construida con ladrillo y decorada en su altura con cerámica de blancos y verdes, entre los arcos. Fue restaurada hace pocos años con ayuda de la UNESCO, y hoy es una preciosa filigrana arquitectónica, hermana casi gemela de la Giralda sevillana.

Se penetra por cien puertas al interior de la Medina, la ciudad antigua. Está rodeada por murallas que alcazan los nueve kilómetros de longitud. Unas murallas no muy altas, de adobe rojizo, con huecos en los muros para que la dilatación de la tierra caliente no las reviente. A trechos se abren las grandes puertas. La mejor es sin duda la Bab Agnaou, mandada levantar en el siglo XII por Yacub Almansur, para servir de puerta prinicpal a la alcazaba almohade. Su aspecto es más decorativo que defensivo. Entre sus filigranas, y en caracteres arábigos, aparece un saludo de bienvenida recorriendo su arco: “Entrad con la bendición, sosegados…”

Dentro de la ciudad, hay muchas cosas que ver. El palacio Bahía es una construcción del siglo XIX. Lo mandó levantar el visir de la ciudad, Ahmed Ibn Moussa, a quien llamaban Ba Ahmad. Se constituye por una sucesión abigarrada de “riads”, salones de recepción, patios, jardines… un laberinto de lujosas decoraciones. También ha de verse la mezquita de Ben Yusuf y su madrasa adjunta, la escuela coránica… y, en fin, Marrakech tiene por límites a esta densa barahunda de su medina, un dilatado panorama en el que se salpican las fuentes en el interior (del centenar que tiene, merecen verse la de Mouassine, Bab Dúchala y el Chrob ou Chouf) con los jardines del esterior y su palmeral.

Las superficies de El Agdal y la Menara, antiguas fincas imperiales, tienen hoy una perspectiva magnífica de adecuación urbanística para el crecimiento turístico. El estanque de la altura, la Menara, fue el núcleo inicial de la ciudad, con agua recogida de las nieves del Atlas y distribuida luego por canales. En ese barrio asienta, entre olivares y naranjos, los fastuosos hoteles que alojan al turismo internacional. Uno de ellos, La Mamounia, aunque resguardado por la sencillez de la muralla almohade, pasa por ser uno de los hoteles más lujosos del mundo.

Aparte….:

Las gentes de Marrakech

Esta ciudad del sur de Marruecos  aún suma otro valor, que la hace única, apetecible, inolvidable. Y ello no lo consigue solamente con sus monumentos, su plaza mágica, sus olores, su contraste desierto-ardiente / montaña-nevada, su Chez Alí donde se condensa todo el folclore y el sonar africano: son sus gentes, las que deambulan por el zoco a todas horas, las que van y vienen con prisa, con alegría y asombro, con dolor a veces: ese es el gran valor de Marruecos, y en especial de Marrakech, el contrapunto humano.

Colores y olores, sonidos y filigranas… y la gente, que mira, y es mirada. Todo un retablo de las maravillas.