La Cocina de Sancho Panza

sábado, 1 enero 2005 0 Por Herrera Casado

 

Una docena de años hace que la Junta de Comunidades editó el libro escrito por Lorenzo Díaz y titulado “La Cocina de Don Quijote” en que por menudo se apreciaban los elementos gastronómicos que salen a relucir en la más famosa novela de Cervantes. En ese libro se atendía a cualquier detalle relacionado con la comida, siendo numerosos, porque en más del 90% de los 126 capítulos de que consta la obra, surge algún detalle que tiene que ver con la comida o la bebida, y en todo el libro surgen más de 150 comidas o formas de preparar los alimentos. Con ello, no es extraño que el Quijote se haya convertido, de tiempo atrás, en una especie de literario “libro de recetas” que de una manera u otra sigue despertando el sentido culinario de escritores y cocineros.

La gastronomía a través de Sancho

Entre las mil formas en que se está celebrando el IV Centenario de la edición de la primera parte de “El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha”, ha habido una (una más) surgida desde la vertiente de la edición privada. Un libro por demás sugerente y entretenido, el titulado “La Cocina de Sancho Panza” que firman conjuntamente Alfredo Villaverde Gil, escritor alcarreño con una larguísima nómina de títulos y premios en su haber, y Adolfo Muñoz Martín, un cocinero y restaurador que luce, desde Toledo, entre los más destacados de los fogones castellano-manchegos de todos los tiempos.

El uno pone memorias del Quijote referidas a la gastronomía, análisis de hambres y hartazones, sazonados con poemas y sonetos. El otro anota sus recetas más logradas, las que se inspiraron en las páginas de la novela centenaria, y que ahora sirve en los restaurantes que llevan su nombre, tanto en España como en América y Japón sobre todo.

Porque si el protagonista del libro es el caballero desatinado que quiere ser andante y nobilísimo, es Sancho sin embargo quien se hace con el control “de las cosas de comer”. Es lógico, porque un escudero es, con palabras modernas, el encargado de la logística, y aunque la receta del bálsamo de Fierabrás la lleve don Quijote en la cabeza, los materiales con que se elabora, y aún las formas en que se guarda, son cosa del escudero: Sancho Panza es depositario de los cuartos (léanse maravedises y blancas) y abastecedor de las cocinas del grupo andante.

Dos modos, mejor tres, de cocina en el Quijote

Para Villaverde hay dos, o tres, modos de cocina en el Quijote. Una es la de la subsistencia, la de sortear el hambre, con ingenio y paciencia, casi con virtud eremítica. Otra es la de la opulencia,  la de alcanzar la felicidad a través de la comida, la de que sobren cosas por todas partes. Y añade una tercera, que en la novela se ve poco, pero que se sobrentiende en los ámbitos normales por entre los que circulan los protagonistas: la cocina del día a día, de la gente de a pie, de los que ni se quejan ni se hartan.

Esa primera cocina de la subsistencia es la que don Quijote está dispuesto a usar siempre, y Sancho, aterrorizado, contempla como imposible de casar con la mera supervivencia. Es la indiferencia más absoluta hacia el acto de alimentarse, el que pregona don Alonso cuando le dice a su escudero de qué manera, por esa parte, se define un caballero andante: “Hágote saber, Sancho, que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, y ya que coman, sea de aquello que hallaren más a mano”. Como es lógico, de este tipo de cocina apenas se habla en el libro de Villaverde, porque ¿cómo hablar de la nada, de la ausencia, de las sombras que se ciernen, noche tras noche, sobre el estómago? Sería para cerrar los ojos y empezar a morir.

La cocina de la opulencia es más literaria, más colorista y jugosa. El espacio destacado en que esta habita es, sin duda, el bloque de capítulos en que se describen “las bodas de Camacho”: del 19 al 21 de la segunda parte, aparecen los preparativos de la boda de la bella Quiteria con el acaudalado Camacho, y que al final terminan con el triunfo del amor más puro entre ella y su enamorado de siempre, el zagal Basilio. Contratiempo que le surge a Sancho para no pegarse el gustazo del siglo: el de disfrutar de aquel impresionante banquete que con deleite describe Cervantes, y que a cualquiera no avisado sorprende y maravilla, creyendo estar ante un sueño daliniano. Sueño que, como tal, al fin estalla, y al pobre Sancho solo le sirve para sorber un poco de caldo de gallina de aquel que a quintales se estaba preparando, y que al final no cunde porque el amor verdadero rompe el interés.

Hay otras opulencias en la novela, que se quedan también en espejismo. Son las cenas que le preparan a Sancho cuando es gobernador de la ínsula Barataria. El buen labriego manchego, que por definición de todos es gordinflón, mofletudo, amigo de hartazgos, de no dejar quieta la bota de vino, de cortar quesos contra la tripa, de comer a dos carrillos, etc, etc. piensa que lo mejor de su gobierno va a ser esa serie de instantes, que le gustaría se sucediesen unos a otros, en que se pondrá a la mesa a comer, y a pedir lo que quiesiere….. otra desilusión: porque en la primera de sus noches gobernadoras, junto a él está el doctor don Pedro Recio de Mal Agüero, natural de Tirteafuera, provincia de Ciudad Real, graduado en medicina por la facultad de Osuna, que cuidando de la salud de su señor, nada más que este roza con sus dedos la fruta, o la perdiz, se lo quitan de un punterazo, diciendo que aquello no le ha de ir bien para la salud, que él cuidará que lo que coma el gobernador sea saludable, y lo que le han puesto, caliente y húmedo, no lo es, porque puede matar “el húmedo radical” en que consiste la vida.

Pero la cotidiana sobriedad a la que la pobreza impone  el sustento sanchopancesco, tiene de vez en cuando sus excepciones, y allá que se da una buena cena de carne de cabra y buen vino manchego cuando en el capítulo 11 se encuentran con los cabreros, o en casa del Caballero del Verde Gabán (en Villanueva de los Infantes, sí?) el señor Miranda los invita y regala durante varios días, creyendo ver la gloria sobre los manteles.

La cocina del día a día es, probablemente en su mejor definición, la que Cervantes da como alimentación habitual de don Quijote en los días y años anteriores a su extravagancia y salida aventurera: en la tercera línea de la novela se expresa contundente “una olla de algo más de vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos…” Hay más bella carta de restaurante que la acabamos de leer? La olla podrida, hecha a fuego lento en gran perol con trozos más de vaca que carnero, era el alimento más generalizado entre el pueblo; el salpicón era comida de gente pobre, que se hacía con trocitos de tocino, carne de vaca, sal, pimienta, vinagre y cebolla picada. Los “duelos y quebrantos” a los que hoy se define como elaborado guiso de sesos de oveja, eran por entonces unos sencillos (y sin duda sabrosísimos) huevos fritos con torreznos. Las humildes lentejas llenaban con su rural sabor los viernes de abstinencia que como buenos católicos debían guardar los españoles, todavía sin bula de Cruzada, y la gloria de la carne de ave, tenida por la más suave y sabrosa, se dejaba para el día del Señor, los palominos… De ahí la terrible burla que a Sancho le propina el médico personal que en la ínsula le asignan cuando, al ver sobre el blanco mantel el gran plato de  perdices “aquel plato de perdices que están allí asadas y, a mi parecer, bien sazonadas….” se las quita el galeno delante de sus narices, diciéndole que “esas no comerá el señor gobernador en tanto que yo tuviere vida”, ¿por qué? Porque nuestro señor Hipócrates… en un aforismo suyo, dice: Omnis saturatio mala, perdicis autem pésima, que como invención jocosa tiene que traducírsela al buen Sancho y explicarle que “toda hartazón es mala, pero la de las perdices malísima…” En fin, que al pobre escudero la vida le hizo siempre esa mala jugada de ponerle lo mejor delante de las narices, permitirle quizás que su olor le llegue a ellas, pero en el momento preciso quitárselo de delante, y dejarle con las ganas.

Las recetas de Adolfo

Para dar vida a esa “Cocina de Sancho Panza” que Villaverde rescata en su libro (realmente toda la cocina y asunto gastronómico que aparece en el Quijote, es cosa de Sancho Panza) el maestro Adolfo elabora una amplia serie de platos, suculentos y elaborados, que con solo leer sus títulos ya se nos hac ela boca agua: “Tórtola con fideuá de setas” y “Solomillo de Gamo marinado al vino tinto con salsa de ciruelas pasas y verduritas de temporada” dan la nota exacta de esa “nouvelle cuisine manchega” en la que se instala el cocinero toledano. Tiene ofertas clásicas y razonables con que abrir boca, como ese “Pisto manchego con berenjenas de Almagro” o el rural “Potaje de garbanzos” que dejará paso a las carnes antes enumeradas. En los postres, Adolfo se esmera desde los más simples, como las “rosquillas fritas en infusión de miel de la Alcarria” hasta los más alambicados, como ese “Melón de Tomelloso confitado con sopa de chocolate, helado de coco y frutos rojos”.

 Un apunte

Memorables consejos

Discursos como el de “la Edad Dorada”, o el de “las Armas y las Letras” que se contienen en la novela cervantina puestos en la boca de don Quijote, hacen que este libro pueda ser considerado como uno de los mejores de la literatura de todos los tiempos. Pero quizás el más denso saber, la más emocionante plática y el listado más sabio de cuantos el manchego hidalgo suelta en su deambular por las tierras de Castilla, sea ese rimero de consejos que entre los capítulos 42 y 43 de la segunda parte  regala a su escudero Sancho cuando va a ejercer de gobernador de la Ínsula Barataria, la prometida gloria con la que tanto soñó. Si don Quijote se la prometió primero, y finalmente la consiguió, no es extraño que quiera dar esa lección fructífera de consejos, unos morales y otros sociales, para que en todo sea un hombre digno y un buen gobernador.

De ese suculento desgranar de sentencias, he aquí las que se refieren a la comida:

  • Come poco y cena más poco; que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago.
  • No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería.
  • Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra.
  • Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos, ni de erutar delante de nadie.

Aunque Sancho no sabe qué sea eso de erutar, porque don Quijote lo utiliza como vocablo nuevo, latinismo erudito, que ha de explicar poniéndose al nivel de su interlocutor, y que solo entiende de regüeldos y otras salutíferas explosiones gaseosas. En todo caso, cuatro sentencias que son como dorados consejos para hacer de elegante y buen ciudadano.

 Y otro apunte…

Un libro nuevo, para un tema viejo

El libro que acaba de editar Llanura, firmado por Alfredo Villaverde y Adolfo Muñoz, es una recopilación de los párrafos gastronómicos del Quijote, un comentario erudito a sus alusiones culinarias, y un recetario exquisito de novedosas formas de ofrecer la tradicional cocina manchega, desde la perspectiva de un “restaurador” internacionalmente conocido, pues no en balde Adolfo tiene distribuidos por todo el mundo, y muy especialmente en Japón, una cadena de restaurantes en los que aplica sus invenciones y sus geniales modos de dar de comer al personal.

Está editado por Llanura (una joven editorial castellano-manchega, con una docena de títulos a cual más interesante) y consta de 208 páginas ilustradas con escenas del Quijote y muchas fotografías a color de los platos propuestos. Una sabia mezcolanza de literatura, erudición y recetario, que va a servir a muchos para aprender de comidas, saber hacerlas, y disfrutar comiéndolas.