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septiembre, 2004:

Un paseo hasta Zaragoza

A principios de este mes, se ha celebrado en Zaragoza el XXV Congreso Nacional de la Federación Española de Escritores y Periodistas de Turismo. En representación de Guadalajara asistimos el escritor Alfredo Villaverde, vicepresidente de dicha Federación Española, y yo mismo. Bajo la presidencia de don Marcelino Iglesias, presidente del gobierno de la Comunidad Autónoma de Aragón, y con la organización, perfecta, del periodista aragonés Angel de Uña, tuvo lugar un amplio contenido de sesiones que presentaron el turismo de interior como un indudable motor de desarrollo, especialmente en las comunidades autónomas que, como la nuestra, carecen de mar y costas.

Zaragoza es un lugar perfecto para ir hoy, desde Guadalajara, y volver a casa en el mismo día. Ese viaje, que antes era impensable, ni siquiera tras haber construido la autovía, se hace hoy con la mayor comodidad a bordo de cualquiera de los trenes de Alta Velocidad que tienen parada en la estación de Guadalajara-Yebes, y que en tan sólo hora y media te ponen en la estación de Delicias de la capital aragonesa. Con esto, es factible hoy levantarse no demasiado temprano (conviene tener los billetes comprados desde dos o tres días antes) coger el tren en nuestra ciudad, y llegar a Zaragoza a desayunar. Para luego dedicar la jornada entera a visitar esta urbe que hoy cuenta con casi 800.000 habitantes, y que por todos los conceptos (especialmente por su ausencia total de cuestas) es una ciudad moderna, cómoda y agradable.

Zaragoza es también una ciudad plena de historia y arte. Un paraíso para quienes gustan vivir momentos de evocación y admirar las formas y los colores del patrimonio artístico de todas las épocas. Un lugar que despierta nuestra admiración, nada más llegar, es la estación de Delicias, a cinco minutos en taxi del centro de la ciudad. Un espacio de arquitectura pura cuya bóveda plana se fragua con los triángulos del logotipo zaragozano.

En el centro, la de todos conocida Basílica de la Virgen del Pilar, que vive cada momento del día la afluencia masiva de gentes venidas de todo el país, de toda América. Es un lugar perfecto para encontrarse, como sin querer, con alguien conocido. La riqueza barroca del camarín, y el deslumbrante altar mayor en alabastro tallado por Damián Forment, son ya motivo suficiente para darse una vuelta a través del templo. Fuera, la plaza más emblemática de Aragón, todavía rota con el cubo inesperado y absurdo que le pusieron en un extremo, como Oficina de Turismo. Todos opinan lo mismo: -Habrá que tirarlo algún día…-

En el extremo sur de la plaza, se alza la vieja Seo, la catedral de Zaragoza. Solo por entrar, verla, recorrerla, sentirla y palparla, merece la pena hacer el viaje a esta ciudad. Los alcarreños tenemos una catedral que no se queda atrás en ninguna comparación: la de Sigüenza, con su Doncel, su sacristía covarrubiesca, sus coro gótico… pero en esa misma línea de ríos y geografías, siguiendo el Henares hasta donde nace, y bajando el Jalón desde su espalda hasta donde da en el Ebro, el viajero va de catedral a catedral, y no se arrepiente. Porque la Catedral de Zaragoza es uno de los más impresionantes museos de arte que tiene ahora España. Tras un cuarto de siglo cerrada por obras, dándole lustre a los suelos, los muros y las bóvedas que el humo de las velas dejó oscuros tras muchos siglos, ahora esta Seo es una joya que nadie debería dejar de visitar.

No tiene culto, salvo una capilla lateral, que se abre desde la propia plaza del Pilar. El exterior no es que sea especialmente fastuoso, porque en buena parte está rodeada de edificios antiguos y callejas estrechas. Sí es de admirar el ábside, de estética mudéjar con ventanales góticos, y el llamado “muro mudéjar” que tapiza al exterior la capilla de los Luna. Es todo un cántico de formas geométricas y colores.

La entrada hay que hacerla, y pasar por caja, como si de un Museo se tratase, por la espalda, por la calle Pabostría, junto al Arcón del Deán. Allí entregan una guía con plano para que el visitante se sitúe en todo momento, y pueda ir degustando con tranquilidad las capillas, los altares, las techumbres, los mármoles y las rejas. Saldrá, sin duda, en cualquier momento, un guía espontáneo que por poco dinero la enseña toda. Son gentes de fiar.

Son innumerables los detalles que deben admirarse en este templo, muchos de ellos capitales en el arte español. Están los retablos de San Miguel (de lo mejor del navarro Juan de Ancheta, en 1520) y San Agustín (de Gil Morlanes y Gabriel Yoly), más la capilla de San Bernardo, que fue mandada construir por el arzobispo Hernando de Aragón, y tallada toda ella, muros, suelos, techos y altares, en alabastro amarillento por Pedro Moreto, a comienzos del siglo XVI.

No acabaríamos admirando el restaurado órgano, las techumbres con sus claves de madera policromada llenas de emblemas heráldicos, el suelo de mármoles de colores,. Y, finalmente (lo dejo para el final, como recomiendo que lo deje el visitante, para acabar en la explosión de admiración que seguro le va a despertar) el altar mayor de este templo. Es, sin duda, una de las más expresivas y admirables piezas de todo el arte europeo. Llenando el muro de fondo del estrecho presbiterio, se alza la infinita variedad de formas y ornamentos que su autor primero, el escultor Pere Johan, ideó para servir como gran banco en el que poner escenas, personajes y el ostensorio típico de los altares aragoneses. Se inició la obra a comienzos del siglo XV, en 1411, siendo inicialmente de madera, pero a mediados del siglo tomó la dirección de la obra el alemán Hans Piet Dansó, quien a partir de 1467 comenzó a tallar un mundo de escenas y figuras, posteriormente policromadas, que dejan al espectador mudo de asombro. El óculo central lo talló Gil de Morlanes en 1488 y se acabó poniendo en la parte superior un variada y atrevida serie de pináculos. Las imágenes que acompañan al texto, y que pude hacer el día de la visita de nuestro Congreso, dan idea mínima de lo que ese retablo.

En la restauración de la Seo, en la que lógicamente ha tenido que colaborar una amplia variedad de instituciones, el retablo fue sufragado en su restauración por Ibercaja. Se han conseguido limpiar y rescatar los colores de todas sus esculturas. Especialmente las tres escenas centrales son muy atractivas. En la principal, en la que aparece la Natividad, el portal de Belén, la adoración de los pastores y de los Reyes Magos, surgen animales curiosos (como unos camellos que sin duda el escultor que los talló nunca había visto) y personajes en actitudes diversas. Por poner un ejemplo: el Niño Jesús, cuyo pie está besando Melchor, se vuelve sonriente al espectador y le enseña una moneda de oro que sostiene entre sus manos. El rey Gaspar es retrato del escultor alemán. Pasarán los minutos, frente al retablo, y al final de verle, de mirarle, de escudriñarle, parecerá que no ha pasado el tiempo. Tiene algo de adelanto glorioso, de imperecedero espacio trascendente.

Váyase luego el viajero a ver la Aljafería, el Museo que se ha construido sobre el recién descubierto Teatro Romano, el patio de Zaporta en la sede de Ibercaja, la iglesia de San Carlos Borromeo, el Museo Camón… o viva a toda máquina la vida comercial, la noche divertida, los mejores restaurantes… Zaragoza tiene una magia que quien la prueba, repite seguro. Y ahora, desde Guadalajara, con mucha más razón. Somos ya ciudades hermanadas por el AVE, y esa hora y media que nos separa no es nada, porque además el viaje se hace mirando y disfrutando del paisaje de la Sierra Ibérica que atraviesa el tren como un suspiro.

Restaurantes que sorprenden

La oferta gastronómica que tiene Zaragoza es muy amplia. Grandes superficies donde se ofrece comida rápida, para quien quiere aprovechar el día a tope, y suculentos salones donde se erige al buen comer un templo que puede parangonarse, cada cosa en su estilo, a la Seo que hemos visto. Si el viajero va con tiempo, y quiere hablar con conocimiento de causa, de la nueva cocina aragonesa, que vaya a El Cachirulo, en la carretera de Logroño, pero muy fácil de llegar (si te hacen un plano).

Aparte de los salones enormes para reuniones y acontecimientos, está en la planta baja el comedor de diario, con cuadros y obras de arte que uno piensa estar en un museo. Yo comí al lado de una estatua de Gargallo… y ese estilo de degustación sin fin que Acín ofrece y con el que nos sorprende siempre, es sin duda otro de los atractivos de Zaragoza. Imprescindible. Sobre todo….. ese gazpacho casero con pan en explosión de aceite de oliva virgen del Bajo Aragón; ese foie caliente con manzana; esa ensalada de aromáticos y salsa de Oporto; esos muslitos de codorniz en “chupa-chups” al ajillo, y el arroz “a banda” tradicional seco con gambitas y chipirones…. todo eso, para abrir boca. Luego vienen los platos.

La ciudad pide un Museo

La mayoría de las grandes ciudades españolas, disponen desde hace tiempo de un Museo de la Ciudad, una especie de grandioso “album de fotos” en el que se reúne todo cuando a lo largo de los siglos ha definido el ser de esa ciudad. Madrid dispone uno, fantásticamente montado, en la plaza de San Andrés: es el ”Museo de San Isidro”; y otro, el “Museo de la ciudad”, en el número 140 de la calle Príncipe de Vergara. Barcelona dispone de su “Museo de la Ciutat” en la plaza del Rey. Y así, hasta cien.

… el mejor lugar para poner el Museo de la ciudad de Guadalajara sería el antiguo convento de San Francisco…

Guadalajara necesita ya crear su Museo, el de la ciudad, el de las identidades. Antes de que estas se pierdan, antes de que todos se olviden de quienes somos, de donde venimos, no sea que perdamos la capacidad de saber a donde vamos.

Desde hace años, en diversos foros de tipo cultural, he lanzado esta idea, que nunca ha cuajado, entre otras cosas por la nula capacidad de acción y aún de convocatoria que a un ciudadano del montón se le concede. En estos días en que la Fiesta de nuevo bulle, en que los 660.000 Euros que se han conseguido recaudar será quemados en tracas, carreras y toros, conviene recordar la necesidad de que por parte de algún gestor de lo público se tome la resolución de hacerlo. Una decisión que supondría iniciar los trámites para buscar el lugar, la forma, el contenido y los medios con que llevarlo a cabo, con que darle cuerpo y latido. Una tarea que va más allá de una fiesta, de una legislatura, y aún diría que de un decenio: porque reunir en un edificio, en múltiples salas, la memoria gráfica y los documentos vitales, los libros, los cuadros y los retratos de cuantos hicieron Guadalajara en los más de diez siglos que tiene de vida, es una tarea larga y delicada. Para que un equipo se ponga con ella, para que se haga con rectitud, con seriedad y sin continuas declaraciones a la prensa ni amagos de inauguraciones.

Un antecedente muy válido

Hace ahora tres años, gracias al presupuesto aportado por Ibercaja, Guadalajara vio abrir las puertas de lo que podría ser el embrión de ese Museo de la Ciudad que aquí pido. El Torreón medieval del Alamín, junto al puente de las Infantas, fue remodelado, sacado de su ancestral abandono, y convertido en un interesante y bien realizado “Museo de la Muralla” que llevó a buen puerto, con su saber y su capacidad, el doctor Pradillo y Esteban. En el ámbito de un elemento patrimonial que formó parte de esa estructura defensiva, distribuido en sus tres pisos, de las paredes se colgaron los cuadros explicativos, los planos, las piezas mínimas, y hasta una maqueta de su trazado, junto a la gran perspectiva ampliada que van den Weyngarde dibujó en el siglo XVI mostrando cómo era la ciudad y por donde iba su silueta y su pétreo marco.

Con eso se tiene ya el grano del que podría salir la espiga. Hay que buscar ahora espacio adecuado, grande, representativo. Y hay que buscar materiales, documentos, imágenes, cuadros, piezas arqueológicas, banderas, escudos tallados…. poniéndolo todo, finalmente, en un zigzag caminero que lleve al visitante de modo fácil, y sobre todo didáctico, por los vericuetos de esos más de diez siglos que constituyen la historia de Guadalajara. Que tiene a sus espaldas todo ese tiempo. Porque Guadalajara no nació ayer, ni el año pasado, como algunos pretenden explicarnos a su manera.

Un equipo de historiadores, de estudiosos, de coleccionistas, de bibliófilos, con la pizca de sal final que un museólogo podría echarle, sería suficiente para llevarlo a la práctica. Y con tiempo, por supuesto, con mucho tiempo por delante. En esto sí que no valen improvisaciones ni prisas electorales.

Tampoco es cuestión aquí de echar una parrafada sobre “metodología museística” ni demás zarandajas buenas para los Congresos. Lo importante es hacerlo, que exista la voluntad firme de ponerlo en marcha. Que se habiliten los presupuestos necesarios, año tras año, para echarlo a andar. ¿Hay alguna partida concejil para un Museo de la ciudad? Nunca la hubo, y lo importante es que para el año próximo aparezca la primera letra de este gran libro.

Un espacio para un Museo

para construir un Museo de la ciudad… hay que buscar materiales, documentos, imágenes, cuadros, piezas arqueológicas, banderas, escudos tallados….

Siempre pensé que el mejor lugar para poner el Museo de la ciudad de Guadalajara sería el antiguo convento de San Francisco, en la loma que por oriente vigila a la ciudad, el lugar donde los templarios asentaron en la remota Edad Media, donde las infantas pusieron sede y los frailes mínimos sus enseñanzas durante largas centurias. Ese lugar que tras años de función eclesiástica, siglo y medio de espacio guerrero, y años al fin de medio abandono, ha pasado a ser propiedad del Municipio. La iglesia, una pieza soberbia del estilo gótico, está necesitando la remodelación al menos de su pavimento, y la limpieza de sus muros y cristaleras. En el subsuelo, la gran cripta enterramiento de los Mendoza, de la que se han empezado a levantar planos y hacer estudios, está pidiendo también su restauración. El edificio conventual, hasta hace poco sede del Gobierno Militar de la provincia, es ahora propiedad municipal, y sería sin duda, bien acondicionado, un lugar ideal para ubicar este Museo.

Algunas imágenes del templo gótico, sufragado por los Mendoza, acompañan a estas líneas. Si estuviera abierto todos los días, o al menos los festivos, como se prometió en su día, en estos de fiestas se podría admirar nuevamente por tantos y tantos visitantes que ahora llegan a Guadalajara la grandiosidad de su nave, los hermoso de sus bóvedas a puntadas, la perfección de sus ménsulas… en el Convento, que está siempre cerrado, solo puede verse su graciosa portada de líneas fuertemente manieristas, con esos grandes “nudos” pétreos jalonando los pilares que escoltan el ingreso. Dentro, se podría admirar el claustro neomudéjar, todo él en ladrillo construido, que sería un espacio sorprendente y uno más a añadir en esa secuencia de edificios espléndidos que tiene Guadalajara todavía recónditos, todavía cerrados mes tras mes, imposibles de admirar por parte de los [poquísimos, también es verdad] interesados en verlos.

Pero hay otro espacio que nos crece ahora con posibilidades de alojar este Museo de la Ciudad. Es ni más ni menos que el palacio del Infantado. Ahora que se ha quedado huérfano de las ideas y venidas de los lectores y usuarios de la biblioteca. Ahora que sus galerías altas han comenzado a llenarse de la palomina que dejan las únicas visitantes del edificio. Y ahora que el Museo de la planta baja languidece desde hace decenios mostrando las piezas que se pudieron salvar de la Desamortización de Mendizábal. Una posibilidad nueva, y en todo caso, una necesidad sentida. Un Museo para Guadalajara, un lugar donde mirar los recuerdos, donde mirarnos en nuestro espejo.

Cosas a poner en un Museo de la Ciudad

Los privilegios rodados (o sus reproducciones fidedignas): los retratos y escudos de los Mendoza que marcaron una época y unos siglos; la memoria popular del Mangurrino, de Pepito Montes y los encierros de toros; las vivas y coloridas presencias de tantos gigantes y cabezudos que fueron llamados al retiro. Los escudos de armas tallados en piedra que se salvaron de derribos y destrucciones. Los planos de la ciudad, según los siglos. Las canciones de los niños, las leyendas de los viejos, la visión completa de una historia y sus gentes. Eso y muchísimo más se puede poner en un Museo. Un lugar que aseguraría más visitantes, y en el que los niños sí tendrían cosas que aprender.