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junio, 2004:

Jadraque, de feria

Desde hoy hasta el domingo, Jadraque va a tener su propia Feria, sus jornadas de fama y trasiego, con el ir y venir de las gentes de la Alcarria por los stands y las animaciones que con motivo de la quinta edición de la FAGRI (Feria del Desarrollo Rural) se van a abrir y dar una variedad de información y entretenimiento a cuantos hasta el Parque Municipal jadraqueño se acerquen. Junto a la carretera de Guadalajara a Soria va a haber, desde hoy viernes a mediodía, hasta el domingo a las 8, un completo muestrario de actividades, stands y curiosidades por ver. Con el campo y la ruralía de nuestra provincia por motivo principal. Y en él entra, y más en Jadraque, la buena gastronomía, las conferencias, las presentaciones de libros y hasta las exposiciones de fotos.

Iglesia de San Juan, en Jadraque.

Una historia densa

El Cid Campeador fue uno de los primeros visitantes de Jadraque. Bien es verdad que con intenciones distintas a las de tanta gente como en estos tres días desfilará por la villa alcarreña. El héroe castellano conquistó la villa y su castillo a los musulmanes de Al-Andalus. El castillo, luego reforzado, y hasta crecido a dimensiones de palacio, es hoy uno de sus recuerdos y de los símbolos del lugar. Sobre el cerro se yergue orgulloso y desafiante atisbando las distancias de valles y sierras. Trae los recuerdos del Cid, del gran Cardenal Mendoza, y de su hijo el valiente guerrero Marqués de Cenete. Trae los deseos de que sea reconstruido definitivamente, para mayor gancho y prosperidad de la villa. Y trae la memoria de los recuerdos históricos, anecdóticos y literarios de esta villa, siempre capitalilla de una amplia comarca, sobre todo durante el siglo largo que tuvo tren y en su estación paraban cercanías y expresos, sueños rodantes en la noche rocosa.

Recuerdos que se palpan

Puede el viajero entretener su visita con numerosos monumentos y edificios de interés. Es el primero con el que normalmente se encuentra, el castillo del Cid, puesto en la estrecha y justa cima de lo que Ortega y Gasset calificó como “el cerro más perfecto del mundo”. Aunque en época árabe, y luego en la Edad Media castellana, hubo en aquella altura for­tín señalado, sería su propietario el cardenal Mendoza, a par­tir de 1470, quien inició la construcción del actual, según normas ya residenciales más que guerreras, y se mantuvo habitado por los señores durante algún tiempo. Las guerras de Sucesión y de la Independencia, y especialmente el aban­dono secular, le hicieron casi desaparecer del paisaje. En 1889, cuando los duques de Osuna, herederos de los Infantados, sacaron a la venta su patrimonio, el pueblo de Jadraque compró su propio castillo por trescientas pesetas. Y aun en los años medios de este siglo, los propios vecinos protagonizaron una de las páginas más señaladas de la historia del patrimo­nio artístico provincial, al restaurar en gran modo, con su trabajo personal, esta fortaleza. Hoy puede encontrarse su historia completa en un magnífico libro que la explica con letras e imágenes, de punta a cabo.

Se asciende al castillo por estrecho y empinado caminejo. Se compone de fuerte y no muy alto muro, que rodea por completo el recinto de planta estrecha y alargada. Los extremos se refuerzan con torreones cilíndricos, y el muro remata en barbacana almenada. Nada más entrar hay un patio de armas, luego el recinto residencial, seguido a continuación del área propiamente fortificada, de la que queda foso para aljibe en su centro, y vestigios del patio y estancias. Se hace muy evocadora su visita y recorrido de estas bien cui­dadas ruinas.

La iglesia parroquial fue construida, en su edificio actual, durante el siglo XVII, y fue su tracista y constructor el arqui­tecto montañés Pedro de Villa Moncalián. La portada, orien­tada a poniente, es obra de claro estilo manierista, con ele­mentos ornamentales y estructurales que rompen totalmente la serenidad del clasicismo, y sorprenden por su arrebatada imaginación de equilibrios imposibles. El interior es de gran­des proporciones, de tres naves sin crucero y coro alto a los pies. Gruesos pilares sustentan las bóvedas, de las que destaca la semiesférica sobre el presbiterio, con las imágenes de los evangelistas pintadas sobre sus pechinas. El altar mayor es de estilo barroco, está dedicado a San Juan, y procede de una iglesia de Fromista, en Palencia. Destacan en las capillas late­rales una serie de lápidas y estatuas yacentes de caballeros y personajes jadraqueños (Juan de Zamora, su mujer María Niño, y el cura de la parroquia Pedro Blas, todos ellos del siglo XVI; una hermosa talla de Cristo crucificado, atribuida a Pedro de Mena; y un óleo de Zurbarán, el “Cristo recogiendo sus vestiduras después de la flagelación”, pintado en 1661, y que es una obra genial de la época tenebrista y final del maestro extremeño).

Muestra también Jadraque varias casonas hidalgas, cons­truidas en los siglos XVII y XVIII. Así, destaca, en la calle mayor, la casa de los Verdugo, de severa fachada con gran escudo de armas. En ella, propiedad a la sazón del político ilustrado Juan Arias de Saavedra, se alojó unos meses del año 1809 el ilustre político y escritor don Gaspar Melchor de Jovellanos, quien allí recibió a diversas personalidades, como el pintor Goya, que le retrató. La habitación que Jovellanos utilizó en su estancia, decorada al fresco en sus muros por él mismo, se conserva intacta, y es curiosa de ver y evocar en ella la figura del ministro renovador. En la Plaza Mayor, además del moderno edificio concejil, y la fuente severa y hermosa del siglo XVIII, se conserva aún la casa donde se alojó la segunda esposa de Felipe V, doña Isabel de Farnesio, y sobre ella aparece, ya medio desmochado, un escudo de la Inquisición. También se conservan los muros y fachada, del convento de frailes franciscanos capuchinos, que protegidos por los señores de la villa, asentaron en ella durante el siglo XVII, quedando sobre el portón de entrada un enorme escudo de la fundadora, doña Catalina Gómez de Sandoval y Mendoza. Algunos otros caserones con escudos altivos y barrocos se conservan por el pueblo, en el que, de todos modos, siempre debe el viajero acabar su visita recorriendo sus breves plazuelas y sus callejas empinadas, una de las cua­les, la de San Juan, es exponente perfecto de la arquitectura tradicional de la Alcarria, logrando mantener viva la estampa rural y aprisionada de un tiempo ido.

Jadraqueños ilustres

Numerosas figuras de las artes, la ciencia, la literatura y la mística ha dado Jadraque al mundo. Es una muy destacada la de fray Pedro de Urraca, que alcanzó fama de notable virtud, siendo fraile mercedario, en diversos con­ventos de la América española, especialmente en Lima. Queda de él un retrato al óleo en la sacristía de la parroquia, así como una interesantísima biografía redactada, tras su muerte, en 1668, por el maestro fray Felipe Colombo, también alcarreño y cronista general de la Orden.

Don Diego Gutiérrez Coronel fue aquí nacido: vivió en el siglo XVII, y se dedicó, de manera provechosa a estudiar temas de historia y genealogía, escribiendo una densa *Historia genea­lógica de la casa de Mendoza+ riquísima de datos y conclusio­nes.

En el siglo pasado, fue gloria de Jadraque el poeta de Guadalajara toda, la voz de la Alcarria, como se le ha dado en llamar: José Antonio Ochaita, dedicado por entero a la creación poética, dramática e histórica de su tierra y de España, ha sido uno de los más importantes escritores guadalajareños de todos los tiempos, y de quien no podemos olvidarnos, en este nuevo siglo en el que habrá que refrescar muchas memorias. Frente a la portada de la iglesia parroquial, álzase un busto en bronce, original del escultor Navarro Santafé, dedicado a la memoria de este jadraqueño ilustre e inolvidable. Y en todas las manos del pueblo, un libro memorable y tierno, la biografía que de Ochaita escribió Tomás Gismera, recordando sus anécdotas vitales, y muchas de sus canciones y poemas.

Gabino Domingo, un escritor con mucho fuelle

Las gallinejas son tripas de cordero lechal, fritas en sebo (no en aceite). Así lo decía el gran pintor Solana, puesto a escribir y escrito en “El Rastro”. Camilo José Cela las llamaba “parientes del zarajo conquense y del chinchulín criollo”, también las llamaba “tripicallos”. Tras muchos avatares de hacer, comer y mantener las gallinejas, estas son hoy un bocado escaso y exclusivamente madrileño, pues no se san en los alrededores, ni en provincias. Solo en Madrid, y en sus barrios castizos: Embajadores, Lavapiés, Tetuán, Vallecas o Ventas. En 1920 había más de cien establecimientos en Madrid que se dedicaban a esto,´los llamaban las “fondas del sebo”, y hoy ya solo queda, realmente, de verdad, uno solo, la Freiduría de Gallinejas de Embajadores, que regenta uno de Membrillera, un tal Gabino Domingo Andrés, que se está haciendo más famoso que Cascorro (quien, por cierto, también era alcarreño, pero murió pronto). Y se está haciendo famoso por eso, porque cada día tiene más lleno el local, que heredó de una tía suya, que cuando él estaba en la adolescencia, allí en su pueblo, apedreando gatos, le llamó y le dijo: -¡Venga, Gabino, tú a Madrid, que tienes que llevar este local, que si no se acaba! Y allá se fue y allá sigue. Pero ha vuelto. Vaya si ha vuelto. Por la puerta grande. Porque ahora Gabino Andrés es en Membrillera el alma del pueblo, el presidente de la Asociación de Amigos, el típico “factotum” que se mueve con las fiestas, con los papeles, con el PRODER, con las imprentas, y que ha creado una Casa-Museo típica… en fin, no voy a seguir. Porque ya se sabe (y sobre todo en la Alcarria) que cuando a uno se le pone muy bien en los periódicos, sus paisanos piensan que realmente lo que el escritor quiere es mortificar a otro, meterse con alguien. Y porque si de alguien hablas muy bien, o simplemente bien, la envidia crece como un campo de cardos, se pone densa, ahoga el paisaje y hasta las almas. Mejor dejarlo.

Membrillera, peripecias de otro siglo

Estas líneas van a propósito de un libro que ha escrito, o más bien ha reescrito, y publicado en segunda edición, Gabino Domingo. Lo va a presentar el próximo viernes, día 25, en Jadraque, en la Feria FAGRI dedicada a las cosas del campo. En un caseta que pone el librero Germán Medina y en la que piensa vender estos libros y otros muchos sobre Jadraque, sobre su castillo, sobre Ochaita y sobre mil cosas relativas a la tierra de la Alcarria y del Henares.

Este libro de Gabino Domingo se titula “Membrillera, peripecias de otro siglo”, y es una recopilación de las mejores anécdotas ocurridas en ese lugar, en todo el siglo veinte. Son más de cien esas anécdotas, breves todas, simpáticas y sorprendentes todas. El autor las vivió, algunas, o se las contaron. Y fue anotando con paciencia, dándoles forma con el tiempo, afilando sus empieces, sus nudos, sus desenlaces. Dejándolos dorados, brillantes, nítidos en suma.

Yo le he puesto el prólogo, a la segunda edición del libro, y la verdad es que no he dicho en él todo lo que pienso del libro. El prólogo a la primera edición se lo puso quien también en estas páginas escribe a menudo, Javier Bravo. El le conoce mejor, y añade datos de su vida, esencias de su carácter. Yo me quedo con el resultado, con la faena que ve el espectador desde la barrera. Pero es que es una faena redonda, pulcra, de salir a hombros. A mí de este libro me ha asombrado una cosa especialmente, y es lo bien escrito que está (mérito, por otra parte, que deberían tener todos los libros que salen al mundo, pero que, por desgracia, no consiguen alcanzar ni la mitad de ellos, ni una cuarta parte de ellos).

Y aún me maravilla más esa pulcritud de escritura, esa sencillez y elegancia que tiene tanto de Azorín, algo de Sánchez Ferlosio, y unas migas de la ruralía sabia y honda de Andrés Berlanga. Pero aquellos fueron todos al Instituto, y ya se sabe: algo se les pegó de lo que aprendieron en las clases de literatura. Este no, Gabino no fue al Instituto. Y a escribir ha aprendido no leyendo, sino hablando pausado, pensando por orden, mirando y fijándose. Que es lo que les digo yo ahora a mis hijos, y a mis alumnos, que miren, que analicen, que piensen…. eso que parece tan sencillo, pero que a todos se les hace tan pesado, porque… ¡es tan cómodo que todo te lo den mirado, analizado y pensado!

Charlando con Cela

Gabino Domingo me contó hace poco sus relaciones con Camilo José Cela. Un buen día le llamaron por teléfono, se puso, y el que llamaba le dijo que era Camilo José Cela, y que le quería preguntar unas cosas sobre su oficio de ventero y freidor de gallinejas. ¡Yo pensé –dice Gabino- que era un bromista que me quería tomar el pelo. Pero bueno…. le seguí la corriente. Y por no quedar mal, por esperar a ver qué pasa, atento, etc…. (muy alcarreño todo). Cela le preguntó hasta el más mínimo detalle todo lo relativo a su oficio, la de freidor de gallinejas. Y Gabino le contó lo que sabía. Luego Camilo volvió a  llamarle, le pidió más información, le dio las gracias, le animó a que recuperaran en Membrillera la fiesta de la Carrera del Cabro, y quedó muy amigo suyo. Tanto, que, impresionado, el escritor de Padrón le dedicó estas frases en un artículo que publicó en ABC el domingo 21 de diciembre de 1997: “ Gabino es hombre de buen hacer y acontecer, sabe de gallinejas y de freir gallinejas más que nadie, ama su oficio, discurre con fundamento y habla un español sonoro, preciso y señalador”. Caray, con esa frase, y en el mundo de las letras, uno puede hacer ya lo que quiera.

Parece como si aquellas charlas con Cela, que no fueron más de dos o tres, le hubieran imbuído a Gabino Domingo las capacidades de la locuacidad y la escribanía. O sea, como si una paloma mensajera en oficio de “espíritu de las letras” se le hubiera colado por el cable del teléfono…. porque a partir de entonces se puso a poner en papel lo que sabía de su pueblo: las anécdotas de cazadores, de guardias civiles, de curas y señoritos. Las bromas de los chavales a los arrieros. Los trabajos de segadores y alguaciles. Las ansias de señoritas y molineros. Las secuencias de fiestas, toros, cabros, rosquillas y pollinos. En fin: un mundo. Un mundo que ha quedado modelado, tallado en mármol, puesto a secar y presto a la admiración. El mundo de Membrillera a lo largo de un siglo, del veinte, de ese siglo en el que, allí, como en tantos otros pueblos de la Alcarria y de Castilla, se pasó sin medias tintas de la Edad Media al mundo digital, de las alpargatas a las Nike y de las chaquetas de pana a los chandals grises con tiritas azules. El ha sido un testigo serio y digno, un testigo que lo ha puesto en este libro magnífico, recio, digno de aplauso: Membrillera, peripecias de otro siglo.

Membrillera, punto y aparte

En la vega del Henares, frente a Jadraque, está Membrillera. Y en lo más alto de la loma donde asienta el pueblo, está su iglesia, dedicada a Nuestra Señora la Blanca, que es obra construida con mampuesto de sillarejo, excepto la torre, que es de buena piedra sillar. Se construyó este templo no hace mucho, pues fue el arquitecto Manuel Machuca y Vargas quien lo diseñó y dirigió su construcción entre 1793, siendo costeada por todo el pueblo, pues la antigua se hundió en 1787. La sencillez externa se reproduce en el interior, que es de una sola nave, y hoy no podemos enumerar objetos dignos de estudio, pues su gran tesoro parroquial, en el que destacaban varias esculturas románicas, obras de orfebrería y bordados renacentistas, un cuadro de Claudio Coello y otras muchas piezas, desapareció en la Guerra Civil de 1936‑39.

A Membrillera puede irse por contemplar algunos elementos de su patrimonio humano y artístico: por sus calles pueden admirarse algunos hermosos ejemplares de arquitectura popular, que por ser de transición entre la Campiña y la Sierra, muestra detalles que van desde edificaciones de sillarejo calizo a muros de adobe, con entramados preñados de fuerza plástica. En el término se encuentran las clásicas tinadas, en especial las de las Mesas y el Cuento Carrasco, que son edificios destinados a recoger el ganado. En un altozano sobre el valle del río Bornoba, se pueden ver los restos de un torreón medieval que llaman la «Casilla de los moros«, un ejemplar más de los que formaban la línea defensiva del Común de Atienza en los primeros años de su formación. Es de planta circular y está construida con fuerte mampuesto, rememorando tiempos en que la altura y la fortaleza eran la clave de la defensa.

En Membrillera hay fiestas variadas y frecuentes. La fiesta mayor es en honor de San Agustín, patrono del pueblo, el 28 de agosto. Se hacen lidiar algún toro y varias vaquillas, con participación de los jóvenes del lugar. Tras matar al animal, éste es comido, en la noche del día 30, por todos los mozos del pueblo, e invitados, al son de canciones de su rondalla. Otras fiestas antiguas, ya en desuso, eran las de San Antón, en las que se hacían grandes hogueras sobre las que saltaban los mozos en difíciles cabriolas, y se hacían carreras o corridas de las mulas, elegantemente enjaezadas alrededor de la iglesia, siendo finalmente ungidas con agua bendita. El Domingo de Carnaval, o «de Gallos» se celebraba la fiesta, entre los jóvenes, consistente en enterrar un gallo hasta el cuello en el centro de la plaza, y con los ojos vendados, uno tras otro intentaba cortarle con una espada la cabeza. En Membrillera existió la costumbre de salir, en enero y febrero, la vaquilla, que es personaje revestido por dos sayas, una de ellas sujeta al cuello, cubriendo la cabeza con un saco deforme, y la cara con una máscara, añadiendo un par de cuernos atados a la cintura, para arremeter contra los vecinos. Se ha recuperado hoy, en buena parte gracias a Gabino Domingo, la antiquísima carrera del cabro, en Navidad, que aparte de otras muchas connotaciones naturalísticas, se alza como una divertida fiesta gastronómica y paradigmática del carácter bullicioso, humorista y sanamente rompedor de sus gentes. Las fiestas del comienzo de mayo, de San Juan, y del Corpus Christi, eran también ritualmente celebradas, recordando aún como juegos populares las fabulosas partidas de «bolos», «barra», «pelota» y «tejo» que se montaban por un quítame allá esas pajas.

Albares, costumbres con fuerza

En estos días está celebrando Albares su Semana Cultural, que dará paso, a partir del domingo 13 dedicado a San Antonio, a la semana grande de las fiestas. Todo es un bullicio festivo en Albares: un pueblo de la Alcarria que guarda en su memoria una cascada de costumbres curiosas, de ritos ancestrales. Desde “La Cueva que llora” a las tradiciones pastoriles y de fabricación de quesos; desde los motetes a San Antonio, y el paseo de los niños del pueblo sobre las andas del santo, hasta unos carnavales de color feroz y muy divertidos.

En este contexto de cultura y fiesta, el pasado domingo día 6 se presentó en el Centro Social de la villa un acto que consistió en la presentación de un libro titulado “ALBARES, historia y tradición”, escrito por la Asociación de Mujeres de Albares, y prologado por quien esto escribe. Es un libro que ofrece, en sus 160 páginas, ilustradas profusamente con dibujos y fotografías, un amplio repaso de la geografía, la historia, el patrimonio y el costumbrismo del pueblo. Han colaborado en él numerosas personas, escritores, historiadores, genealogistas y un largo etcétera de aportes, consiguiendo una obra amena y simpática, un libro que trata, fundamentalmente, de decir a las gentes sencillas cual es su historia, su pasado, su raíz profunda…

Costumbres de Albares

Una de las más curiosas, que este libro se entretiene en referir con todo detalle, es el proceso de elaboración, obtención y artesanía del esparto. Como lugar más bien seco que es Albares, el cultivo del cáñamo fue el más extendido en las escasas zonas de huerta que tiene: y de ahí que a estas aún se las denomine “los cañamares” aunque ya no se produzca esta hierba. Se cuenta con detalle el proceso de recolección, de limpieza del la caña, de formación de los gramajones que se metían en agua en grandes pozos, para macerarlos. Una vez mojados durante mes y medio, se secaban al sol. Allá se sacaban los borricos de espadar, se terciaba la maña, y se llevaba a las casas donde los trenzaban y hacían con él cestos y mil utensilios imprescindibles en las labores del hogar y la labranza…. eran tiempos de economía de subsistencia, en el que las empresas multinacionales no existían, porque nada hubieran tenido que hacer frente a estas formas de sembrar en las umbrías el material con el que luego se harían los enseres de la casa.

Las artesanías textiles fueron abundantes en Albares. En el Catastro del Marqués de la Ensenada ya se recoge la noticia de existir 17 tejedores de lienzo y paño, a mediados del siglo XVIII, y en la centuria siguiente aún había seis telares para lienzos caseros, paños pardos y costales. Su desaparición puede fecharse en la segunda mitad del siglo XX, época de la brutal emigración que llevó fuera del pueblo a gran cantidad de personas, y época en la que empezó el desarrollismo que a la postre acabaría con las economías de autosuficiencia de los pueblos.

Albares fue siempre un pueblo muy ganadero, y la producción de lana de sus enormes rebaños de oveja fue también destacable. De ello se deriva la existencia, aún comprobable sobre el terreno, de chozas para pastores con sus correspondientes corrales en su derredor. Una de ellas aún recibe el nombre de “la choza de pelagatos”. Entre las costumbres ganaderas de Albares, está l a de que hombres y chicos, en ciertas épocas veraniegas, quedaban a vivir y dormir en el monte, cuidando los ganados en sitios de buen pasto, no cansando a las ovejas con desplazamientos innecesarios. Allí en el campo se las ordeñaba y se traía la leche al pueblo, para hacer quesos que obtuvieron merecida fama. El esquileo se hacía también llegados los primeros calores fuertes, y el vellón obtenido de cada oveja era tratado y usado en rellenar colchones, o con la rueca y el husillo hacer fina lana para luego confeccionar los jerseys, los calcetines y las bufandas que tan necesarios se hacían el invierno.

Esta forma de autoabastecerse, de entre todos conseguir todo (comida, bebida, vestido y techo) lo que se necesita para vivir, es algo que hoy ya no se entiende, pero que en Albares tuvo su vigencia hasta hace poco. Y eso es lo que se cuenta en este libro con todo lujo de detalles.

La joya del patrimonio: La Casa de las Pinturas

En la calle de San Pedro existe una casa en la que hace pocos años se encontraron, al realizar obras en su interior, numerosas pinturas que llenan por completo un muro de la vivienda. Estas pinturas están realizadas al fresco, y en tonos apagados, con escasa variedad de colores, pues predominan el sepia y el negro. El sepia es el general de toda la pintura, con los perfiles en negro, y un tono terroso en las carnaciones de los personajes. Se establece distribuida en tres grandes y bien definidos paneles: uno central, en el que aparece la gran escena de batalla, y dos laterales, con figuras aisladas y leyendas.

En el espacio central, de mayores dimensiones que los laterales, encontramos una escena de fácil identificación: en primer plano aparece un individuo montado a caballo, provisto de espada, aureola y banderín, en una actitud guerrera, avanzando. En segundo plano aparece otro jinete, en la misma actitud, portando una lanza. A la derecha, y en un tercer plano, vemos un grupo de gentes, algunos de ellos llevan barba poblada, con flechas y lanzas en sus manos, situándose ante una puerta formada por un gran arco adovelado, de medio punto. Ya en l aparte inferior aparecen otros personajes, tendidos en el suelo, y heridos, a los que puede identificarse como “moros”, árabes y bereberes, con trajes apropiados y característicos.

En el lado izquierdo del espectador, incompleto por tener un tabique añadido que corta las figuras, no se aprecia nada en concreto. En el lado derecho aparecen dos personajes. El primero de ellos es el más grande. Está en pie, aparece nimbado, y señala al cordero que porta en uno de sus brazos. Los símbolos que identifican a este personaje (el cordero, la cruz, la aureola, la vestimenta en piel, etc.) le identifica con San Juan Bautista. Sobre él aparece una inscripción que dice «ECCE ANNUS DEI». En la parte inferior aparece el segundo personaje: está de rodillas y en actitud de orar, y aunque no tiene elementos identificativos propios, bien podría tratarse del donante del conjunto pictórico, del oferente.

El conjunto de estas pinturas murales está rematado en su parte superior por una gran leyenda, de la que hoy solo quedan fragmentos, y de la que podemos extraer los siguientes elementos:

[…] D. QUINIENTOS [TREINTA E OCHO]

    […] EL YLLmo DON L[UIS] […]

[…] [MAR]QUES DE M[ONDEJAR] TIERRA DE ALMOGUERA

                                      y sea para bien

Aunque el conjunto de estas pinturas murales de Albares es atractivo, no puede decirse que el autor de las mismas fuera un pintor de primera fila. Bien perfiladas las figuras, se consigue un cierto efecto de profundidad con la gradación del detalle en ellas según los planos que se quiere conseguir. También es posible que se diseñara primero en forma de boceto, y que este no llegara a concluirse en algunas de las figuras. En su conjunto hay idea de movimiento y de acción, y el abigarramiento de los personajes consigue transmitir la idea de batalla, de acción continua.

Se han hecho ya, por parte de su primera estudiosa, doña Paloma Rodríguez Panizo, ciertas apreciaciones interpretativas, incluidas dentro de una lógica histórica. Son datables las pinturas en el siglo XVI, tanto por el estilo, como porque en la leyenda parece aludirse a ese siglo. En esa leyenda, aunque muy incompleta, se dan pistas para identificar a los personajes y la acción.

Es muy probable que el personaje central de las pinturas sea don Luis Hurtado de Mendoza, conde de Tendilla y primer marqués de Mondéjar, quien desde 1538 fue señor de la tierra de Almoguera, y por ende de la villa de Albares. Este aristócrata luchó, en 1535, en la conquista de Túnez, donde fue gravemente herido. La composición nos muestra una escena de conquista de una ciudad por parte de elementos cristianos, vencedores de otros mahometanos que yacen, tendidos y heridos, por el suelo. En los límites de la pintura, como detalle también de época, renacentista, aparecen imágenes de adornos en candelieri.

Todo ello nos hace pensar que lo aquí representado sea la conquista de Túmez, ocurrida en 1535, y en la que participó el señor de la villa, a quien está ofrecida esta pintura, por parte de alguno de sus criados o devotos. Aparece en el centro la figura de Santiago, patrón de los caballeros, en funciones de vencer al enemigo mahometano, mientras que la presencia de San Juan Bautista nos habla de una simbología de tipo victorioso, de resurrección tras el martirio. Es muy posible que en la parte de la izquierda de esta gran composición, hoy perdida por apliques de tabiques, estuviera representada alguna santa, y la imagen femenina de la donante, lo que compondría un tríptico típico.

La Casona de los Suárez y Salcedo

Existe en Albares una vieja casona cuyo origen se remonta al siglo XVII cuando poco. Perteneció al linaje de los Suárez y Salcedo, tal como pregona el escudo que aparece empotrado sobre la fachada que da a la calle de San Sebastián, en pleno centro urbano. De esta familia se sabe que en aquellos tiempos fueron muy poderosos, teniendo numerosas tierras en los términos de Albares y Almoguera.

Lo más notable a destacar del edificio es el escudo, muy ricamente tallado en alabastro, aunque con el paso de los siglos, esta piedra se ha ido secando y desprendiendo. Así y todo, mantiene su brillo, dureza y los detalles heráldicos del escudo de los Suárez y Salcedo están todavía muy nítidos. El escudo es partido, apareciendo el campo diestro a su vez cortado, presentando en el primero un cuartelado en que se aprecian los siguientes elementos: 1º un castillo surmontado de un aguila, 2º tres barras, 3º campo liso, y 4º cinco roeles puestos de dos, dos y uno. Y en el segundo un puente. En el campo siniestro, también cortado, el superior es un cuartelado compuesto de 1º y 4º cinco panelas (hojas con forma de corazón), 2º y 3º cinco estrellas de ocho puntas, Y el inferior muestra un árbol acompañado de un animal, que puede ser un perro o un lobo. El escudo se timbra con una celada que mira a su diestra, en señal de hidalguía probada, y se acola sobre una base de concha, sin presentar tenantes ni cruces de ninguna orden militar, por lo que se colige que la capacidad del uso de armas de los Suárez y Salcedo fue más en función de su dinero que de su abolengo militar. Como una curiosa solución identificativa, no muy frecuente en nuestras armerías, en la cenefa superior del escudo aparecen tallados los nombres de los propietarios, Suárez y Salcedo.

Un libro clave

No tenía hasta ahora Albares bibliografía propia. Desde la semana pasada, existe este libro, “Albares, historia y tradiciones”, que supone la relación de sus detalles geográficos, de su historia detallada (los templarios, los calatravos, los Mendoza, las Relaciones Topográficas…), de todo su patrimonio monumental, que sorprenderá a propios y extraños, y de sus costumbres incontables y curiosas. Un libro de 160 páginas con un centenar de grabados, y un gancho seguro para cuantos sean de allí, de cualquier lugar de la Alcarria, o tengan cono afición el coleccionismo de libros propios de la tierra.