La estatua del Cardenal Mendoza

viernes, 14 noviembre 2003 5 Por Herrera Casado

 

Con Antonio Ortiz voy a seguir paseando la ciudad, parándome ante las estatuas de bronce y mármol que en ella habitan, dando a diario imagen y sonido a una ciudad moderna, eco de sus pasados siglos, voz de su historia. Vimos las que la pasada primavera se pusieron (cincel de Sanguino, con nervio y pasión) en el paseo de las Cruces. Y ahora nos vamos a perder por calles y plazas, a decir quienes fueron los seres que por una u otra razón cuajaron en estatua. Todo ello con una intención: informar a nuestros lectores, hacerles que caminen como seres humanos, sabiendo lo que significa cuanto les rodea.

Esta semana me bajo hasta la plaza de los Caidos, y allí, en el espacio anchuroso que hace más de un siglo todavía estuviera ocupado por la iglesia de Santiago, y hoy es lonja que antecede al Palacio del Infantado, me planto delante de la oscura masa de un clérigo. La estatua es la del Cardenal Mendoza, la de don Pedro González del mendocino linaje. Uno de los hijos del marqués de Santillana. El que más poder tuvo de todos ellos, el más lucido en su larga vida. Nació don Pedro en Guadalajara, en 1428, y murió en su natal ciudad, en 1495. Entre esas dos fechas, toda una biografía abultada y sorprendente, hija de su tiempo.

La estatua se ha cambiado ya de sitio. Estuvo ante la puerta de entrada al Museo, y tras la remodelación del enlosado de la plaza, se ha adelantado y colocado, huérfana de cobijos, en medio del viento. Es de oscuro bronce, la talló Oscar Alvariño Belinchón en 1998, y se sufragó por cuestación popular, a iniciativa del Ayuntamiento que entonces presidía José María Bris. La inmensa mayoría, por no decir todos, los comentarios que recibió la estatua fueron negativos. Demasiado grande, demasiado oscura, demasiado tenebroso el personaje, mal puesta, mal concebida. En todo caso, una estatua justificada y lógica. La ciudad se la debía a don Pedro.

Quien fuera el Cardenal Mendoza

A don Pedro González de Mendoza, en la época de su mayor poder e influencia, se le llamó el tercer Rey de España. Los otros dos eran Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los Reyes Católicos que unificaron bajo su común cetro los dos mayores reinos de tradición medieval.  Don Pedro nació en Guadalajara, el 3 de mayo de 1428, siendo el quinto hijo de don Iñigo López de Mendoza y de doña Catalina de Figueroa, su esposa. Mostró desde pequeño un gran ingenio y vivacidad intelectual. Vivió junto a sus padres hasta los 14 años de edad, pero un poco antes, teniendo tan solo trece, recibió ya la sinecura del curato de Santa María de Hita, siendo nombrado posteriormente, casi de inmediato, arcediano de Guadalajara. Su carrera eclesiástica estaba decidida. En ella escalaría las más altas cotas de poder. Sólo le faltó alcanzar el Papado, y realmente estuvo muy a punto de conseguirlo. Todavía adolescente marchó a Toledo, educándose junto a su tío el arzobispo don Gutierre Álvarez de Toledo, con quien aventajó en letras y latines, traduciendo ya entonces obras clásicas de la cultura romana. Con solo 18 años se trasladó a Salamanca, donde puso don Pedro una casa muy luçyda de criados principales y siguió sus estudios universitarios, que culminaron con los títulos de maestro en Cánones y Leyes. Dio clases en la cuna del saber salmanticense, y las recibió. Se formó como un sabio al uso.

Y cuando solo contaba 24 años de edad, el Rey Juan II le propuso, y el Papa lo corroboró, como Obispo de Calahorra y de Santo Domingo de la Calzada. Desde ese puesto, y progresivamente, fue alcanzando otros títulos y altos puestos: obispo del Burgo de Osma, luego de Sigüenza (en 1468, con tan solo 40 años de edad), de Sevilla y finalmente de Toledo, arzobispo y primado. Recibió del Vaticano tres títulos de Cardenal: lo fue de la Santa Cruz, de San Jorge y Santa María in Navicella. Además, alcanzó a ser Patriarca de Jerusalem, y abad perpetuo de numerosas abadías, entre ellas la de Santillana y la de Fécamp en Normandía. A la muerte de Inocencio VIII, en 1492, se movieron muchas voluntades, entre ellas las de los Reyes Católicos, para que Mendoza ocupara el trono de San Pedro, pero pudieron más los intereses y el auténtico poder de la familia valenciana de los Borja, para que Rodrigo asumiera el Papado con el nombre de Alejandro VI.

Desde el punto de vista de lo meramente material, Pedro González de Mendoza fue señor de numerosas villas y ciudades en Castilla. En ellas administró justicia, cobró impuestos, y ayudó a sus gentes. En Jadraque y su tierra, en torno a los valles del Henares, el Bornova y el Cañamares, el Cardenal Mendoza labró un complejo señorío que fue atalayado desde el castillo de Jadraque, su mirador del mundo. El lo mandó reconstruir como auténtico palacio del Renacimiento. Como lo hizo también en los castillos de Maqueda, de Pioz, o de Almenara. Junto a sus primos los duques de Medinaceli, ayudó a Cristóbal Colón a preparar y financiar su fabuloso viaje que le llevó a descubrir América, y de sus grandes empresas destacaron la construcción de templos, de catedrales, de castillos, palacios, hospitales, universidades y colegios. Eso reza una lápida de bronce al pie de esta estatua que ahora miramos: Mendoza dejó su memoria en Valladolid, Toledo, Sevilla, Sigüenza, Jerusalén y Guadalajara. Además de Sopetrán, de Jadraque, de Pioz y tantos otros sitios de nuestra provincia.

Uno de los elementos más conocidos de su biografía, es el hecho de haber engendrado al menos tres hijos, a los que en su época llamaron “los bellos pecados del Cardenal”. Hombre de su tiempo, magnate del Renacimiento, a sabiendas de que pecaba se unió a diversas mujeres y de ellas tuvo descendencia, abriendo ramas de singular importancia en la historia de España, entre ellas la de los marqueses de Cenete (su hijo Rodrigo, el más singular de los hombres del Renacimiento castellano) y la de los príncipes de Mélito (en cuya rama nació, tres generaciones después, la princesa de Éboli). En Sigüenza (donde a pesar de ser obispo iba poco) todo en la catedral le recuerda: las bóvedas, el coro, los púlpitos, los centenares de emblemas heráldicos que repartió en piedra, madera y atauriques por sus muros. En Guadalajara, donde ahora luce su estatua puesta la cara al norte frío, quizás porque todos sabemos que aguantará sin mella los años que le echen, dejó aún más memorias: su palacio estuvo frente a Santa María, y de él ya nada queda, salvo la memoria. En San Francisco, el templo suntuoso lo puso él, como su retablo, del que algunas tablas sueltas quedan en el Salón de Comisiones del Ayuntamiento. En uno de esos cuadros le vemos, y recordamos, joven y calvo, rodeado de cuatro clérigos familiares suyos, tenentes de sus insignias.

Al final, mucha literatura y mucha crónica vertida en torno a don Pedro. Superadas las fobias y las filias, la estatua no tiene otro cometido que el recordarle. Una vida densa y envidiable, ocupada de problemas (porque los poderosos siempre los tienen) y adornada de lujos. Como dije hace tiempo, y pido perdón por la autocita, así fue el paso material y perdurable de este personaje difícil y profundamente hispano. Hijo de su tiempo a él podemos imputar cuanto de malo cupo en su vida. La generosidad, la inteligencia y la habilidad política, junto a las obras de arte que patrocinara, vamos a ponerlo como patrimonio hondo y unigénito de su alma para que siga latiendo sin violencias su memoria. La estatua del Infantado es una evidencia de que mereció el recuerdo, y lo tuvo.