Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

abril, 2003:

Una joya en la Feria

 

Panteón de la condesa de la Vega del Poz y duquesa de Sevillano

Se celebra estos días la quinta edición de la gran Feria del Comercio, la Industria y el Turismo de Guadalajara. Un certamen expositivo en el que cada año se suman más empresas y emprendedores, en demostración palpable de cómo la fisiología de la dinamización social prende más por el ámbito de la iniciativa particular que por el de los estamentos oficiales.

Y en ese vaivén de cosas nuevas, a la industria grande y a la pequeña empresa se va sumando el auge del Turismo, que aquí es rural, cultural, de fin de semana, de interior, etc. Un turismo que no lleva colgado las tres eses del clásico turismo de playa, que movió y sigue moviendo multitudes, sino un turismo reposado, fértil también, y muy dinámico en el conjunto de la economía provincial.

Como elemento que preside la EXPO Guadalajara, y seguramente ya por último año, pues se están dando los últimos toques al nuevo recinto ferial que irá al otro lado de la Nacional II, nos surge en el horizonte de las carpas y los stands  la solemne silueta del Panteón de la Vega del Pozo, la joya de la ciudad, a decir de muchos, el imborrable recuerdo que la mayoría se lleva de Guadalajara cuando alguien se lo ha enseñado, o han tomado el dato en alguna guía y se han subido las escalinatas blancas de la imponente edificación. Hay muchas, cada vez más, personas que cuando les preguntan cual es el mejor, el más hermoso edificio de Guadalajara, no tardan un segundo en contestar: el Panteón de la Condesa..! Esto suelen decirlo las que lo han visitado. Las que no lo han hecho, normalmente contestan que “el palacio del Infantado” ¿Porqué será?

Sería ocioso, incluso imprudente, que yo me decantara aquí por alguno de esos dos edificios, como el mejor de la ciudad. En cualquier caso, no arriesgaría otra cosa que mi gusto, y supongo que expresar libremente las opiniones no es ningún delito. Me parecen igual de hermosos los dos. Igual de grandiosos. Lo suficientemente admirables como para (según la clasificación que de los monumentos hace la Guía Michelin) “merecer por sí mismo un viaje”.

El Panteón de la duquesa de Sevillano y condesa de la Vega del Pozo, al final del paseo de San Roque, sobre las cúpulas ya verdeantes de los árboles, en esa especie de atalaya luminosa de la ciudad que son nuestros parques tradicionales, es todo un lujo para Guadalajara. Las monjas Adoratrices, que además de propietarias del conjunto arquitectónico, son sus cicerones y primeras admiradoras, dicen que lo visita muchísima más gente de fuera que de dentro de Guadalajara. Lo creo, porque la mayoría de los alcarreños/arriacenses no ha entrado nunca en ese santuario del brillo, la marmolería y la expresión artística “a lo grandioso”. Debería hacerlo, porque no sólo le permitiría juzgar con conocimiento de causa, sino que le serviría, sobre todo, para estar un poco más orgulloso de su ciudad, que tiene este conjunto de edificios, que la hacen meca de muchos viajeros y curiosos. En buena medida, no nos engañemos, el turismo de día que recibe Guadalajara está condicionado por el Panteón de la Duquesa de Sevillano y su fundación de San Diego.

La Fundación y Panteón de la Duquesa de Sevillano

Voy a dedicar las siguientes líneas a describir (y encomiar, una vez más) este conjunto arquitectónico que le da lustre a la ciudad de Guadalajara. Aprovechando que en estos días muchos lo van a ver desde lejos, y estoy seguro que más de uno de mis lectores va a aprovechar la visita a la EXPO para entrar, por fin, a verlo, voy a escribir sobre él porque quiero proclamar el valor que ese patrimonio arquitectónico tiene, y cómo merece primero la admiración de sus paisanos, y luego su cuidado y protección.

A finales del siglo XIX, doña María Diega Desmaissières y Sevillano, mujer riquísima y muy heredada en tierras de Guadalajara, donde su familia (los Condes de la Vega del Pozo) residía desde algunas generaciones anteriores, decidió emplear gran parte de su caudal en levantar una Fundación que acogiera, en plan benéfico, a los ancianos y desasistidos sociales alcarreños, al mismo tiempo que construía su propio enterramiento con una grandiosidad inigualable.

La Fundación (de San Diego de Alcalá, que así la tituló en homenaje a su santo patronímico) se constituye por un conjunto de edificios y espacios que articulan una interesantísima colección de muestras del arte del eclecticismo de finales del siglo XIX. Fue trazado y construido por el arquitecto Ricardo Velázquez Bosco, entonces reputado entre los mejores del país, a partir de 1887. Comprende el conjunto una serie de espacios en los que aparecen patios, huertos, terrenos de secano, jardines y paseos, entre los que surgen los diversos edificios, como el central o asilo propiamente dicho, la iglesia, el panteón, otros edificios menores para depósito de aperos, de agua, de grano, alojamiento de servidumbre, jardineros, etc., y rodeado todo ello por una valla o cerca espléndida, que en su parte noble muestra, dando al parque de San Roque, una portada con elementos simbólicos, y una gran reja artística de hierro forjado.

Pero es muy significativa la auténtica unidad de todo el conjunto, que revela una idea directora, no sólo en su concepto arquitectónico y urbanístico, sino en el significante y simbólico.

De toda la Fundación, ningún alcarreño debería dejar de admirar el panteón de la Duquesa de Sevillano, gran edificio de planta de cruz griega, ornamentado al exterior en estilo románico lombardo, con profusión en el empleo de todos los recursos ornamentales y constructivos de este arte. Se cubre de gran cúpula hemisférica con teja cerámica, y se remata en enorme corona ducal. Su recinto interior, al que se accede por magna escalinata, es de una riqueza suma, en la profusión de mármoles y piedras nobles de todas clases, con variedad infinita de recursos decorativos, en capiteles, muros, frisos, etc. Cubre la cúpula una composición magnífica de mosaico al estilo bizantino; sobre el altar mayor, un Calvario pintado sobre tabla, de Alejandro Ferrán. En la cripta, el enterramiento de la fundadora, obra modernista de gran efecto, en mármol y bronce, del escultor Ángel García Díaz.

En el edificio central de esta Fundación de San Diego, destaca su gran fachada de piedra caliza blanca, de grandiosidad renacentista pero con detalles estilísticos románicos, en esa mezcla de estilos tan característica del eclecticismo finisecular, y en su interior merece verse el patio central, que utiliza la planta cuadrada, rodeado en sus cuatro costados por arquerías semicirculares en dos pisos, sustentadas por pilares y capiteles, en un revival románico espléndido, conformando un espacio cuajado de belleza y romanticismo.

Todo el edificio abunda en detalles ornamentales de interés, conseguidos con la mezcla decorativa del ladrillo, la piedra blanca y la cerámica. Debe admirarse, en fin, la iglesia dedicada a Santa María Micaela, tía de la duquesa constructora, y fundadora de las Religiosas Adoratrices. Hoy parroquia del barrio de Defensores y las colonias de chalets de aquel entorno, esta iglesia es edificio de estilo románico al exterior, aunque en el interior sorprende la magnificencia de su abundante decoración mudéjar, con reproducción de modelos de frisos y mocárabes del palacio del Infantado, iglesia de San Gil y otros edificios arriacenses. Presenta también extraordinario artesonado de estilo mudéjar. Es de una sola nave y de tres ábsides semicirculares que abocan al presbiterio.

Para quien haya seguido hasta aquí la descripción y proclama que he hecho en favor de este conjunto de edificios, puedo añadir que el Panteón lo enseñan las monjas Adoratrices que lo tienen a su cargo, estando la iglesia abierta al culto parroquial. Esta obra capital del arte moderno puede verse cualquier día, pero especialmente sábados y domingos, a partir de las 11 de la mañana, y por la tarde, hasta que haya luz. Las monjas adoratrices estarán encantadas de que los alcarreños “suban” hasta allí a ver tanta maravilla, y ello les sirva para recordar la bondad, la generosidad sin límites de “la señora”, de doña María Diega Desmaissières y Sevillano, que tantos dineros dedicó, aquí y en otras partes de España, en favor de los necesitados.

La Fuente de los Cuatro Caños de Pastrana

La fuente de los Cuatro Caños de Pastrana

 Celebra estos días la villa de Pastrana su sexta edición de la TUROJAR, la Feria del Turismo Rural, el Ocio y la Jardinería en la Alcarria. Una cita obligada para cuantos viajan de vez en cuando por la provincia, en ella tienen casas, o por sus caminos y montes se entretienen en respirar el aire puro que aquí se fabrica.

En ese contexto de ofertas, de miradas y aprendizajes, Pastrana tiene estos días un aliciente más: la admiración de uno de sus símbolos, centenarios y universales, la Fuente de los Cuatro Caños, que ha sido restaurada con mimo y milimetraje. Una restauración que ahora ya concluida, se percibe y se aplaude, porque se nota que buena falta le hacía. De ser gris ha cambiado a pardo. De tener gangrenas por la superficie y los meollos, ha pasado a tener un cutis de princesa oriental. Una tarea que ya está pidiendo, si no hubiera otros muchos motivos, el viaje hasta su ínsula, la algarabía de los pasos tranquilos por lo empinado de sus calles: Pastrana es la vieja gloria de la Alcarria que cada año luce mejor, se hace más entraña.

Esta restauración, que le ha cambiado la faz de más de cuatrocientos años, le ha venido de la mano de muchos que la quieren: del Ayuntamiento en primer lugar, que se ha ocupado de conseguir lo necesario, estudios, presupuestos, profesionales, medios técnicos, y oportunidades. Todos los miembros de su consistorio apoyaron la idea (unos más que otras, lógicamente, porque el juego de la política tiene abultada carga de bemoles) y todos merecen el aplauso. Si hay que dar un nombre, yo pondría el del alcalde, Juan Pablo Sánchez Sánchez-Seco, que desde hace años tenía en la mente esta tarea, ahora felizmente rematada. Luego ha sido el arquitecto director (Carlos Clemente San Román) y un equipo ancho de colaboradores, entre los que se me ocurre citar a Antonio Sánchez-Barriga y a María del Carmen Seoane,  que han puesto sus saberes meticulosos, de auténticos artesanos de la piedra, para rehacer este símbolo. Además cuento como al que más con Aurelio García López, que se ha vertido, en su tarea de auténtico cronista de la villa, en la indagación minuciosa de la historia de esta fuente, hasta el punto de que ha encontrado sus datos todos: quien la hizo, cuando la hizo, quienes le ayudaron, cuanto costó, etc, etc. Luego lo detallaré. Y al fin la Fundación “Caja Madrid”, que ha puesto buena parte del dinero que ha costado la tarea. Un conjunto perfecto de amores que han devuelto la luz primera, el sonido más limpio, la imagen perfecta a esta Fuente de los Cuatro Caños de Pastrana.

Un libro explicativo

De un solo monumento, y este doméstico y cotidiano como es una fuente, ha salido un gran libro. Podría haberlo hecho (hablando de fuentes) de la grandiosa de Ocaña, quizás lo más monumental que se ha hecho en fuentes en este país. O (hablando de Pastrana), del palacio ducal, del que hablé el otro día y que, en cualquier caso, y una vez abierto al público, ya pronto, también vendrá un libro, o varios.

El libro de la Fuente de los Cuatro Caños ha nacido de unas noticias, de unas memorias, de unos proyectos. Ha sido pensado y luego crecido entre los escritos y presentaciones de quienes han hecho realidad ese renacimiento hontanal: el arquitecto, los aparejadores, los técnicos restauradores, el alcalde…. todos han dicho unas palabras que rememoran su entusiasmo. También de unas fotografías (de ese antes y ese después que lógicamente se ha parangonado) y de unos dibujos. Un par de acuarelas dibujadas por Carlos Clemente, y que ha regalado al Ayuntamiento para memoria de esta secuencia única, dan la más cabal idea de lo que era y de lo que es el monumento del agua alcarreña. La visión simbólica de Seoane nos ofrece una explicación de lo que la fuente es, de lo que la fuente fue sobre todo en el día que se construyó: un elocuente mensaje cosmogónico en el que al agua se le hace eje del mundo, elemento que le llena en sus ocho puntos cardinales (sí, ocho, porque esos son los ángulos de nuestra referencia en la naturaleza), y de ahí la ochavada taza que recoge el líquido elemento. Un gran tazón del que nace, y está sostenido por un capitel exuberante (ahora se ha visto) que no es sino la expresión artística de esa “rosa de los vientos”. Y del tazón saliendo el agua por cuatro bocas, las de cuatro caras que son distintas, que son de jóvenes, de viejos, de menos jóvenes y de menos viejos: las caras de Bóreas, Austro, Euro y Céfiro, los cuatro vientos que soplan en el clásico mundo de los eruditos. Y arriba, la bola que no es otra cosa que la esfera armilar, la bola planetaria que encierra la superficie esférica de la Tierra entre las coordenadas densas de los números que la hacen medible y recorrible.

Pero a ese estudio cosmogónico y cargado de múltiples simbolismos se le añade el más racional y certero de los aportes documentales: Aurelio García López, el joven historiador alcarreño, consigue en esta ocasión bordar un escrito que nos da de punta a cabo la historia de esta fuente, en el contexto de una villa cuya historia también explica, y que surge de la nada medieval a la opulencia barroca y ducal de los Éboli. Con su licencia pongo aquí los datos capitales de la Fuente de los Cuatro Caños, por él desvelados en este libro que va a ser presentado, si no lo ha sido ya a estas alturas de semana, en el contexto de la Feria TUROJAR. Son datos que se refieren a la fecha exacta de su construcción, 1588, y al arquitecto que la diseñó y fraguó en detalle (el cántabro Francisco de Tuy, a la sazón vecino de Budia, maestro de obras) para que los escultores pastraneros Luis de Almaraz y  Pedro de Libescas) la redujeran a la forma y manera que hoy vemos.

García López analiza con su lectura de los viejos legajos concejiles, las peripecias ocurridas hasta que se hizo esta fuente. En ese mismo lugar, que era plaza mayor y de mercado de Pastrana, desde la Edad Media, había ya de tiempos muy antiguos una fuente de pilón, usada de gentes y de caballerías. Muy estropeada, se le insistió a lo largo del siglo XVI a los señores maestres y comendadores de la Orden de Calatrava, y luego a los duques, que se hiciera una nueva, porque aquella estaba desmedidamente rota y estorbaba. Al fin, en 1588 se consiguió ahorrar lo suficiente para hacerla dignamente. Y de ahí que esa sea (mérito del historiador saberlo) la fecha auténtica de su construcción.

Luego, en 1731, se hicieron arreglos, se talló el borde de la taza, y por eso siempre se creyó que esa fecha de arreglos era la originaria. Nada de eso: la Fuente de los Cuatro Caños de Pastrana es una fuente multicentenaria, con más de cuatro siglos en sus perfiles, y es por tanto ya símbolo de la villa, símbolo de la Alcarria, y símbolo cabal y medida cierta de la envergadura de un pueblo.

Mis lectores perdonarán el tono ligeramente exultante, un  tanto febril (será por el catarro que crónicamente me afecta) y platónicamente enamorado, que uso en este escrito. Pero a mí la Fuente de los Cuatro Caños siempre me pareció, más que el metro de París, una medida del mundo. Y mira por donde lo es: porque le cuadra entre los puntos del viento y de la luz. Así es que el hecho de haberla visto envejecer y ahora renacida y como de punta en blanco, y saber de ella hasta el más mínimo detalle gracias al libro escrito por estas gentes benéficas, y editado por el Ayuntamiento de la Villa, me ha dejado un buenísimo sabor de boca. Que no me lo va a mejorar ni los bizcochos borrachos de la pastelería de la esquina. Y a fe que son buenos…!

SIGÜENZA, una iluminación permanente

 

A Sigüenza se le puede siempre buscar alguna nueva faceta por la que intentar redescubrirla. Desde un punto de vista formal, quizás me falte (nos falte a muchos) verla desde la perspectiva aérea. A mí concretamente aún me falta admirarla desde lo alto de los campanarios de la catedral: debo confesar que aún no he subido a ellos. También se la puede ver a vista de hormiga. Hace unos meses lo probé, y es curioso. Tampoco es demasiado difícil: basta con tirarse al suelo y mirar para arriba. Pero desde un punto de vista más significativo, esencial (podría decirse que iconológico), el simbolismo de Sigüenza no se acaba, y es susceptible de ser visto desde múltiples perspectivas. Por ejemplo, tratar de comprender a la ciudad como una caja de maravillas, como un cofre de tesoros; a la Alameda como un salón de reuniones, donde sin querer se dan cita aires y gentes; al castillo como un foco que ilumina y ve, una atalaya hecha para ser admirada, y para controlar. En fin, mil y una apreciaciones. Como digo, sin fin.

Hace algunos años, los «Anales Seguntinos» me publicaron un trabajo que titulaba «Sigüenza, forma y símbolo», en el que venía a tratar de analizar, aunque muy parcialmente, esa ambivalencia entre lo que se ve de Sigüenza (lo que puede describir cualquiera que se ponga delante) y lo que significa cualquiera de sus partes, por no decir el todo: la esencia última de sus cuestas, de su color, de sus coloreados vitrales o las caras (más de 300) que adornan el techo abocinado de la Sacristía Mayor de su catedral. De esas dos formas cabe, todavía, mirarla. Me gustaría invitar a mis lectores a que vayan de nuevo hasta Sigüenza, recorran sus calles y plazas una tarde de primavera, de un día cualquiera entre semana. Ahora acaba de editar Rayuela una espléndida colección de postales que nos dan mejor visión aún, más nueva, incluso inédita de esta ciudad. Invito a verla, también, cuando cabe la posibilidad de encontrarse solos en el dédalo de cuestas y perspectivas. No angustia ese vacío. Al contrario, el ser humano que vive esa experiencia se crece, se siente poseedor del entorno, cree incluso dominarlo.

En Sigüenza se pueden, un día como el que describo, o esta tarde mismo, hacer muchas cosas (en el orden estrictamente cultural y humanístico: uno mismo con la ciudad y su silencio). Se puede, por ejemplo, buscar el circuito completo de sus murallas. Llegar hasta el castillo, y bajar por la calle de Valencia, o atravesar el Portal Mayor, y bajar hasta el Torreón para luego mirar paredes, espaldas, rastros incluso en fotografías viejas… subir la calle mayor y a través de la Puerta del Sol meterse a la arboleda del Vadillo, contemplar la ciudad por su costado norte, como recostada, dolorida, casi negra.

También se puede hacer un trabajo que Davara, en su memorable discurso (tesis doctoral) proponía sobre las funciones comunicativas de la ciudad seguntina, y entrar a la catedral, y pasear por sus naves, por su deambulatorio, por su claustro, y contemplar las «casas» de canónigos y de nobles, con sus portadas, sus blasones, sus ventanales al Cielo, sus asientos definitivos: una locuacidad que, recorriendo a solas el templo catedralicio (a mí me ha pasado) espanta y atenaza: es un murmullo de multitud lo que sube de las losas, lo que se levanta tras las paredes.

Si entramos a la Sacristía «de las Cabezas», la algarabía es ensordecedora. Se escucha el mundo. La «imago mundi» de que hablaba Davara está allí puesta. La que los neoplatónicos defienden, (el arte  como intento de reducción a una sola dimensión de la pelea eternal del macrocosmos con el microcosmos humano) se sale del cuadro, de la estancia, y nos derriba. En el techo de esa estancia, y en sus muros, hay algo más que tallas, maravillosas por otra parte, y que personajes (el Obispo, la Sibila, el Rey, el Profeta, el musulmán, el canónigo orejudo). Hay la representación del mundo, del doliente sobre todo, que trata de colocarse en esa bóveda donde la promiscuidad es tan humana, donde todos se juntan al fin, los altos y los bajos, los que se cubren de joyas y los que solo el harapo de los hombros tiene por manteo. Toda una teoría teológica está puesta en esa estancia. Desde la puerta de la Sacristía, que puede verse a cualquier hora, aunque en la penumbra del retro‑altar, y que ofrece catorce tallas en madera de otras tantas mártires, que hacen guardia en la puerta del Cielo, hasta la bóveda misma, cargada de seres que tratan de llegar a la Gloria. Pasando por los medallones de las enjutas (con estas líneas vemos uno de ellos, exquisito de formas, elegante como pocos) en los que como guardianes se asoman los primeros apóstoles (Pedro de las llaves y Pablo de la espada), los profetas y sabios antiguos, las Sibilas anunciadoras de Cristo, y los «putti» o angelillos revoltosos que tiran a Dios de las barbas, y se ríen de las Virtudes que adornan los muebles de la estancia. Al fin, tras pasar la impresionante reja que Hernando de Arenas compuso para este lugar, se entra en el «sancta sanctorum» del templo, en la Capilla de las Reliquias, donde su planta cuadrada, escoltada de atlantes, estípites y cariátides paganos y sufrientes, permite que en la altura surja la cúpula hemiesférica, representación aérea (espacio arquitectónico puro, cuanto más vacío) de lo que todos buscábamos: el Cielo, porque allí están los santos, los de verdad, los que enseñan el Evangelio, y los profetas mayores, y al fin Dios Padre, como en la punta del cohete que se prepara para salir hacia el Cosmos único y definitivo.

Son, quizás, muchas palabras. Dichas deprisa, y sin más objetivo que ofrecerte, amigo lector, en este inicio de primavera en que ya puedes aprovechar a ver Sigüenza con otros ojos, la posibilidad de acercarte a su esencia. Sobrepasar las formas, olvidarte del calor, del cansancio, del sueño. Y volar sobre las piedras, sobre esta pluriforme teoría de gentes, de historias, y de anécdotas que buscan entregarte (sólo el sabio, el iniciado lo consigue) la razón definitiva de su existir. Su esencia, vamos.

Salinas en la tierra de Guadalajara

 

El motivo de la aparición de un libro, en segunda edición ya, sobre la salinas de la comarca de Atienza, me da pie para hacer aquí un recuerdo somero de unos espacios, de unas viejas industrias de nuestra provincia, que se han resistido a desaparecer, a pesar de que los tiempos no corren a su favor. Es un libro escrito por el profesor Trallero Sanz, director de la Escuela de Arquitectura Técnica de la Universidad de Alcalá, con sede en Guadalajara, y de dos de sus alumnos, Vanesa Martínez Señor y Joaquín Arroyo San José. Un libro lleno de información de fácil lectura y testimonio de unos espacios, como son fundamentalmente las salinas de Imón, que fueron eje de una tierra en tiempos antiguos, y hoy han quedado en meros fósiles industriales, aunque afortunadamente todavía vivos, gracias al interés de muchas personas por preservarlos e incluso reacondicionarlos.

Las Salinas de Imón

Lugar incluido en el Común de Villa y Tierra de Atienza, Imón siempre estuvo en el directo señorío del rey de Castilla. El aprovechamiento intensivo de sus afamadas salinas (de Emona se dice en los antiguos documentos) hizo que fuera especialmente cuidado y protegido por los reyes. Durante la Edad Media, y mas aún durante la época de la Monarquía absoluta, las salinas de Imón quedaron bajo el control real. Sin embargo, los monarcas solían conceder aprovechamiento en ellas, o donativos de cantidades obtenidas de su explotación, a nobles cortesanos, a monasterios o instituciones benéficas. Alfonso VIII, el rey castellano que se distinguió por su cariño y protección a la Villa de Atienza y a todo su Común de Tierras, insistió mucho en su testamento para que la propiedad de las salinas de Imón quedara siempre por el Rey. No obstante, él otorgó importantes cantidades de ella a los monasterios de Sacramenia, las Huelgas de Burgos y al hospital de Burgos, dejando la décima parte de los impuestos en ellas cobrados al obispado de Sigüenza. Todavía en el siglo XVIII las salinas de Imón eran fuente de gran riqueza para el país. Carlos III ordenó su modernización construyendo amplios almacenes, nueva red de artesas, canales y caminos y organizó su explotación para sacarles gran aprovechamiento.

Sobre esas salinas, los autores de este libro que acaba de aparecer nos hacen un relato minucioso, no solo de su historia, o de las características geológicas del terreno y mecanismo de producción, sino que nos describen con detalle los edificios que quedan, las funciones de sus cuadriculados depósitos, de sus enormes almacenes, de sus norias y caminos… los almacenes de San José y de San Pedro, como elementos definitorios del espacio, se rodean de cientos de pequeños estanques que en unas épocas del año están llenos de agua (el río Salado, por supuesto, es el que las llena) y otras blancos y brillantes, exhibiendo al sol la sal que cuajó tras la evaporación de las aguas del río. Todo ello en un paisaje de sobriedad absoluta, en el que parece que estas salinas le ponen un encaje de bolillos a la parda tierra.

Encaje que se repite por muchas otras aldeas del entorno de Sigüenza y Atienza. Así ocurre en Cirueches, término de Carabias; en La Olmeda de Jadraque, donde existen unas salinas de rancio abolengo también, en uso aún. En Santamera, donde las salinas del Gormellón tienen la fuerza de una tradición de siglos. En Rienda, que aún ofrece sus estanques medio llenos medio vacíos. En Riba de Santiuste, en Valdealmendras, en Alcuneza….. son recuerdos apenas, huellas leves de la sal y la riqueza de tiempos medievales, que en el entorno de Sigüenza y de Atienza el viajero encuentra casi como por milagro.

Otras salinas en Guadalajara

La provincia de Guadalajara guarda en múltiples lugares la huella densa de su pasado salinero. Una tierra tan alejada del mar, tuvo que apañárselas para proveerse de sal con autonomía y a precios razonables. Por ello, desde siglos muy remotos, se montaron los ingenios suficientes para obtener y utilizar la sal disuelta en muchos de los ríos y arroyos que nacen en sus escarpadas serranías. Cuando la sal era una riqueza indiscutible, una moneda de cambio, un trofeo, y los más poderosos se afanaban en controlar su producción y su comercio, estas tierras de Guadalajara tenían numerosos lugares donde brotaba el mineral blanco y sucinto. El más señalado de estos lugares, sin duda, era Imón y los espacios diversos donde la sal se obtenía por evaporación de las aguas del río Salado, desde Valdelcubo y Paredes hasta El Atance, pasando por Riendas, La Riba, Olmeda, el propio Imón y Santamera, en un rosario de espacios salineros que fueron conocidos, en su conjunto, como las salinas de Atienza, y que constituyen el motivo principal del libro que acaba de aparecer.

El Señorío de Molina tuvo sus salinas propias, que le dieron en la época medieval un punto más en su capacidad de independencia. Aunque utilizadas por los celtíberos y luego por los romanos (se han encontrado numerosos restos arqueológicos de esta época en sus inmediaciones), fueron los señores de Lara quienes comenzaron la explotación directa de la sal obtenida sobre diversos lugares del río Bullones. De un lado en Terzaga, Armallá y Tierzo. De otro, en Traid. Y escondido en un mínimo vallejo, Valsalobre. Estas salinas son nombradas en el Fuero de Molina, de mediados del siglo XII. Decía así este fuero: Do a vos en fuero que siempre todos los vecinos de Molina y su término, así caballeros, como clérigos, eclesiásticos y judíos, prendan sendos cafices de sal cada año e se den en precio de estos cafices, sendos mencales, et prendan estos cafices en Traid o Almallas. Estas salinas fueron usufructuadas en un principio por los condes de Molina, quienes paulatinamente fueron cediendo sus derechos a favor de nobles y monasterios. Sin embargo, a fines del siglo XIII, cuando el señorío molinés pasa a ser regentado por el rey Sancho IV, se dice que la sal de Molina y su Tierra pueda ser vendida libremente en toda Castilla. De 1481 es un privilegio de los Reyes Católicos sobre estas salinas, y en el siglo XVI alcanzan su auge y más intensa explotación, a raiz de pasar a ser administradas por los Mendoza de Molina, los condes de Priego. Finalmente, en el estado borbónico, pasaron a control directo de la Administración estatal, siendo rehechas tal como hoy las vemos.
Las Salinas de Armallá se encuentran en el municipio de Tierzo, y son atravesadas por la carretera que va de Molina a Checa. Su edificio central fue construido en la mitad del siglo XVIII. Su aspecto externo es realmente hermoso, y además muy funcional.  Es de planta casi cuadrangular, con unos cuarenta metros de lado, y su interior totalmente diáfano. Muestra el armazón de madera de la techumbre completamente al descubierto, sujeto por veinticuatro grandes columnas, cada una de una sola pieza de madera, escuadradas, de unos cuarenta centímetros de lado y una altura, en las más altas, de aproximadamente catorce metros. Todo un espectáculo interior. El tejado es a dos aguas, con durmientes muy largos. Los muros son de cal y canto, ofreciendo unos contrafuertes exteriores en forma de bóvedas de medio cañón para evitar las tensiones laterales. En la parte que da a los manantiales salinos –esto es, a mediodía del edificio‑ se abre un porche cubierto donde descargaban los carros de sal. La cumbrera tiene un leve chaflán en los dos extremos, lo que le da una gracia especial. Por último, toda la estructura de madera, debido, sin duda, al roce de la sal apilada, ha adquirido una peculiar textura, muy suave, auténticamente aterciopelada. Estas salinas fueron usufructuadas en un principio por los condes de Molina, quienes paulatinamente fueron cediendo sus derechos a favor de nobles y monasterios.

En Anquela [del Ducado] existen unas breves salinas, a flor de suelo, que desde muy antiguo fueron utilizadas. En el siglo XIII, la señora de Molina doña Sancha Gómez entregó parte de los beneficios de estas salinas a las monjas de Buenafuente del Sistal, que tenían también monasterio cerca, en Alcallech de Aragoncillo.

En Alcuneza, junto al Henares, aguas arriba de Sigüenza, se aprovechó siempre un pequeño manantial salino. Y también en Anguita, en un valle que acude hacia el Tajuña, con cierta densidad de sal, se explotaron mínimamente salinas en tiempos antiguos.

En un mínimo valle que se abre en la meseta alcarreña, y que baja al arroyo Lamadre y este al Linares, de siempre hubo aprovechamiento de la abundante sal que llevan sus aguas. El municipio donde asentó la más importante explotación es Saelices de la Sal, aunque también en Riba de Saelices y más abajo, sobre las aguas que todavía arrastran el mineral, en La Loma hubo pequeños aprovechamientos salineros. Aunque perdidos estos lugares en lo intrincado de la serranía del Ducado, estribaciones meridionales de las alturas ibéricas, desde lejos vinieron a aprovechar su mineral, que controlaba por entero la Corona. En Guadalajara todavía existe, para cruzar el arroyo del Alamín una vez pasado el Henares, un puentecillo al que llaman la puentecilla salinera, y que permitía seguir el Camino Salinero que pasaba por la parte baja de las Aguas Vivas, hoy zona en plena expansión urbanística. Era el inicio de un largo trayecto hasta estas salinas de Saelices, que también dieron nombre en Cifuentes, por donde había que pasar, a una de las puertas de su muralla medieval: la puerta salinera. En el siglo XVIII recibieron el impulso de la monarquía ilustrada, y se arreglaron completamente los caminos, los recocederos, las acequias, los edificios de almacenamiento, suponiendo un aporte económico a la zona muy importante. En Saelices de la Sal vemos hoy los edificios y trazas de esta explotación, sumidos en el abandono, pero con la traza palpable de su inicial importancia.

Finalmente, en la misma orilla derecha del río Tajo, del más bravío tramo en término de Ocentejo, se encuentran las Salinas de la Inesperada, que se abrían en una estrecha línea de terreno en alto junto al río, con breves recocederos y un almacén o caserón que hasta no hace muchos años se encontraba lleno del mineral blanco, solidificado y abandonado a su suerte, pues aunque las salinidad de las aguas del manantial que nutría estas salinas era extremadamente potente, lo caro de su explotación hizo que no hace muchos años se abandonara. Un trasbordador sobre el río permitía el paso de la sal hacia su orilla izquierda, y la posibilidad de ser llevadas más rápidamente hacia Cuenca y el Levante.