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julio, 2002:

Escariche pintada de arte

Ahora que se llevan tanto las pintadas, estrambóticas y y anodinas, en las que prima la transgresión del hecho sobre la fuerza del arte, los viajeros han llegado a Escariche, un pueblo de nuestra Alcarria más honda, y se han quedado admirados de la existencia de decenas de pintadas, gigantescas y artísticas, sobre los muros de casas y corrales, en un intento vanguardista de poner la inspiración gráfica sobre elementos, materiales y horizontes no vistos comúnmente.

No vamos a descubrir nada, porque esta iniciativa se llevó a cabo hace ahora dieciséis años, concretamente en 1986, y luego que pasó la fiebre ornamentista por Escariche, nada se ha vuelto a hacer en ese sentido. Ni se han arreglado los desperfectos propios del tiempo, ni se han hecho nuevas pintadas. Pero ahí quedó el testimonio de un movimiento entusiasta, que cuajó en algo distinto.

No es que, como decía Monje Ciruelo en el artículo que escribió aquel año saludando la iniciativa, Escariche se haya convertido en “centro de peregrinación artística”, porque el sábado pasado, que era un agradable día de verano, allí no había más que lugareños tomando la sombra, y amas de casa comprando el pan. Ningún turista o viajero admirativo, como el que suscribe. Sin embargo, es bien cierto que hoy Escariche ha cuajado, en el contexto de los lugares característicos de la Alcarria, por ser “el pueblo de las pintadas”. Y por ahí es por donde empieza, siempre lo hemos dicho, la capacidad de generar una atracción: por la originalidad y la exclusividad. Ningún otro lugar de nuestra provincia tiene esta muestra de arte tan especial. Es única.

Un movimiento vanguardista

La idea surgió de dos artistas locales, en 1986: Rufino de Mingo y Antonio Fernández, naturales de Escariche, muy bien relacionados en el mundo del arte, que decidieron abrir una ruta nueva a la expresión artística, y hacerlo en un lugar apartado y un tanto remoto, aunque en el corazón pleno de la Alcarria. Vinieron artistas de diversos paises de América, entre ellos Rafael Rivera Rosa, profesor de la Facultad de Bellas Artes de San Juan de Puerto Rico; Anaida Hernández y Carmelo Sobrino, del mismo país; Geo Ripley, de la República Dominicana; Oscar Carballo, de Cuba, además de estos doce españoles (más los dos promotores): Antonio Antón, Rafael Liaño, Miguel Recuero, Tony Ibírico, Lorenzo Olaverri, Teófilo Barba, Justo Moral, Francisco Hernando Bahón, María del Carmen Patié y Manuel Amaro. Por calles estrechas, por costanillas y bardas, al final de una escalinata, en el borde de la carretera, o en plena calle mayor, fueron surgiendo las obras coloristas, formalistas y renovadoras, muchas de ellas con mensajes incrustados, con palomas y figuras salidas de otro continente de luz, con caballos y seres humanos, con noticias de inventadas batallas, con ángeles suspensos y soles rientes. Esa mezcla de ofertas y de formas conviertieron a Escariche en un experimento que le hizo aparecer en la prensa, en los comentarios de calle, y que le procuró eternidad en las crónicas de esta tierra. Una eternidad que, de momento, y sin muchos apoyos, ha llegado hasta hoy, dieciséis años después. Y que ha servido para que los viajeros, en su mirar continuo por la Alcarria que en verano se deja fotografiar y acariciar en distancias muy a mano, se hayan acercado hasta su caserío por ver sobre todo las imágenes, por disfrutar los colores. También por fotografiarlos, y darlos a conocer un poco más. Esta crónica quiere ser, esperemos que pueda ser, más visual que literaria. Porque el valor de estas “pintadas” de Escariche está sobre todo en la sorpresas que crean, al deambular por los espacios tradicionales de un pueblo mesetario, la dimensión desusada de la pintada, la fuerza inusual de los colores. Junto a estas líneas, pues, algunos elementos gráficos de ese paseo, en un intento de que sirva para captar más visitantes.

Historia y monumentos

Aunque los murales de Escariche ocupan entre 30 y 120 metros cuadrados, no puede ninguno de ellos contener el río sonoro de su historia. Que aunque sencilla es larga. Cabe decir de ella, por darle justa dimensión en el tiempo, que una vez reconquistada la región alcarreña por los monarcas castellanos, a fines del siglo XI, fue poblado este lugar, y dado a formar parte del amplio alfoz o Común de Villa y Tierra de Guadalajara. Pasó luego a pertenecer al alfoz o Común de Zorita, usando su Fuero, y en tiempos del rey Alfonso VIII, en el siglo XII, entró a pertenecer a la Orden de Calatrava, en la Encomienda de Zorita. En ella permaneció, participando en el Común del territorio en cuantas luchas anduvo metido contra la morisma, hasta que en el siglo XVI el Emperador Carlos V, necesitado con urgencia de abundantes recursos monetarios para seguir dando guerra por Europa, enajenó todos sus bienes a la Orden de Calatrava, entre otras. Y así puso en venta la villa de Escariche, a la que los Reyes Católicos, en el siglo XV, habían concedido el privilegio de villazgo. La compró, en 1584, don Nicolás Fernández Polo, quien cosntruyó una casa‑palacio en el centro del pueblo, ayudó a la iglesia, y dejó la villa en el mayorazgo de su casa. La tuvieron, pues, en señorío, sus herederos los Polo Cortés, quienes siguieron beneficiando a la villa, fundando un convento de monjas concepcionistas. En el siglo XVII era señor de Escariche don Lorenzo Temporal, de la misma familia. Y en 1730, cuando murió el último varón de la estirpe, el señorío pasó a una mujer de la misma, que había profesado de monja concepcionista y habitaba en el convento de dicha orden de Almonacid. La villa ejerció su derecho de tanteo, y en 1740 adquirió su propia libertad pagando fuerte suma a esta señora monja, y quedando Villa señora de sí misma.

Destacan en Escariche algunos interesantes ejemplares de casas rurales alcarreñas, grandes aleros de madera, pisos bajos de sillarejo, entramados de madera en el piso alto, etc. Algunos edificios son construidos enteramente de sillería, con buenas rejas y algún escudo heráldico tallado en piedra, como uno que se ve en la calle principal. También se admiran bellos ejemplares de rejas populares y otros trabajos de forja artística.

La iglesia parroquial está dedicada a San Miguel. Es obra notable del siglo XVI en su segunda mitad, con una muy bella portada meridional, en la que se destacan diversos elementos decorativos de tipo geométrico. El interior, de una sola nave, muestra algunos retablos valiosos, en especial el mayor, del siglo XVII, con pinturas estimables.

En la parte alta del pueblo, y tras la iglesia parroquial, se ve el enorme y severo caserón  que fue de los señores de la villa, los Polo y Cortés. Obra en recio sillar bien trabajado, presenta lisos muros, sólo surcados por pequeñas y esporádicas ventanas, lo que le confiere al edificio un aspecto de fuerza y belicosidad no acorde ya con la época en que fue levantado (segunda mitad del siglo XVI). La puerta es muy hermosa, aún dentro de su sencillez arquitrabada y con gran escudo cimero. El interior, hoy habilitado para viviendas particulares, aún muestra detalles de su antigua grandeza. Esta casa fue utilizada, todavía en el siglo XVI, para albergar el convento de monjas que fundó el segundo señor de la villa, y por ello se construyó aneja una iglesia de la que aún pueden verse leves restos, transformados en dependencias auxiliares. Don Nicolás Polo Cortés, en 1567, hizo escritura de fundación del convento de monjas concepcionistas, donándolas para el mismo parte de su casa y levantándolas aneja una iglesia. Trajo las primeras monjas del convento concepcionista de Guadalajara, y entraron enseguida a formar parte de la Comunidad seis hijas del fundador. Duró esta institución hasta 1835, fecha de la desamortización de Mendizábal.

Ungría verde y rumoroso

El valle del Ungría se caracteriza por ser abierto y cómodo, riente, verde en toda época del año. En el valle del Ungría nació un famoso jurisconsulto, que se hizo fraile y se fue a América, dando clases como catedrático en la Universidad de México. Y en el valle del Ungría vivió por algún tiempo un conocido poeta y ensayista, Francisco García Marquina, quien ya marchó pero dejó su memoria, y su pasión por el valle en forma de libro, el “Nacimiento y mocedad del río Ungría” que es modelo de viajes domésticos por valles que no tienen más cosa que carrascales salvajes, olivos en desbandada y fuentes por los costados. Cuando el viajero tiene sed, no se lo piensa dos veces: bebe del agua que sale de las fuentes a media ladera, de las fuentes de plazas, de los arroyos que vierten entre las zarzas. Porque es un agua buena y fresca, aunque cargada de cal. Los niveles freáticos por donde escurren estos manantiales son de caliza pura, y llevan disuelto ese mineral en gran densidad, de modo que quien a lo largo de toda una vida está bebiendo esas aguas, acaba seguro con litiasis renal (o piedras en el riñón) como un premio a la fidelidad.

Fuentes de la Alcarria

Estas ideas se le vienen a la mente al viajero que inicia, de mañana, su recorrido por el valle del Ungría. Primero visita Fuentes de la Alcarria, lugar magnífico y sorprendente donde los haya. Fue propiedad, en remotos siglos, de los arzobispos de Toledo, que alzaron villa amurallada, protegida de castillo, y aumentada de iglesia enorme. Un verdadero castro convertido durante la Edad Media en plaza fuerte, que estuvo rodeada de muralla al completo. Lástima que incurias e ignorancias las dejaran caer, y a la puerta de entrada al enriscado burgo le pusieran, no hace mucho, pegada una casa de ladrillo visto, que le afea un tanto. El interior de Fuentes es una calle cuaresmática, o sea, larga y estrecha, como las Cuaresmas de antes. Se entra por el arco de piedra, y se sigue dejando a los lados casas humildes y palacetes con escudos. Al final, la iglesia, donde veneran a la Virgen de la Alcarria, y donde algunos aún recuerdan el montón de estatuas orantes talladas en madera que representaban a los Barrionuevos, abuelos, padres e hijos, vivos en el siglo XVI, inmortalizados en el XVII y caídos en combate en el XX, en una guerra que ni les iba ni les venía.

Para compensar estas pérdidas, Fuentes ha conservado su picota, símbolo de villazgo, a la entrada del pueblo. Y se ha visto aumentada con una preciosa escultura que es estatua y admiración de quien la ve: “Homenaje a la Mujer Alcarreña” reza al pie, donde pone también la fecha en que fue tallada e inaugurada, junio de 1996. Una mujer bella y atractiva, tallada en pálida piedra, y apoyada su mano derecha en un balaustre que su autoridad mantiene en pie.

Desde lo que allí llaman “El mirador del Ungría” el viajero se queda un buen rato mirando, ya iluminado por el primer sol de la mañana, el hermoso valle que corre al pie del cerro. Es aún estrecho, pero sus orillas empinadas cubiertas de carrasco dejan suponer lo que viene después.

Valdesaz

Por la carretera abajo, y ya en el fondo del valle, se llega a Valdesaz, un poético enclave en el que destaca en lo alto del caserío una iglesia antigua que se quemó hace algunos años y la han reconstruido totalmente. Allí veneran como patrón del pueblo y de todo tipo de enfermedades a San Macario, un anacoreta que se dedicó largos años, en el lejano Medievo, a orar y meditar en unas grutas del término. La iglesia, al paso del viajero, está cerrada, pero a San Macario puede admirarle en un complejo de baldosines cerámicos que representándole figura en el frontal de una casa. Hay jardincillos allí donde quedaron huecos de casas, y bancos en las alamedas junto al río. Unos ancianos pasan sus primeras horas del día oyendo el rumor del agua, y le indican al viajero que siga por el camino de la derecha, pasado el puente, que le va a gustar lo que a continuación se proyecta.

Caspueñas

El valle del Ungría sigue abriéndose de horizontes, y al mismo tiempo cerrándose de vegetación en sus orillas. Hay lugares donde solo la carretera queda libre, el resto está ocupado de arboledas, zarzales, plantas trepadoras que todo lo ahogan y envuelven. Todo verde, en pleno verano, todo húmedo y sonoro.

Cuando después de poco más de media legua se va llegando a Caspueñas, los bordes del camino y el centro del valle se ven ocupados de edificios que por aquí llaman ”chalet” y que son en realidad casas de descanso, de veraneo, de pasar las horas tranquilas (sin teléfono, eso es lo fundamental) sin los agobios del trabajo y las vecindades ociosas. Son lugares idílicos, que al viajero le gustaría ocupar en sus fines de semana, para poder leer y meditar, ejercicios estos de sana y acreditada fama a los que no puede acceder nunca.

A un lado, justo donde empieza ya el paseo asfaltado y adornado de farolas, ve lo que fue “molino de las truchas”, donde vivió largos años Francisco García Marquina; donde se celebraron aquellas reuniones de poetas y escritores que dieron lugar a la creación del Premio “río Ungría” que se inició con una dotación de mil reales, apoquinados entre todos los presentes, entre ellos el que firma esta crónica. En ese molino se fraguaron altas ideas literarias y estéticas, se vivieron pasiones, y hasta Camilo José Cela vivió muchas, muchísimas jornadas de felicidad y fértiles escrituras. Hoy lo ha comprado alguien (un particular) que lo ha dejado como para salir en un reportaje de decoración rural del Pais Semanal.

En el pueblo de Caspueñas destaca sobre todo la plaza, que la han dejado hecha un sol: la iglesia a un lado, restaurada y hermosa. En el muro de poniente, junto a la torre, una cerámica puesta por la Casa de Guadalajara en Madrid recuerda que allí nació fray Alonso de Veracruz, el fraile que dije al principio que llegó a catedrático en la Universidad de México. Muchos le reconocen como el padre del Derecho Internacional. Y una fuente. Una fuente de las de verdad, con su pilar central, sus cuatro chorros cayendo al pilón cuadrado y un agua de color azulverdoso que suena a leyendas de hadas y vírgenes.

Atanzón

Camino abajo, siempre junto al río, en un valle cada vez más abierto y despejado, se siguen viendo aquí y allá casitas de recreo, unas más historiadas que otras, pero todas diciendo en susurro que quienes las pueblan están contentos. Un país lleno de gentes que están contentas, a la fuerza tiene que ir bien. Al cabo de un buen rato, y tras dejar a un lado un molino que ha sido también recientemente restaurado y en el que vive un exministro del gobierno, y hoy presidente del Consejo de Administración de unos conocidos almacenes comerciales, el camino sube sin mayores problemas de nuevo hasta la altura. Esta vez a Atanzón, donde de nuevo admiramos su plaza abierta, su gran iglesia renacentista de portada serliana, en cuyas enjutas se ven los escudos de armas de los Gómez de Ciudad Real, que hicieron su fortuna administrando, en el siglo XV, la del rey Enrique IV de Castilla. Atanzón tiene también su escritor memorable y doméstico, Felipe Olivier, el autor de las “Historias y Leyendas de Guadalajara” y de una interesante historia del pueblo, en la que salen sus memorias de infancia confundidas con los fastos de la villa.

El sol se ha puesto a calentar en lo más alto del firmamento. Y el viajero, que no aguanta el calor, y visto lo visto (que ha sido verde, húmedo y rumoroso en esta valle del Ungría precioso y perfecto) se va a su casa. Todo esto se hace en poco más de tres horas, por lo que es esta una excursión que recomiendo a quien quiera tomar un primero, cómodo y efectivo contacto con la Alcarria más auténtica.

Santamera con voz nueva

Aprovechando los días claros y las luces encendidas del verano, el viajero ha llegado a Santamera. Y esperando encontrarse un lugar (como hace algunos años quedó) abandonado a su suerte, vacío y destartalado, ha visto con alegría que no, que Santamera está viva, y al paisaje eterno de sus montañas picudas y sus umbrosas arboledas, se añade ahora la dinámica pirueta de sus habitantes, que vuelven a reconstruir su viejas casas, a darle valor de vida al entorno.

Por el camino que nace desde la carretera de Sigüenza a Atienza, solo cabe un vehículo. Así ocurre que al ir hacia allá me tengo que apartar en la cuneta porque otro me viene de frente. Buena señal es esta. Y al ver que todo es asfalto (y no tierra monda, como hace años) pienso que en el pueblo debe haber vida. Y así ocurre: me cuesta trabajo encontrar un hueco donde apartar el coche, pues hay turismos, camionetas, todo-terrenos y gente por aquí con carretillas, por allí con hormigoneras “de mano” haciendo tareas que se corresponden (a lo poco que el viajero de esto entiende) con las tareas propias de la construcción y reconstrucción de casas de vivienda). En resumen: que Santamera tiene voz nueva, voz de renacimiento, alegría de un futuro que sigue.

El lugar

Asienta este pequeño pueblecillo, pedanía de Sigüenza en el lenguaje administrativo, en unas agrestes estrechuras por donde el río Salado se junta al arroyo que baja desde Alcolea de las Peñas, formando un paisaje de bravía belleza y encantadores contrastes entre las rocas de variados colores y la vegetación multiplicada. Las paredes rocosas, los cerros empinados, y los arroyos se ciernen y enla­zan al caserío de típica y tradicional apariencia.

Aunque este cronista no tiene más que una limitada capacidad de descripción de la realidad, y una casi ninguna virtud literaria, se le mueven las yemas de los dedos por querer cantar y contar lo que en Santamera ha visto. El río suena con la alegría de un palacio moro, y en las alturas de los riscos que se levantan justo encima de la cabeza, parecen amenazar desde lo lejos unos aguiluchos a los que no les identifica más que por sus alas amplias y su volar pausado. A ras de suelo, lo dicho: coches, camionetas, ladrillos y voces de gente que construye y arregla casas. Un anciano me mira con curiosidad, como intentando reconocer al hijo de tal o al yerno de cual, que también se viene… marra, porque el viajero acaba de llegar a Santamera por primera vez en veinte años, y nadie le conoce por aquí, ni de pasada.

Se ha ido entreteniendo por el camino. Y poco antes de arribar al pueblo, incluso previo al cruce del río por un zigzagueante puente, se ha detenido a mirar, desde lejos, las salinas de Gormellón, que fueron utilizadas desde hace muchos siglos, y hoy todavía parecen estar en explotación mediante clásicos sistemas, pudiéndose contemplar construcciones y estructuras propias de esta minería de superficie, vivas aún desde remotos siglos.

Al viajero le sale la vena de cronista, y se pone a recordar lo que él mismo escribiera en un libro que ya está agotado pero que a casi nadie interesa. El lugar de Santamera fue conquistado en la primera mitad del siglo XI, por Fernando I, un rey de Castilla que anduvo picando aquí y allá por aumentar sus estados y acrecentar el número de sus súbditos que, aunque cristianos, hicieran la función de paganos (de impuestos). Santamera aparece entonces en antiguas crónicas con el nombre de ?Sancta Emerenciana?, perteneciendo poste­riormente al Común de Villa y Tierra de Atienza, desde que se creó por Alfonso VII en el siglo XII, usando su Fuero. Luego quedó incluido en el sesmo de Henares del Común o Tierra de Jadraque, pasando con todo este territorio a los sucesivos señoríos de los Carrillo (siglo XV) y de los Mendoza (siglos XVI al XIX). Sus habitantes se dedicaron siempre a las salinas cercanas, y al pastoreo, con un poco de huerta en las estrechas y siempre inseguras orillas del río Salado, que llega, entre hermosos y desconocidos paisajes, hasta El Atance, a través de desfiladeros sorprendentes.

Callejeando por Santamera

El aspecto del pueblo es muy característico: las calles están talladas sobre la roca. Varios puentes cruzan el río, y las casas, construidas de piedra y maderas toscas, presentan una apariencia de fortaleza y perennidad únicas. Hay una nueva, que han construido en forma de castillo centroeuropeo, con una galería volada sobre maderas en todo el perímetro de la casa, dando sensación de fortaleza inexpugnable.

La iglesia parro­quial es un gran edificio del siglo XVI, de puerta abierta a mediodía con ornamentación de bolas sobre la arquivolta única. Desde el oriente, se alza como un castillete sobre las tocas, dando mayor sensación de altura, su ábside y su torre. De una sola nave, el presbiterio se cubre con arquería de nervaturas de tradición gótica, muy al estilo de lo que los maestros canteros hacían en la región seguntina hasta bien entrado el siglo XVI. Lo más destacable en ella fue, en su tiempo, el retablo principal, que llenaba el muro del fondo del presbiterio. Este retablo, espectacular aún cuando estaba viejo y destartalado, se ha desmontado finalmente y llevado a la iglesia parroquial de Trillo, donde se ha restaurado y luce hoy con toda su fuerza de arte renacentista.

Aunque ya no esté aquí, creo que debe considerarse al altar de Trillo como cosa propia de Santamera. Se trata de una obra majestuosa del estilo plateresco, compuesta de un total de 19 pinturas sobre tabla, enmarcadas por ricos frisos, pilastras y todo tipo de ornamentación renacentista en madera tallada y policromada. Los asuntos de sus pinturas, de más que mediana calidad, se refieren a escenas de la Vida y Pasión de Jesucristo; se mantiene plenamente en el estilo de los retablos que, de talla y pintura, salen de los talleres de Sigüenza en torno a la mitad del siglo XVI. Ostenta también una buena talla de Santa María Magdalena, de la misma época.

En dicha iglesia parroquial se sigue viendo un altar dedi­cado a San Roque, obra del siglo XVII, con diversas tallas de santos y apóstoles. También guardaba (esta ya no la hemos podido ver ahora, nadie sabe nada de ella) una extraordinaria cruz procesional de plata repujada, hecha en 1551, obra de los talleres de orfebrería de Sigüenza en esa época, casi con segu­ridad de la mano y punzón de Martín de Covarrubias.

Y aún posee Santamera otro valor añadido: para los arqueólogos. En las afueras del pueblo, junto a las vallas del cemente­rio, se han encontrado muy curiosas muestras de cerámica primitiva, cronológicamente encuadradas en la Edad del Bronce final, con grabados incisos y excisos, muy curiosos, y que orientarán próximas excavaciones en busca de una posi­ble necrópolis celtibérica. Pero por todo el término, especialmente en su cerros y alturas máximas, existen señales muy llamativas de castros de la Edad del Hierro. Hace años, y acompañando a mi buen amigo el profesor Valiente Malla, trepé hasta el cerro del Padrastro, y, en jornada epopéyica y ya irrepetible, también al Casuto de los Moros, otro imponente cerro en cuya altura queda de un castro hasta los muros que servían de cierre a las puertas de la ciudad prehistórica. Allí, en uno de los polvorientos y ardientes caminos de acceso a esta acrópolis, me enteré en directo de cómo la víbora es, junto con el toro, el único animal que en España es capaz de matar a un ser humano (bueno, ahora también los perros, si se les enseña). El pequeño animal, molestado en su hábitat, se plantó delante de los caminantes y levantó más de dos palmos su cuerpo delgadísimo, presto a lanzarse sobre cualquier brazo o pierna. Acabamos con ella porque los humanos sabemos coger piedras y tirarlas en la dirección deseada. Fue una batalla desigual, en la que un ser mínimo demostró su valentía. Ahora, sin mucho interés por mi parte, no he vuelto a ver ofidios de estos virulentos, y sólo el canto de los pájaros (indistinguibles para este viajero que es más de letras que de ciencias) amenizaron el rato de paseo y admiración por Santamera. Las fotos que acompañan estas líneas dan fe de la variedad y hermosura del entorno, al que invito e incito a mis lectores a ir. A verlo, a estarse allí un rato, porque merece la pena.

Bonaval, una ruina descompuesta

Aunque la provincia de Guadalajara tiene mil y un recovecos desde donde nos habla la voz de la historia, y a todos ellos tratamos de acudir a mirar, a analizar y a contarlo luego, son algunos elementos de ese rico patrimonio los que de una forma recurrente se asoman a estas páginas por mor, casi siempre, de su actualidad y de algún que otro escándalo que en torno a ellos se produce. Y si consideramos que el cuidado del patrimonio ha ido creciendo, muchos de sus elementos salvados de la ruina, y otros mejorados y utilizados adecuadamente, no es menos cierto que existen aún “granos” que no hay forma de limpiar. Pero que afean la cara de esta provincia a la que queremos, y nos gustaría ver siempre con la cara limpia y la piel tersa, brillante, sonriente.

Uno de esos granos es Bonaval. El monasterio cisterciense que los monjes blancos erigieron, en el remoto siglo XII, en un idílico ensanchamiento del valle del Jarama, y allí continúa, tras mil avatares de historias y batallas, en estado de abandono, primero de ruina ilustre y romántica, y ahora en estado de descomposición y allanamiento por la barbarie de estos tiempos que corren. Y no me queda más remedio que alzar de nuevo la voz para reclamar la atención que a estas ruinas corresponde, por lo que tienen no ya de símbolo religioso, sino fundamentalmente de raíz histórica y de curiosidad arqueológica, en un grado no pequeño, y que ya quisieran para sí muchos países, o incluso regiones del nuestro, como elemento parlante de una historia digna y venerable.

Ahora ha sido la Real Academia de la Historia la que ha tomado cartas en el asunto, y su Secretario perpetuo el profesor Eloy Benito Ruano, visto lo que está allí pasando, se ha dirigido a las autoridades competentes en el tema, (que son, por este orden, el Presidente de la Diputación Provincial de Guadalajara, el Consejero de Educación y Cultura de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancja, y el Director General de Bellas Artes del ministerio de Educación, Cultura y Deporte) y les ha pedido su rápida y eficiente actuación, en la medida de sus posibilidades, para que se ocupen de “la conveniente conservación, y en la parte que proceda de su restauración, de los restos del monasterio cisterciense de Bonaval situado en el término municipal de Retiendas….”

Hace ya años, muchos años, tantos que nos parece que hablamos de otro planeta, de otra historia que no es la nuestra, venían los americanos desde California, y compraban enteros los monasterios castellanos, nuestras gentes gustosamente los desmontaban, numeraban sus piedras, y sin un adiós lloriqueante, sino más bien con saludable alegría, los embarcaban y rumbo a América los dejaban ir, sin más. Eso sucedió con Sacramenia, con diversos monasterios catalanes, con iglesias enteras de Valladolid y Palencia, con ermitas de Soria,…. y con el monasterio cisterciense de Ovila, junto a Trillo. Ahora ya no vienen los americanos a comprarnos los monasterios. Ahora, a los monasterios que después de aquello nos quedan, les dejamos también, sin mayor lloriqueo (y también es verdad que sin saludable alegría, entre otras cosas porque esto importa ya tan poco que no hay tiempo ni para llorar ni para reír por este tema)  que se hundan por su cuenta. Para eso no nos hace falta que vengan los americanos. Nos bastamos nosotros solos.

Qué es y dónde está el monasterio de Bonaval

Bonaval está en término de Retiendas, en la orilla misma del río Jarama. Se llega a él tomando la carretera que sigue hacia la presa de El Vado, y a unos doscientos metros del pueblo sale un camino a la izquierda, que lleva directamente, tras media hora de andadura, hasta las ruinas de este cenobio medieval.  Lo que ahora puede el visitante con­templar es su situación en lo hondo de un estrecho valle poblado de árboles, cerca de su desembocadura en otro valle más ancho, el del Jarama. La estructura del templo y monasterio es muy característica de los modos cistercien­ses de construcción en el siglo XII. El templo ofrece unas dimensiones similares en anchura y longitud. De sus tres naves, sólo queda cubierta la de la epístola. Las tres capillas de la cabecera, o tri­ple ábside, comunica­das entre sí por pequeñas puertas abiertas en el fuerte muro, se conser­van bastante bien, y cubiertas de sus primitivas cúpulas nervadas. Adosada a la capilla del Evange­lio, se encuentra la sacristía, de enca­ñonada bóveda semicircu­lar. En lo que fue el crucero, se abre una escalerilla que asciende hasta la torre. Por el interior del templo, se ven (cada vez menos, porque se lo están llevando sin mayor problema) numerosos capiteles de bella decoración foliácea.

Al exterior, en el muro del sur, se abre la puerta del templo, de estilo netamente cister­ciense, con apuntado arco cargado de archivol­tas, que a su vez descansan en sendos capiteles foliados. Sobre ella, y ligeramente descentrada, se abre una elegante ventana de estilo de tran­sición. Junto a la puerta, se levanta la torre, de planta poligonal, rematada en almenas. El aspecto de los tres ábsides en la cabecera del templo es magnífico. En ellos se abren grandes y estilizados ventana­les de arco apuntado, con finísimas columnas que sostienen mínimos capiteles, y una cinta de puntas de diamante bordeando el conjunto. Rodeando a la iglesia por occidente y norte, se ven los altos muros, ya desmochados, de lo que fue el convento.

Ahora, y aunque el camino es malo y no permite la llegada de coches normales, abundan los viajeros que llegan hasta estas ruinas, a pie o en automóviles todo-terreno, quedando la mayoría, asombrados de la antigüedad y belleza de estas piedras y estas arquitecturas, y una minoría con las ganas, que no reprimen, de hacer desmanes. Parece que la soledad y la impunidad empujan (siempre a los cobardes) a hacer estas fechorías. El caso es que están desapareciendo piedras, capiteles, y detalles. Y la Naturaleza, por su parte, anda también incordiando y ha hecho nacer en el muro meridional del viejo templo una higuera que con los calores ha crecido tanto que está reventando el muro. Se impone una rápida actuación de saneamiento, de limpieza, de contención de una acelerada descomposición del conjunto arqueológico de Bonaval.

Si estas palabras pueden servir para animar a quienes tengan capacidad de actuación a que la ejerzan, mejor que mejor. Porque uno ya no sabe qué es mejor, si las llamadas prudentes (como pueden ser estas líneas, como fue la recogida de firmas que en su día realizó DALMA para demostrar que mucha gente firma pidiendo que esto se arregle) o  la manifestación airada. Lo que está claro es que nuestro patrimonio, que tiene ya en su haber muchas y acertadas intervenciones de recuperación, no puede permitirse el lujo de perder a uno de sus más hermosos y específicos elementos: el monasterio cisterciense de Bonaval es parte vital de esta tierra nuestra, que se quedaría con un agujero más en su mapa si desapareciera.