La leyenda del Torreón del Alamín

viernes, 7 junio 2002 0 Por Herrera Casado

En el entorno de nuestra ciudad existen numerosas leyendas que siempre corrieron de boca en boca, con la certeza de que alguna vez ocurrieron, pero con la duda siempre prendida en los labios de quien lo cuenta y en los oídos de quien lo escucha. Espacios que existieron y son humo. Personajes que se quedaron prendidos de una lápida, y que nunca tuvieron relevancia. Fiestas que conmemoran algo que nunca pasó…. juegos y dichos, refranes y cuentos. Las leyendas se alimentan por el paso del tiempo, el poco quehacer de la gente, la afición a la fábula y la ensoñación.

Uno de los escritores que mejor han desarrollado esa capacidad de narrar, de explicar, de sacar a la luz los viejos anecdotarios de una ciudad, de una provincia, es Felipe María Olivier López-Merlo, un escritor que, como veterano que es, ya ha dado muchas pruebas de conocer a fondo lo real y lo irreal de nuestro entorno. Y ha puesto en numerosos libros la savia que rumorosa se desliza entre las hiendas de murallas y torreones, por las estrechas callejas de la ciudad, frente a los abiertos espacios de su valle.

Leyendas de Guadalajara

Entre las leyendas de Guadalajara que mejor pueden recitarse, está la del Torreón del Alamín, que dice que fue un caballero moro sumido en una densa historia de amores imposibles, quien lo construyó y protegió. O la Carrera [de San Francisco] por donde corrieron y compitieron los caballeros medievales arriacense, vestidos de punta a cabo de fabulosas cotas de malla y montados sobre espléndidos jacos. O la del palacio de la Cotilla, que a pesar de tener hoy ese destino un tanto administrativo y cultural de enseñanza de las artes, fue antiguamente sede de los Figueroa y Torres, y aún antes (eso explica Olivier a quien le escucha) lugar donde sucedieron hechos que justifican su nombre. Todavía otra leyenda más, la de los Mandambriles, surgida en la que fue ermita de la Virgen de la Soledad, en pleno centro de la ciudad, y luego trasladada como en romería hasta la Huerta de la Limpia y barranco de los Mandambriles, un lugar a cinco minutos andando del centro de Guadalajara, pero que ojalá guarde durante mucho tiempo su aislamiento y lejanía. En esos barranquillos que limitan a Guadalajara (al otro lado de la autovía de Aragón) por el oriente, ocurrieron cosas que bien merecen ser contadas.

Todas las cuenta Olivier en un recientísimo libro suyo, aun caliente en mis manos, y que me he leído de un tirón, porque es corto, y es fácil. Y sobre todo porque es apasionante: Historias y Leyendas de Guadalajara. En él aparecen las referidas más arriba, pero contadas al estilo clásico, al “érase una vez…. un caballero moro”, empezando (las referidas a la ciudad) con la del torreón del Alamín, que ahora analizaré más en detalle.

De la provincia, Olivier se trae en el bolsillo de sus viajes algunas espléndidas. Hay muchas más, sí, pero estas son poco conocidas, y sirven para viajar por el terruño con reservas de fabulación y curiosidad. Olivier nos refiere lo que en tierras del Alto Rey, Robledo, Hiendelaencina y aledaños cuentan del Prado de la Lanzada y su fuente, en rememoración del paso del Cid y de sus hijas por aquellos lugares. Hermosa como pocas la historia de Mari García, la moza de dos cabezas de Atanzón, que él mismo descubrió en un capitel románico de ese pueblo, hoy ya desaparecido. Entre lo que cuentan en el pueblo, y lo que él fábula, monta una preciosa leyenda que hermosea esta obra. Y al final “El Teberón”, una increíble, y erudita historia al mismo tiempo, de juegos infantiles y viajes a Italia. En definitiva, un sustancioso bloque (se le hace corto al lector entusiasta de estos temas) de leyendas y de historias entrañables de nuestra tierra.

El Torreón del Alamín

En la parte alta de Guadalajara se encuentra el Parque de la Fuente de la Niña. Lugar de correrías y aventuras en la infancia de muchos de los que hoy peinamos canas. Pero espacio donde todavía hoy muchos niños y niñas descubren el campo, la naturaleza y el sonido del agua cerca de sus casas. Bien cuidado, abierto y limpio, es hoy un lugar a donde merece la pena acercarse a dar un paseo en estas tardes de primavera. Ahí es donde la tradición sitúa una terrible historia, que Felipe María Olivier describe con todo detalle en su pequeño libro.

Dice que tomó aquel sitio y fuente el nombre “de la Niña” en recuerdo de haberse ahogado en su pilón una criatura a la que le llevó hasta su profundidad el ansia de querer mirarse en el brillo de su superficie, sin saber quizás que aquello tenía un hondo camino. Era el 16 de agosto de un año lejano, cuando aún se celebraban en la cercana ermita de San Roque las romerías, procesiones y subastas entre sus devotos. Y es cierto, yo aún de pequeño asistí a aquellas celebraciones, que terminaban con todo el mundo que acudía merendando por los alrededores. Varias familias residentes en el arrabal del agua subieron allí, y tras las ceremonias religiosas se extendieron a tomarse sus tortillas y a beber el vino de bota, entre la ermita y la arboleda del Puente Verde. Se pusieron luego a jugar a la gallina ciega, y dejaron a los críos que pulularan entre los jardines y bosques del entorno. La fuente, que llevaba poco tiempo hecha, y era hermosa y singular, atraía con su sonido y brillos a los pequeños. Se hizo de noche, y apareció la luna. Se alzó luego, sonriente y loca, como es ella siempre. Era agosto, hacía buena noche y la reunión se alargó…. una niña, en un momento, se acercó al estanque, y miró cómo en sus aguas se reflejaba el satélite pálido, pero brillante. Pensó que era un globo, o una pelota, de material viscoso y suculento. Quiso cogerla, y cayó al agua. Se ahogó. Y la familia sólo se enteró cuando fue a recogerse. La búsqueda ansiosa de todos por encontrar a la niña perdida, terminó con el sobresalto de verla flotando, con los brazos extendidos, boca abajo, en el agua del estanquillo.

El dolor de su madre, de su padre, de sus hermanos, de sus vecinos, fue inenarrable. Duró tanto, que aún quien se acerca la fuente se acuerda de ello. La madre, dice la leyenda que cuenta Olivier, subía hasta el parque las noches de luna llena, por ver si en el agua seguí su hija y el milagro de la noche mágica se producía, devolviéndosela. Con muchos otros elementos adorna el escritor alcarreño esta hermosa, y triste a la vez, leyenda ciudadana. Pero es un ejemplo de cómo en esquinas, en fachas y en arboledas de nuestra Guadalajara existen todavía prendidos cuentos y leyendas que sólo se saben los viejos del lugar, pero que a todos nos gustaría conocer, por seguir manteniendo en vilo las imaginaciones de los pequeños.

En definitiva, una hermosa y sencilla obra de ese escritor incansable que es Olivier López-Merlo. Un gozo sin fronteras que nos desvela, al leerlo, unos límites nuevos para la ciudad que crece, cada día.