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abril, 2002:

Almoguera, una historia de castillos y banderas

Hace unos meses que quería haber escrito algo sobre Almoguera. La villa cuajada de historias que lucha contra el agua en una Alcarria seca. La historia de Almoguera, por lo menos en los últimos tiempos, ha sido la de una lucha contra el agua, contra la violenta tromba que acude desde la nube. Por fin están concluidos los cauces, firmes y generosos, que la conducirán mansa por mucha que venga, hacia el Tajo, hacia el pantano que adorna con su luz el paisaje seco de la comarca en que vive.

Y quería haberla traído para comentar un libro que salió en el inicio del año, refiriendo con el detalle más meticuloso que pueda imaginarse la historia densa y antigua de la villa. Un hombre meticuloso, historiador a conciencia, sacrificado como pocos, lo ha escrito: Francisco Javier Sánchez Martínez, su archivero municipal, ha dedicado años de su vida a preparar esta joya bibliográfica que ahora no tengo tiempo más que de saludar y enaltecer. La historia de Almoguera a través de sus documentos, así se titula este volumen en el que todos los almoguereños encontrarán la raiz cierta de su pueblo. Un precioso libro, muy bien editado, que ha sido realidad también por el empeño de su alcalde, Luis Padrino, que saca adelante todo aquello en lo que se empeña. ¡Qué ejemplo de alcaldes y de alcarreños, tenemos en este hombre!

Yo me atrevía a ponerle una breve introducción al libro, y resumía la historia de Almoguera a través de los siglos. Es tan amplia esta secuencia, que requeriría por sí misma otra obra, y bien densa. Algo hay hecho, con el esfuerzo de Ricardo Murillo especialmente. Pero al objeto de saludar la obra que comento, y al tiempo animar a que propios y extraños sepan de la epopeya de este lugar, doy aquí alguna referencia somera de esa historia, un recuerdo emocionado a lo que ha sido un devenir de siglos, de gentes y de buenos ánimos. Como se ha demostrado cuando ha hecho falta: frente al agua en aluvión, por ejemplo.

Una historia sucinta

Si el nombre de Almoguera es de origen árabe (la cueva significa, según los más entendidos) es porque fue en esa época cuando el lugar tomó visos de ser un pueblo constituido. En estas tierras de la Alcarria baja se fraguó, a inicios del siglo VIII, una revuelta social y política, en la que Shaqya ben Abd al Wahid, de la tribu de los mibnasa, fortificados en Santaver, se autoproclamó descendiente directo del Profeta Mahoma, creó su propio ejército y se adueñó de amplias extensiones de terreno, llegando su dominio hasta el Guadiana. Se produjo esta sublevación entre 768 y 777, y un siglo después otra rebelión contra el califato omeya de Córdoba hace que Abderramán III se pusiera meticulosamente y con fuerza a domeñar a los insurrectos Omar ben Hafs y su hijo Calif ben Hafsum, que se habían instalado por estas tierras alcarreñas. Viene este recuerdo a cuento de decir que en esos remotos tiempos ya hubo por aquí quien se movió en luchas y políticas, dándole consistencia al territorio.

Llegó a partir del siglo XI el periodo cristiano, que dura hasta hoy, y que comenzó al tiempo de la toma de Toledo por el rey de Castilla Alfonso VI. Algunos años después cayó en poder de los árabes nuevamente, tras el descalabro de Uclés, en 1108. Pero en 1124 ya estaba otra vez bajo el dominio cristiano. En cualquier caso, la seguridad no llegó a la zona hasta el año 1177, cuando Alfonso VIII dio por conquistada la importante ciudad de Cuenca.

Almoguera quedó, como Zorita y los territorios de la baja Alcarria en torno al Tajo, en señorío personal de Alvar Fáñez de Minaya. El rey Alfonso VII había ido haciendo donaciones por la zona a señores y caballeros, para que la custodiaran y defendieran, fraguando de esta manera un esquema defensivo en torno al Tajo. En 1174, Zorita pasó a ser propiedad de la Orden militar de Calatrava, y lo mismo ocurrió un año después, en 1175, con Almoguera. En 1180, estabilizada ya la zona, y siendo maestre calatravo Martín de Siones, se concedió un Fuero real a Zorita y su comarca, incluyendo en ella a Almoguera. Todo ello conlleva a que en los años iniciales del siglo XIII se produjera un afianzamiento político y feudal de la Orden de Calatrava sobre esta comarca.

Desde el año 1258, en todos los documentos de la villa (y en el archivo municipal quedan muchos, como bien atestiguado queda en este libro que hoy saludo) se lee su pertenencia al Rey, su dependencia de la Chancillería Real, cobrando protagonismo en los asuntos villanos el Concejo almoguereño. Todo ello durante otro siglo aproximadamente. Es una época de auténtico progreso e importancia comarcal. Desde los inicios del siglo XIV, Almoguera comienza a ganar importancia social y económica en el área del entorno. En 1314 se redacta la ”Carta de Hermandad” entre los Concejos de Huete y Almoguera, lo que nos da idea de su importancia y su capacidad de gestión. Por entonces los caballeros e hidalgos de Almoguera aumentan en número y en poder. Las gentes de guerra del Concejo almoguereño participan activamente en las guerras contra Al-Andalus: en la toma de Algeciras, por poner un ejemplo, consta la intervención numerosa de las gentes de esta villa. De alguna sonora victoria sobre los moros granadinos de Al‑Ahmar I, obtuvo Almoguera su blasón concejil, que presenta una cruz roja de Calatrava sobre la imagen de su viejo castillo, y dos banderas rojas con leyenda árabe en las que se lee Gua‑la‑ Gálib‑ila‑Allah (No hay vencedor sino Dios), mientras en el pie del escudo aparecen cortadas tres cabezas de mahometanos enturbantados.

Pero es nuevamente a mediados del siglo XIV, en 1344 concretamente, que Almoguera vuelve a pasar a ser pertenencia de la Orden de Calatrava, por un cambio que el Rey, su señor, hizo de ella con las villas de Cabra y Saravia. Es por ello que, cuando en los siglos XIV y XV se dan movimientos de revuelta y descontento, incluidas luchas intestinas, en la Orden de Calatrava, la villa de Almoguera interviene en ellas activamente. Así vemos que a comienzos del siglo XV, mientras las villas de la encomienda se van independizando paulatinamente, Almoguera firma pactos de amistad y hermandad con otros lugares, como por ejemplo el que en 1409 firmó con Zorita, para defensa mutua. Mediado ese siglo, una profunda crisis en la gestión y dirección de la Orden, con una revuelta capitaneada por Carne de Cabra acentúa el desequilibrio de la zona, con independencia de más villas y una serie de contiendas civiles comarcales que vienen a despoblar un tanto el contorno.

Llegada la Edad Moderna vemos cómo en 1538 el Emperador Carlos I desmembra de la Orden de Calatrava la villa de Almoguera con sus aldeas y jurisdicción, enajenándola por el poder obtenido del Sumo Pontífice para hacer lo mismo con todas las pertenencias de las órdenes militares y señoríos eclesiásticos, y así, con lo obtenido de sus ventas, poder hacer frente a las guerras santas en que estaba embarcado. Ese mismo año vende Almoguera y su territorio entero a don Luis Hurtado de Mendoza, marqués de Mondéjar, su gran alcaide de la fortaleza y palacio cesáreo de la Alhambra en Granada. Le costó 47.000 ducados, cifra astronómica para la época. Desde entonces quedó la villa incluida en el señorío o marquesado de Mondéjar, hasta que en el siglo XIX, la Constitución surgida de las Cortes de Cádiz abolió los señoríos particulares. En lo eclesiástico, Almoguera fue del Arzobispado de Toledo, siendo a su vez cabeza de amplio arciprestazgo.

Muchos de sus habitantes, desde el siglo XV o XVI, eran hidalgos: 36 familias de esta clase había a finales de la XVI centuria. Algunos de ellos, como los Salcedo, Manrique, Villegas y Espejo, tuvieron casonas palaciegas, escudos heráldicos, capillas propias en la parroquia, etc. De entre ellos surgió don Juan Manrique, obispo que fue de Plasencia y Oviedo. Otro de los más conocidos personajes de Almoguera fue don Domingo Pascual, canónigo de Toledo, de quien la tradición refiere que llevó el guión del arzobispo toledano don Rodrigo Ximénez de Rada en la batalla de las Navas de Tolosa.

Y sin apenas nada más mencionable (señal de salud y prosperidad) en los últimos siglos, y aparte de su lucha contra el agua desmandada de los veraniegos turbiones, Almoguera se ha ido afianzando en este mundo de modernidad al que ha llegado a través de su tradicional dedicación al agro y ahora a la producción industrial variada, resultando todo ello en un subidón del nivel de vida, y un aspecto de  sus gentes que sorprenden, en general, por su optimismo y buena color. Que dure muchos años es lo que les desea.

Monje Ciruelo, la mirada permanente

Esta tarde, por fin, se va a hacer realidad un algo intuido, y necesario. La Biblioteca Pública de Alovera va a rendir homenaje a Luis Monje Ciruelo, como expresión de un aplauso a quienes han hecho prensa, y han servido la noticia en Guadalajara durante muchos años. Yo añadiría aún algo más: con este homenaje se aplaude también una buena pluma, la de este escritor de raza que sabe encontrarle a las cosas, y a los hechos, su verdadero nombre. Y se aplaude finalmente a un hombre bueno, a un ser que ha trabajado toda su vida, honrada y duramente, en beneficio de la sociedad.

Para hablar de Monje Ciruelo, que es amigo, desde hace muchos años, serviría cualquier biografía, aunque fuera breve: la de aparece en la solapa de su primer libro “guadalajara a mi través”, o la que se publica en Internet, donde figura entre los “alcarreños ilustres” o diccionario de nombres que han sido algo en esta tierra, a lo largo de los siglos. Allí está Monje Ciruelo, como ha estado durante más de 60 años en las páginas de periódicos provinciales y nacionales, sin descanso: este Nueva Alcarria el primero, y ABC, la Vanguardia, aquel “Badiel” que él fundara y aguantó dos números, en época de naufragios.

Luis Monje ha tenido enemigos furibundos, gentes que le han echado en cara sus ideas (como si tenerlas fuera un delito), y no le han perdonado que haya dicho en público lo que piensa. Y eso en dos épocas: en la de su juventud, cuando solo eran válidas las ideas del sistema, y en la de su madurez, cuando muchos otros piensan que los ciudadanos solo pueden hablar depositando su voto en una urna. Monje ha hablado siempre, ha dicho lo que piensa, y lo ha dicho honradamente. Y eso hay quien no lo perdona nunca.

En Monje Ciruelo se homenajea esta tarde, en Alovera, a la prensa toda de Guadalajara. Dentro de muy pocos días, exactamente del 8 al 10 de mayo, se va a celebrar en nuestra capital el I Congreso de Prensa y Periodismo especializado. Profesionales de todo el país, directores de periódicos y cadenas de Televisión, periodistas científicos, de humor, del corazón….. todos vendrán a esta ciudad, que será durante tres días el centro del periodismo nacional. Y Monje podrá mirar desde su altura (la de los años, claro, y la de su talla física, que tampoco es menuda) estas novedades y disquisiciones, por las que él pasó ya, a lo largo de su vida, anotando en sus mil secciones, y con la firma de sus diversos seudónimos, todo lo que uno pueda imaginarse.

Está preparando Monje, en la actualidad, un segundo libro que titulará “Guadalajara desde el ayer”. Y va a ser, lo aseguro, aún más interesante que el primero. Porque a través de su mano, como un prestidigitador que saca del fondo de su sombrero sombras y luces que parecían haberse borrado, las palabras ciertas de una vida antigua: y más allá de las anécdotas personales (sus ascensiones a la cumbre del Ocejón, al que le tiene por tótem mítico de su caminar provincial) o de sus recuerdos palazuelinos y europeos, está la palpitante historia reciente de una provincia que ha recorrido muchos más kilómetros que otras en los últimos veinte/veinticinco años. Guadalajara salió en este tiempo de la Edad Media, y se ha asentado, (le falta algo todavía, pero muy poco) en el siglo XXI. Y de ello ha sido fiel cronista Luis Monje. Eso nos lo contará, a través de 200 sustanciosos artículos breves, en este nuevo libro.

Pero ya el primero que nos dejó el año pasado, ese “Guadalajara a mi través” que tanto éxito cosechó (tanto, que ya está agotado) nos permitió leer sus entrevistas a personajes famosos, a alcaldes, a ministros…. o las anécdotas curiosas del matrimonio único habitante de un pueblo, o las vicisitudes de buitres y flores por el Alto Tajo. No quiero entrar en pormenores, pero realmente la actualidad toda tuvo siempre como pregonero mayor, atildado y de palabra bien cortada, a Monje Ciruelo. En el prólogo de su anterior libro decía yo mismo que su estilo estaba en la línea de los clásicos castellanos: nada de barroquismos, nada de “diversos ismos” que a todos nos llamaron la atención un día: él fue siempre con la palabra justa a describir los hechos ciertos. Hasta ahí la proeza, que no es tan fácil.

Y en fin, que no digo más que lo he referido, porque en otros lugares pueden encontrarse sus méritos e itinerarios vitales. Leáse, si no, la página www.aache.com/alcarrians/monje.htm en la que viene con detalle su currículo, sus fotos, hasta su dirección de correo electrónico, que también la tiene Monje, y la usa, lo atestiguo, como un chaval de veinte años. Este homenaje de Alovera en esta tarde, al que me sumo cordialmente, es a la prensa alcarreña, pero se personaliza en quien mejor y más densamente la ha dado cuerpo. Un compañero de estas páginas, además, lo cual se hace más difícil, por aquello de qué van a decirse entre ellos, sino ditirambos. Muchos lectores tiene Monje para estar seguro que sus méritos son ciertos, y muchos aplausos, más que ladridos, ha escuchado en su vida. Lo cual le hace ganador del partido. Y en hombros sale.

El Olivar: un mundo perfecto

Cuando los viajeros llegan a El Olivar, en la provincia de Guadalajara, cerca del gran embalse de Entrepeñas, y deambulan por sus calles, admiran sus edificios, gozan de la serenidad de su ámbito, piensan que han llegado a un mundo perfecto. No se meten ni quieren meterse en los más allás de esos visillos que adornan las ventanucas, tan pulcros, tan populares. A saber qué hay tras ellos, seguro que historias de amor y desamor tan rutinarias. Les interera más el aspecto urbano, la metamorfosis que de unos años a esta parte ha disfrutado este pueblecillo que, como tantos otros, no hace más de tres décadas estaba santiguado y en el camino del cierre definitivo. Hoy El Olivar se ha salvado, como todos, o aún más que todos. Está enteramente remozado, y da gusto pasear por él.

Un paseo por El Olivar

Debe este pueblo su nombre a la abundancia de olivares en las ver­tientes que desde la meseta alarreña van cayendo hacia el hondo valle del Tajo. El pueblo se sitúa sobre el borde mismo de dicha meseta, dando vistas a ese valle, hoy transformado en inmenso lago artificial (embalse de Entrepeñas) siendo magníficas las panorámicas que desde su altura se contem­plan. Hay al final del pueblo, en su extremo norte, un mirador con una cruz delante, que es especialmente recomendable asomarse a él, para ver las distancias de la Alcarria más pura.

Pues llegó en un principio hasta la orilla del Tajo, El Oli­var perteneció desde el siglo XI a la Comunidad de Villa y Tierra de Atienza, rigiéndose por su Fuero y estando some­tida a su jurisdicción. Formó luego en la tierra de Jadraque, en el sesmo de Durón, pasando con toda ella, en el siglo XV, al señorío de don Gómez Carrillo y sus herederos, y luego a los Mendoza, perteneciendo hasta el siglo XIX al duque del Infantado. Tuvo vida próspera este pueblo durante los siglos XV y XVI, en los que sus habitantes vivían principal­mente del comercio de arriería y de huevos. Posteriormente ha ido decreciendo su vitalidad socio‑económica, sólo reacti­vada últimamente en función del turismo que atrae el embalse o lago de Entrepeñas, en cuyas orillas posee término. Pero como decía al principio se ha estirado, y ha recompuesto su figura, con la recuperación de sus casas, de sus calles, de sus parquecillos.

Para el curioso visitante, quizás el edificio que más le sorprende (y el mayor en tamaño, por supuesto) es la  iglesia parroquial, dedicada a la Asunción de la Virgen: una obra magnífica de la arquitectura del Renaci­miento. Está orientada, con ábside a levante, entrada y atrio a mediodía, y torre sobre el muro de poniente, según nos deja ver la fotografía adjunta. Se precede de un amplio atrio descubierto en su costado sur, el que da a la plaza mayor, rodeado de barbacana de sillar. El templo está construido con recia piedra gris de la zona, y es de planta rec­tangular, alargada de poniente a levante, mostrando la torre cuadrada sobre el primero de estos lados, y el ábside poligo­nal sobre el segundo. La portada se forma por un arco de medio punto con columnas adosadas laterales sobre pedesta­les, friso y hornacina vacía dentro de un frontón triangular. Los muros se refuerzan al exterior con contrafuertes. Es tan manierista la portada de esta iglesia, que sirvió de portada al famoso libro de Muñoz Jiménez “Arquitectura Manierista de la provincia de Guadalajara”, hoy un clásico de los estudios patrimoniales de nuestra tierra.

El interior es de cuatro tramos (el primero de ellos ocu­pado por el coro alto) y rematando en presbiterio y ábside, todo ello cubierto por apuntadas bóvedas cuajadas de compli­cada tracería de nervaturas gotizantes. La esbeltez y elegancia de este templo tiene muy pocos competidores en toda la comarca de la Alcarria.

Fue construida hacia 1570‑1580, y a principios del siglo XVII se le colocó un magnífico altar mayor, renacentista ya manierista, del que no queda sino una pequeña tabla tallada con la Ultima Cena. El altar actual está pintado al fresco sobre los muros de la capilla mayor, y no es que podamos calificarlo de bonito. En el suelo del presbiterio están las lápidas mortuorias de diversos per­sonajes del pueblo, que estuvieron vivos durante el siglo XVI. Entre ellos, que aparecen retratados y esculpidos sobre el blanco mármol de la losa, se encuentra el cura del lugar Juan Martínez del Puey, los espo­sos don Juan Manuel y doña Elena, fundadores del antiguo hospital del pueblo, y aún el caballero don Miguel Díaz de Espinosa con sus sucesivas esposas, ambas llamadas Mari Sánchez. También existen varios ornamentos y vasos sagra­dos, regalados por la reina Isabel II, en 1856, cuando pasó en dos ocasiones por El Olivar, y un interesante archivo. El autor de los planos, traza y construcción de la iglesia fue el maestro de cantería Pedro de Bocerraiz. Tuvo un retablo construido por Juan de Litago a comienzos del siglo XVII, y pintado y dorado por Francisco del Rey. Estos últimos datos encontrados personalmente en ocasión de haber consultado el archivo parroquial.

A la entrada del pueblo, puede y debe admirarse la ermita de la Soledad, una obra del siglo XVI, construida de piedra sillar, con fachada que muestra dos vanos gemelos orlados de adosadas pilastras que rematan en clásico friso, hornacina y frontón triangular. Su interior presenta una nave cuadrangu­lar y un presbiterio reducido, con cúpulas de piedra, todo ello tallado con buena piedra y fábrica. Por el pueblo se muestran numerosos y bien conservados ejemplos de arquitectura popular de raíz alcarreña, que como dije al principio le dan hoy realce y aspecto de estar cuidado al máximo. Algunos de esos edificios están ocupados por conocidos personajes de la política y la literatura, que han hecho de El Olivar su lugar de retiro y descanso. Incluso a la entrada se levanta, rodeada de un jardín minúsculo, la picota que en tiempos antiguos sirvió para demostrar a quienes llegaban que el lugar tenía categoría de villa, y capacidad de administrarse, por sí misma, justicia.

Así es que para estas jornadas de primavera en las que apetece salir al campo, mirar paisajes, conocer pueblos, este de El Olivar se ofrece como consistente alternativa, si no pasmo de naciones, sí alegría de los ojos y los pies que le miran y le caminan. Un espacio de sencilla y pura alcarreñía, que nos deja el buen sabor de haber degustado un plato consistente, de haber hecho una foto sin mácula, de haberle dado a la nostalgia una nueva herida para que siga alegre, y viva.

Pregonando la Alcarria

El valle del Badiel ofrece un ámbito plenamente alcarreño

 Intervención en la Feria Regional de Turismo en Pastrana, abril de 2002

 La tierra de Cuenca, que posee entre sus límites tantas bellezas paisajísticas y tantos elementos estimulantes del turismo, tiene en su haber una comarca que merece ser traída, de vez en cuando, a la memoria y la atención de todos. Es la Alcarria.

Es este un lugar de permanente atracción turística. Lo fue siempre, porque tuvo (el nombre mismo lo dice, que viene del euskera o ibero primitivo «la carria», el camino: recordar «el carril» como apelativo popular al camino sencillo, y «el carro» como elemento que va por los caminos) repito que tuvo una función caminera: La Alcarria fue lugar de paso entre ambas mesetas, entre la España mediterránea y la interior y aún céltica.

La Alcarria se hizo famosa, hace ya más de cincuenta años, con el universal escrito de don Camilo. Y aunque el universal escritor sólo corre por los caminos de la Alcarria de Guadalajara, qué duda cabe que la parte de esta comarca que corresponde a Cuenca ha podido esponjarse algo más, y saltar a la fama y al deseo de ser conocida.

* * *

La Alcarria es un espacio común a tres provincias: una comarca uniforme con características propias, con peculiaridades definidas. Se extiende por la mitad sur de la provincia de Guadalajara. Abarca zonas del sureste de la de Madrid, y se extiende por buena parte del noroeste de la de Cuenca. Sus horizontes nítidos y rectos en la altura mesetaria (en las alcarrias de nombre propio) son iguales siempre: tierras de pan llevar, viñedos, algunos bosquecillos de pinos o encinas. Caminos, caminos siempre.

Y en las cuestas que desde el alto van a los estrechos valles, el olivo, el matorral de carrasco, la salvia y el tomillo perfumando los ambientes. Al fondo siempre, los arroyos mínimos, los ríos definitorios: el Henares por su extremo norte; el Tajuña, corazón con el Tajo y el Guadiela de la comarca toda. Y el Escabas aún con el Júcar formando frontera por oriente, más acá de la sierra de Bascuñana, último murallón hasta el que llega la Alcarria.

 * * *

Con estas líneas quiero abrir una puerta a favor del turismo en la Alcarria. La autoridad regional encargada de promocionar el turismo por toda la Comunidad Autónoma, sabe que hay muchas cosas que declarar a los cuatro vientos, y que Toledo, los molinos de la Mancha, las altas sierras negras y los Cabañeros derroteros son elementos esenciales y primeros. Pero olvidarse de comarcas al parecer humildes sería un grave error. En Castilla-La Mancha existen bellezas recónditas que sólo esperan que se las contemos a la gente, sobre todo a ese gran reservorio de turistas que viven en la gran capital cercana, en Madrid y su Comunidad. La Alcarria es una de ellas.

Por su paisaje, por su monumentalidad, por su gastronomía. Eso para empezar. Y luego contar una por una las altas valías de sus límites y sus contenidos. Doy aquí cuatro pinceladas de lo que personalmente creo es capital en esta comarca.

Libros (siempre insisto en que por ellos ha de empezar la promoción de una tierra, buenas guías que estimulen la visita y dén información veraz y de calidad) libros, digo, existen pocos. Quizás uno de los primeros fue el que escribió José Serrano Belinchón, publicado por Editorial Everest en su popular colección de pastas duras. Y otros, decenas de otros, los que Raúl Torres ha puesto en el mundo con su bello decir y su sonoridad (sus razones hondas también) que aúpan a esta Alcarria conquense.

Pero no es tarea bibliográfica la que aquí pretendo. Es tarea de decir cómo en Madrid, en Guadalajara y en Cuenca tiene la Alcarria preciosos gestos.

Por Madrid, ribera del Tajuña, el propio valle es una verdadera joya de tibiezas y calma: los pueblos de Tielmes, Orusco, Carabaña y Perales van escoltando al río que baja solemne. Y en los altos, el Nuevo Baztán, con su maravillosa traza de Churriguera en edificios y urbanismo, resume historia, paisaje y objetivos: miles de personas pasan cada domingo por aquella planicie en la que, en definitiva, una escueta entidad artística se sustenta.

Por Guadalajara son más abundantes las ofertas. En la provincia alcarreña por excelencia, la capital se extiende en su límite, junto al Henares. Pero en su interior se alzan poblaciones de un carácter histórico y monumental impresionante. Las villas de Brihuega, de Cifuentes, de Pastrana, por citar sólo tres sonoras y de todos conocidas, son elementos que justifican una acción contundente de promoción. A Brihuega llaman «el jardín de la Alcarria», porque además de estar regadas (calles, plazas y jardines) por el agua que surge de las altas rocas hacia el Tajuña, en ella aparecen los impresionantes jardines versallescos de la antigua Fábrica de Paños. Y allí se encuentra el castillo medieval que fue sede de los arzobispos toledanos. O las iglesias de Santa María, San Felipe y San Miguel, joyas inigualables del románico de transición. En Cifuentes se mezcla castillo de don Juan Manuel (que tantos tuvo por toda la región en que vivimos) con arquitectura románica de altos vuelos (la puerta de Santiago) y murallas con joyas del Renacimiento. Y finalmente en Pastrana, hoy más noticia que nunca, al protagonizar su Palacio Ducal la venta que ha hecho el obispado de Sigüenza a la Universidad de Alcalá. Buen porvenir, en todos los sentidos, tiene Pastrana. Pero el turístico es el primero. Ojalá que recibiera de las instancias administrativas regionales el apoyo que merece: el Museo de su Colegiata, con la colección de tapices más impresionante que se guarda en España (después de las de Zaragoza y La Granja) debería recibir una atención inmediata y definitiva. En cualquier pueblo de la Comunidad europea en que tuvieran esos seis tapices, haría ya tiempo que habrían construido, exprofeso, un museo para albergarlos. El embrujo de sus calles, la evocación de sus historias celestinescas, teresianas y ebolescas (por denominar de alguna forma esa mezcla indefinible de aventuras místicas y amorosas que Ana de Mendoza y Teresa de Cepeda protagonizan por sus retorcidas callejas) hacen de Pastrana el lugar ideal para un viaje, para muchos viajes. El paisaje que la rodea, impresionante, es pura Alcarria. Si alguien no sabe definirlo, que se vaya y lo vea.

Tajo arriba, el viajero se encontrará lugares como Zorita de los Canes, con su castillo calatravo; Sacedón, la capital de los pantanos (antiguos pantanos, hoy simplemente charcos embarrados); Pareja, con su evocación de los obispos conquenses en cada calle y en cada palacio; y Trillo, con la promesa de sus Baños siempre en la mano, que nunca cuajan y sin embargo podrían centrar un nuevo valor del turismo alcarreño, el de los balnearios serranos.

Balnearios que, sin embargo, en este lado de la Alcarria sí están cumplidos y gozan de saludable latido: los de Solán de Cabras.

Y ahora en Cuenca. Pero en Cuenca… la Alcarria tiene notables cimas y banderas muy claras: Priego, a la puerta ya de la Sierra, es una de ellas. Con su artesanía del barro tan maravillosa; con su monumentalidad aplaudida y los paisajes que el Escabas le forma tan espectaculares. Por los bajos campos de en torno al Guadiela están Valdeolivas, con ese templo fantástico todavía poco conocido. Y Ercávica, las mejores ruinas romanas de toda la comarca, en las que aún palpita el espíritu de los artistas del Lacio.

Huete es, quizás, el mejor exponente monumental de la comarca en Cuenca. Huete ha sido bien tratado en cuanto a urbanismo, y espléndida suerte la ha cabido en cuando a lo monumental. Sus iglesias, sus monasterios, sus portadas platerescas, su copia innúmera de blasones y frontispicios se miran, como en un espejo, en la restauración hecha al convento de la Merced, en el que ese alcarreño de pro que es Florencio de la Fuente ha puesto el Museo más increíble que ningún turista imaginara encontrar.

Pero basta ya de elogios, basta de palabras solemnes. Aquí lo que pretendo es decir simplemente que La Alcarria existe, que la Alcarria, cabalgando entre tres provincias de nuestra España, es un espacio lleno de maravillas, un territorio que merece ser mejor conocido, con una intencionalidad de globalización, y que debe ser estimulada por quien puede y debe a convertirse en nueva meca de viajeros ansiosos de ver esas maravillas que, escondidas y remotas, aún le quedan a España.

El aljibe de Valfermoso

Desde el mirador de Valfermoso, y a pesar de que la primavera no ha hecho más que apuntar en las ramas, la visión de la Alcarria, con el valle del Tajuña en su centro, es fantástica. Tenemos a los pies un río mínimo, apenas un hilo de agua en esta tierra seca, pero en su torno se adivinan las alamedas fértiles, abrazadas del potente brazo de los campos de cereal, y en las laderas que se ofrecen como la copa de un cáliz por ambos lados, se derrama el aceite de los olivos, la flor de las aliagas, el humilde tono azul del romero que se preña ahora ya de abejas. La Alcarria tiene pocas visiones totales (desde el mirador de Alocén, desde la ermita de los Llanos en Hontoba, desde el santuario de la Virgen del Madroñal de Auñón, desde la meseta de Alcarria sobre Ledanca…) pero este de Valfermoso es quizás el perfil más cierto.

Llegamos a Valfermoso y nos encontramos con el alcalde en la plaza. Rufino Expósito es un buen amigo de viejos tiempos, de caminatas largas y afanes compartidos, que él ha volcado en ayudar a su pueblo y a sus vecinos. Desde hace unos 6 años que lo rige, le ha hecho muchas mejoras. Se nota, sobre todo, por quienes llegan ahora después de muchos años. Y Valfermoso tiene, también porque así era el día, toda la luz y el brillo de la Alcarria en primavera. Nos ha llevado al mirador, que él ha construido con firme baranda metálica y abiertos límites para que dé la sensación a quien en él se ponga de estar volando sobre el valle. Un acierto total.

El aljibe sorprendente

Pero donde la sorpresa de los viajeros se hace mayúscula, es al ver el aljibe del castillo. Aunque ya era conocido, estaba publicado, y figuraba en las guías, recientemente se le ha hecho una limpieza y se le ha dejado en punto de admiración. El aljibe de Valfermoso se convierte así, sin oposición, en una de las piezas monumentales más relevantes de la provincia. Explicaré en brevedad donde se encuentra, y qué pinta tiene.

Valfermoso tiene castillo. Mejor dicho, las ruinas agónicas de un castillo. Aunque de origen más antiguo, medieval sin duda, con la estructura que ahora se le supone lo debió construir a mediados del siglo XV don Pedro Laso de Mendoza, hijo del marqués de Santillana, y señor de la villa, que entonces amuralló al completo, dejando algunos portones para su acceso, y convirtiéndola en auténtico “nido de águilas” donde mantuvo su mayorazgo vivo. Quedó luego en manos de sus descendientes, los marqueses de Mondéjar. El castillo en lo más alto de la lomilla en que asienta el pueblo, tenía un circuito de muralla en cuyo extremo sur se alzaba la torre del homenaje (de la que quedan dos altos muros hasta el nivel de las bóvedas) y en el norte otro cubo de planta circular, de refuerzo.. Entre ellos, el patio de armas, que por mor de los derrumbes, de los edificios construidos en su torno (la iglesia parroquial, por ejemplo, o un gran frontón) y el uso doméstico dado a lo largo de los siglos a sus dependencias, ha quedado como en alto, viéndose ahora en descarnadura el subsuelo del castillo, donde se construyó un aljibe que ha sido ahora lo visitado y admirado. Lo que a partir de ahora va a ser la atracción principal del pueblo.

Este aljibe fue construido, con seguridad por alarifes árabes venidos de Al-Andalus, que aplicaron sus más correctas técnicas de construcción de estos elementos, tal y como entonces se hacía en Granada, en Almería, o en Málaga. Está hecho con la técnica de los alarifes nazaritas. Será de mediados del siglo XV, y sirvió para almacenar el agua de la lluvia bajo el patio de armas del castillo. Hoy se penetra por el piso del aljibe a contemplarlo. El espacio que estuvo siempre lleno de agua. Por eso, desde abajo, su contemplación es más llamativa, y da mayor sensación de grandeza. Es un espacio de unos 10 metros de largo por 8 de ancho, con una altura de casi 10 metros también (equivalente a cuatro pisos de los modernos). Se cubre por dos bóvedas de ladrillo, ligeramente apuntadas, en una de las cuales se abren sendas aperturas cuadrangulares por donde entraría el agua de la lluvia al recinto estanco. Esas dos bóvedas se sujetan, en su parte central, por una línea de columnas que se unen arriba por tres arcos y dos medios arcos a los extremos. Esos arcos, también de ladrillo, ligeramente rehundidos y con aspecto árabe, se apoyan sobre cuatro columnas de piedra tallada, cilíndricas, que a su vez apoyan en basamentas prismáticas muy altas, y arriba llevan a modo de un capitel liso en el que apoyan los arcos.

Es muy curioso ver cómo los muros y las bóvedas de este recinto, que está realmente exacavado en la roca, aunque con piedras sillares en sus límites para evitar los derrumbes, está todavía enjalbegado de mortero y sobre él aparece viva la capa de almagre rojizo que los árabes daban a estos recintos para conseguir su impermeabilización y estanqueidad.

Este aljibe de Valfermoso es conocido desde hace mucho tiempo. Ya Layna Serrano, en su célebre libro sobre los “Castillos de Guadalajara” lo describió y dibujó. También lo estudia y mide Pavón Maldonado, en su obra sobre la “Arquitectura árabe y mudéjar en Guadalajara”, pero nadie lo había visto hasta ahora en toda su majestuosidad completa, puesto que el alcalde actual ha decidido, con el apoyo de todos los vecinos, limpiar de una vez por todas aquel recinto, de los muretes, derrumbes y adimentos y suciedades que siempre lo ocuparon, impidiendo su admiración cierta. ¿Qué ha conseguido con ello? Pues dejar a la vista un espacio arquitectónico que es realmente sorprendente, hermosísimo, espectacular. En todo parangonable a los mejores aljibes árabes del mundo islámico.

Inmediatamente de entrar en aquel recinto, que tiene una luz mágica de reverberaciones rojizas, al viajero le vienen a la memoria espacios como la gran cisterna de Estambul, quizás el mejor y más grande aljibe del mundo musulmán. O las estancias a esto mismo dedicadas en Cáceres (el que fue de la primitiva alcazaba cacereña, luego palacio de las Veletas, y hoy en los bajos del Museo de la ciudad). O la serie de aljibes del Albaicín granadino, especialmente los de San Cristóbal, San Miguel y el de Trillo, este último del siglo XIV, y muy parecido en estructura al de Valfermoso. En cualquier caso, este precioso monumento que los de Valfermoso han sabido rescatar, y está dispuestos a restaurar (realmente es muy poco lo que hay que intervenir en él, cuanto menos mejor, porque se encuentra ahora mismo en unas condiciones perfectas para solamente limpiarlo y ofrecerlo) y a poner en valor con la promoción de su visita.

Valfermoso de Tajuña tiene, con todo, un buen puñado de razones para ser visitado en estos días ya largos y luminosos de primavera: su situación en lo alto del cerro, que llama a gritos para que hasta él se suba; su visión paradisiaca del valle desde el mejor mirador de la Alcarria; y ahora su aljibe moruno, excepcional y entre los mejores de toda España. Un primera fila que acaba de aumentar su valor porque sus vecinos lo han limpiado y han comprendido, por fin, su importancia y su valor.

Yo, para terminar, recomiendo hacer cuanto antes una visita a este aljibe del castillo de Valfermoso. Va a ser una sorpresa agradable para cuantos lo vean, y servirá para reafirmarnos todos en algo que ya sabíamos y aquí se manifiesta: que Guadalajara es un joyel de emociones, una fuente nunca acabada de sorpresas.