Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

febrero, 2002:

San Bartolomé perdido en el monte

La emoción del viaje radica en encontrar cosas nuevas. Que lo sean para uno, para el viajero, y a ser posible (aunque en este mundo trotado es ya casi imposible) para los demás. Esto es: el hallazgo de una pieza artística desconocida, que remueva el cristal del alma y nos proponga una emoción nueva, o nos cambie el punto de vista de las cosas. Esa emoción la han sentido los viajeros una tarde de invierno, nublada y con fuerte viento norteño, en los páramos inclinados de la sierra del Ducado, entre Luzaga y Villaverde del Ducado. Se han encontrado (reconozco que íbamos a tiro hecho) con uno de los ejemplares más puros, simples y emotivos del románico guadalajareño, comentado solamente en los libros que sobre el tema escribieron en su día Tomás Nieto Taberné, Miguel Angel Embid y Esther Alegre, y yo mismo en mi “Románico de Guadalajara”. Por eso de forma más amplia, ofrezco hoy en esta página la forma de llegar hasta allí, la descripción somera del monumento, mla emoción que puede sentir quien con sensibilidad se acerque hasta el edificio. Que añade a su belleza, a su antigüedad, a su valor intrínseco, una perfecta conservación (restaurada por los propios vecinos de Villaverde) y un hálito de misterio evocativo en su soledad montaraz.

Lo que no había sido identificado hasta ahora, era el lugar (despoblado, se les llama) al que este edificio sirvió en la Edad Media de iglesia parroquial: fue el lugar de Portilla, en el alfoz o Común de Villa y Tierra de Medinaceli, hoy en término municipal de Villaverde del Ducado, a 2,9 Kms. al sureste de esta villa, a una altitud de 1.149 metros sobre el nivel del mar, y en unas coordenadas que exactamente son: 40º 59’ 23” Norte, y 2º 27’ 43” Oeste de longitud Greenwich, pudiéndose encontrar referencia en la hoja 488 del mapa del 1:50.000 del Instituto Geográfico Español. Un autor de tanto prestigio como el siervo jesuita Gonzalo Martínez Díez, en su obra “Las Comunidades de Villa y Tierra de la Extremadura Castellana”, sitúa a Portilla en su lugar exacto, a pesar de no haber ido en directo a visitarla. Lo que es seguro es que fue aquello un pequeño lugar de la repoblación castellana, que heredaría un viejísimo castro celtíbero, pues para cualquiera, por poco entendido en el tema que sea, aquel enclave peñascoso, sobre un estrecho y amable vallecejo, frente a muradas altivas y con resguardos de olmedas,  huele a celtíberos que asusta. Ese pequeño pueblo, quedaría vacío de gente en el siglo XVI. Si aguantó la peste del catorce, no pudo soportar el despoblamiento y heridas del dieciséis: nuevas pestes y levas de jóvenes para las guerras, la vaciaron. Quedaron sus casas vacías, luego hundidas, finalmente desaparecidas. Pero la iglesia permaneció, como un milagro.

La ermita de San Bartolomé

Invito a mis lectores a que el primer día que de verdadera primavera se trate suban hasta San Bartolomé. Yo lo hice de diversas maneras. Se puede ir desde Villaverde del Ducado, o andando desde alguno de los caminos que, atravesando el pinar, salen desde la carretera que partiendo de Alcolea del Pinar va hacia Buenafuente. Lo mejor, como hicimos hace pocos días, es subir por el camino que del puente sobre el Tajuña sale de Luzaga en dirección al monte. Nada más pasar unos viejos y extraños chalets el camino se empina, y en la altura surge, -se ve desde lejos- el templo románico. Que está tan bien cuidado, tan bien conservado, que hace falta obstinación y fe para creer lo que es realidad: que es viejo, muy viejo, que fue construido hace ocho siglos, y que se trata de un ejemplar auténtico de templo cristiano de estilo románico rural. De nace única, está bien orientado, teniendo al oriente su ábside de planta semicircular, solo perforado el muro por una estrechísima saetera que al interior se abre e ilumina generosamente. La nave única remata en un presbiterio cuadrilongo, y este a su vez en el semicircular ábside. Al exterior, todo es mampuesto severo, con buenos sillares tallados en las esquinas y aleros, donde además sorprenden la variedad y perfección de los canecillos, geométricos puros, alternando los de tres roleos con los de aspecto nacelado. Tiene dos puertas, estando clausurada/tapiada la del sur, y bien guardada por cancela de hierro moderno la del norte, que permite acostumbrarse la vista a la oscuridad del interior, y así ver que está en uso, cuidada, con una buena pila románica en su interior, un gran arco triunfal tallado en piedra que sirve de paso desde la nave al presbiterio, y un ábside final cubierto por gran bóveda pétrea de cuarto de esfera.

El entorno, cubierto el suelo de esa hierba de niebla que es rala, sutil, pero que da color al ambiente. Y mucha roca caliza, mucha sabina perdida y mucho enebro sobreviviendo. Algún pino suelto y chopos en el fondo de la vega. El viento, como dije al principio, helador y limpio, sin dejar que las nubes que todo lo cubren dejen escapar los copos que se barruntan. Al final, una sorpresa singular y un nuevo monumento que añadir, (al menos en la nómina de estas páginas) al patrimonio artístico de Guadalajara. El estilo románico, tan simple y expresivo, tiene una página más en su álbum. Y los viajeros, que enseguida se acogen al calor del automóvil que ha subido hasta allí sin mayores problemas, felices de haber encontrado la dicha en pocos minutos, la sensación de ser miembros de una comunidad que aquí no habla pero que llena los libros, asombrados de encontrar, hoy, y tan lejos, una iglesia que da testimonio de un pueblo perdido, pero aún permite que la vista se alegre con la sencillez y contundencia de unas líneas bien trazadas. Las que anónimos obreros de la piedra, la teja y el cincel pusieron a este paisaje que es viejo y tiene latido: el valle que desde la altura baja al Tajuña en Luzaga. Un lugar para entender nuestra tierra.

Aquí al lado, Cabanillas del Campo

Al viajero que desde la capital sale en busca de presencias, paisajes y patrimonios por la provincia, se le hace Cabanillas como una mera prolongación de su propia ciudad. Y ni para. Él se lo pierde, porque además de ser un lugar residencial, cada día más grande y hermoso, Cabanillas del Campo es un lugar con historia propia, con patrimonio interesante, y con una abultada nómina de festividades curiosas, lo que constituye un conjunto que merece la pena visitar.

No voy a contar nada de su historia, al menos en detalle, porque ya lo hace un magnífico libro que escribió Angel Mejía Asensio en 1996, y en el que se narra por menor todo el detalle de su evolución histórica, de sus costumbres y de su arte. Pero para dar una pincelada que anime a mis lectores a hacer como yo la pasada semana, que fue darme un paseo por la villa, admirar el templo parroquial en su grandeza, mirar la plaza del Ayuntamiento, callejear por el casco viejo, y luego airear los pulmones en las urbanizaciones cercanas, pueden valer estas líneas.

Cabanillas fue aldea perteneciente a la Tierra y Común de Guadalajara, cuya jurisdicción reconocía. En 1628, el rey Felipe IV le concedió el título de Villa por sí, adquirido por medio de compra por parte de todos los vecinos, manteniéndose desde entonces como villa de realengo, independiente y sólo sometida al señorío del Rey y a las leyes generales de Castilla.

El pueblo de Cabanillas es muy amplio, con nuevas construcciones que han sabido respetar en muchos casos la tradición de la arquitectura rural campiñera. Se ven interesantes ejemplos de ella en la plaza mayor, y calles adyacentes, con algunos edificios de fábricas de ladrillo y piedra sillar. El monumento más singular es la iglesia parroquial, dedicada a la Cátedra de San Pedro. Como un pequeño Vaticano de la Campiña, este edificio construido en el siglo XVI, tiene algunos detalles al exterior de piedra bien tallada, aunque domina la fábrica de ladrillo aparejado con sillar y sillarejo de cantos rodados. La torre, en el ángulo noroeste del templo, es un bellísimo ejemplar de la arquitectura campiñera. La puerta de ingreso, en el muro de poniente, presenta sencillas molduras, arco semicircular y un par de medallones en las enjutas, con toscas representaciones talladas de San Pedro y San Pablo. El interior, de tres naves, es amplio y luminoso. Gracias a las investigaciones de Mejía Asensio se sabe que los arquitectos constructores y directores de tamaña fábrica fueron, ya en los últimos años del siglo XVI, Hernando del Pozo (vecino de Uceda a la sazón) y Pedro de los Ríos (de Toledo). Junto a estas líneas ponemos una vista actual de la iglesia parroquial de Cabanillas, en una perspectiva completa que, para los entendidos en imagen fotográfica, les resultará espectacular y comprenderán enseguida que solo ha sido posible realizarla así gracias a determinadas técnicas de control digital e informático de la imagen.

En las afueras del pueblo podemos acercarnos a admirar la ermita de la Virgen de la Soledad, bien conservada, a la que el pueblo entero cuida y hace objeto de muy especial devoción.

En el término de Cabanillas quedan los restos, mínimos, de otras entidades históricas que merecen ser, al menos aquí recordadas. Se trata, por una parte, del pequeño lugar de Benalaque, cercano al Henares, y a la orilla del antiquísimo camino real de Alcalá a Guadalajara. Hoy está al final del Polígono Industrial del pueblo. Perteneció dicho lugar a don Pedro Hurtado de Mendoza, hijo del primer marqués de Santillana, y Adelantado de Cazorla, quien fundó en él un convento de frailes dominicos en 1502, que más tarde, a mediado de siglo XVI, se trasladará a la ciudad de Guadalajara, dejando el lugar despoblado, progresivamente derruido. En la actualidad, sobre el asiento antiguo de Benalaque, la orden de Santo Domingo levantó una casa conventual y una imprenta, revitalizando vieja tradición, que finalmente se ha dedicado a Centro de Educación de inválidos y discapacitados.

Otro lugar del término es Valbueno, la finca (que así la conocen muchos) del Sr. Borrás. Ya fallecido, sus herederos la mantienen perfectamente. Es este el asiento de un antiguo pueblo, que ya en las Relaciones Topográficas de Felipe II tuvo cabida (según se va a demostrar en las ampliaciones a las mismas que actualmente realiza el profesor don Antonio Ortiz García) y de cuya aparatosidad aún permanecen los restos, bien conservados, de la iglesia-hospital, y del gran palacio de los señores del lugar, los Iribarri o marqueses de Valbueno. Todavía en el siglo XIX estaba ocupado el lugar, y tenía funciones de villa, con Ayuntamiento propio, según dice Madoz en su diccionario. Tenía 33 casas, el edificio consistorial, una escuela de instrucción primaria, y una iglesia parroquial. El señorío correspondía desde siglos atrás a los Iribarri. Hoy está cerrado por una valla el acceso a este lugar, pues es finca particular, como he dicho.

Fiestas de Cabanillas

Posee Cabanillas del Campo un rico y variado folklore, perdido paulatinamente. En una temporada que viví en Cabanillas, me contaron al detalle las fiestas que allí se celebraban. Son estas, pues, noticias recogidas de primera mano, y aquí las pongo por lo que puedan servir de curiosidad y utilidad informativa. Así, por ejemplo, aún los viejos recuerdan la típica tradición de las botargas, que consistían en que, por las fiestas de principios de febrero, algunos jóvenes del pueblo se disfrazaban, con caretas y trajes de colores brillantes, llevando una sonora campanilla, que al oírla hacía a todo el pueblo cerrar sus casas y resguardar los embutidos, pues la misión de estos botargas era entrar por todas partes y recoger chorizos y jamones, así como proporcionar buenos sustos al vecindario.

Las fiestas mayores son el 4 y 5 de mayo, en honor del Cristo de la Expiración: actos religiosos, bailes, cohetes y fútbol. Las más tradicionales son las fiestas del patrón, a principios de febrero. El día 3 es San Blas; el 4, San Blasillo; y el 5 Santa Agueda, que era considerada la fiesta de los hombres casados, que ese día hacían cabezas y mandaban en el pueblo llevando grandes pañuelos en los que iban recogiendo cosas de comer para por la tarde darse una gran merienda. A partir de estos días de febrero, en especial desde el Carnaval, los quintos o jóvenes que ese año debían comenzar su servicio militar celebraban también sonadas fiestas, disfrazándose y organizando de continuo jolgorios y comilonas. También las fiestas de los Mayos se celebraban en Cabanillas con el animado ritual de otros lugares, participando en ellos todos los chicos y chicas. Se recitaban canciones versificadas alusivas, se hacía la ronda por el pueblo, y cada mozo plantaba un arbolillo delante de la casa de la moza que había elegido, la cual, si no le gustaba el mozo, salía al día siguiente con el delantal puesto al revés.

Muy animada era también la fiesta del Domingo de Ramos, en la que se iba en procesión hasta la Ermita de la Soledad, cantando una Salve, y allí el más viejo de la localidad, o el que llevaba la cruz parroquial, daba la esperada voz de «a por los pasteles», con lo que todos los chicos y jóvenes salían corriendo en dirección al pueblo, para comerse cada cual su pastel típico. En la Semana Santa siguiente, había procesiones por el pueblo, y cerca de la ermita dicha se mostraban tres grandes cruces forradas de algodón y empapadas de gasolina, significando el Gólgota.

Entre las más queridas tradiciones gastronómicas de Cabanillas, están el «Pastel del Domingo de Ramos», que era el que comían los chicos del pueblo desde la ermita de la Soledad: se trataba de un bollo normal, con harina y azúcar, pero rellenos con las sustancias más nutritivas y sabrosas: chorizo, jamón, tocino, salchichas y huevos. Luego se adornaba por fuera con trozos de huevo picado; «palomitas» de maíz y todavía se pintaba sobre el pastel la inicial del nombre del dueño o autor de la golosina. También en las fiestas de San Blas se fabricaba la rica rosca del santo, con masa a base de harina, huevo, leche, anís, dándole forma redonda con picotazos en el borde. La ronda de los casados, el día de Santa Agueda, iba por las casas recogiendo las «roscas» que luego se merendaban con chorizo y carnes.

Y este ha sido, en fin, el repaso actualizado y evocador de esa villa que ronda ya los 5.000 habitantes y está alcanzando el tercer puesto en población de todos los núcleos de la provincia de Guadalajara. Un lugar al que, aunque sea un par de horas, merece acercarse y pasearlo. Viendo y sabiendo lo que hay por sus calles, marcando sus horizontes, sonando en el corazón.

Turismo Rutero, por las sendas del Arcipreste

Estos días se está celebrando en Madrid la edición 2002 de FITUR, la Feria Internacional de Turismo, y a ella acude, -juntas sus comarcas, sus pueblos y sus organismos institucionales, juntos sus jerarcas y en mesnada alegre, lo que viene a probar la salud moral de la que gozan todos ellos- la provincia de Guadalajara. Una oportunidad más para dar a conocer al mundo entero que Guadalajara existe, y que Guadalajara es bella. “Guadalajara, la ruta natural”, este ha sido el lema que para la ocasión se ha elegido. Y una hojita de acebo muy chuli, como contrapunto visual, porque ahora ya nada vale si va solo en el soporte de la palabra: hay que dárselo digerido por los ojos a los españolitos del nuevo siglo.

La promoción de Guadalajara de cara a un turismo creciente, debe hacerse como se hace: diciendo y enseñando lo que se tiene. Y si se hace como lo va a hacer la Diputación Provincial, instalando un auténtico y gigantesco “escaparate” en el Centro de Interpretación Provincial que se va a construir en Torija, mejor que mejor. Pero no solo así. A Guadalajara hay que promocionarla con imaginación. Hay que sacarle, como a un lapicero romo, punta de una vez por todas. O punta semana a semana, que también se puede hacer. Estas palabras, que solo pretenden aportar ideas de cara a una mejor promoción de nuestra tierra en los conductos de la imagen y las ideas, caerán en el viento como siempre, y se darán por contentas si no sirven, incluso, para la mofa. Pero a mí me pasa como a un conocido escritor español que murió hace poco: vivo convencido de que solo ganan las ideas de quien se resiste a ser tachado. Y esta que ahora ofrezco, pintada ya, y a través de un Congreso al que desde la administración no se le hizo el más mínimo caso, pudiera resultar interesante. Que se la apunte quien quiera, pero –por favor- que se ponga en práctica, porque tendría un cierto gancho. Lo sé porque me lo han dicho muchos viajeros de la tierra de Alcarria. Y los miles de internautas que la han visitado en http://arcipreste.alcarria.com.

La Ruta del Arcipreste

Esta idea que refresco aquí como aportación a FITUR 2002 es la creación de una Ruta Literaria (y, por ende, turística) más para nuestra provincia. Que ya tiene, y bien consolidadas, las de Cela en su “Viaje a la Alcarria”, y “El Cid” por los altos páramos de Molina y sus sierras. Es la La Ruta del Arcipreste, que discurriría por tres provincias (Madrid, Guadalajara y Segovia) aunque en la nuestra tendría sus más claras referencias e hitos. De una forma genérica, son las tierras de en torno al río Henares, en las provincias de Guadalajara y Madrid, las que servirían de asiento a esta Ruta de andar, ver y evocar. Además se extendería por la sierra central, desde Somosierra al Guadarrama, a caballo entre Segovia y Madrid, con bosques y pedregales por todas partes derramados. Y abarcaría, finalmente, la sotosierra segoviana, y su capital incluída, con el borde de la meseta castellana entre Valdevacas y Riofrío como escenario.

Un esquema para andar y ver

El inicio de la Ruta del Arcipreste en Alcalá de Henares está justificado por creer a este lugar, a esta que es hoy la gran ciudad del Henares, su lugar de nacimiento. Alcalá ofrece pocos vestigios del Arcipreste y su época, pero sí una Universidad espléndida, y un grupo de monumentales Colegios y Conventos que la hacen viva en su mejor época, los siglos XVI y XVII. En su Plaza mayor puede evocarse, a través de la vida y la bulla diaria, la figura andariega de Juan Ruiz.

Se caracteriza la poética arciprestal por su viveza y su movimiento. Es el propio Libro de Buen Amor el que camina. Así, de Alcalá se pasa por Guadalajara, donde algunos antiguos templos mudéjares del siglo XIV están claramente entroncados con la presencia del Arcipreste, que los conocería, los visitaría e incluso diría misa en algunos de ellos: Santiago, Santa María, las ruinas de San Gil…

De aquí se va ascendiendo, por las orillas del Henares, hacia Sopetrán e Hita. El enclave de Sopetrán, con su monasterio de monjes benedictinos, cinco veces fundado y cinco veces abandonado, evoca con fuerza al Arcipreste, porque él siempre tuvo especial cariño, y buscó como puertos seguros, los abadiatos de San Benito. Además de ser un cruce de caminos, geográficos e históricos, en el que las luchas y los amores de moros y cristianos tuvieron su lugar.

En Hita, en la altura del pelado cerro, tras la traviesa del cuestarrón y la puerta de la muralla, en llegando a la Plaza Mayor, parecen resonar los versos del Arcipreste. Todo en Hita es verso y es Arcipreste. Los ladrillos de las iglesias (San Pedro, San Juan, Santa María…) las piedras de la muralla, la sombra rotunda del castillo, el frescor de los bodegos, las callejuelas que bajan y dan vista a la campiña larga y luminosa… Este es el eje de la Ruta, el lugar donde el Arcipreste tiene su monumento cordial, la atalaya que busca todo viajero que lleva el Libro de Buen Amor en la mano.

De aquí, se busca la sierra. Por Espinosa se sube a Cogolludo, y de aquí a Tamajón, para acercarse hasta las ruinas mínimas de lo que fue el lugar de El Vado, donde Juan Ruiz cantara a Santa María. La sierra está encima, pero la dejamos momentáneamente para buscar el valle del Jarama. Río abajo llegaremos a Uceda, también atalaya de este río preserrano, y a Torrelaguna, donde los sones del gran cardenal, de ese Cisneros que posiblemente tuviera en su sangre gotas arciprestales, y no de galanura, sino las pocas que llevara de severidad y razonamiento.

Al fin, la Ruta llega a la Sierra pura. Se va a Buitrago, sede mendocina y hoy amurallado enclave que en la Edad Media veía el paso de peregrinos y atendía en su mercado las voces más variadas. Por el costado sur de la Somosierra, entre prados y robledales, se va a Lozoya y a Rascafría. Y a poco de visitar El Paular, se toma el puerto de Malangosto, por donde el Arcipreste, en lucha y amores siempre con las serranas que guardan puertos, alturas y rebaños, cruza a la tierra de Segovia. Hoy el paso se hace por el puerto de Navafría, que no es malo, pero al menos se puede ir en coche. El de Malangosto es todavía para montañeros y andarines.

La tierra de Segovia es bien conocida y querida por el Arcipreste. Tiene lugares en ella donde dice querer quedarse para siempre. Sería uno de ellos Valdevacas. Sería otro Sotosalbos, al pie del puerto, donde diría misa en la hermosa iglesia románica de la villa, y donde acudiría más de una vez al monasterio, hoy pura ruina, de Santa María de la Sierra, también de benedictinos. Desde estos lugares, se dirige Juan Ruiz en alguna ocasión a la ciudad, a Segovia pura, donde se pasea por el mercado, y va de fiesta. Pero le asusta la bullanga, se atemoriza de ver exceso de gentío. Él es de hablar sentencioso y listo, pero a unos pocos, a un redondel de caras. Segovia tiene, como capital de esta tierra luminosa y fría, una lugar preeminente en la Ruta y andar del Arcipreste.

Que baja luego hacia el oeste, y se llega a Ferreros (hoy Otero de Herreros) y a Riofrío (también lugar, y pequeño, al pie de la sierra) antes de meterse otra vez en los bosques de Valsaín, y de perderse, como solía hacerlo cuando trataba de cruzar la línea de la altura, por las cuestas del puerto de la Fuenfría. Paralelo a Navacerrada, este puerto es hoy poco transitado. Desde la tierra de Segovia pasa a Madrid y arriba a Cercedilla.

En estos prados y fresnedas, hoy ocupados en exceso por pueblos extendidos, urbanizaciones sin fin, autopistas y enlaces carreteriles, el Arcipreste de Hita llega a la tierra de Madrid. Y por ella se pasea. Cerca del puerto de los Leones, en la altura pedregosa del Guadarrama, están las Peñas del Arcipreste, un hermoso lugar de rocas enhiestas y espectaculares que evocan la presencia del juglar por estas sierras. De allí se baja ya a las orillas del río, todavía cristalino y sonoro, y se llega a Manzanares, el lugar donde la presencia de un hermoso castillo del siglo XV, y el eco de los versos del marqués de Santillana, que en tantas cosas entroncan con las estrofas de Juan Ruiz, parecen crear un mágico entorno en el que la Edad Media castellana se conjuga y adensa. En este castillo, modélico espacio donde la cultura y la historia tienen hoy su asiento, podemos poner fin a esta Ruta del Arcipreste, que discurriría por tierras de Madrid, Guadalajara y Segovia, y que vuelvo a proponer como espacio cultural y evocador para viajeros.

Una forma de añadir valor a esta tierra, que solo tiene dos, fundamentalmente: su cuerpo serrano, su patrimonio artístico, su cara bonita. Y el agua que brota de debajo de cada piedra. Si esta última se la siguen llevando sin apenas darnos nada a cambio, vamos nosotros a poner puesto en la Feria, y decirle a todos lo que somos, lo que tenemos, lo que estamos deseando ofrecer. Además de esa “Ruta Natural” del eslogan de hoy, este manantial inacabable de posibilidades que podría tomar cuerpo en la Ruta del Arcipreste, aquí una vez más planteada y ofrecida (tal como se diseñó en el Congreso Internacional para la creación de la misma, en 1997) por si alguna autoridad llegase a aceptar esta idea que llueve de otra nube distinta de aquella en la que su propio caletre y el de sus asesores viven.