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noviembre, 2001:

Campos, paisajes, luces… la Alcarria

 

Ayer jueves se inauguraba, en la Sala de Arte de Ibercaja en Guadalajara, una exposición más de Jesús Campoamor, el pintor de las alcarrias luminosas. Se trata de unja nueva entrega de visiones alcarreñistas en el contexto de una madura permanencia de estilo y querencias. La amplia obra de Jesús Campoamor, que ha ido dando consistencia a una Alcarria que todos intuimos, que todos reconocemos, pero que quizás por poética y elaborada nunca vemos, está retratada en estos grandes lienzos, que son elaborados con la pasión y el amor de quien solo concibe así la vida: con pasión continua y con amor desbordado.

CAMPOAMO.GLO

Cuando uno abre las páginas del libro virtual El arte alcarreño a través de los tiempos, se encuentra con la presencia de nombres y figuras de todo tamaño y valor. Desde los remotos y felices hombres del Cuaternario que dibujaron sus retratos, los de los animales de su entorno, y las danzas que practicaban en la Cueva de los Casares de Riba de Saelices, hasta la escultura dinámica de Paco Sobrino; o desde la solemne palidez de las esculturas de la portada de Santiago en la parroquia románica de Cifuentes, hasta el matiz luminoso del paisaje de Raúl Santos, recientemente desaparecido. En ese libro magno, apasionante y múltiple, que un día alguien tendrá  que escribir, surgen los nombres y las piezas. Es un mosaico multicolor en el que se agitan las formas y fluyen los estilos: Vandoma, Lorenzo Vázquez, Antonio del Rincón ó Mayno: todos han puesto, con su luz de Alcarrias, de Sierras y de Campiñas, la dimensión de su inspiración en las páginas de ese «arte alcarreño» que nunca acaba.

Una de las páginas de ese libro está ocupada, con derecho propio, por Jesús Campoamor y Lecea. En el capítulo de los pintores, se nos ofrece con la fuerza de una originalidad propia y un concepto muy personal del arte. Nació este artista en Guadalajara y vivió la infancia y juventud en las décadas difíciles de la posguerra. Es en arte un autodidacta, dejando que sea su inspiración, siempre poderosa, la que se adueñe del campo en el que la creatividad debe expresarse. Todas las dimensiones del lenguaje artístico han sido probadas por Campoamor: desde la palabra (demostrando poseer los resortes intelectuales suficientes de un poeta) hasta la ruta de los volúmenes en la escultura, pasando lógicamente por la planicie coloreada de la pintura.   

 La obra de Campoamor se ha ido fraguando a lo largo de los años. Más de 40 lleva en esta empresa de creador. Solo el esfuerzo y la experimentación le han hecho cambiar de estilo, aunque el fondo de su expresividad ha sido siempre el mismo. El paisaje alcarreño ha tenido siempre la consideración de figura estelar en su temática. El mérito de su aportación, el modus apparendi, ha sido generalmente la exposición, la muestra individual o colectiva, y en muy escasas ocasiones el certamen o el concurso, al que en concreto no ha acudido nunca. El modo, pues, de conocer la progresiva aportación de Jesús Campoamor a la historia del arte alcarreño, es el de examinar y valorar sus exposiciones individuales, que suele presentar cada tres o cuatro años. Y fue ayer concretamente, 29 de noviembre de 2001, que en la Sala de Arte de Ibercaja de Guadalajara, se abrió al público precisamente una muestra con las últimas obras de nuestro autor. 

Las frases anteriores, como preámbulo de esta noticia, sólo han perseguido centrar levemente en el tiempo y en el espacio a Campoamor Lecea. Es por lo que ahora debemos plantearnos el valor y el significado de su obra. Esta discurre muy especialmente sobre el paisaje de las tierras de Guadalajara. Siempre lo ha hecho. Ha podido cambiar la técnica, el enfoque, la resolución de aspectos puntuales: pero el interés por el objeto ha persistido a lo largo de los años. La preocupación trascendental del pintor ha sido la de captar la esencia de la tierra y del cielo que le circuyen. Si el pálpito de un país, como decía Laín Entralgo, se constituye por su tierra, su cielo, sus pueblos y sus gentes, la elección de Campoamor ha recaído sobre los dos primeros elementos, que ha tratado de desmenuzar progresivamente hasta llegar a la entraña de su esencia. Y así, tras haber pasado por el retrato del paisaje, ha alcanzado finalmente (ahora volvemos a verlo) la gracia de poseer su razón y su enjundia, la visión espiritual, el peso onírico que todo pedazo de tierra tiene. De este modo, el paisaje de Guadalajara, en un largo proceso de síntesis y análisis de formas y colores, ha cuajado en la obra de Jesús Campoamor, que es síntesis y esencia de nuestra tierra.

 No es aventurado ni excesivo, creemos, afirmar que la figura que hoy protagoniza estas páginas es uno de los mejores pintores con que cuenta la historia del arte en Guadalajara. Saberlo no supone nada nuevo, pues lo sabemos de otros. Pero poder contemplar en directo y ver por nuestros propios ojos, en un marco magnífico, sus últimas batallas con el color y las distancias, es un privilegio del que no podemos evadirnos. Será una buena ocasión para encontrarnos, en torno a la expresividad plástica y paisajística de Campoamor, todos cuantos de alguna manera amamos el arte y su infinito fluir.

Aparte ahora de cualquier literaria apreciación del color, de las formas y las evocaciones que sus pinturas nos transmiten, quisiera poner desde un punto de vista técnico los límites de  la pintura de Campoamor. Está sin duda enmarcada en los cánones del figurativismo mágico: sus paisajes son reales, pero no existen. Están diseñados desde el otro lado de la realidad, el de la fantasía, pero cualquiera sabe, al ponerse ante ellos, que algo así ha visto alguna vez en su vida, al menos cuando cruzó por los campos de la Alcarria y de la provincia de Guadalajara.

Su minuciosa técnica, perfeccionista, elegante, pulcra, medida en las gradaciones y atenta a los contrastes, depura la realidad de cualquier anécdota y se acerca a la perfección necesaria. La opinión de los grandes críticos de arte en España ha sido coincidente siempre: la técnica y la inspiración de Jesús Campoamor crea un estilo propio, un estilo que le hará quedar en las primeras filas de los artistas plásticos de la segunda mitad del siglo.

Y para terminar, y desde un punto de vista meramente emocional, poético, también Campoamor va más allá de la búsqueda, y puede decir con el clásico que él no sólo busca, sino que encuentra: esos paisajes en verdes suaves, en azules, en ocres desvaídos y perdidos como en una niebla de día claro, como en una calima de tormentoso presagio, están ahí porque él los ha inventado, y los demás los encontramos porque el artista los ha puesto sobre el lienzo. Creatividad nacida de la emoción y de la paciencia medida, que es la medida justa que ha de encontrar quien se dice artista.

Jesús Campoamor, y esta nueva exposición de lienzos con paisajes alcarreños que ahora se ofrece en la sala de Ibercaja, durante todo el mes de Diciembre, viene a poner nuevamente viva, en pie de paz y sorpresa, la eterna discusión que en torno al arte moderno todos consideran: el encuentro de lo real con lo soñado. En estos paisajes todos reconocerán el suyo, y lo sabrán nuevo.

Segorbe y la Cartuja del Vall de Crist

 

Este pasado verano, con otros amigos de la tierra levantina, fuimos a visitar las ruinas de la Cartuja de Vall de Crist, en término de Altura, un pueblo grande que está junto a otro más grande, Segorbe, en la provincia de Castellón. Cantaba la chicharra para aliviar el calor profundo, y entre los pinos y los algarrobos surgía la inmensa ruina de lo que parecía ser una construcción inacabable, hoy solamente centrada en los altos muros y la destartalada portada gótica de su principal templo. Leím en una guía que la Cartuja había sido fundada por el rey aragonés Martín el Humano, en 1385, y preguntando a un grupo de jubilados que circulaban por un camino entre huertas, pudimos llegar y admirar el legado dormido de tanta grandeza.

Lo que no nos podíamos imaginar es la cantidad inmensa, increíble, de obras de arte, de historia, de personajes y de sucesos que se fueron acumulando en aquella Cartuja, durante los siglos siguientes, hasta llegar al XIX en que la Desamortización la vació de monjes y dispersó su rico patrimonio. Lo pudimos comprobar visitando poco después el Museo Provincial de Castellón de la Plana, ubicado en un moderno edificio que ofrece, entre otras sorpresas a tener en cuenta, una colección total de la cerámica castellonense, y sobre todo, restos de altares, de pinturas, de esculturas, de orfebrería y de telas procedentes de la Cartuja de Vall de Crist. Por todas partes San Bruno, sus albos compañeros, las series de cuadros narrando historias, las mejores firmas del País Valenciano… y fue un consuelo comprobar que aquella riqueza histórica, hoy casi oculta entre la frondosidad campestre de las sierras del Alto Palancia, se ha salvado en buena medida. Para eso están los Museos, y uno como el de Castellón es capaz, con amplitud y gusto, de ofrecernos aquellas supervivencias.

La luz de las imágenes

Pero la sorpresa se ha ensanchado cuando, poco después, este mismo otoño, hemos vuelto por la tierra castellonense y hemos visitado en Segorbe la exposición “La luz de las imágenes” que ha conseguido reunir, con un mancomunado esfuerzo de gentes, instituciones y empresas, toda la riqueza artística de esa poco conocida diócesis oriental.

Segorbe es un pueblo grande, como lo son los valencianos, encaramado en un risco al que ya ocuparon los hombres primitivos, y luego los romanos, que por allí asentaron la conocida Segóbriga de los itinerarios latinos. Moros y cristianos la disputaron, y en el siglo XIII, a poco de su reconquista por Jaime I, se consolidó la diócesis que estaba funcionando desde algo antes, desde 1176. La idea que ha tenido conjuntamente el gobierno regional de la Comunidad Valenciana y su grupo de sedes episcopales, de hacer como en Castilla-León unas periódicas y amplias muestras del patrimonio religioso, ha cuajado este año allí, en la altura castellonense. Lo hizo el año pasado en la misma Valencia, en su catedral, y lo hará al año próximo en Orihuela (Alicante). La idea, feliz como pocas, ha dado el máximo de sus posibilidades en lugares de la Castilla eterna como Salamanca, León, Ávila, Zamora, El Burgo de Osma…. pero en el país valenciano lo han sabido hacer también con todo rigor y elegancia.

De este modo, “La Luz de las imágenes” que ahora se expone en Segorbe es todo un reclamo para ir hasta esa población, que será una sorpresa para muchos, y para admirar lo mejor del patrimonio artístico de su diócesis, hasta ahora difícil de contemplar en su conjunto, pues se halla habitualmente disperso por museos, parroquias apartadas, incluso en colecciones particulares.

La colección se articula de acuerdo a la arquitectura del edificio catedralicio. En la parte más alta de la ciudad, habiendo crecido a empujones, primero como parte de la misma muralla, y luego ampliándose en el difícil equilibrio de la cuesta, la catedral de Segorbe está basada en un núcleo inicial de estilo gótico, sobre el que se han ido añadiendo edificaciones del Renacimiento, del barroco y del neoclasicismo, de tal modo que, como le ocurre a la mayor parte de las catedrales hispanas, es en sí misma un museo de estilos y detalles.

Esta exposición se ha hecho al compás del crecimiento de la catedral. Y así vemos que en la zona del claustro que es eminentemente gótica, se han expuesto los grandes retablos de esa época, los enterramientos, las rejas y cruces plateadas de la Edad Media. No cabe aquí detallar elementos, porque todo es una sorpresa que se reserva al viajero: decir que, (como una impresión muy personal de esta visita) solo con admirar los suelos pintados imitando la azulejería medieval que aparecen en la mayoría de estos cuadros y retablos, podrá el viajero disfrutar un buen rato.

Después aparecen piezas del Renacimiento en la parte del claustro que fue construida en el siglo XVI. Y finalmente, en el interior del templo, que es de nace única con pequeñas capillas laterales, el espectador se sentirá (porque así lo han preparado los organizadores) en un espacio mixto que comulga del diseño museístico pleno, y de la abierta espacialidad del templo catedralicio. En el primero de esos espacios se exponen muchas piezas de orfebrería, relieves alabastrinos de origen italiano, casullas y cuadros, y en el segundo se alza, a una altura jamás imaginada, el retablo de Masip al completo. Un retablo que el pintor valenciano realizó entre 1525-1531, y que ofrece tantas pinturas (sus temas son los clásicos de la vida de Cristo y María) tan hermosas, tan perfectas, que dejan boquiabierto al espectador. Que se alegra doblemente al verlo todo junto, pues este retablo, por ser tan grande, enseguida hubo de desmontarse, y desde hacía muchos años estaba disperso en museos y otras iglesias. Un gran entablamento lo sostiene hoy con todos los cuadros puestos en sus sitios. Un monumento auténtico.

Y entre todas estas joyas, que al viajero y curioso entretiene su visita casi tres horas, siempre con guías perfectas preparadas al efecto, surgen aquí y allí los recuerdos de la Cartuja de Vall de Crist: una casulla con su escudo, unos azulejos de una sala capitular, un cuadro del refectorio…. el poder de los obispos (aquellos magnates del Renacimiento que fueron Gilabert Martí y Gaspar Jofre de Borja) equilibrado con el de los abades cartujos. Una memoria perdida en el aire, que esta exposición recupera, y como su propio título indica, toma la luz de los objetos y los devuelve al mismo aire. Una sensación –no exagero, la sentí realmente- de que la exposición no está agarrada a las paredes o al suelo: está flotando en el aire.

La ciudad, además, ha recuperado en buen modo su aire valenciano de dentro, su sentido de ciudad antigua, rural y señorial. Segorbe ha recuperado calles, fachadas y hasta algunas viejas iglesias, como las de San Martín o de San Joaquín y Santa Ana, a las que se acude tras ver la catedral, sin pérdida, gracias a que por el suelo de las empinadas callejas se ha dibujado un festón o puntilla que nos guía.

Una experiencia única que recomiendo a tantos viajeros y paisanos que gustan de echarse al mundo a ver imágenes perdidas u olvidadas. En Segorbe, hasta la próxima primavera de 2002, va a estar abierta la piedra antigua, iluminada por la luz de sus imágenes. Pero, si estas palabras que son relativas a una tierra que no es la nuestra, las traigo aquí, y aquí refiero uno de mis viajes por España (es ese, sin duda, el mejor ejercicio que puede hacerse cuando se tiene tiempo libre) es porque las horas que me llevó visitar esa exposición, como antes las que se me fueron viendo las “Edades del hombre” en Zamora, en El Burgo de Osma, en Avila… me trajeron a la cabeza las posibilidades que nuestra tierra de Guadalajara y de la región castellano-manchega tiene para poder montar exposiciones similares: llámenla como quiera, el hábito no hace al monje, pero póngase al general conocimiento los tesoros que la Iglesia Católica acumula en sus templos, en sus museos, en sus sacristías y reconditeces. ¿Alguien se imagina cómo luciría la catedral de Sigüenza ofreciendo entre naves y claustro, añadida de capillas como la del Doncel, o espacios como la cerería, toda la riqueza patrimonial de la diócesis? No toda, porque no cabría en ella: lo más granado.

Pues curiosamente esto ya se pensó hace años. Yo estuve en el grupo que inició los trabajos para poner en marcha semejante propósito, y todo se paró desde Toledo, la Nínive del siglo XXI, el castillo de las hadas: la mano que nos gobierna lo paró. Sería una buena idea (que se pueda apuntar quien quiera, desde lo alto) montar en las tres grandes catedrales castellano-manchegas, a exposición por año, otras tantas muestras de la riqueza artística que el pueblo del que somos herederos fabricó a lo largo de los siglos. Eso sí que es reconocer enraizamiento: Toledo, Cuenca y Sigüenza, siguiendo la estela de Castilla más León, de Valencia… en cualquier caso, y a falta de cuajar los sueños, bueno será acercarse este invierno por Segorbe. Se aprende mucho, y se disfruta más.

Almenara, un castillo mendocino en la Mancha

 

Aunque a muchos el Cardenal Mendoza les siga pareciendo un personaje torvo y antipático (especialmente a raíz de la colocación de su estatua brocínea en la lonja del palacio del Infantado, demasiado oscura en su tono, y triste en su escorzo) hay que reconocer que a Guadalajara le hizo muchos favores, y su memoria ha estado siempre prendida de libros y discursos, de ejemplos y representaciones, quizás antes, -en la evanescencia de su memoria-, con mayor tranquilidad que ahora que le vemos físicamente encima de su pedestal.

El Cardenal de España don Pedro González de Mendoza, canciller del Reino con Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, factotum de la unificación peninsular e introductor del arte del Renacimiento en Castilla, dejó buenas pruebas de su quehacer constructivo y fundador por Guadalajara y su entorno. Ya he hablado muchas veces de ese tema. Por eso, si le traigo hoy de nuevo a esta página, es porque hay un lugar en Castilla-La Mancha que le debe especialmente a él, y luego a su lejana heredera la Princesa de Éboli, la visión espectacular de un edificio que recientemente he visitado y recomiendo hacerlo a todos cuantos me lean. Se trata del castillo de Almenara, en la provincia de Cuenca, no lejos de nuestros propios términos provinciales.

Llegar a Almenara

Circulando por la carretera que nos conduce desde Tarancón a Villamayor de Santiago, poco después de circunvalar Pozorrubio, y siempre en la provincia de Cuenca, nos desviamos a la izquierda por una tranquila carretera hacia La Puebla de Almenara. Por ella nos encontramos pronto con la visión, de frente, hacia levante, de los altos de la sierra de Almenara o sierra Jarameña, y en ella, perdidas y medio fundi­das con las manchas de encinar se distinguen nítidas y retadoras  las ruinas colosales de lo que debió ser en la antigüedad una  magnífica fortaleza. Es la que se conoce como castillo de Almena­ra, un edificio, arruinado ya en gran modo, que todavía mantiene  su estampa señorial y fantástica, y que invita, con llamada nítida y resuelta, a su visita y al disfrute de la  imaginación en su torno.

Este castillo de Almenara tiene su origen perdido en la  leyenda. Dicen las consejas populares que lo fundó el caballero  castellano Alvar Fáñez de Minaya, a quien en toda la comarca de Alcarria y norte de la Mancha se tuvo siempre como un héroe  legendario conquistador de tierras, villas y castillos. Es muy posible que en época árabe, ya existiera una torre o pequeña  fortaleza vigilante en su emplazamiento, pero es indudable que la  actual edificación fue construida tras la toma del territorio por Alfonso VIII, a finales del siglo XII, y posiblemente sería la  Orden militar de Santiago, propietaria desde muy pronto de toda  la comarca circundante, la que se encargara de construir este  magnífico bastión guerrero.

A mediados del siglo XIV estaba en poder del infante don Juan Manuel, que como ya es sabido fue señor de numerosos castillos extendidos por toda España, de tal modo que era capaz  de viajar desde Navarra hasta Murcia, pernoctando siempre en  algún edificio de su propiedad, muchos de ellos en tierras alcarreñas. Este magnate, dueño también del  territorio circundante, dio en esa época una carta‑puebla con  posibilidad de repoblar una localidad que surgió en la parte baja del valle, y que denominó La Puebla de Almenara. Trátase del  actual pueblo, en la carretera, quedando entonces el castillo  aislado, y progresivamente abandonado. 

En el siglo XV, el alcázar pasó por varias manos, y a finales aparece como propietario de la fortale­za un tal Juan de Heredia, a quien en 1487 se lo compró don Pedro  González de Mendoza, el Gran Cardenal de nuestra Plaza de los Caídos. Posiblemente en  esta época inició su construcción tal como hoy lo vemos, pues  indudablemente los restos actuales pertenecen en su inmensa mayor  parte y general estructura a la segunda mitad del siglo XV. Es  más, sobre una de las torres del edificio, aparece un escudo con  las armas puras de Mendoza, lo que evoca el entorno de esta familia como  constructora del recinto. Es posible, incluso, pensar en Juan de  Zamora (arquitecto de la fortaleza de Iscar en Valladolid) como artífice material y maestro de obras de la  fortaleza de Almenara, pues en ambos edificios se utilizan exac­tamente las mismas soluciones arquitectónicas.

En el siglo XVI, en su segunda mitad, aparece como  propietaria del castillo de Almenara la princesa de Éboli, doña  Ana de Mendoza y de la Cerda, señora también junto a su marido Ruy Gomez de Silva, de Pastrana, Sayatón, Escopete y otros  lugares de la Alcarria. Lo había heredado de su padre el conde de  Mélito, hijo segundo del Cardenal Mendoza.

Visitar Almenara

Es fácil visitar la fortaleza de Almenara. Con coche se llega, subiendo desde el pueblo hasta su cerro por la carretera que va a Villamayor, a una ermita y Bar donde se deja el coche y se asciende, andando, en poco más de cinco minutos. Los más escaladores pueden acceder por donde lo hicieron los viajeros hace pocos días: por su espalda de poniente, a través de un camino de tierra que le bordea entre encinares, y donde se consiguen las mejores fotografías a la caída de la tarde. Desde un barbecho se sube, trepando sin dificultad, hasta la fortaleza.

A pesar del estado de ruina en que actualmente se  encuentra la que fue gran fortaleza de Almenara, aún reúne los suficientes elementos para observar con amplitud la estructura y  detalles de lo que todo un castillo medieval era: en la altura  del cerro, sobre el pico de unos serrijones cubiertos de bosque­cillos de encinas, aparece el conjunto de los dos recintos que  tenía el castillo. Su aspecto, sea cual sea el lugar desde el que se mire, es siempre de poder y altanería. Parece como si la tierra, alzada en esa sierra dura y rocosa, no tuviera ya más techo, y este estuviera muy cerca, que el propio cielo.

Es interesante recordar aquí la descripción que de estas ruinas hacían en 1578 los vecinos de La Puebla de Almenara, en lo que se han dado en llamar las “Relaciones Topográficas” de Felipe II, relativas a ese pueblo conquense. Este texto, a pesar de su sencillez, viene a poner ante nuestra  imaginación la grandiosidad de este edificio, que aún por enton­ces, y a pesar de estar totalmente aislado en medio del campo,  constituía toda una fortaleza de respeto. Decían así: …la dicha  villa tiene una fortaleza, que se dice el Castillo de Almenara,  que está en la Sierra Jarameña en un cerro alto, que está entre el término de la dicha villa y el de la de Villamayor, que es de  la Orden de Santiago, que tiene tres puertas principales. La  primera está en la primera cerca, hacia poniente; y la otra junto al rebellín; y la otra en el cuerpo de la fortaleza. Y hay una  cerca que tiene seis cubos, y la dicha cerca diez pies de ancho.  Item, tiene unos sótanos antes de llegar al patín a la redonda del alxibe, que son caballerizas, que podrán estar en éllas cien  caballos, y sus portales y zaguán. Item, tiene la dicha fortaleza  un patio enlosado y en medio de él un alxibe de agua, que tiene  el patín a la redonda cien pasos, y el alxibe con mucha agua y  buena, con ocho lumbreras de hierro y sus cerraduras, y corredo­res arriba. Item, hay una sala que se dice la Guardarropa de  arriba, que tiene muchas piezas y rodelas y escopetas y tiros  pequeños de campo, y ballestas, y tiene la dicha sala dos venta­nas con sus rejas. Hay otra sala, que se dice la Guardarropa de  Abaxo, que tiene algunas corzas y armas viejas, y en ella hay una  tahona, y tiene dos puertas y una ventana con reja grande. Item,  hay treinta y cuatro aposentos altos y baxos en la dicha fortale­za. Item, una ronda en la dicha fortaleza, que tiene ciento y  cinquenta y seis pasos, y doce ventanas, y cuatro aposentos y una  campana, y una torre que se dice del Homenaje. Item, tiene la  dicha fortaleza veinte rejas grandes de hierro a la redonda de la fortaleza. Item, cuatro tiros, los dos grandes y los dos pequeños, de hierro. Item, hay siete chimeneas en los aposentos, y  está en un cerro armada sobre piedra.

Sorprende a cuantos lean esta relación, y hoy visiten Almenara, la destrucción que el paso de los últimos cuatro siglos  ha impreso sobre lo que aun en 1578 era toda una maravillosa  fortaleza medieval bien conservada. Efectivamente, nos encontra­mos con que fundamentalmente presenta dos recintos concéntricos. Se alarga la fortaleza de norte a sur, y se amoldan sus construc­ciones diversas a las irregularidades del terreno, especialmente  escarpado por el poniente.

El recinto externo es casi lo mejor conservado. Encon­tramos en la parte sur un fuerte mural, íntegro, en el que sobresalen algunas torres, especialmente llamativa la de planta pentagonal que remata el extremo meridional de la fortaleza. En el extremo  noreste de esta cortina, aparece una torre fuerte rematada en sus  ángulos con refuerzos cilíndricos, en la que aparece la entrada, dispuesta en zig‑zag. Todavía otra fuerte torre de planta circu­lar defiende a Almenara en su extremo norte, siguiendo por el  costado de poniente el recinto externo, aquí más débil por estar  rematando una fuerte escarpadura de muy difícil acceso. Este  costado es especialmente interesante, por la variedad de perfiles  que consigue, al ir alternando pequeños salientes y torreones  cilíndricos y triangulares, que en la distancia le confieren un  valor estético indudable.

Este fuerte recinto externo descrito, auténtico bastión  defensivo, encierra en su interior al castillo propiamente dicho.,Este es una construcción muy irregular, en la que indudablemente  aparecen algunos fragmentos de muro, en su costado occidental, de  aparejo antiguo y que demuestran haber sido ésta una fortaleza muy remota en su construcción, incluso posiblemente árabe. Sobre élla, como he dicho, el Cardenal Mendoza a finales del siglo XV levantaría la construcción aun existente. Al recinto interno se accede a través de una abertura amplia en el muro de lo que  viene a ser un patio o recinto previo situado al sur del cuerpo central del castillo. En éste, muy derruido, sobresalen por el costado de poniente dos torreones de planta semicircular, y en el  interior, los mínimos restos de habitaciones, caballerizas, y bajo el patio central un amplio aljibe, revestidas sus paredes de  una sustancia impermeable de antiguo origen, y todo él rodeado por estancias arruinadas, destechadas, que servirían de caballerizas. Se han realizado no hace mucho algunas tareas de reconstrucción por parte de la Diputación Provincial de Cuenca, que hacen alentar la esperanza de que, si al menos no se reconstruirá nunca, sí que evitará su desplome total.

A pesar de esa ruina actual, merece realizar una visita, pues pocas veces es dado al viajero contemplar, aisladas en pleno campo castellano, unas ruinas de  tan magnífico aspecto como estas, que revelan el esfuerzo y la atención que a sus constructores supuso. Es, en todo caso, un  bello ejemplar de castillo castellano‑manchego, elocuente resto de un modo de vida y de lucha en el Medievo, y que por añadidura lleva en gran modo el sello indeleble de los Mendoza, de su jefe familiar a finales del siglo XV, don Pedro González de Mendoza, el gran Cardenal.

La Halconera de Hita, novela y realidad

Una sorpresa literaria nos ha deparado el otoño. Y esa sorpresa se va a materializar en sendos actos de presentación la semana próxima. El primero, será el miércoles 14 de noviembre, a las 8 de la tarde, en el salón de actos del Palacio del Infantado. El segundo, quizás más entrañable y directo, al mediodía del próximo sábado 17 de noviembre, en “La Casa del Arcipreste”, en el cerro de Hita. La sorpresa radica en un libro que aventa recuerdos y los hila en una historia fabulosa. Una novela, en definitiva, que, aun siendo la primera de su autora, confirma lo que ya se sabía de ella, y que no es otra cosa que la firme seguridad que manifiesta al pisar los caminos de las letras. Porque esta obra se alza perfecta, en medio de la densa nómina de la literatura alcarreña, como un documental novelado sobre la vida medieval en la Hita de siempre.

La Hita judía y medieval

Fue el profesor don Manuel Criado de Val quien, va ya para 25 años, nos ofreció en una obra inolvidable la “Historia de Hita y su Arcipreste”, leída más en el extranjero que entre nosotros, porque nunca nadie fue profeta en su tierra, y en el caso de los escritores mucho menos. En aquel libro cuajado de novedades, sorpresas y acontecimientos, se relataba el acontecer histórico de la aljama judía de Hita, una de las más abundantes y pobladas de la España medieval. Gracias al hallazgo que de un documento original, limpiamente escrito, habían hecho poco antes los investigadores de la Sefarad antigua, Cantera Burgos y Carrete Parrondo, con la relación de los nombres, cargos, bienes y viviendas de todos los judíos/as que habitaban en Hita a finales del siglo XV, Criado realizó en el capítulo nueve de su libro, el que titula “Comienza la decadencia” una pintura vívida, y sonora casi, del grupo hebreo de Hita.

Allí aparecen viviendo en la plaza mayor el Rabí Samil Castellano, e Isaque Cides, junto a su pariente el tendero Mose. Otra de las tiendas de la plaza era de Lezar Najari.  Y la “botica del rincón” pertenecía a Lezar Valenciano. Por el pueblo se dsitribuían pescaderías y otros comercios regentados por judíos, como Çague de Pastrana y los hermanos Alazar (Simuel, Yoçe, Çague y Jaco), que poseían además el Mesón del pueblo, y el horno del pan. Esa potencia económica que desarrolaban los judíos en Hita fue ganándoles día a día enemigos, envidiosos y deudores. Además de los comerciantes estaban los terratenientes, entre los que destacaba doña Hermosa, la judía que lo era, y a la que todos admiraban, o Don Hada el Largo, otro rico propietario de tierras y, sobre todo, de viñas, que daban entonces para producir grandes y muy acreditadas cantidades de vino alcarreño. El más acaudalado de todos era Yuçaf Alazar “el Viejo”. Para no dejar en el tintero ninguna de las actividades sociales de los judíos de Hita, recordar someramente cómo Joco Baquex y Rabí Hada eran los médicos del pueblo, y Samuel Najari y Osman Capachen, los prestamistas y banqueros. Todo un aguerrido panorama que, creciendo año a año desde el siglo XIII, alcanzó el momento de la expulsión, en 1492, con más 150 individuos de esta raza y religión, que vivieron los crudos momentos del extrañamiento de una tierra, una villa y un entorno que había el suyo natal, el de sus padres, el de sus ancestros, desde siglos antes. Todo ello viene referido en el comentado “Inventario que los judíos de la Villa de Hita y su tierra hicieron de sus bienes raíces, casas, viñas y tierras que tenían en dicha Villa de Hita y su tierra, y dejaron al tiempo de su expulsión…” y que con detalle estudian los autores referidos.

Sobre Hita pasaron luego guerras y desolaciones, abandonos y algún que otro renacer breve de sus cenizas. Hoy luce, aun con la soledad a cuestas de sus calles empinadas y sus distancias horizontales, como nunca, limpia y discreta, codiciada y ensoñada por muchos… y es en ese lugar, y es con ese documento, y es a través de tantos intuidos sentimientos, dolores y dramas que la autora del libro que anunciamos construye su bellísima novela, que es antología de historias y salvación de tristes por la magia de la literatura.

Autora y novela

La autora es Beatriz Lagos, y la novela se titula La halconera de Hita. Y a través de estos simples datos nos adentramos en el significado de lo que anunciamos con expectación. Empezamos por la novela: es una historia, en realidad, que tiene todos los elementos para ser calificada de novela, y buena. Una historia apasionante, bien tejida, en la cual no decae el interés ni en uno solo de sus 37 capítulos. Personajes hay cientos, y protagonista, lógicamente, solo una: la figura de esa mujer, de esa María cuya profesión es halconera en un fin de tiempos que pone a prueba el valor y la firmeza del espíritu, es de verdad, de cuerpo entero. Su aventura/s, con la mezcla justa de realismo y fantasía que requiere este tipo de relatos, anclados en el saber medieval, es creíble, y está tejida con detalle y pasión. Hay muchos elementos en este libro que se cimentan en la realidad histórica: los personajes que pululan por sus páginas están sacados de la realidad de una aljama judía, la de Hita, muy dinámica en el final del siglo XV. Confirmados por los documentos, al menos en sus nombres. Pero los nobles castellanos, los rabís judíos, los creyentes islámicos, frailes y monjas, curanderos y brujas, todo está tallado con la razón de la certeza, y tejido con el hilo de la fantasía. De novela histórica puede ser calificada esta Halconera de Hita que nos entrega Beatriz Lagos, un tipo de literatura tan de moda, tan querida también, y tan interesante. Una novela histórica surgida de la entraña misma de la Alcarria.

Sin duda podemos calificar de “novela histórica” a esta que nos viene ahora a las manos. Aunque los avatares de la anécdota llevan a su protagonista por tierras de Castilla, Galicia y Portugal, siempre con el referente picudo y alzado de Hita en el horizonte, en su ánima está toda la vida de la Península Ibérica en el último decenio del siglo XV. Es el momento de la expulsión de los judíos, y aquí se palpa con certeza, con calor y humanidad plenas el sacrificio y la angustia de estos españoles que tuvieron que dejar de serlo de la noche a la mañana. En ese instante de la historia clavada, la autora pone además su saber en torno a la caza, a la cetrería, a las fiestas medievales, a los conjuros y hechicerías… y siempre el corazón humano cierto y firme, labrado como en mármol imperecedero. De esta Halconera de Hita puede decirse que es una novela histórica nacida de la tierra alcarreña, y que muy pocas más de las novelas hasta ahora escritas habían dado razón tan clara de esta tierra. No puede dejar escapar la ocasión de leerla todo aquel que tenga un mínimo de querencia por su tierra, o un ápice de interés por el mundo crucial del otoño de la Edad Media que aquí palpita.

Beatriz Lagos, la autora

Y ya para terminar este comentario que es anuncio y ofrecimiento, decir algo de la autora, de Beatriz Lagos que es muy conocida entre nosotros, porque está curtida en tareas literarias añejas, y ha vivido y palpitado en nuestras alcarrias. Nacida en Argentina, y nacionalizada estadounidense, reside actualmente en California, pero ha vivido muchos años en España, en Hita concretamente (no es extraño que conozca tan bien el entorno). Autora de varios libros de poesía, se dedica a la coordinación de acontecimientos culturales en universidades de la costa oeste de Estados Unidos, y nos ha asegurado hace poco que prepara, con esta que nos entrega ahora, una trilogía de novelas sobre la Hita del medievo con mujeres por protagonistas. El éxito no lo puede tener mejor asegurado. Y a las presentaciones que va a hacer de su obra, seguro que no van a faltar admiradores de su obra, de Hita y de este tejer y destejer de la historia de la Alcarria en que andamos unos y otros, aun sin quererlo, metidos siempre.

La Golosa, una leyenda hecha realidad

 

Desde hacía muchos años, tenía noticias de la existencia de un lugar perdido en la Alcarria, llamado la Golosa, en el que existían unas ruinas que ofrecían recuerdos de un pueblo, y presencias todavía vivas de una iglesia románica. Muchos antes que yo viajaron hasta allí, e incluso el año 1991 la Asociación Cultural “Villa de Berninches” se lanzó a la edición de un libro titulado “Tres estudios sobre La Golosa” que ofrecía un estudio muy amplio de la historia del lugar. Pero aún me quedaba el prurito de ir personalmente allí, de ver con mis propios ojos aquel reducto de leyenda, aquella parada piedramenta en lo alto del páramo.

Pudo ser hace unas fechas, y ahora me dedico a anotar lo que vi, lo que sentí en aquel reducto de soledad y viento. En aquel paradisíaco espacio que ha dejado de ser remoto para quedar a tiro de piedra de la nueva carretera de los pantanos, la que desde Tendilla sube a la meseta y baja al Tajo por Auñón. Se cometió, en esta reforma carreteril, el atentado de rellenar con una carretera el estrecho valle de la Golosa, y así lo que antes era objetivo remoto, queda hoy muy cerca del ruido de los motores. La única pega que se encuentra el viajero que quiera acceder a este lugar, es que la carretera está protegida de alambrada en todo su trayecto. Hay que salir en dirección a Budia, y a poco de tomar esta carretera penetrar por caminos de tierra buscando un bloque de antenas de telefonía móvil que le añaden nuevo aire de paganidad al paisaje. Detrás de ella, entre montones de piedras ya desmenuzadas por los siglos, se alza la vieja iglesia románica.

Una historia de pestes y huidas

La historia, que no la leyenda, dice que La Golosa era hasta mediado el siglo XIV un pueblo alegre y pleno de vecinos, de agricultores y ganaderos que tenían fe en la vida y en el más allá, a partes iguales. La gran “peste negra” que asoló toda Europa en 1348 dejó diezmado el lugar, y los escasos vecinos que quedaron optaron en 1391         por unirse a los de Berninches. De este modo, encontramos (en el archivo municipal de Berninches aún se conserva) un documento en el que don Gil, don Juan Martínez Guerrero, don Martín Díaz y don Diego Díaz, los únicos habitantes de la Golosa, son aceptados como vecinos de Berninches, a cambio de que el término de La Golosa pasara a ser parte del de Berninches. Así se acordó, aunque sabemos que al año siguiente se habían roto las buenas relaciones, y estos hombres vivían, en 1392, en Alhóndiga.

La gran “peste negra” de 1348 inició o acentuó la “fractura demográfica” que Castilla venía sufriendo desde algún tiempo antes. La desaparición de un pueblo por muerte de todos sus habitantes, en el transcurso de unas semanas, puede hoy sonar a catástrofe bíblica, y más aún si esto ocurrió al mismo tiempo en todo el Continente Europeo. Pero ahí está la historia que dice que eso fue así: las Relaciones de Berninches, escritas por sus más ancianos vecinos en 1580, dicen que “La golosa se despobló por peste…”

Los vecinos de los lugares limítrofes acudían a la iglesia de La Golosa, ya transformada en ermita, y con el nombre de “Ermita de Santa María de La Golosa”. Así es como la “Relación Topográfica” enviada a Felipe II en 1580 describía el lugar que ahora hemos visitado: “Que el sitio en donde estaba el pueblo de la golosa quando se despobló, está en alto llano, que le combate el solano; quando se despobló se anexó a esta Villa con licencia del maestre de Calatrava que era suyo, y se despobló por peste, que no quedaron si quatro vecinos. Despoblóse el año de mil y trescientos y noventa y un años, como paresce por las escrituras de la anexación a que se refirieron, que están en el archivo del Concejo de esta dicha Villa”.  Y más modernamente, hace ahora un siglo, cuando el cronista provincial don Juan Catalina García López escribió su obra sobre “La Alcarria en los primeros siglos de su Reconquista”, decía de este lugar “…así en La Golosa, cerca de Berninches, permanecen, como testigos que declaran en el gran proceso de las investigaciones arqueológicas, las ruinas de una iglesia parroquial, obra del arte románico”.

Cuatro piedras bien plantadas

El caso es que del pueblo de La Golosa hoy no queda nada, si no son montones de piedras combatidas por el viento [solano] que las desmenuza cada invierno un poco más. Solo queda, alzada sobre un montículo como una bandera gris, la iglesia parroquial, que fue construida sin duda en el siglo XII, y que se hizo en el estilo románico más simple y popular que cabe. Quedan de este edificio sus cuatro paredes, recias y bien plantadas, aunque el costado de levante, lo que fuera ábside, y espacio cobijador del presbiterio, se ha hundido completamente, apareciendo montaña de sillar y sillarejo en su primitivo lugar. La portada del templo, sin embargo, se conserva bastante entera, y sorprende su airosa silueta a base de arcos semicirculares en degradación, que apoyan sobre capiteles muy sencillos y desgastados, que originariamente debieron tener tallados elementos vegetales, en cualquier caso rudos y simples.

Poco más puede decirse, en descripción apresurada, de este edificio que, sin embargo, entra a formar parte del catálogo de la arquitectura románica en Guadalajara. Los planos que hace 10 años elaboró “in situ” el arquitecto Nieto Taberné, y la descripción y valoración del monumento publicada en el libro al principio mencionado, me relevan de hacer cualquier añadido o precisión. Lo que sí quiero es dejar claro el sentimiento de admiración, de ternura y velada pasión por esta primera visión de un edificio que fue historia, hace más de seis siglos, y que hoy se presenta como un grano de vida incrustado en el ámbar cuajado de la atmósfera de la Alcarria.

Una mejor comprensión hacia estos testimonios silenciosos, alejados, perdidos, sería conveniente. Pero tampoco es cuestión de rasgarse las vestiduras por algo que nunca podrá ser patrimonio de la vida en curso, sino testimonio mudo de la historia ida. Así es que cualquiera que tenga ilusión de ver cosas nuevas, de respirar aires de una leyenda prendidos sobre la tierra, de palpar piedras románicas talladas hace ocho siglos, y un todo-terreno mínimamente útil, no debe dudarlo: hacia la Golosa, hacia sus ruinas sempiternas clavadas en el páramo alcarreño, y –eso sí, fundamental- a respetar lo que allí hay, dejarlo como está, y no manchar  el espacio con otra cosa que no sean las palabras de admiración que nos susciten.