En recuerdo de los alcarreños valientes

viernes, 14 septiembre 2001 0 Por Herrera Casado

 

Ahora que ya estamos inmersos en la Fiesta grande de la ciudad, no estará de más recordar a algunos de sus vecinos que dejaron memorable huella de sí. No porque hoy sean ejemplos a imitar, sino más bien porque son siempre individuos singulares, que si bien las modas cambian y las hazañas se cifran en otros valores, la sangre fría y el brillo de la aventura siempre es un factor que merece ser observado.

En guerras y tempestades surgieron las figuras de los valientes. Si ellas se dedicaban (hablo de la Edad Media, del Renacimiento, de siglos muy pasados) a rezar y ornamentar altares, ellos iban a las guerras contra el turco, defendían su honra y la de su familia con fieros duelos en las calles, y algunos hasta hacían verdaderas barbaridades que con asombro contemplamos, como si fuera un retal pretérito de la columna de “Sucesos”. Aquella Guadalajara que se limitaba al contorno de su amurallamiento medieval cristiano, y que desde San Ginés (el campo del mercado, por el sur) descendía calle mayor en línea hasta el Alcázar, con su Puerta de Madrid, al norte. O por poniente la línea del barranco de San Antonio y el torreón de Alvarfáñez como límite del burgo, hasta, el barranco del Alamín, sus viejos muros alcazareños, su torre albarrana que hoy otea el recobrado “parque lineal” por el levante, era la ciudad en que cabían los milagros y las posturas de reto. Más directa relación humana que la que hoy se estila, siempre pasando por la “rueda de prensa” o la denuncia judicial, o la tunda descalificadora “a nivel de comentario”. Tiempos  en los que había valientes, alcarreños decididos de los que hoy traemos un recuerdo, si no ejemplar, al menos curioso.

El comendador Rodrigo de Campuzano

En la segunda capilla, toda oscura y alumbrada de velas temblorosas, según se entra a la iglesia de San Nicolás, a la derecha, aparece el mausoleo tallado en alabastro del caballero don Rodrigo de Campuzano, de quien dicen los historiadores que era “gran soldado y hombre de mucha erudición de Historia y letras humanas”. Es una estatua soberbia, mal entrevista por el perenne oscurecimiento de la piedra, robado al ambiente. Estuvo en la vieja iglesia de San Nicolás (que ocupaba el solar donde hoy está el Banco de España) y se pasó a esta de los jesuitas en el siglo XIX. Está tallado (para mí no existe ninguna duda de ello) por el mismo escultor que hizo la yacente estatua de El Doncel de Sigüenza. Delicado el trazo, vigoroso el gesto, a los pies un pajecillo llora también su pena apoyado en el casco del caballero. Pues bien, esa maravilla de escultura sirve hoy de anclaje material al recuerdo intangible de este hombre, que según Pecha era “uno de los principales caballeros hijosdalgo de esta ciudad”.

En 1461 tuvo una pendencia con don Juan de la Puente Zavallos, y decidieron resolverla como se acostumbraba entonces: en duelo de sables en un descampado fuera de la ciudad, probablemente en el camino que salía hacia oriente desde la ermita del Mamparo. Se juntó mucha gente a verlos reñir, y a poco de empezar Campuzano le dio “tal cuchillada en la cabeza a Juan de la Puente que se la abrió y le derribó en tierra”. Los padrinos del duelo llegaron entonces, y el de Juan le declaró por vencido, para que no siguiera dándole cuchilladas hasta la muerte. Campuzano, contento y ufano, dio una gran limosna a los clérigos de San Nicolás.    

Diego de la Serna y el león perdido

En una ocasión memorable como fue la visita del Rey de Francia Francisco I a la ciudad de Guadalajara (cuando prisionero desde Pavía era conducido hasta Madrid para sufrir prisión en la Torre de los Lujanes), los duques del Infantado obsequiaron el monarca galo con una semana de fiestas y demostraciones. Además de los muchos regalos que le hicieron cuando marchó Henares abajo, y de los banquetes levantados en su honor sobre los salones largos y luminosos del palacio ducal, se organizó una fiesta única, propia de países bárbaros según declaró el Rey, pero emocionante siempre y muy aplaudida por el pueblo: en la gran plaza pública que se abría ante la fachada del Palacio del Infantado se celebró una “lucha de un toro y un león” para ver quien sobrevivía. Todo el público rodeando la empalizada, el rey francés, ministros españoles y la familia Mendoza al completo mirando desde las ventanas superiores de la fachada, ocurrió que el león hizo un extraño y se escapó corriendo, lanzándose primero al patio de los “Leones” (sería querencia de nombres) y luego a la escalera del palacio, donde rugiendo amenazaba desde lejos con desgarrar las carnes de quien se le acercara.

Ante el dilema surgió un hombre, Diego de la Serna Bracamonte, que servía a los duques de Mayordomo. Era además hidalgo, hombre principal, muy valiente y de grandes fuerzas. No se lo pensó dos veces: cogió un hacha encendida, subió hasta el rellano y se acercó al león, que se amansó asustado al ver no sólo a un hombre tan valiente, sino la tea inflamada que llevaba en su mano izquierda. Con la derecha ocupada de la espada le amenazó, se la puso en el sobaco, y con esa misma mano derecha le agarró de la melena y le arrastró hasta su jaula, “casi en peso levantado, llevó al león por todo el patio y passeóle por la Plaza, entróle en la Huerta del duque donde estaba la leonera y dejóle encerrado en ella, con admiración de el Rey de Francia, de el duque y de los demás que no acababan de darle gracias por haberlos librado de las garras…” En fin, toda una hazaña que es justo que todavía hoy se rememore.

Luis de Orejón frente a Barbarroja

El mito de la lucha contra el Islam por parte de los caballeros cristianos, sucedido desde los inicios de su secular lucha sobre el suelo hispánico, se concentra en la historia de Luis de Orejón, un valiente hidalgo alcarreño que metido a soldado del Emperador Carlos I, el año de 1538 se halló en la batalla que contra el ejército otomano tuvo lugar en territorio del reino de Sicilia, concretamente en la fortaleza de Castilnovo,  localizada en la costa de la actual Grecia. Murieron en la batalla varios naturales de Guadalajara, y fueron apresados otros. Concretamente el capitán Luis de Orejón, familiar de los Morales y Barnuevo, gente de mucho dinero y poderío en la ciudad por esos años, fue hecho prisionero y llevado hasta Constantinopla, donde quedó como esclavo. Un día vió que uno de los dirigentes de la comunidad judía le insultaba, y profería blasfemias contra Cristo. El alcarreño no pudo sufrirlo, y según nos cuenta Hernando Pecha con todo detalle, “tomó un pedazo de ladrillo, y mostró el esfuerzo de su brazo” porque le sacudió un ladrillazo al rabino que lo dejó muerto allí mismo. Se armó el correpondiente alboroto, a Orejón le sometieron a más dura pena de la que ya tenía, y le condenaron a morir en la horca. Como no se callara, según le llevaban por las calles de Estambul a ahorcarle él iba cantando por qué le mataban. Llegó a oidos del sultán Barbarroja que a un cristiano le iban a ahorcar porque había matado a alguien que blasfemó contra su propio Dios. Y al ser esto un motivo legal de muerte por parte de los musulmanes, el sultán le salvó y le llevó consigo como esclavo. Siete años más vivió en el palacio turco aprendiendo las lenguas de aquellas gentes (turco, árabe, griego, etc) de tal manera que un día consiguió escaparse de su prisión, y llegar tras muchos sufrimientos y calamidades que darían para un nuevo “Viaje de Orejón por el Mediterráneo” (es que se parece tanto al viaje de Baldassare que acaba de escribir Amin Maalouf que no me resisto a dejar constancia del hecho) acabando en Génova donde un familiar remoto suyo, riquísimo y poderoso (Antonio de Mendoza, que allí estaba de embajador) le acoge y le salva, después de invitarle a comer en su palacio todavía vestido el fugitivo con sus viejas ropas mamelucas.

Aunque alcarreño, a su vuelta se quedó a vivir en Barcelona, donde casó con Beatriz de Bustamante y quedó de feliz muestrario de viajero, aventurero y emigrante sabedor de lenguas. Suponemos que aprendería el catalán en la ribera del mar nuestro.

La crueldad de Petrique

Y para acabar un triste suceso que alarmó a la población de Guadalajara allá en la Edad Media, concretamente en 1398. Vivían en el barrio de Budierca dos hermanos, hijos de un labrador honrado. En perpetua discordia, encontraban cada uno en su propio hermano el motivo más fácil y cercano de armar alboroto. Un día se desafiaron y salieron a batirse con espadas “a la Cruz de Piedra, más allá del Mamparo, en la encruzijada de los dos caminos, uno que va a Sanct Cristóbal, y a Chiloeches otro”. Y Petrique a la primera le soltó un sablazo que dejó muerto a su hermano allí mismo, de inmediato, sin darle tiempo a confesión. Salió huyendo, al ver lo feísimo de su acción, “y nunca se supo más de él ni muerto ni vivo”. Un ejemplo triste, también, pero memorable por lo que a la ciudad supuso de acumular en su colectivo subconsciente un fratricidio estúpido. Tantos fratricidios se darían luego, en tiempos más recientes y civilizados…. que uno no tiene ya confianza en ningún tipo de evolución ni de progreso. Que cada uno se lo monte como pueda, especialmente en esta Fiesta que ahora nos envuelve, y de sablazos pocos.