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agosto, 2001:

Fiesta grande en Molina de Aragón

 

Durante los próximos días, pero muy especialmente este fin de semana en el que entramos, Molina estallará en Fiestas. Una forma como otra cualquier de “estar” en el mundo. Añorada de muchos durante todo el año, huida por otros. En cualquier caso, eso se nota, a la mayoría le va la fiesta, y muy probablemente porque es corta y dura unos días solamente.

Con este motivo, seguro que hay muchos a quienes apetece darse una vuelta por la ciudad alta y solemne de los Caballeros. En estas líneas trata de dar algunas ideas, unas pequeñas pistas, de lo que pueden encontrar y disfrutar en aquel lugar bravío. Porque el viaje a Molina se ha puesto ahora, desde Guadalajara, en poco más de una hora, con una muy buena carretera que apenas cansa Y así el que llegue se va a encontrar, sin medias tintas, con una ciudad antigua y cargada de historia y monumentos. Una ciudad que, a pesar de eso, es moderna y dinámica, muy bien cuidada, y sorprendentemente hermosa, no ya por el horizonte de grandiosidad que la pone el castillo (hay que probar la vista de Molina desde la ermita de Santa Lucía, en el borde del Cerro del Ecce Homo sobre el valle y el burgo) sino por el aire de misterio, de evocación y devoción contenida que hay en cada casa, en cada calle, en cada plazuela… hago extensiva a todos mis lectores estas invitación: la de viajar ahora mismo a Molina, la de quedarse allí a gozar sus jornadas festivas. O a tomar nota y llegar allí en cualquier otro momento del año.

La ciudad en lo alto

La ciudad de Molina de Aragón asienta en la orilla derecha del río Gallo, en una estrecha planicie (fondo del valle) desde la que se asciende lentamente hacia el gran alcázar medieval que la corona e infunde personalidad con su silueta. Toda la ciudad conserva un recio carácter de antigüedad y sobria presencia, estando siempre anima­da con las gentes de todo el Señorío que acuden a diario a sus compras o asuntos. La “calle de las Tiendas” es estrecha y llena de sabor antiguo. La “Plaza Mayor” es un amplio recinto rodeado de palacios, casas de típico aspecto molinés, y el Ayuntamiento de antigua construcción. La zona más comercial y animada son “los adarves” o calle‑paseo construida en la orilla del río y en el lugar donde antiguamente corría la muralla del burgo medieval. Son muy evocadoras las plazas de “Santa Clara” y “Tres Palacios”, la calle de “las cuatro esquinas” y el “barrio de la judería”. Quedan todavía muchas casas típicamente molinesas, algunas del Medievo, cons­truidas en su fachada con sillar el piso bajo, y entramados de madera con revocos en los superiores, siendo muy característico su remate en galería abierta. Cualquiera de esos ambientes urbanos deberá recorrer el viajero, con tranquilidad y gozo dispuesto, porque por los ojos y los sentidos entra su hermosura.

El acervo monumental de Molina de Aragón es realmente importante. El castillo de los condes de Lara es pieza fundamen­tal del mismo, y por la ciudad aún pueden admirarse restos de la muralla, obra también del siglo XIII, y algunas torres, entre las que destaca la torre de Medina, de la misma época.

Del arte religioso, destaca la iglesia del convento de Santa Clara, que cuando la construyeron en el siglo XIII fue denominada de Santa María de Pero Gómez. Es una pieza magnífica de arte románico, construida toda ella con robusto y bien tallado sillar de tono rojizo. Tiene planta de cruz latina, con un cruce­ro de brazos muy cortos; presenta una sola nave y concluye en ábside de planta semicircular tras un reducido presbiterio. La bóveda es de crucería, sencilla, algo apuntada, y sus arcos fajones van sostenidos por haces de tres semicolumnas adosadas, rematadas en capiteles con decoración de hojas de palma. En el ábside aparecen ventanas con arco de medio punto en los que como decoración aparecen puntas de diamante y columnillas laterales rematadas en foliados capiteles. La portada, a mediodía, muestra una influencia francesa en su traza: está encuadrada por dos columnillas gemelas a cada lado, sobre cuyos capiteles carga una cornisa que se sujeta por modillones, y entre ellos aparecen profundas metopas, todo ello bellamente decorado con temas vege­tales y geométricos. El arco de entrada es semicircular y se forma de numerosas arquivoltas baquetonadas que descansan sobre columnillas rematadas en elegantes capiteles de tema vegetal.

Aunque sigue sin completar su prometida restauración, y por ello se encuentra no visitable, la iglesia de San Martín es realmente interesante: fue levantada en la segunda mitad del siglo XII, y muestra todavía, bajo un portal cubierto, sobre su muro norte, la puerta de acceso que consta de varios arcos apuntados, adornado al exterior con flores cuadrifolias, y con detalles consistentes en el Crismón o anagrama de Cristo sobre la arcada gotizante. De lo primitivamente románico solo quedan restos del ábside semicircular y una ventana moldurada en el muro meridional. Está al final de la “Calle de las Tiendas” y el viajero solo constatará su existencia por el volumen exterior, porque al interior es imposible visitarla.

Si desde ella recorremos la Calle de las Tiendas, animada como nunca, muy bien pavimentada, y hasta alegre por la cantidad de comercios que hoy la adorna, llegaremos hasta la Plaza Mayor, en la que tras el edificio del Ayuntamiento está la iglesia de Santa María del Conde, que pasa por ser la más antigua del burgo, porque dicen fue fundada sobre la primitiva mezquita por el Conde don Manrique. En su parroquia o colación residía la alta nobleza del Señorío. Hoy muestra su arquitectura sobria, correspondiente a la reconstrucción total que de ella se hizo en el siglo XVII, con portada de líneas simples y torre poco expresiva. El interior, después de una restauración sistemática, sirve de albergue a actos culturales relacionados con el Concejo.

La iglesia de San Gil es la única parroquia que per­vive. También en su origen fue románica, pero, a lo largo de los siglos sufrió restauraciones, dejando de interesante un par de sobrias portadas manieristas del siglo XVI, una torre muy chata sin detalle artístico, y un interior de grandes proporciones, pero vacío de testimonios artísticos tras el grave incendio que sufriera en 1915, en el que perecieron altares y otras cosas de interés. Hoy preside su nave principal un extraordinario retablo renacentista, realizado en el siglo XVII por la escuela de Sigüenza, y que procede de la parroquia de El Atance, en las cercanías de la ciudad episcopal, y cuya iglesia parroquial se está desmontando para ser llevada a Guadalajara, tras haber sido ocupado su espacio por las aguas del pantano de El Atance.

El antiguo convento de San Francisco se fundó, por doña Blanca de Molina, a finales del siglo XIII, y lo que en principio fue un templo de puras líneas góticas, sufrió posteriormente reformas que transformaron su interior en una amalgama de estilos y ornamentos. Un gran coro a los pies, y en la cabecera sendas capillas de la familia Malo y de la de Ruiz de Molina, en severo estilo renacentista. En la portada, y orientada al norte, se halla un ingreso del siglo XVIII muy sencillo y elegante, con puerta claveteada y emblema de la Orden franciscana bajo el frontón. A un costado de los pies del templo, surge la capilla de la Venerable Orden Tercera, obra del siglo XVIII, con portada barroca y ábside semicircular. De la misma época es la torre del templo, que hoy se conoce popularmente por el nombre del Giraldo, por tener de veleta una figura metálica que gira al impulso del viento. Le vemos, airoso, junto a estas líneas.

La ermita de la Virgen de la Soledad, a la entrada de la ciudad, forma con su entorno una evocadora estampa del siglo XVII en que fue construida, lo mismo que la iglesia de San Pedro, en pleno centro, sin más interés que lo monumental de sus propor­ciones, o la iglesia de San Felipe, barroca, con una portada sencilla en la que luce gran relieve escultórico alusivo al patrono del templo, en cuyo interior merece admirarse la riqueza y abundancia de retablos barrocos, más pinturas y esculturas del siglo XVIII.

La arquitectura civil es en Molina abundante y ofrece elementos dignos de ser admirados. De la época románica se con­serva el puente sobre el río Gallo, con tres arcos y lomo pro­nunciado, construido con el típico sillar de arenisca rojiza. También junto a estas líneas pongo una imagen obtenida hace unos días de este puente, muy bien restaurado. El edificio del Ayuntamiento es sencillo, obra del siglo XVI, con reformas y restauraciones posteriores. En su interior se conserva un pequeño museo y un archivo documental importante. Algunos palacios y casonas típicamente molineses pueden visitarse. Es la más interesante el palacio del virrey de Manila que construyó don Fernando de Valdés y Tamón, en el siglo XVIII. Da su fachada a la estrecha callejuela de Quiñones, y presenta una portalada barroca que derrocha cintas, frutas y moldurones retorcidos, con un cimero blasón de capitán. Pero lo más interesante son las ya medio borradas pinturas al fresco de la fachada, que sorteando balcones completaban un programa iconográfico complejo y litera­rio.

Otras casonas de este estilo son las del marqués de Villel en la calle de Cuatro Esquinas; la de los Arias en Capitán Arenas; la de los marqueses de Embid en la plaza Mayor, o la de los Garcés de Marcilla (hoy Casino) en los Adarves. Es también muy bella la casona de los Molina, a la que llaman “la Subalter­na”, y que ha sido dedicada a Hotel hasta hace solamente unos días. Hotel que debería hacerse todo lo posible, a instancias del Ayuntamiento, por volverlo a tener funcionando y sirviendo de atractivo singular del turismo molinés. Finalmente, no pueden dejar de citarse, y aun de admirarse, los palacios de los Montesoro, también en la calle de Cuatro Esquinas, en cuyo edificio, con portada heráldica e interior magnífico, vivió su infancia la Beata María Jesús López de Rivas, llamada “el letradillo de Santa Teresa”, o la casona de los Obispos, en el barrio de San Francisco, en la orilla izquierda del río, construida en el siglo XVIII por el “obispo albañil” don Juan Díaz de la Guerra, para poner en ella la sede de las finanzas episcopales seguntinas en el territorio molinés. Como edificio notable del siglo XIX, el Instituto de Enseñanza Media, antiguo colegio de Escolapios; y un monumento, el que se encuentra a su puerta, dedicado al molinés Capitán Arenas, que talló el escultor Coullaut‑Valera.

Solamente con lo expuesto ya tiene el viajero elementos para entretenerse y admirar. Es una delicia pasear las callejas estrechas de la judería y la morería de Molina. Es un placer quedarse un rato en la Plaza Mayor, escuchando el eco de tantas fiestas antiguas, de tanto honor proclamado. Y es un regalo entrar al castillo y subir por sus rampas, alzarse a sus torres, sentir el viento atrevido que se cuela entre sus almenas. Un homenaje a la vida y a la historia, el que podemos hacer mientras caminamos, arriba y abajo, el conjunto urbano de Molina.

Por el pinar de Sigüenza

 

No es mala época esta del verano, del agosto pleno, hacer un paseo, o muchos paseos por el Pinar de Sigüenza. Siempre ofrece algo nuevo, una perspectiva inédita, una sorpresa paisajística, un gozo de olores. El Pinar de Sigüenza es un mundo en sí mismo, que no se termina nunca de conocer, y que le añade a la ciudad un valor añadido. Un valor al que no acceden los circunstanciales paseantes y turistas de fin de semana, porque con mirar el castillo/parador, la catedral/dondel y la Alameda/oficina de turismo, con el paréntesis central y obligado del comer/búsqueda de mesa libre, ya tienen bastante. El Pinar de Sigüenza es solo apto para veraneantes, para quienes pasan al menos 15, 20 días en Sigüenza. Sea la época que sea, pero mejor sin duda esta del verano, porque con el calor los pinos (pinos resineros, pinus pinaster) expresan su olor más dulce.

Un libro que lo explica todo

Y viene esta introducción a cuento de un libro que acaba de aparecer, y cuyo autor es don Manuel Fernández-Galiano Peyrolón. Un libro magnífico que ha sido editado por Ibercaja en su Colección de “Guías de la Naturaleza”. Es el número siete de la misma, y en ella han aparecido antes libros dedicados a los Pirineos, a las Sierras Ibéricas y al arco de Levante. En esta ocasión, y con el título de “Serranías de Guadalajara” se ha conseguido ofrecer una obra delicada y bien hecha, un complemento perfecto para andarines y viajeros: una guía hecha a conciencia, con datos, imágenes y propuestas. En ella destaca (al menos a mí me lo ha parecido) el capítulo dedicado a Sigüenza y su entorno. Quizás tenga de ello la culpa el hecho de que el autor, y su familia, lleve veraneando más de 60 años en Sigüenza. De ahí que la visión del Pinar sea precisamente esa, la del veraneante, la de quien año tras año se ha paseado por los caminos y las praderas del sotobosque, ha admirado la masa densa y olorosa de los árboles y ha descubierto las formas intrépidas de las rocas.

Propone Fernández-Galiano en su obra diversos paseos por el Pinar de Sigüenza. Yo los recomiendo todos, porque todos los he hecho, y siempre me han dejado buen sabor de boca. Alguno más hay, pero quizás sea mejor que el lector lo descubra por sí mismo. Bajar andando, desde por la mañana, a través de la carretera que sale de detrás del castillo, o por el arco del Toril, bajar por el camino que sale a su derecha y va rodeando primero la muralla para luego cruzar ante “El Bosque”, la finca amurallada que marca el inicio del paseo hacia la “Piedra del Huso”, uno de los más espectaculares monumentos de la Naturaleza en el entorno seguntino.     

En este libro se proponen varias rutas que nos harán conocer el Pinar de Sigüenza, esa masa arbórea densa y bien conservada que se extiende al norte de la Ciudad Mitrada, y se delimita por las carreteras que desde ella salen en dirección a Bujarrabal por un lado y a Barbatona por el otro. Ir hasta el Santuario de la Virgen de la Salud atravesando el Pinar es uno de los obligados quehaceres de todo buen veraneante en Sigüenza.

La primera de las rutas es la que nos lleva al Cementerio. Aun siendo muy corta, para quien quiera entrenarse es suficiente. Y para tomar contacto con este bosque sutil y diferente: en los alrededores del cementerio seguntino, que es uno de los más agrestes que conozco, se levantan unas rocas desde las que pueden contemplarse, en vista inédita y majestuosa, la catedral y el castillo. Desde el levante, y especialmente en las primeras horas de la mañana, iluminados como para una fiesta, se alzan estos dos monumentos capitales de la ciudad, rojizos y dorados, valientes.

Otra de las rutas es la que va por el camino de El Vado y busca la Piedra del Huso. Saliendo de la puerta del Toril, como antes he dicho, y bajando por el camino que aparece a la derecha, tras pasar delante de la finca amurallada “El Bosque” y las instalaciones deportivas de la Sagrada Familia, se encuentra el caminante con las rocas areniscas que en mil formas parecen mostrarse parlantes y decididas. La Piedra del Huso tiene más de 30 metros de altura sobre el suelo, y según se la mire parece el perfil de un guerrero, o el rostro agresivo de un leopardo. En esa zona, que va junto a un riachuelo, además de los pinos omnipresentes aparecen árboles de ribera: chopos y sauces.

Otro lugar al que ir son las praderas de Valdelagua. Allí hay una fuente, parrillas y mesas para hacer la comida un poco más amable. Se sigue el camino de los Arcos, una vez salidos de la ciudad vieja por el arco del Toril en la Plaza Mayor. Al final de ese paseo, de chalets y arbolado, nos encontramos con la Fuente Nueva, una fuente en medio de un parquecillo que fue trasladada de lugar, y desde allí asciende el camino que se adentra en el Pinar. Atravesando el Vado, tras dos kilómetros de marcha se llega a Valdelagua, siempre fresco y verdeante, donde abundan las jaras, la brecina y los pinos heridos para sacarles, una y mil veces, la resina.

Aún ofrece Fernández-Galiano, en los alrededores de Sigüenza, visitar la Fuente del Abanico, que está a poco de salir de la ciudad en dirección a Alcuneza, en el borde mismo de la carretera: lugar de acampada, meriendas y simple paseo. Umbrosa y amable. Enfrente está alzado el cerro de Villavieja, una pelada eminencia que fue (o se supone que fue) sede de la primitiva ciudad celtibérica de Segontia. Tras ese cerro se abre permanente la fuente Hermosa, de abundante agua. Y ya para terminar, para completar una visión naturalista, plagada de árboles y humedades, en torno a la ciudad de los Obispos, ir hasta la Huerta de los idem, que es el Colegio de los hermanos Maristas, hoy residencia para religiosos jubilados. Junto al Henares, y rodeada de inmensa muralla con puertas artísticas y rejerías blasonadas, se abre esta que fue huerta planeada por el obispo Díaz de la Guerra para plantar moreras y experimentar en cultivos. Era el siglo XVIII y expresaba así su afán de progreso e investigación. Hoy dejan mirar los jardines, y, con algo de suerte, los diversos museos que los religioso han ido formando con animales vivos, especies arbóreas y vegetales autóctonas, aperos de labranza, etc.

En cualquier caso, una visión “veraniega” y distinta de la ciudad de Sigüenza, que tiene en su Pinar un verdadero pulmón envidiable. Y una oferta sugerente, el libro “Serranías de Guadalajara” de Fernández-Galiano Peurolón, editado por Ibercaja, y que es una verdadera oferta de cultura natural, turismo sincero y apoyo al medio en el que vivimos. Un aplauso a todos los que lo han hecho posible.

TRILLO

 

Trillo tiene una figura que no tiene por qué envidiar a ninguna otra. En punto a situación geográfica, en punto a belleza paisajística, a clima y a variedad de recursos. Asienta donde las aguas del río Cifuentes caen en bravías cascadas y entre espesas arboledas, al cauce ancho y manso del Tajo. El emplazamiento lo tiene en estrecha repisa sobre el río, y al pie de altos murallones rocosos, que a lo largo de las orillas del Tajo se vienen sucediendo hasta varios kilómetros arriba. El contorno del pueblo, a base de alamedas, roquedales, huertas y bosquecillos de nogales, es encantador. Su término, por el que atraviesa el Tajo entre abruptos riscos y hoces, con la presencia altísima de las rocas denominadas “Tetas de Viana”, todo ello cubierto de pinares y chaparrales, hacen que pueda colocarse entre los más hermosos de la tierra alcarreña, y se justifica con ello el que, ya desde hace muchos años, y aun siglos, Trillo sea escogido para pasar las vacaciones y el descanso veraniego por gran cantidad de personas. Es ahora, pues, cuando Trillo se superpuebla, y tiene toda la altura de su voz manifiesta. Hasta él llegamos, viajeros por alcarrias, a ver su silueta, a recordar sus historias.

Algo de historia

Desde muy antiguos tiempos existe población en Trillo: en lo alto del cerro de Villavieja y en las inmediaciones de la ermita de San Martín hubo población desde los tiempos prehistóricos. La población, más moderna, junto al río, tiene su origen tras la reconquista de la zona, que se verificó a finales del siglo XI, cuando la recuperación definitiva, por Alfonso VI, de Atienza, Uceda, Guadalajara y Toledo. En el Común de Villa y Tierra de Atienza quedó Trillo, rigiéndose por su Fuero. El señorío de ésta que entonces era simple aldea quedó en manos de particulares, al menos desde el siglo XIII. Así, vemos que hacia 1244 era señor de Trillo don García Pérez de Trillo, noble castellano, de quien lo heredó su hijo don Pedro García de Trillo. Su viuda doña Mayor Díaz y su hija Francisca Pérez lo poseían en el comienzo del siglo XIV, cuando en 1301 las amparó el rey Fernando IV ante el asalto que por parte de alborotadores del reino sufrieron en su cortijo o castillete. Francisca Pére casó con don Gil Pérez, y fueron las hijas de este matrimonio, doña Sancha, doña Toda y doña Mayor Pérez quienes vendieron Trillo y su entorno, con todas sus pertenencias, sus términos, vasallos, molinos, montes, etc., al infante don Juan Manuel, en 1325, en precio de veinte mil maravedises. Este magnate alborotador de los castellanos lares comenzó ese mismo año la construcción de un poderoso castillo en el pueblo. Al igual que Cifuentes, pasó Trillo en 1436 a poder de la familia de los Silva, condes de Cifuentes, y a la jurisdicción de esta villa. Durante largo tiempo, Trillo sostuvo pleitos contra Cifuentes arguyendo que tenía jurisdicción propia, y que no tenía por qué ser considerada un barrio de la villa. Pero este derecho y solicitud no fue plenamente reconocido hasta que en 1749 Trillo fue declarado Villa por sí con jurisdicción propia. En el siglo XVIII sufrió graves daños en la guerra de Sucesión, y luego en el XIX los franceses hundieron el puente, en su retirada, no siendo reconstruido hasta 1817. Aunque de siempre Trillo vivió de la industria maderera, pues junto al pueblo llegaba ya remansado el río que había transportado las maderadas pinariegas del el Alto Tajo, aún creció más cuando en la segunda mitad del siglo XVIII fueron arreglados y puestos en explotación los “baños” o manantiales de aguas termales y medicinales que a dos kilómetros del pueblo existían y eran conocidos desde remotos tiempos. Se puso entonces de moda Trillo como lugar de veraneo y descanso, incluso entre altas personalidades de la Corte, ministros y aún la familia real, quedando hasta hoy este modismo del veraneo en Trillo.

Algo de monumentos

Para el viajero son de interés no sólo las calles y plazas del pueblo, en las que a pesar de las modernizaciones de los últimos años, y de haberse corrompido en cierto modo el ambiente tradicional, aparecen buenos ejemplares de casonas típicas, con clavos y alguazas antiguas, etc., y muchos rincones de gran belleza urbanística rural.

Destaca la iglesia parroquial dedicada a Santa María de la Estrella, situada en eminencia sobre el río y llegándose a ella desde la plaza mayor, o desde un puentecillo que cruza sobre el río Cifuentes. Es obra grandiosa del siglo XVI, con fuerte fábrica de mampostería y sillar, alta torre, y atrio cubierto rodeado de barbacana sobre el río. Tiene dos puertas de acceso, pero es la del mediodía la principal, con detalles ornamentales del período renacentista (segunda mitad del siglo XVI) y buenos hierros en clavos, argollas, cerrajas, etc. El interior es de una sola nave, con techumbre de madera muy sencilla. Presidiendo el presbiterio, sobre su pared final apoya ahora el gran retablo renacentista que procede de Santamera, y que aquí luce, ya restaurado, en toda su magnitud y brillantez apostólica. Se conserva además una buena cruz de plata, repujada, obra de finales del XVI, con talla de Cristo y medallones con Evangelistas y Padres de la Iglesia, así como gran macolla plateresca. También es interesante una cruz relicario para un fragmento del Lignum Crucis, de cristal de roca, y guarnecida de bronces cincelados y piedras vistosas.

Recientemente se ha recuperado el antiguo rollo de villazgo, que se ha reconstruido y hoy luce como antiguamente. Su fuste, muy esbelto, está coronado por un capitel con caras, rematando en un bolón. Asienta en su vieja basamenta de gradas escalonadas, y era el símbolo de la capacidad de jurisdicción propia que la villa tuvo desde el siglo XVIII.

Entre algunas casas y corrales de la parte alta del pueblo, se quieren adivinar los restos del antiguo castillo medieval que construyera don Juan Manuel hacia el año 1325.

El puente sobre el río Tajo es magnífico. Dice la tradición del pueblo que fue construido por los moros. Su origen es medieval, y en el siglo XVI ya llamaba la atención por ser de un solo ojo, muy firme y bello. Necesitó reparaciones en el siglo XVIII. En el XIX, los franceses le derrumbaron, y hacia 1817 se volvió a reconstruir de nuevo, durante el reinado de Fernando VII, como puede leerse en una piedra de la baranda. Aún en este siglo ha sufrido reformas, ampliaciones y añadidos. Son destacables y curiosas algunas ermitas, como la de Nuestra Señora la Virgen del Campo patrona del pueblo, y otras. También es curioso el puente sobre el río Cifuentes, un par de kilómetros aguas arriba de Trillo, por donde cruzaba el «camino real” que procedía desde el Tajuña y la Alcarria. Es obra interesante de buena y recia sillería.

Los baños de Carlos III

A dos kilómetros río arriba de Trillo se encuentran los baños de Carlos III, que pervivieron en su utilización balneoterápica hasta mediado este siglo, y sobre los que en los años cuarenta fue colocada la Leprosería Nacional, hoy todavía en funcionamiento con modernas técnicas terapéuticas. La utilización de las aguas termales que surgen en la orilla izquierda del Tajo (aguas clorurado‑sódicas, sulfato‑cálcico‑ferruginosas y sulfato‑ cálcico‑arsenicales) es muy antigua, pues se sabe que los romanos tuvieron aquí asentamiento y de ellas se aprovecharon (se llamaban Thermida por ellos). Durante siglos, y en plan absolutamente espontáneo, se ofrecieron estas aguas a cuantos precisaban la salud o la mejoría en sus afecciones reumáticas, hasta que en el siglo XVIII, y por parte de la Administración del Estado Borbónico, se puso en marcha el plan de su racional aprovechamiento y uso. A partir de 1772 se iniciaron estudios, a cargo de don Miguel María Nava Carreño, decano del Concejo y Cámara de Castilla, para aprovechar mejor estas aguas, que entonces se acumulaban en inmundas charcas donde se maceraba el cáñamo y sin limpieza alguna. Las obras consistieron en arreglar las fuentes del Rey, Princesa, Condesa, Piscina y el edificio para ser Hospital, arreglando también el camino procedente de Madrid por Aranzueque y Yélamos, poniendo posadas en el mismo. En el edificio se puso, a su entrada, un busto de Carlos III, y en el interior una imagen de la Virgen de la Concepción, patrona de los establecimientos. Se hicieron magníficos jardines, paseos, fuentes, bancos de piedra, transformando todo en un recinto auténticamente versallesco. Don Casimiro Ortega, profesor de Botánica del Real Jardín de Madrid fue encargado de estudiar la composición química y propiedades salutíferas de las aguas. Se inauguraron los baños en 1778, y en 1780 se abrió el Hospital Hidrológico, en el mismo pueblo de Trillo, del que aún queda el edificio. También el obispo de Sigüenza levantó otro edificio para servir de albergue a los pobres y militares, en 1802. En 1860 quedó encargada de la administración de estos baños la Diputación Provincial de Guadalajara. Años después, el Estado vendió su aprovechamiento a las familias Morán y Andrés, la primera de las cuales lo regentó hasta casi mediados de este siglo. Tanto por la excelencia de las aguas, de propiedades antirreumáticas, como lo paradisíaco y amable del sitio e instalaciones, hizo que desde su fundación en 1778 fueran multitud las personas que pasaban el verano y aun largas temporadas en Trillo y en sus baños. Así, en el verano de 1798, tras haber cesado en su puesto de ministro de Gracia y Justicia, acudió a los Baños para descansar una temporada de sus preocupaciones de gobierno don Melchor Gaspar de Jovellanos. Se representaban obras de teatro (y aún se escribieron algunas comedias con argumento centrado en los mismos baños), se hacían fiestas continuamente, y la economía del pueblo se vio favorablemente modificada por esta institución, de la que hoy no queda sino la antigua hospedería, y leves rastros de lo que fueron baños y jardines. Todo ello, afortunadamente, en vías de restauración y aprovechamiento desde una perspectiva comunitaria.

El barrio de San Roque en Sigüenza

Las ocho esquinas en el barrio de San Roque de Sigüenza

 Introducción

Qué sea la ciudad de Sigüenza, qué su historia, quienes los personajes que la hicieron señalada y famosa… esa es la pregunta que se hacen cuantos vienen, desde lejos, a la llamada del rubio color de sus piedras, de la firmeza de su cielo, de lo concreto de sus historias y monumentos. Y a esas preguntas, y aunque sea mínimamente, quiero contestar antes que nada, antes de decir la señalada razón de estas páginas, que en realidad surgen para explicar qué fuera, en el contexto mágico de una ciudad completa y siempre viva, su Barrio de San Roque, su ermita vieja, su cuartel borbónico, su Palacio de Infantes, sus casonas ricas en las que por no faltar no faltó ni el Casino decimonónico…

La ciudad de Sigüenza es una de las que con mayor pureza guarda la imagen de las antiguas ciudades españolas. Su aspecto general, y el detalle de sus calles, de sus plazas y monumentos, fielmente conservado todo ello, la hacen figurar en el reducido catálogo de los más bellos conjuntos urbanos de toda Europa.

Asienta en un estrecho valle, en el alto río Henares, a mil metros de altitud sobre el nivel del mar, con un clima extremado de largos y muy fríos inviernos, y veranos cortos y agradables. Es por ello que hoy resulta elegida por gran número de familias para pasar en ella su época estival de descanso, y cada vez son más numerosos los viajeros que hasta su orilla llegan, y a su corazón se meten, por verla latir, por verla alzarse sobre el pie inmenso de rojiza roca en el que se sostiene. La ciudad, que vivió intensamente todas las épocas de la historia hispana, mantiene hoy una actividad especialmente centrada en la enseñanza (hay numerosos colegios públicos y privados) y en el turismo, este último acrecentado desde la construcción del gran Parador Nacional Castillo de Sigüenza. La tradición del veraneo en Sigüenza, que se remonta a muchos años atrás, se va incrementando sin cesar, especialmente esti­mulada por la gran cantidad de actos culturales y actividades uni­versitarias que allí se centran en los meses del verano. Parte notable de su vida la tiene Sigüenza centrada, todavía, por ser cabeza de la diócesis.

Una breve historia

Una historia contada con brevedad, quiero decir. Porque la secuencia de hechos ocurridos en este lugar da para mucho. Para densas páginas, para relatos sin fin. Hay que decir, de inicio, que el asentamiento de población en esta parte del curso alto del río Henares tuvo comienzo hace milenios. Se han encontrado en él restos evidentes de las culturas del Neolítico, y por supuesto, son muy abundantes los testimonios de la Edad del Hierro. Segontia (este es el nombre de la ciudad desde la antigüedad más remota) aparece, desde apro­ximadamente el siglo V antes de Cristo, como una de las ciudades más fuertes e importantes de los celtíberos. Estuvo situada en lo alto de la ladera derecha del río, esto es, en la parte más elevada de la orilla frontera a donde hoy asienta. Se encontraron allí restos de fortificaciones y objetos de la cultura celtíbera. El mismo nombre de Segontia, que usó desde entonces, significa precisa­mente la que domina el valle.

En los años del siglo III a. de C. en los que España recibió la invasión de los cartagineses, las tropas de Aníbal asediaron este enclave, y luego más tarde las de Asdrúbal hicieron lo mismo. Las campañas romanas contra la Celtiberia, prolongadas, y aún fracasadas, durante decenios, terminaron por conseguir la rendi­ción de las bravas poblaciones arévacas (Numancia, Termes, Uxama) y entre ellas Segontia. Se implantaba así un dominio, de tipo político, y escasamente cultural, de la Roma imperial sobre Segontia.

En dicha época, la antigua ciudad y castro, en lo alto de Villa vieja, quedaron despobladas, situándose Sigüenza ya en su emplazamiento actual, aunque todavía dividida en dos partes muy concretas, que pervivirían también durante siglos: de un lado la Sigüenza militar, consistente en un castro o fortificación romana sobre el lugar donde hoy se coloca el castillo. Y de otro la residencial, que creció a lo largo de la misma orilla del Henares, en su vega amable y cómoda: allí crecieron las quintas romanas, estancias y granjas, e incluso el poblado de las gentes hispano­romanas, fácilmente cristianizadas y que levantaron ya su primer templo o basílica entre las huertas. La situación de Sigüenza durante los siglos de la paz romana es privilegiada, en el sentido de que por ella cruza una de las más importantes vías o caminos romanos: la que unía Emerita (Mérida) con Caesar Augusta (Zaragoza). El tráfico de gentes, ejércitos, comercio y noticias, tenía en Sigüenza una estación señalada, que la hicieron crecer y afianzar su importancia en todo el valle alto del Henares.

De la época visigoda apenas quedan noticias. Se supone que seguiría ocupada la fortaleza alta, y que en la ciudad junto al río la población anclada desde siglos antes, cristiana ya, se mantuvo. Quizás entonces su importancia requirió el establecimiento de un obispo para gobernar su población y la de su comarca. Y así, en el año 589, figura como asistente al Concilio toledano de esa fecha un obispo de Sigüenza, llamado Protógenes. Posiblemente ya desde entonces la tradición episcopal de la ciudad estuvo afirmada. La invasión y posterior ocupación de la Península Ibérica por los árabes supuso la paralización del creci­miento seguntino.

Sin llegar a desaparecer el sustrato poblacional hispano-­romano, y quizás incluso con su religión y usos respetados, sólo un escaso grupo de mozárabes debió continuar, mientras que los árabes, siempre escasos en número por estas alturas, se limitaron a permanecer en la tradicional fortaleza, y cumplir la misión estratégica de vigilar el valle. No hay restos árabes de ningún tipo en Sigüenza.

La historia conocida, documentada y cantada por los poetas de Sigüenza, comienza en los albores del siglo XII, con la Reconquista cristiana de la zona. El reino castellano leonés, que necesita expansionarse hacia el sur, una vez alcanzada la frontera tradicional del Duero, busca llegar hasta la del Tajo, y adueñarse y poblar la Transierra castellana. Para ello, en Sigüenza utiliza el rey Alfonso VII una fórmula que en otros lugares le había dado buenos resultados: entrega el obispado de la ciudad, todavía en manos árabes, a un personaje (francés, aquitano por más señas) guerrero, culto y con dotes de organización; eclesiástico además, por supuesto: Bernardo de Agen. Y éste es el encargado de reconquistar la ciudad, cosa que hace pocos años después, en 1123. Esta es la fecha, pues, en que inicia su andadura histórica completa la ciudad de Sigüenza.

Enseguida se estabiliza la ciudad alta en torno al castillo, que será residencia oficial del obispo; y en la parte baja, poblada con más densidad y rapidez, se levantará muy pronto, aunque lentamente, la nueva catedral que sirva de sede al restaurado obispado. Enseguida ocurrirá el hecho clave de la posterior historia seguntina: el rey Alfonso VII entrega al obispo don Bernardo, y a su Cabildo de clérigos, el señorío temporal de la ciudad: año 1138. Con tal donación, el Rey extiende también una especie de carta puebla o pequeño fuero para estimular el asentamiento de colonos, y la repoblación rápida del burgo, cosa que ocurre con prontitud y éxito. Desde el siglo XII, Sigüenza adquiere un rango de calidad y preeminencia en Castilla.

Durante muchos siglos, la historia seguntina está marcada por la de sus obispos. Los cinco primeros fueron franceses: Bernardo de Agen, Pedro de Leucata, Cerebruno, Joscelino y Arderico. El obispo, junto con el Cabildo de la Catedral, ejercen el mando espiritual de una amplia y riquísima diócesis, y el señorío temporal de una ciudad cada vez más importante, rodeada de un territorio breve, pero bien fortificado. La diócesis de Sigüenza se extiende en un principio por el bajo Aragón, los valles del Jalón y del Jiloca, hasta el Duero en Osma, y hasta el Tajo por Cifuentes y por Molina. En los siglos siguientes quedará recortada algo, pero el episcopado seguntino siguió estando considerado, durante los siglos medios, como uno de los más ricos, influyentes y anhelados por los que quisieran alcanzar cotas máximas en la carrera eclesiástica. A ello añadía la prerrogativa de ser señor temporal y civil de la ciudad, en la que establecía normas, ejercía la justicia, y nombraba autoridades del Concejo. Incluso, un territorio en derredor era detentado en señorío (como un miniestado dentro de Castilla) habiendo puesto en los primeros siglos una frontera de fortalezas para defenderlo: la Riba de Santiuste, Pelegrina, Aragosa, la Torresaviñán, eran fortalezas propiedad de los obispos seguntinos, y en algún caso (Pelegrina) siguió siendo utilizada por ellos como lugar de retiro y descanso.

Cien obispos dirigiéndola

Entre los siglos XII al XIX, en que los obispos ejercieron la autoridad, e impulsaron también, en todos los órdenes, el desarrollo de Sigüenza, ocuparon la mitra algunas interesantes personalidades de la vida eclesiástica, política y cultural de la historia de España. Aunque aquí hagamos solamente un compri­mido resumen de la historia de la ciudad de Sigüenza, no podemos dejar de reseñar algo de lo que cada uno de ellos hizo o deshizo en Sigüenza. Creemos que debe hacerse recordación de algunos de ellos, que ostentaron el señorío de la ciudad y su alfoz, así como el gobierno de la diócesis.

Bernardo de Agen (1123  1152) fue el primero de todos. Re­poblador, iniciador de la construcción de la catedral, asentador primero de la ciudad, gran capitán contra los moros, alentador de la cultura en ella, trayendo clérigos franceses y ciertas costumbres o tradiciones de su tierra, como el culto a Santa Librada. Cerebruno (1156  1166) nacido en Poitiers, acabó de marcar la planta de la catedral, y consagró el templo. Levantó una muralla rodeando a la ciudad alta, dando un impulso enorme a la repoblación. Martín de Finojosa (1186  1192) continuó promoviendo la in­fluencia de la cultura gala entre los canónigos seguntinos. Años de medieval oscuridad, si se quiere, pero en Sigüenza años de luz y nacimientos.

Simón Girón de Cisneros (1300 1326), canciller mayor de Castilla, realizó una amplia tarea legislativa, y aumentó defensas y muralla, promoviendo el desarrollo de la ciudad. Juan Illescas (1403 1415) reprimió con energía algunas re­vueltas populares en el burgo. Alonso Carrillo de Acuña (1436 1447) mezcla genial de eclesiástico, militar y político, intervino activamente en las guerras civiles castellanas del reinado de Juan II, y posteriormente en las alteraciones sucesorias de Enrique IV, llegando a enfrentarse a los Reyes Católicos en la batalla de Toro. Alcanzó también los cargos de arzobispo de Toledo y canciller mayor del reino castellano.

El Renacimiento lo inicia el último de los obispos medievales: Pedro González de Mendoza (1467  1495) llamado el tercer Rey de España durante el reinado de Isabel y Fernando: se trata de una gran personalidad del Renacimiento español, que ocupó gran cantidad de cargos eclesiásticos y políticos, alcanzando los obispados de Calahorra, Sigüenza, Sevilla y Toledo, siendo primado de las Españas, patriarca de Alejandría y cardenal de la Iglesia Católica con tres títulos, además de tener numerosas prebendas abaciales y de todo tipo, incluso en varios lugares de Europa. Consejero fundamental de los Reyes Católicos, fue canciller del Reino y capitán general de los ejércitos de la Guerra de Granada. Cabeza de la familia mendocina, dueña y señora de las tierras de Alcarria, Campiña y Serranías de la actual provincia de Guadalajara, alentó desde su posición la entrada del Renacimiento italiano en España, tanto a través de las letras como de las artes. Fue un constructor entusiasta de edificios renacientes, y en Sigüenza patrocinó la labor del coro, de un púlpito y terminó las bóvedas catedralicias, dejando su aliento renovador en la construcción de la gran plaza mayor, así como en la renovación completa del castillo, habilitándolo para residencia episcopal.

Bernardino López de Carvajal (1495 1511), catedrático de la Universidad de Salamanca, embajador en Roma. Aunque nunca estuvo en Sigüenza, se preocupó mucho de los asuntos de la ciudad, ampliándola con nuevos barrios, construyendo nuevas murallas, puertas y fuentes; en la catedral hizo el claustro, y en la universidad alentó reformas renovadoras. Fadrique de Portugal (1512 1532) eclesiástico y político, fue virrey y capitán general de Cataluña. Como hombre del pleno Renacimiento preparó en la catedral hermosas construcciones (el altar de Santa Librada, etc.) y puso retablos, portadas y grutescos por todas las iglesias de la diócesis, dejando en esas obras su escudo de armas como pregón de su magnanimidad. Sigue en la mitra Fernando Niño de Guevara (1546  1552) que alcanzó el patriar­cado de las Indias. Además de don Pedro Gasca (1561 1567) constructor de la girola de la cate­dral, digno pacificador del Perú también. Y Diego de Espinosa (1568  1572), ministro de Felipe II, presi­dente del Consejo de Castilla y Regente de Navarra.

Otros más dados a la oración, pero no exentos del carácter enérgico de los pioneros: Fray Lorenzo Figueroa (1579  1605), constructor también de grandes obras catedralicias, rejas, capillas, mausoleos. En su época tomó la catedral su aspecto definitivo. Fray Mateo de Burgos (1606 1611), constructor del retablo mayor. Sancho Dávila (1615   1622), rector de la Universidad de Salamanca y confesor de Santa Teresa.

Fray Pedro González de Mendoza (1623  1639), arzobispo de Granada y Zaragoza, gran impulsor de las artes, puso las rejas del coro y de la capilla mayor.

El momento del Barroco, o si se quiere de la plena aplicación del espíritu de Trento, llega con Bartolomé Santos de Risoba (1650 1657), promotor de la cultura en Sigüenza, constructor de la nueva Universidad en la ciudad y alentador de todo tipo de estudios, promoviendo asimismo el engrandecimiento urbano seguntino con diversos edificios, cole­gios y calles.

La época de la Ilustración y sus reformas socio-culturales, está marcada por las personalidades de José de la Cuesta Velarde (1761 1768), constructor de un nuevo y grande Hospicio, frente a la Universidad. Por Francisco Delgado Venegas (1774  1777), que terminó el adorno del exterior catedralicio, poniendo hermosas rejas al atrio. Y por el personaje central de este libro, el obispo ilustrado don Juan Díaz de la Guerra (1777  1800), quizás el mejor obispo que ha tenido Sigüenza, un hombre preocupado no sólo del progreso espiritual sino también material de su pueblo. Le hemos calificado como el obispo albañil, pues se dedicó a construir obras públicas por todo el ámbito diocesano: puentes, caminos, fuentes, molinos, fábricas de papel, pueblos enteros (como Iniéstola o Jubera) y barrios de nueva planta, modernos y racionales (como el de San Roque en Sigüenza). Puede decirse de él que es el prototipo de hombre de la Ilustración, preocupado por el bienestar completo de su pueblo. El fue quien entregó el señorío civil de Sigüenza a la autoridad estatal.

Después de él, algunas figuras originales, como Fray Toribio Minguella (1898 1917), gran historia­dor que trazó una vigorosa y documentada recopilación histórica de la diócesis. Y muchas otras figuras episcopales que merecerían un recuerdo, en el afán casi unánime de mejorar y engrandecer a Sigüenza y su tierra.

Un paseo por las calles

Sigüenza es una y múltiple. El mito se encuentra desde la distancia, aparece como un brillo sobre el adusto paisaje de la Celtiberia más parca. Pero al entrar, al recorrer sus calles, el viajero se encuentra con tres ámbitos diferentes, muy bien definidos, con su aire propio cada uno, producto de una época, de una forma distinta de crecimiento y de sociedad.

La ciudad medieval ocupa la parte alta, derramada por la falda del cerro, en torno al castillo. Es de callejas estrechas, empinadas, dolorosas casi. Y se puede rastrear completa la huella de la antigua muralla. La plazuela de la Cárcel es su centro, y allí se celebraban en siglos pasados los mercados semanales, muy prósperos, y todos los asuntos públicos del burgo. También se ven algunas puertas de la muralla, ciertos palacios, como el de la familia del Doncel, y un par de iglesias románicas  las de Santiago y San Vicente  unidas por calles que llaman Travesañas, donde antaño se centró el comercio, los judíos, el ambiente denso de la vida medieval.

La ciudad renacentista cuajó alrededor de la catedral. A impulsos de algunos obispos humanistas, se abrió una gran plaza junto al templo mayor: la plaza grande, donde hoy luce sus arcos renacentistas el ayuntamiento, fue abierta para hacer más cómodo el mercado. Se rodeó de casas para canónigos, y se extendió por calles amplias hacia poniente, albergando palacios y mansiones suntuosas.

La ciudad ilustrada, finalmente, es la que surge en la parte más baja de Sigüenza. Con su corte de tiralíneas, sus severas fachadas, su aliento de bosque y piedra, fue el producto de unas iniciativas de obispos reformistas: se levantaron barrios de cuadriculada simetría, casonas de estudiadas perspectivas y bellas líneas, con plazas abiertas, palacios y colegios, algún cuartel, y ciertas ermitas. Incluso en la orilla izquierda del río surgió, ya en los primeros años del siglo XIX, la Alameda que hoy es centro del deambular ciudadano veraniego especialmente y que sirve de contrapunto forestal al noble caserío. En esta parte de la ciudad nos centraremos luego con especial cuidado.

En una visión diacrónica de la evolución urbanística de Sigüenza, debemos recordar que, en principio, en la época de la Segontia celtibérica, el castro se situaba en la orilla derecha del Henares, sobre los altos de Villa Vieja, frente a la ciudad actual. Los romanos asentaron villas y caminos por las orillas del río, y el nacimiento del burgo actual, que puede situarse en la época visigoda, tuvo un origen de dualidad social, poniendo a los hispano-cristianos en la zona romanizada del valle, y a los visigodos en lo alto, en un castellete cimiento del actual Parador. Esa situación se mantiene durante la época árabe, y es a partir del momento de la reconquista (don Bernardo de Agen, 1123) cuando esa dualidad inicial se desarrolla imparable, naciendo y creciendo la ciudad actual.

Por una parte, la ciudad superior, o civil, se desarrolla en torno al Castillo. El obispo Cerebruno, en la mitad del siglo XII, pone dos parroquias en ella, y la cerca de la muralla, haciendo bajar tres calles, cuestudas, perpendiculares al río, que abocan a la Tra­vesaña alta, hecha en un rellano del terreno. Por otra parte, la Catedral inicia su desarrollo, lento y seguro, creciendo en su torno la pequeña ciudad eclesiástica, con albergues para el obispo, los canónigos, clerecía y servidores.

Durante el siglo XIII la ciudad civil se desarrolla rápida: la Travesaña baja, junto a la muralla inferior, que corre desde la puerta del Sol al portal Mayor, se llena de tiendas y comercios. El obispo Girón de Cisneros unifica las dos ciudades, la civil –alta- ­y la eclesiástica  baja  poniendo una muralla común que en su parte inferior corre por la calle del Hospital. Abre la plaza del Mercado y el Concejo en lo que hoy es plaza de la Cárcel, centrando allí la vida urbana.

A finales del siglo XV, durante el episcopado del Cardenal Mendoza, se ponen las bases de lo que será definitiva estructura urbana de Sigüenza: la Plaza Mayor, inmensa, se circuye de viviendas canonjiles, y sirve de mercado protegido. Se crea así en la parte baja un núcleo urbano que ya capitalizará el desarrollo seguntino en adelante. Durante la centuria siguiente, el Cardenal Carvajal amplía aún, hacia el oeste, la ciudad eclesiástica, más brillante, abriendo una nueva plaza ante la fachada occidental de la catedral. Se cumplen así los proyectos renacentistas de abrir amplios espacios ante los edificios significativos.

Y ya en el siglo XVIII, con afán ilustrado y racionalista, será el obispo Díaz de la Guerra quien ordene construir el barrio de San Roque, una auténtica «ciudad lineal» cerca del río, que se complementará en los inicios del XIX con el trazado de la Alameda, entonces utilizable para paseo de canónigos y desocupados, y hoy orgullo de Sigüenza y zona de atractivo encanto para el visitante y turista.

Gentes de Sigüenza: canónigos e hidalgos, campesinos y escultores, comerciantes y artesanos.

Sigüenza es una ciudad eclesiástica. Nadie puede dudar de su origen, de su desarrollo, de su lento bullir de mantos y tribunales… Desde el momento de la reconquista e inicio de la vida ciudadana en Sigüenza, allá por el año 1123, el dominio del burgo correspondió al clero: en 1138 el rey Alfonso VII de Castilla concedió al obispo el señorío civil de Sigüenza, preemi­nencia que duró sin interrupción hasta el siglo XVIII. Ello supuso no sólo la capacidad de gobernar, fiscalizar y juzgar cuanto ocurriera en la ciudad y su pequeño territorio en torno, sino que de hecho incluía la posesión real de amplios espacios dedicados al aprovechamiento agrícola y ganadero, empleando en ello a una buena parte de la mano de obra ciudadana. Además del Obispo ­señor, poseería también un notorio poder eclesiástico civil el Cabildo Catedralicio, dueño asimismo de casas, predios y bos­ques, y recaudador de importantes rentas que recaían directamen­te en sus miembros, los canónigos.

El poder detentado por el estamento eclesiástico apenas fue ensombrecido por el de algunos hidalgos llegados a la ciudad, especialmente en el Renacimiento, y el del Concejo, que paulatina y tímidamente fue consiguiendo ciertas atribuciones jurídicas. La población, ateniéndonos a la citada distribución del poder social, quedaba relegada a las funciones de un servicio polimorfo hacia los eclesiásticos.

La base de población seguntina se dedicó, desde el momento de la reconquista, a la agricultura y ganadería. La primera más amplia y fructífera, con producción de secano y algunos huertos. En los siglos medios se consiguió el paso de los Caminos princi­pales de la Mesta por Sigüenza, lo que redundó todavía en mayores ingresos y capacidad de maniobra para el obispado. Otro sector de las gentes seguntinas se dedicó al comercio, centralizando en la plaza mayor y travesañas las transacciones mercantiles de una comarca amplia: existían en Sigüenza, mantenidas por su Concejo, varias tiendas de obligados en productos básicos, que monopolizaban el comer­cio del pan, la carne, el vino y diversas materias fundamentales en las tien­das de las cinco cosas: congrio, pescado, sardinas, aceite y velas. El control de este comercio lo ostentaba, a medias, el Obispo y el Concejo: uno y otro nombraban veedores de abastos, como oficiales en­cargados de controlar lo que se vendía, y veedores de oficios que a su vez lleva­ban la fiscalización de la calidad y precios de las artesanías y manufacturas elaboradas en la ciudad.

El sector de los artesa­nos y artistas es el que, especialmente a partir del siglo XVI, hace elevar de categoría y prestigio a Sigüenza. Porque una autén­tica pléyade de manos hábiles, en infinitos talle­res, se dedicarán a producir cosas bellas de las que la ciudad ha quedado, hasta nuestros días, repleta. Fueron realmente los obis­pos y el Cabildo quienes, con su poder económico, alentaron la creación arte­sanal y artística: así sur­gieron interesantes formas de artesanías, como los telares y curtidos, las alfa­rerías, los vidrios, las armerías, las sastrerías y los talleres de forja del hie­rro. Asimismo, grandes ta­lleres de escultura y en­samblaje se ocuparon de construir los retablos de la catedral y las parroquias del entorno; buenos pintores y aún magníficos escultores pusieron su sello personal, su línea firme y única en la historia del arte hispano, sobre esos retablos. Tam­bién los herreros y rejeros hicieron obras de consuma­da dificultad para el templo mayor, y una grey innume­rable de canteros, tallistas y albañiles se dedicaron a dar forma y volumen a templos y palacios por todas partes. También carpinteros, orfebres, mi­niaturistas de libros, dora­dores, campaneros y mul­titud de oficiales pusieron taller y escuela, produ­ciendo no sólo obras de arte, sino el aliento de su maes­tría sobre legión de apren­dices: puede hablarse, en muchos casos, de «escuela seguntina» en pintura, es­cultura, orfebrería y rejería, durante el siglo XVI. Ese viene a ser el resultado positivo de una estructura social que, durante siglos, fue cerrada y monolítica, acarreando en otros aspectos el cierre de caminos hacia una sociedad dinámica que en Sigüenza nunca existió.

El siglo de las Luces en Sigüenza

El barrio de San Roque está pensado, diseñado y construido en el siglo XVIII, desde una perspectiva política, social y artística plenamente consecuente con las ideas de esa época. El “Siglo de las Luces” como se ha denominado a esta etapa de la historia, en Sigüenza está claramente dominado políticamente por el señorío de los Obispos. Así venía siendo desde el siglo XII, y así continúa hasta 1796, momento en que el obispo don Juan Díaz de la Guerra renuncia a ese señorío y se lo entrega a la monarquía. Pero todo el siglo funciona el sistema de forma similar: el obispo es señor, con un condominio del Cabildo catedralicio. Solo en los casos de sede vacante pasa a ser plenamente señor el Cabildo. Tanto este, como el Obispo cuando existe, el día de San Miguel de septiembre de cada año ejercían su prerrogativa política de nombrar personalmente los cargos principales del Ayuntamiento y gobierno de la ciudad: concretamente los de Alcalde Mayor, alcaldes ordinarios, Procurador General, diputados, alguacil mayor, escribanos, veedores de oficios, alcaldes de hermandad, almotacén y guardas de las llaves de la ciudad.

La prerrogativa judicial consistía en poder juzgar, en alzada, los fallos de los alcaldes ordinarios, pudiendo así mismo dictar Ordenanzas sobre las actividades cotidianas de la ciudad. Y finalmente la capacidad recaudatoria de impuestos, era ejercida a través de recaudadores, contadores y administradores, sobre mil y una actividades de Sigüenza: impuestos sobre los bienes que entran a la ciudad, sobre los alimentos, sobre las casas, recaudan multas, cobran beneficios de campos, solares, salinas, etc.

La población de Sigüenza a lo largo del siglo XVIII contempla un claro resurgir. Partiendo de los 3.800 habitantes que existían a comienzos de la centuria, y pasando por los 4.000 que viven en 1750, se alcanza en 1797 la cantidad de 6.390 habitantes, con toda seguridad el número más alto en toda su historia. Este dato es clave para entender muchas cosas, pero la evidencia es de que ese es el momento de mayor dinamismo social, de auténtica “presión poblacional” que demanda mucha construcción de viviendas, aumento notable del comercio, más recaudación de impuestos, etc.

La sociedad seguntina estaba constituida de forma similar a la del resto del país, pero con unos porcentajes curiosos en algunos de sus puntos. Así vemos que solo una docena de familias de la clase noble viven en Sigüenza. Aclarando que son “exentos de impuestos” pero a nivel de hidalgos, ninguno de ellos tenía título nobiliario alguno. La fuerza de la sociedad en Sigüenza la posee el estamento eclesiástico, como más arriba hemos explicado. En ese fin de siglo son casi un centenar de individuos los que a ella pertenecen, incluyendo obispo, canónigos, beneficiados, párrocos, frailes, etc. El 85% de la población pertenece al estado pechero, o plebeyo. Aunque hay algunos adinerados, y profesionales, pero todos pagan impuestos y así se nivelan en esa misma clase social. De ellos, se incluye el 12% de la población que estaba formada por viudas cabeza de familia. Y del total de la población, a fin del siglo, se calcula que un 10% estaba incluido en la categoría de pobres de solemnidad. Y aún me parece raro que no fuera más abultado este porcentaje, dada la protección, el mimo casi, con que este fragmento de la sociedad era tratado por parte del estamento eclesiástico. Protegida y también exenta de impuestos, unos 600 individuos/as pasaban por pobres en esa Sigüenza setecentista.

Tanto desde el punto de vista social, como económico, y político, Sigüenza debe ser considerada, en esa época, como una auténtica ciudad. Es un centro administrativo tanto en lo civil como en lo religioso, dominando con su influencia un amplísimo territorio de las sierras celtibéricas. Domínguez Ortiz la califica, como otras localidades similares en España, de “microciudad”, pues por su número de habitantes es pequeña, pero por sus funciones tiene la categoría (no solo el título) de verdadera ciudad. Es un centro de arte, de artesanía, de comercio, de administración… El clero, el castillo, la catedral, el mercado, las murallas… y a ello añade un reparto muy equilibrado de los sectores productivos, con un tercio de habitantes dedicado al primario (la agricultura y la ganadería), otro al secundario o de transformación, y un tercero al de los servicios.

El comercio seguntino era estable, en su mayoría, con comercios permanentes, especializados, y de otra parte móvil, periódico (lo que genera un mercado y unas ferias). El comercio estable tenía, de una parte, las “tiendas concejiles” que dependían del Concejo, y que servían para ofrecer de forma obligada y con precios fijados, los productos esenciales: había así, “panaderías, pescaderías, tabernas, carnicerías, y tiendas de las cinco cosas…” Las otras, los comercios privados, eran más variados, y en el año 1797 consistían en una de aguardiente, 5 boticas, 1 confitería, 8 establecimientos que expendían chocolate (¡), un estanco de tabaco, un frutero, 2 tenderos en general, y 2 libreros (a lo que se ve, más que ahora…)

En cuanto a la enseñanza y la cultura, esta se enmarca en ese siglo de “luces y sombras” que por igual se reparte en familias e instituciones, en territorios y plazas. Esa es la frase que nos da Adrián Blázquez Garbajosa, el mejor estudioso sobre este Siglo en Sigüenza. El nos relaciona, por ejemplo, los elementos de cultura con que cuenta la ciudad en ese momento, y que son numerosos, sobrados casi: el Seminario conciliar es uno de ellos. Creado en el siglo XVII por el obispo Santos de Risoba, y remodelado por su sobrino en tonos barrocos poco después, el obispo Santos Bullón. En él se formaban siempre más de 50 estudiantes, lo que viene a significar una aporte de sacerdotes y clérigos a la diócesis de gran consideración.

Estaba luego el Colegio de Infantes, para la formación de niños y jóvenes que servirían en el coro de la catedral. Y el propio Concejo se propuso conseguir que todos los niños de Sigüenza estuvieran escolarizados, y que estuvieran a cargo de un “maestro de primeras letras”.

La Universidad, finalmente, andaba en esos momentos en una de sus horas más bajas, pues oficialmente, y a tenor de las reformas borbónicas para la Universidad hispánica, fue cerrada, aunque en la práctica continuó funcionando y dando títulos en sus ramas eclesiásticas. La idea borbónica de que la Universidad formara servidores de Estado, gente con capacidad de dirigir el país y sacarlo de su atraso, era buena, pero no consiguió cerrar del todo la Universidad seguntina, que siguió malviviendo, a pesar de la Guerra de Independencia luego, y de las tenacidades de Fernando VII, hasta la Desamortización final.

Los Obispos ilustrados

A lo largo del siglo XVIII son numerosos los individuos que, por su cargo de obispo o de máximo responsable del Cabildo, ejercen el poder en la ciudad de Sigüenza. No es este el lugar, ni hay espacio suficiente, para entretenernos en referirlos al detalle. Sí que conviene recordar sus nombres, todos ellos ligados a actividades sociales o institucionales, o bien dejando su nombre en los libros de arte por algún detalle solemne y espléndido en la catedral, o en la ciudad cuestuda. Al comienzo del siglo están don Francisco Alvarez de Quiñónes, don Francisco Rodríguez de Mendarozqueta y Zárate, don Juan Herrera y fray José García, así como el arcediano don Antonio Malaguilla, que como un verdadero factotum por su gran carácter controló en gran manera el quehacer eclesiástico y el poder ciudadano en esa época.

La segunda mitad del siglo está controlada por los obispos don Francisco Díaz Santos Bullón, don José Patricio de la Cuesta y Velarde, don Francisco Delgado y Venegas, y nuestro personaje, el obispo don Juan Díaz de la Guerra, apareciendo entre ellos, y en épocas de sedes vacantes, el deán don Alonso Carrillo de Mendoza, historiador entre otras cosas, lo mismo que el deán de fin de siglo, don Diego Eugenio González-Chantos y Sanz.

Por el influjo de unos y otros, y siguiendo la corriente ilustrada implantada por los ministros borbónicos en todo el país, en 1776 se crea en Sigüenza la “Sociedad Económica de Amigos del País” bajo el lema “Socorre enseñando”, lo que viene a ser expresión de la última intencionalidad de todas las actividades que desde el poder se encauzan: la formación de la población, su enseñanza, su mejora a través del saber.

Un Obispo emprendedor y social

Desde 1777 a 1800 (año de su muerte) rige la diócesis y ciudad de Sigüenza don Juan Díaz de la Guerra. Nacido en 1727 en Jerez de la Frontera, unos dicen que en el seno de una ilustre familia, descendiente de Cristóbal Colón, y otros que de origen mucho más humilde, pues sería el hijo de un “simple maestro de obras o albañil” como nos dice en sus “Hombres ilustres de Jerez de la Frontera” Ignacio Parada y Barreto. Yo le he llamado, por ello y por su llamativa y emprendedora actividad en la diócesis, “el obispo albañil”.

Antes de decir lo que en Sigüenza hace y deshace, y tras mencionar escuetamente los datos de que tras pasar por el Seminario fue provisor en el Tribunal de la “Sagrada Rota” en Roma, y obispo de Mallorca, voy a transcribir los párrafos que le dedica, a él y a la ciudad que rige en el momento en que pasa por ella, viajero empedernido, don Antonio Ponz, a finales del siglo XVIII. Por que en esa referencia de noticioso cronista viajero, queda con toda naturalidad prendida la idea de que “la ciudad es él” y todas sus ideas estaban puestas al servicio de la mejora ilustrada de la ciudad y diócesis.

Estas son las palabras de Ponz: En las orillas del río por este lado que es el de Poniente respecto á la Ciudad, es donde están las alamedas…; y aquí también es donde el actual Prelado el Ilustrísimo Señor Don Juan Díaz de la Guerra ha concebido la idea, y ha empezado á edificar un buen número de casas, y formar calle, donde puedan habitar muchos vecinos pobres á quienes no alcanzan sus ganancias para el alquiler de las de la Ciudad,… Se debe esperar que esta obra se continúe, y concluya.

Cosa de un quarto de legua mas al Norte, caminando desde el Convento de San Francisco, se halla en la misma vega del rio Henares la famosa huerta, que el Señor Obispo ha mandado formar en terreno perteneciente á la Dignidad, con la ventaja de pasar por medio de ella dicho rio. Este terreno, que antes era de poco, ó de corto provecho, es al presente de gran utilidad por sus arboledas, horta­lizas, cultivo de granos y de diferentes semillas, por su delicioso, y buen aspecto, y por otras comodidades. Ha mandado cerrar este Prelado el espacioso terreno que la huerta comprende con una buena cerca, que ciertamente no se queda atras de las que nosotros hemos visto hacer alrededor de ese Sitio del Retiro.

Este es el modo de que las obras sean para años, y siglos, si es posible, y de aprovechar todas las oportunidades de favorecer al Público, como lo ha hecho, recogiendo un manantial de agua, que no solo se perdía, sino que incomodaba mucho al camino real; que pasa junta á la cerca de la huerta, habiéndola encañado, y formando con ella una fuente con dibuxo de Don Pedro Arnal, que es gran conve­niencia para los pasageros.

Hay en su recinto (se refiere al Palacio episcopal) piezas espacio­sas, y cómodas, y alguna de ellas muy estimable, y singular por lo que actualmente contiene, como es una exquisita librería de obras de todas clases con raros manuscritos. Entre las famosas coleccio­nes de todo género de obras, y de las mejores ediciones se encuen­tran casi todas las que tratan de medallas antiguas, y demas precio­sos monumentos, que tanta luz, y claridad suministran á la historia, y al cabal conocimiento de dichos monumentos, y medallas, de que el Señor Obispo tiene una colección numerosa, que traxo en gran parte de Roma, donde pudo adquirirla en los años que fue Auditor, por los Reynos de Castilla, de la Sagrada Rota.

No debo pasar en silencio un pedazo de terreno casi del todo inútil por lo pasado, perteneciente á la Dignidad Episcopal, y situado debaxo del mismo Palacio, ó fortaleza por el lado de Oriente (se trata del actual recinto que pertenece a los Hermanos de la Sagrada Familia): ha dispuesto el zeloso Prelado, que se pusiese todo él en cultivo, no solamente en el estrecho valle por donde pasa un arroyo, sino en el declive de los cerrillos que están á los lados, y otros de varios géneros, mucha verdura, y quanto conduce á la abundancia en este género.

Hay en la Ciudad un competente número de telares de paños comunes, bayetas, y estameñas, cuya industria ha fomentado, y promovido el Señor Obispo, como la de hilados, y texidos de paños: con lo qual, y ciertos premios que suele repartir, ha desterrado mucha parte del ocio, que tanto consume las poblaciones donde se arraiga.

El Señor Obispo actual de Sigüenza, habiendo considerado por su parte el aprovechamiento que de esta agua casi perdida podia sacarse, tomó la plausible resolución de hacer un molino de papel junto a Gárgoles introduciendo el riachuelo por el mismo molino. Apenas se habló de la fábrica, quando ya supimos que estaba acabada, y que se hacia papel de varias suertes: tal es la eficacia del zeloso Prelado, y su deseo de ocupar las gentes en exercicios útiles á la Nación. Han tenido el gusto de que hayan aplaudido las calidades del papel los que lo han usado: y se puede esperar que esta industria adquirirá incremento, y mucha perfec­ción.

Desde Lodares hasta el Monasterio de Huerta no había enton­ces población alguna, y solo quedaba sobre la derecha la de Arcos; pero el actual Señor Obispo de Sigüenza entre sus benéficas empre­sas va efectuando una de planta en medio de la gran subida desde mas abaxo de Lodares hasta los altos del cerro, de donde se descubre la llanura de Huerta. Es la idea fundar un entero Pueblo, el qua] tiene hoy el nombre de Juvera, por llamarse así aquel territorio, cuyo término, que no es muy corto, pertenece á su Dignidad.

Tiene ya el Pueblo levantadas algunas casas de planta, y de construcción uniforme, y sólida. Ha de haber, según las presentes ideas, meson provisto, y cómodo para los caminantes; y un terreno antes desamparado, y sin cultivo, vendrá á ser si se continúa, útil al Público, al Obispado, y á los nuevos pobladores. Con motivo de esta población se ha compuesto algo en el camino de la posta en la travesía de esta Diócesis, haciéndolo practicable para carruages…»

 Don Juan Díaz de la Guerra hizo su entrada pública en Sigüenza el 20 de diciembre de 1779. Contaba entonces con 52 años de edad, en pleno apogeo de su capacidad física e intelectual sobre todo. Con enorme energía y muchas ganas de hacer cosas. Quería construir, especialmente, “obras públicas, mejoras de todo tipo, que favorecieran a los pobres…” La Sociedad Económica de Amigos del País, fundada tres años antes de llegar, fue inmediatamente presidida por su personalidad arrolladora, siendo nombrado individuo correspondiente por la Academia de la Historia. Ese sentido claramente progresista se evidenció cuando en 1780 prohibió que el clero asistiera a las corridas de toros, rechazando también el culto a la patrona secular de la ciudad, Santa Librada. Y el estallido de su tradicional enfrentamiento con el Cabildo se produjo cuando se suscitó el tema que centra y justifica precisamente este libro: la construcción de todo un barrio entero, con casas grandes, cómodas y elegantes, para capitulares, comerciantes, vecinos adinerados, “veraneantes” de nota, individuos profesionales, etc. El pretendía hacerlo a las afueras de la ciudad, en zona cuestuda y vacía, mientras que los canónigos apostaban por un remozamiento y ampliación de las casas capitulares que escoltaban la Plaza Mayor frente a la catedral. De siempre se mantuvo enfrentado al Cabildo, personalizando ese encontronazo en las personas del deán don Diego González-Chantos, y del arcediano de Molina don Juan García Campos.

Si pasamos a referir, en forma de enumeración simple, todas las obras que promovió en Sigüenza y su diócesis, y que le confieren con justicia ese apelativo de “obispo albañil”, obispo constructor, etc, que se ha ganado en la historia, solo cabe ir desgranando, línea tras línea esa serie interesante y asombrosa de tareas.

Para que no se me olvide, empezaré refiriendo la idea de construir el Barrio de San Roque. Lo hace en un lugar donde solo hay casas pequeñas, tierras en baldío, y muchas rocas. Un lugar agreste, alejado, difícil… Su decisión fue tomada en 1781 e inmediatamente se empezaron las obras, que precisaron de grandes desmontes, por ser muy irregular el terreno. En ese barrio, que toma el nombre por la ermita que se encontraba en ese espacio, y que luego se levantó más allá, al inicio de la carretera de Alcuneza, va a construir una larga serie de casas, de grandes balcones, amplios portales, jardines y patios interiores, gruesos muros, cómodos accesos. Son para gente de dinero, eclesiásticos o civiles. Y lo hace cumpliendo promesas dadas tras presiones reales de la sociedad seguntina: la población ha aumentado enormemente, y no hay viviendas dignas, ni sitios donde construirlas dentro de la muralla secular. La calle de San Roque centra el barrio, y esta a su vez se cruza con la cuestuda calle de Medina, formando en su entronque el llamado cantón de las ocho esquinas, en cuyo centro se puso una fuente, la de Medina, que luego se trasladaría a la Alameda, para que pudieran circular carruajes y coches con comodidad.

En ese barrio, además de las casas construyó un gran Parador u Hospedería, en la manzana que se formaba entre la cuestecilla de acceso a la calle San Roque, y la Alameda. También mandó levantar un gran cuartel para “la tropa suiza”, con el objeto de que estos soldados promovieran con su tradicional buen hacer “las artes y la industria” en la ciudad. Poco después se destinó a Cuartel de verdad, alojando el “Regimiento Provincial de Sigüenza” dentro del cual se albergaba la “Compañía de Granaderos de Sigüenza” con actividad desplegada en la Guerra de la Independencia.

Además se levantó el Colegio de Infantes de Coro, de la Catedral, que más adelante describiré con detalle, como el resto de los edificios que forman este bellísimo conjunto urbano, trazado por el arquitecto italiano Luigi Bernasconi, y ejecutado por el maestro de obras Juan Díez Ramos.

Por el resto de la ciudad y diócesis, dejó también don Juan Díaz de la Guerra cumplida memoria de su generosidad y empuje: en 1779 se centró en la creación de la “Huerta del Obispo”, situada a dos kilómetros al norte de la ciudad, atravesada por el río Henares (en el siglo XIX fue también atravesada por la línea del ferrocarril Madrid-Zaragoza), y plantada de 30.000 moreras que servirían teóricamente para dar alimento a gusanos de seda, para producir de ahí tejidos finos, pero aquello no cuajó y pronto se decidió plantar frutales.

En otra huerta que el obispo tenía cerca de Jadraque, debajo de Miralrío, junto al mismo Henares, puso otra gran plantación de frutales. Y en el castillo levantó un granero moderno y en buenas condiciones, lo mismo que hizo en diversos pueblos señalados de la diócesis, donde construyó graneros y grandes palacios-casonas para sus administradores: en Almazán, en Atienza, en Molina (que se mantiene intacta, con las armas del obispo sobre el vano del balcón superior) en Ayllón, etc.

Otro de sus grandes proyectos fue el de Jubera, construyendo un pueblo entero, al estilo del Barrio de San Roque, bien alineadas sus casas y calles, junto a una posesión que la Mitra tenía en la orilla del río Jalón. Un total de 24 casas, en perfecta simetría, con plaza y calles, y un moderno mesón lo compusieron. Obligado por la desgracia de un incendio que destruyó el pueblo entero, esta historia se repitió después en Iniéstola, en 1796.

Alentó en la ciudad la construcción y reformas del Hospicio o Casa de Miseridordia (lo que hoy es Colegio de la SA.FA.) y en Gárgoles de Abajo construyó una gran fábrica de papel, añadiendo en la parcela social la idea acariciada desde su llegada a la diócesis de crear dotes de 50 ducados cada una para entregar a jóvenes doncellas que quisieran tomar matrimonio.

Los últimos años de la vida de don Juan Díaz de la Guerra fueron los marcados por el escándalo. Aparte del proceso que la Inquisición iniciara contra él, por acusaciones de sus eternos contrincantes los capitulares, y a raiz de haber procedido a castigar a las monjas de diversos conventos de clausura (clarisas, benedictinas, etc.) con flagelaciones y otros ritos exculpatorios, don Juan Díaz de la Guerra comenzó a dar muestras de un deterioro mental o de personalidad muy acusado. El historiador de la diócesis, y también obispo de ella, fray Toribio Minguella, refiere al concluir la biografía del “obispo albañil” que en 1796, cuando decidió escribir al Rey la carta de renuncia al señorío seguntino, mostraba ya “un decaimiento completo de sus facultades físicas e intelectuales”. Contaba entonces con 70 años de edad, pero sin duda la asaltó en muy corto espacio de tiempo una “depresión endógena” que ni él ni sus médicos personales fueron capaces de controlar. Los enfados, los sentimientos de culpabilidad, la tristeza, el desánimo, la dejación de funciones, el exceso de celo, la ansiedad, todo ello en mezcla explosiva le llevaron a un continuo arrebato y discusiones, que finalmente terminaron en su muerte, el año 1800. Fue enterrado en el presbiterio de la catedral. Sin duda, uno de los mejores obispos y señores de Sigüenza.

El espacio que vive: el barrio de San Roque

Y llegamos al final de este repaso a una ciudad, a una época, a las gentes que la inventan y la maduran. Llegamos al Barrio de San Roque, en la parte baja de Sigüenza, cerca ya del río, de la Alameda, de la tranquila parsimonia de los andarines. Es el objetivo en el que nos quedamos.

Como ya hemos ido narrando, en la parte baja de la ciudad, por iniciativa del obispo Juan Díaz de la Guerra, a finales del siglo XVIII se construyó este barrio completo, para dar alojo a cierta clase de nobleza o aristocracia funcionaria de Sigüenza, que necesitaba viviendas modernas en un ambiente de comodidad y fáciles accesos, cosa que no ocurría en la antigua, empinada y estrecha ciudad mitrada. Comprende como eje la calle de San Roque, que se cruza con la de Medina que baja desde la catedral hasta la Alameda, formando el bellísimo cruce llamado cantón de las ocho esquinas. En una de esas esquinas aparece la casa en que residió el gran polígrafo alcarreño D. Manuel Serrano y Sanz, Cronista Provincial de Guadalajara en los años veinte del siglo pasado, autor de numerosos trabajos sobre historia de la provincia e historia de América, viéndose una placa dedicada a su memoria en la esquina de la referida casa. En otra de las esquinas, la casa donde vivió (donde pasaba los veranos) el general Muñoz Grandes, figura destacada en la contienda militar de 1936-39. En la misma calle de San Roque, y ahora también señalada por cumplida placa de cerámica, la casa donde largos años vivió y pintó el alma pictórica del burgo, Fermín Santos. En este barrio quedan incluídos varios palacios, la ermita de San Roque, el Colegio de Infantes, la puerta de acceso a la claustra de la catedral, la plazuela de las Cruces, la Hospedería, el Cuartel antiguo, etc. Forma todo ello un conjunto urbanístico plenamente barroco, en muy buen estado de conser­vación. Su autor fue el arquitecto Luigi Bernasconi.

El palacio de Infantes

Si de todo ello destacamos algo, sería el palacio de Infantes, un elegante y ampuloso edificio barroco. De una bocacalle de la de San Roque, a la que llaman en referencia suya Callejón de Infantes, se levanta destacado este palacio o Colegio de Infantes, construido al mismo tiempo, y por idéntico arquitecto, que el total del barrio barroco, con destino a albergar un Colegio Mayor Universitario, y formar al mismo tiempo una escolanía de niños cantores para los servicios litúrgicos de la catedral. Tiene una gran portada con vano de acceso semicircular, con friso en el que se ven diversos grupos de talla, ilustrativos de la virtudes cristianas representadas por niños desnudos, una estatua de San Felipe Neri en hornacina, y diversos elementos geométricos de tipo barroco. Balcones y ventanas con variado molduraje completan esta portada barroca. El interior muestra patio central del mismo estilo. Desde el año 1961 está ocupado este edificio por una comunidad de Padres Josefinos de Murialdo, italianos de origen, dedicados a la formación de jóvenes para el sacerdocio.

Al terminar la calle de San Roque, se abre una recoleta plaza, llamada de las Cruces o del Calvario, que era el remate de un Vía Crucis antaño muy frecuentado de devotos. Consta su conjunto monumental de tres cruceros de piedra, y crea un ambiente de evocación y poesía, dentro de la multiforme ciudad seguntina. Es este un entorno perfecto en el que afluye toda la nostalgia de los viejos tiempos en esta ciudad por la que parecen no pasar los siglos.

La ermita de San Roque

Dando nombre al barrio, un antiguo edificio religioso que fue de origen más antiguo que todo lo que hoy vemos. Una ermita de “afueras”, dedicada al santo de origen francés que es patrón de caminantes y llagados, el peregrino que va siempre con su perro y que tenía aquí estación de oraciones y entretenimientos. Un breve atrio descubierto y protegido de rejas le sirve de entrada. La puerta es de líneas severas y sencillas. El interior, de una sola nave, se dedica ahora a Museo, a Sala de Exposiciones, a lugar de Encuentros. Tiene en el presbiterio colgada una selección de su obra el cronista gráfico de la ciudad, el alcarreño Fermín Santos. Y en ella se ha trabajado la restauración de piezas de la ciudad, se han compuesto murales cerámicos para el Metro de Madrid, y hasta se han celebrado reuniones del Consistorio, una vez que se hicieron obras en el Ayuntamiento de la Plaza Mayor, y durante meses se recogió entre los muros de San Roque el proceder diario del Ayuntamiento. Húmeda y fría -como casi todo en Sigüenza- esta ermita de San Roque es vocerío santo de todo el barrio.

La iglesia de las Ursulinas

Al fondo del paseo de la Alameda, y a su vez rodeada de fron­dosos jardines, se alza la silueta barroca y encantadora de la igle­sia y convento de monjas Ursulinas, que en su origen fue sede de un cenobio de frailes franciscanos, fundado a finales del siglo XVI por don Antonio de Salazar y doña Catalina Villel, hidalgos de Pelegrina. Luego, en los inicios del siglo XIX, se marcharon los pardos frailes y vinieron estas mujeres, dedicadas intensamente, desde entonces, a la educación de la juventud femenina de Sigüenza y su comarca. El edificio de su iglesia, notable pieza de arquitectura barroca, se levantó en la primera mitad del siglo XVIII, por el arquitecto Juan Durón. Su fachada, de sillar blanco, presenta un agradable frontis curvado, y sobre el dintel de la portada aparece tallado el emblema de la Orden Seráfica, así como también en el alero de una parte del edificio conventual, junto a otros escudos reales y de la familia Salazar que en el siglo XVIII aún corría con el patronato. El interior es amplio, luminoso, de una sola nave, con amplio crucero y gran cúpula semiesféri­ca coronándole. El actual altar mayor es barroco, de poco mérito, con medianas pinturas modernas. En los brazos del crucero estuvieron situadas las estatuas funerarias de los fundado­res, pero hoy solo quedan sendos escudos policromados con las armas de dichos nobles personajes. Es de destacar el juego de cerrajas barrocas, obra de Pedro de Pastrana en la primera mitad del siglo XVIII, que existen en el cancel de la entrada del templo.

La Alameda

Y al final de este recorrido por la parte baja de Sigüenza, como un complemento del barrio sanroqueño que nos ha ocupado, la Alameda. El punto de reunión, paseo y tertulias de los seguntinos, especialmente en el verano. Se trata de un parque que corre a la margen izquierda del río Henares, cargado de frondosidades arbóreas (en estos últimos años algo mermadas por la epidemia de grafiosis de los olmos), parterres y terrazas donde en la temporada correspondiente se sirven refrescos. Pero la Alameda, además de este su aspecto de tipismo veraniego, tiene un aspecto monumental que conviene resaltar. Fue una obra más de las realizadas en beneficio de la ciudad por sus obispos: en los primeros años del siglo XIX, el obispo Pedro Inocencio Vejarano empleó gran cantidad de sus dineros en realizar este parque para solaz de los pobres y decoro de la ciudad según se dice en latina leyenda sobre un arco de entrada. Añade además este recinto una pequeña barbacana que lo limita, y unas grandes pirámides de piedra rematadas en granadas, quizás recuerdo de la tierra natal del obispo constructor. Todo un espacio de intimidad y pájaros, de piedras solemnes y evocaciones clásicas. Sigüenza una y trina, ciudad de campanas, de obispos terribles, de retablos polícromos.

Amas concejiles, escudos de piedras

                                 

Una cuarta parte, larga, de los municipios de Guadalajara, tiene emblemas que tallados en piedra o dibujados sobre las cerámicas esquineras de sus calles pregonan los colores y símbolos de su historia en forma de escudos heráldicos. Más de 120 localidades de nuestra provincia cuenta hoy ya con su escudo aprobado y en uso. Otras muchas están esperando hacerlo, inventarlo y reconocerlo, pero en cualquier caso el empuje de la historia, en forma de emblemas y armas blasonadas, viene con fuerza. Se aposenta en la plaza mayor de cada uno de nuestros pueblos. Hoy vamos a repasar alguno de esos escudos que resumen en forma de jeroglífico una historia y un patrimonio singulares.

Un libro cargado de escudos

Viene este recuerdo a propósito de la aparición en estos días de un libro escrito por el profesor de Historia don Antonio Ortiz García, que titula “Heráldica Municipal de Guadalajara” y que ha sorprendido a quienes ya lo han tenido en la mano por la belleza impactante de sus imágenes, pues en sus casi cuatrocientas páginas reúne todos los escudos municipales existentes en nuestra tierra, a demás de un largo acopio de escudos de España, de provincias, comunidades, linajes clásicos, etc, conformando un libro modélico y hermoso.

El profesor Ortiz nos recuerda en su libro el proceso histórico de formación de los escudos institucionales españoles. Cómo partiendo de los simples leones y castillos, sumados de las armas aragonesas y sicilianas se van creando los emblemas de los monarcas españoles. Y lo mismo nos dice de los escudos de las provincias, explicando su desarrollo, con ejemplos de las diputaciones castellano-manchegas. Un apasionante vistazo, rápido y claro, a los fundamentos de la heráldica, que nos deja luego contemplar, uno a uno, y en su brillantez de colores y formas, los escudos de los municipios, de los que se dan en este libro “pelos y señales” con el origen del pueblo, la lógica de sus armas, el variado uso que de las mismas puede hacerse, etc.

Claro es que el mejor libro, en mi opinión, para estudiar los escudos de los pueblos es el visitar estos en directo, mirar las fachadas de sus Ayuntamientos, los frontispicios de sus fuentes, las bienhechuras de las esquineras lápidas que marcan los nombres de sus calles y plazas: en definitiva, conocer la provincia y sus cientos de pueblos, es al final la mejor forma de entender sus símbolos emblemáticos.

Escudos como historias

Si uno se para a mirar escudos como el de Almoguera, en el que aparece el castillo que realmente tuvo sobre el roquedal que acoge a la villa, las cabezas de tres moros a los que el ejército de “homes buenos” de la villa combatió en peleas medievales allá por la Andalucía, y la escolta de esas grandes banderas ornadas con frases arábigas que dan saludo y honor a Dios, se dará cuenta de cuánta historia cabe en el corto trámite de la extensión de un escudo. Pasa igual con el de Peñalver, gran cruz de la Orden de San Juan que recuerda quienes fueron durante siglos sus señores; o el de Molina de Aragón, que resume batallas, nombres originarios, bodas y heroísmos puestos juntos.

Otros escudos de municipios lo que hacen es mostrar la belleza de sus elementos patrimoniales, haciendo a veces de parlantes emblemas, como le ocurre al de El Pozo de Guadalajara, que enseña picota y pozo en sus mejores colores, o el de Yunquera Henares, y aun el de Cabanillas del Campo, que ponen en su escudo la presencia galana de la torres parroquial, grito en piedra sobre el contorno.

Desde las leyendas señeras y hondas como la de la Reconquista de la ciudad por Alvar Fáñez de Minaya, que es el motivo del escudo de Guadalajara capital, todo él coloreado, complicado y promiscuo de ejércitos, capitanes, estrellas y amurallamientos, hasta la simplicidad de un Heras de Ayuso, en el que se ha querido representar al patrón de la villa, San Juan, subido en una barca y atravesando el Henares como en angélico paseo.

Muchos de estos escudos han ido pasando, una vez aprobados por la Junta de Comunidades, y considerados oficiales, a lugares de preeminencia, y así ha ocurrido con el escudo de Fontanar (junto a estas líneas) que tallado por Del Sol aparece en relieve sobre la fachada del Ayuntamiento, luciendo su recuerdo al nombre (la fuente de Fontanar), a la historia común (el castillo de Castilla) y a la historia propia (la cruz de la Cartuja por tener entre sus casas un edificio que fue sede de los cartujos del Paular en siglos pretéritos.

Escudos tradicionales y llenos de empaque, como los de Sigüenza (definitivamente queda descrito y dibujado en este libro que comento), los de Brihuega, Cifuentes, Mondéjar, Horche y tantos otros que tienen su tradición y definida silueta anclada en la certeza multisecular de los archivos, los sellos rodados, las leyendas incluso… Y escudos modernos, recién hechos, pero con lógica y sabiduría, como ese de Azuqueca que ofrece limpia su chimenea y su pareja de espigas, o el de El Recuenco, que hace alusión a la industria del vidrio entre las montañas de su desorbitado paisaje.

En ese mundo variopinto y curioso siempre de los escudos heráldicos municipales nos hemos movido esta semana. Invitando a todos a que busquen en su localidad los rastros de esa heráldica que a todos pertenece. E invitando a mis lectores a que se adentren, por las páginas del libro de “Heráldica Municipal de Guadalajara” del profesor Ortiz García, a buscar el escudo de su pueblo, la razón de su figura y sus colores, la descripción exacta de los mismos, para que siempre pueda decirse, que con razón se llevan los blasones, y con razón se presume de ellos.

Es una forma más de entretener un viaje, de dar razón a una visita, y de iniciar una conversación que pueda fundamentarse sobre hechos y noticias reales. Además supone la recopilación de un acervo cultural, -popular y tradicional- de mucho peso. Lo único que sentimos es que no estén todavía, en este libro, los escudos de todos, absolutamente todos, los pueblos de Guadalajara. En varios países de la Unión Europea se consiguió ese objetivo hace ya bastantes años: y es algo tan lógico como el que cada persona en su carnet de identidad lleve su rostro puesto, además de sus datos administrativos. Así debería ocurrir con los pueblos, que cada uno llevara en la frente los colores y las formas de sus armas heráldicas, de su escudo municipal que sirve, siempre, para hablar de sus orígenes y servir de identificativo en cualquier instancia. Esperemos que la segunda edición de esta obra sorprendente, traiga multiplicadas por cuatro sus páginas y sus motivos.