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julio, 2001:

Un paseo por los monasterio mevievales de Guadalajara

 

De siempre me interesó el paseo, visual y físico, por los viejos entornos de nuestra tierra. Creo que eso mismo le pasa a muchos y muchas. Recorrer caminos, llegar a lugares, recónditos y medio vacíos, en los que a través del silencio poder entender mensajes de tiempos pretéritos. Esto es lo que se puede conseguir en la provincia de Guadalajara cuando se pone uno por meta los viejos monasterios medievales. Porque existen muchos y todos ellos cargados de hermosas y sugerentes muestras del arte y la historia del pasado. Situados en entornos atractivos, paisajísticamente sorprendentes, y siempre merecedores de un viaje atento, de una degustación sin trabas. Lo que ahora pretendo, en mi paseo semanal por la tierra de Guadalajara, es dar un repaso a esas viejas moles arquitectónicas, la mayoría en ruinas, algunas todavía felizmente ocupadas, otras en trance de renacer, que pueda servir para alentar entre lectores, viajeros y curiosos la pasión por la historia y las formas de los monasterios medievales.

Son muchos los que existen entre nosotros. Perdidos la mayoría entre bosques y valles, a los que para llegar hay que echar esfuerzo y conocimiento, por no añadir auténtica pasión y una pizca de fe. Son muchos y muy hermosos. Algunos ya casi desaparecidos (¿alguien sería capaz de encontrar ni el solar siquiera del Convento de Dominicas de San Blas en término de Gárgoles?) y otros abandonados a extremos de delirio, de delito casi (¿alguien se ha acercado, a riesgo de quedarse sin coche, más allá de Pinilla de Jadraque, hasta las ruinas solemnes del monasterio de calatravas de San Salvador?) Otros, en cambio, como el de benedictinos de Sopetrán, siguen estos días en permanente actualidad, tras un siglo y medio de abandono siete más de neo-ocupación por dos monjes benedictinos que, finalmente, han vuelto a abandonarlo al llamado de sus superiores.

Cuales son los monasterios medievales

No es difícil definirlos como todos aquellos fundados con anterioridad al fin de la Edad Media, esto es, antes de agotarse el siglo XV. En Guadalajara queda el recuerdo de 19 fundaciones de estas características. Dos solamente permanecen todavía vivas: son los monasterios femeninos de Buenafuente (cistercienses) y Valfermoso (benedictinas). Todos los demás, incluido el de Sopetrán, quedaron vacíos: unos en pie, casi enteros, utilizados para otros fines. Y la mayoría en ruinas, más o menos inestables, más o menos poéticas y evocadoras.

Hagamos un repaso breve de estas instituciones: los monasterios medievales de Guadalajara. Los más antiguos de estos centros serían los que dieron cobijo a comunidades de canónigos regulares de San Agustín, en lo alto de la cima del Santo Alto Rey, y en la vaguada silenciosa del alto Bornova, en Albendiego: la ermita del Santo Alto Rey y el templo de Santa Coloma fueron lugares habitados, en la remota Edad Media, por monjes de origen francés.

Las grandes órdenes que fueron motor del Medievo, benedictinos y cistercienses, también tuvieron importantes centros en Guadalajara. De los primeros, recordar Sopetrán, ya nombrado, espacio que junto al río Badiel, entre Torre del Burgo e Hita, ofrece la grandiosidad de unas ruinas conventuales, y el recuerdo memorable de los Mendoza que le ayudaron y le hicieron crecer. Y poco más arriba del valle, junto al Badiel también, el femenino cenobio de San Juan Bautista en Valfermoso de las Monjas, que cuenta ya con más de ochocientos años de vida ininterrumpida.

De los segundos, los cistercienses, solo la comunidad femenina de Buenafuente queda viva. Lo demás son ruinas. De Buenafuente solo cabe decir que hace 25 años estuvo a punto también de desaparecer. Aún recuerdo haber visto un anuncio en los periódicos de Madrid diciendo que se vendía monasterio medieval en las sierras de Guadalajara. Quizás un milagro, quizás la voluntad férrea de un hombre (Ángel Moreno) y unas monjas que no quisieron dimitir, el caso es que surgió de nuevo, y hoy tiene la fuerza sumada de todos los demás. Entre sabinares, en la orilla derecha del Alto Tajo, junto a su iglesia monacal de estilo románico francés, Buenafuente es referencia obligada de monasterios y santidades hoy día.

Las ruinas cistercienses son las de Bonaval, cerca de Retiendas, aislados los muros, las bóvedas y los capiteles en medio de un quejigar misterioso, junto al alto Jarama. Son las de Monsalud, grandiosas y retumbantes, como salidas de una novela de Noah Gordon en la que miles de peregrinos imploran a la señora de Monsalud gracia para curar sus males de corazón, sus melancolías… Son las de Ovila, junto a Trillo, también en la orilla rumorosa del Tajo. Asombrado el viajero de hoy escucha lo que otros le cuentan: en 1931, William Randolph Hearst compró entero el monasterio, que llevaba ya un siglo abandonado, con objeto de trasladarlo a su finca de San Simeón, en California. Una aventura desquiciada y onírica que significó la muerte total del monasterio: parte mínima reconstruido en el Youth Museum de San Francisco, y parte máxima desparramada por los jardines del Golden Gate Park de la Ciudad californiana. Son, en fin, las de San Salvador en Pinilla, todavía dignas aunque abandonadas y maltratadas ruinas, que están pidiendo que alguien se ocupe de ellas, las limpie y las ponga en valor para quienes (cada vez más) respetan estos restos del pasado.

Los franciscanos vinieron después. Como los dominicos, mendicantes que enseñaban y vivían pobremente de la caridad de los vecinos. En nuestra tierra se alzaron, todavía en la Edad Media, varios de estos monasterios. La orden de Santo Domingo solo puso, de la mano del infante Juan Manuel, un humilde cenobio de monjas en el término de Gárgoles, junto a la ermita de San Blas, en el lugar que decía la tradición estaba santificado por la muerte en martirio de este hombre. El monasterio duró toda la Edad Media, hasta que las monjas se fueron y lo ocuparon varones que ya en el siglo XVII se trasladaron a la villa de Cifuentes. De lo medieval no queda ni la huella.

Los franciscanos fueron más numerosos. En Guadalajara ciudad levantaron un enorme cenobio, amparado como todo lo arriacense por los Mendoza. Tras hundimientos, fuegos, destrucciones y reconstrucciones, ha llegado hasta nuestros días bastante entero (iglesia gótica y claustro mudéjar). Un espacio maravilloso, rodeado de frondosos jardines, que está pidiendo atención y restauración por parte de quien debe proteger y ofrecer el patrimonio vivo y abierto.

Más franciscanos por la provincia: los de Molina, fundados por doña Blanca de Lara, hoy su iglesia, con el Giraldo en una esquina, sede del Centro Cultural molinés; los de Atienza, maltratado su solar de traza inglesa, y borrada cualquier huella bajo un bloque de edificios y un almacén de harina; La Salceda, en las cuestas que la carretera de Cuenca hace para subir desde Tendilla a Peñalver. Allí están alzados, y algo inestables, los muros de la capilla de las reliquias, donde Pedro González de Mendoza se hizo franciscano y escribió aquel libro memorable que llamaba “Monte Celia” al lugar. Y las monjas en Alcocer, fundadas por doña Blanca Guillén cuya estatua desapareció en nuestra guerra civil. O las clarisas de Guadalajara [Santa Clara se llama todavía el lugar donde estuvieron] y Santiago su iglesia de orden mudéjar y gótico.

Seguiremos aún recordando órdenes monasteriales, grandes monasterios solemnes. Y esto de la mano de los jerónimos, la congregación que nació, plenamente española, en esta Alcarria. Lupiana fue su lugar de origen, y el monasterio de San Bartolomé la maravilla aún viva, aún en pie, aunque también un tanto arrinconada de nuestras memorias, que deberían volverse más a menudo hacia aquel bosque frondoso y brillante sobre el que se alza la torre castillero y donde abre su risa el claustro de Covarrubias, algo único en toda Castilla.

De los jerónimos quedan ruinas por aquí y allá: en Villaviciosa de Tajuña mínimos restos del convento de San Blas. Y en Tendilla breves paredones de la casa de Santa Ana. Aún en Hontoba, en lo alto del cerro de los Llanos, se ven los paredones de la casa de veraneo que los jerónimos tuvieron en aquel apartado lugar.

De todas estas ruinas, lamentos, evocaciones y siluetas, escribí hace algunos años un libro en el que puse cuanto sabía (algo más de lo que aquí esbozo) sobre estos monasterios. Pro lo sustancial ahora, amigo lector, es que te formes el propósito de ir a visitarlos, de conocerlos a fondo, de que alíes tú también en el ejército de los que piden su cuidado atento, su limpieza y respeto permanentes, además (es lógico) de sacarles unas cuantas buenas fotografías a las ruinas que aún se pelean con la gravedad de la Tierra.

Atanzón, blanco de cereales

 

Está la meseta de la Alcarria blanca ya, pero de cereales recogidos. Hace pocas fechas, cuando se alzaron los viajeros, pasadas las cuestas de Iriépal y Centenera desde Guadalajara, hasta la llanura de Atanzón, aún oscilaba el horizonte entre el amarillo oscuro del trigo y el cano plata de la cebada. El sol, ardiente ya, de la primera mañana, deja la mancha de cualquier pueblo como un oasis en el paisaje abrasador de este verano tan caliente. La imagen del albor, de la luz, de la llama viva, es lo que nos queda tras subir a Atanzón y pasear sus calles, recorrer su entorno, mirar sus edificios, hablar con sus gentes.

El motivo del viaje fue recordar otra vez la presencia clasicista de su templo parroquial, vivir la grandeza de su plaza, mirar la villa entera desde las eras altas. Pero hacerlo con un libro en las manos, una publicación que hace unos meses apareció con el título “Atanzón, imágenes de un siglo” y que supone la recopilación impresa de docenas de fotografías en las que se muestra la vida y la imagen de Atanzón: se han sumado (salidas de los álbumes familiares, las carpetas de gomas, y los baúles enormes) las fotografías en que se hacen vivos los abuelos que se fueron, y aún muchos de los que viven y han protagonizado fiestas, visitas, semanas santas y cabalgatas de reyes. Edificios, costumbres y un largo etcétera, que hacen de este “libro de estampas” una acertada remembranza del Atanzón del siglo XX.

Únicamente nos ha extrañado que el autor de las breves líneas de texto que preceden al catálogo de imágenes, dé muestras de lo escaso de sus lecturas referentes a su propio pueblo, al que sin duda quiere y admira: cuando hace memoria de lo que hasta la fecha hay escrito, nos dice textualmente que “las relaciones confeccionadas por dos escribanos de Felipe II, allá por el año 1570; las revistas de “El Pregón” órgano informativo de la Asociación Cultural Carravilla, encuadernadas en el año 1995, y este ejemplar que tenemos en nuestras manos, son las únicas publicaciones contrastables hasta el día de la fecha que recogen la densa historia…..” de Atanzón. Existe un libro, valioso por lo bien escrito y por la cantidad inmensa de noticias y descripciones que da del pueblo, que se titula “Historias de Atanzón” y cuyo autor es el conocido escritor alcarreño Felipe María Olivier López-Merlo, quien lo publicó en 1985, y me consta, no hay casa en Atanzón que no tengan un ejemplar del mismo.   

Casas y cosas

Los viajeros se han encontrado, rondando la iglesia y su portada señorial de corte manierista, con un buen cicerone del pueblo, con Ángel Ayuso, que ahora pasa sus vacaciones en Atanzón. El vivió aquí siempre, y se conoce las calles, las plazas y los alrededores con todo detalle. Recordaba como fue en su casa de la plaza del Olmo donde Olivier pasó los años de la Guerra civil, como evacuado con su familia desde la capital. Y nos vuelve a recordar la historia de Marigarcía, la moza de dos cabezas, y los misterios de las cuevas y castilletes que existen por el término. Se asoma hasta una balconada donde se ve, a nuestros pies, el hondo río Ungría. Es la Vega que aquí llaman, donde aún quedan los viejos molinos que hoy se han restaurado, y en ellos habitan importantes personalidades del mundo político y empresarial. Por caminejos que suben y bajan entre olivares y choperas, se puede llegar a Valdeavellano, el pueblo frontero que se adivina al otro lado del valle. Ángel se deshace en atenciones, y nos va dictando su memoria fiel de hombre de pueblo alcarreño: la picota aquí, la ermita de la Soledad allá, la plaza del Horno, el nuevo parque… su menuda figura se queda señalándonos, desde la puerta de la iglesia donde lucen limpios y cuidados los escudos del linaje de los Gómez de Ciudad Real, la casa donde él vive, en la esquina de la plaza, cuidando del sol sus balcones con unas grandes, unas solemnes persianas pintadas de verde.

Los viajeros suben luego hasta las eras, y admiran la vista saludable del pueblo de Atanzón. En el centro, como un adorno excepcional, y bien cuidado, el templo parroquial, cortado a plomo en sus aristas, y valiente en peana de piedra sobre la plaza. Una imagen que pinta el lugar y al cronista le trae memoria del día que se inauguró la obra de restauración, cuando era párroco y tenaz defensor de aquellos muros don Luis Herranz, hoy encargado de cuidar todo el patrimonio artístico de la diócesis. Nunca en mejores manos podría haber caído esta tarea…

Todavía nos da tiempo a visitar la ermita de la Soledad, también limpia y digna, con su atrio abierto y la portada de ingreso doble, tan frecuente en las ermitas alcarreñas. Junto a ella está el parque de Celedonio Fidel, que se concluyó hace unos meses, y que lleva ese nombre en homenaje al vecino de Atanzón que puso su tiempo y su pasión en dejar, como un Cirilo Rodríguez de la pelada Alcarria, hecho un vergel lo que antes era una costanilla pedregosa. Hemos escuchado allí, en ese parque sencillo y silencioso, el griterío de los pájaros de la mañana. Y hemos probado sus asientos de piedra, leído sus memoriales tallados, oído el rumor del agua de sus fuentes. Este parque de Celedonio Fidel en Atanzón, frente a la ermita de la Soledad, es de esas sorpresas que proporciona la Alcarria a quien, como hacen los viajeros, la recorren a menudo, esperando que surja el milagro, la sombra, los trinos…. y estos siempre aparecen, fieles y atentos. Realmente merece la pena hacer el viaje hasta Atanzón, aunque solo sea por estar sentados, en la sombreada mañana del verano, bajo las acacias de este pequeño parque aldeano.

Luego siguen las otras ermitas. La de la Concepción, también muy arreglada, y el rollo, ya en la carretera de hacia Caspueñas, con su prismático corpachón medieval, del que dicen sea quizás la más antigua de las picotas de nuestra provincia. Para otro día dejaremos la visita a las ruinas de San Marcos, que se adivinan en la lontananza como un prometedor descubrimiento de antiguo castillo olvidado de todos, sobre los campos. Hay que llegar a pie, o con vehículo de fuerza a las cuatro ruedas. Pero los viajeros harán cualquier día su periplo de alcarrias, y subirán hasta el otero que trae en el aire susurro de leyendas y evidencias de arquitecturas militares.

Ahora se vuelven a Guadalajara parando en Centenera, en Lupiana, en Horche…. mirando muros densos, veletas aburridas, aldabones cenicientos. Una tierra en la que se encuentra memoria en cada esquina, memoria viva como la que ha recuperado este libro sobre Atanzón que se ha podido publicar gracias a la colaboración económica de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, atenta siempre a la promoción de la cultura en cuerpo de libros, a la evocación en forma de fotografías, al empuje de viejas tradiciones castellanas en forma de fiestas y romerías.

Danzas serranas en Galve de Sorbe

 

Hace cosa de un año, apareció publicado por la Diputación Provincial el número anual de sus “Cuadernos de Etnología de Guadalajara”, y en él venía, como plato fuerte e inicial del volumen, un magnífico trabajo de Raúl Conde Suárez  acerca de la Fiesta de los danzantes y zarragón de Galve de Sorbe. Con todo lujo de detalles, recogidos a base de hablar con los mayores del lugar, se dictaba allí la razón completa de una fiesta que tuvo sus altos y bajos a lo largo de los años, pero que finalmente ha sido recuperada y hoy luce ya, todos los terceros fines de semana de agosto, con el esplendor propio de algo nacido del pueblo, y por este mantenido y cuidado. En honor de la Virgen del Pinar se hacen estas danzas, y mañana sábado se van a poder ver de nuevo, porque va a tener lugar el Segundo Encuentro de Danzantes de Guadalajara, en jornada patrocinada por la Excma. Diputación Provincial, y a la que recomendamos expresamente a nuestros lectores no perdérsela, porque seguro que van a disfrutar no solo con el clima y el paisaje de aquel lugar alto y serrano, sino con la serie de danzas y atuendos que van a lucirse.

Las Danzas de Galve

Por la mañana, a las 12, y en el Salón de plenos de la casa de Ayuntamiento, va a tener lugar un conferencia de don José Antonio Alonso Ramos, director de la Escuela Provincial de Folklore, sobre “Danzas para el ritual festivo”. Promete ser interesante, como todo lo que este experto del folclore provincial siempre nos transmite. Además habrá visita guiada por el pueblo, inauguración de una exposición de “Aperos del campo y de la danza” y apertura del Mercado artesanal en las eras de la ermita de la Virgen del Pinar. Será después de la comida campestre y romeril que quienes quieran hacerla por aquellas alturas recuperarán el sabor de la tortilla en el campo, cuando a eso de las cinco empiecen las actuaciones de los cuatro grupos de danzas que van a amenizar y dar cuerpo a esta jornada.

El grupo de Danzantes y Zarragón de Galve de Sorbe ejecutan danzas de paloteos, de castañuelas y de cintas. De paloteo son las denominadas “La rosa”, “La urraca” y el “Tero-Lero”, de castañuelas es “El Castillo” momento en el que también se realiza una vistosa torre humana que se corona con uno de los danzantes puesto boca abajo, casi en ejercicio circense y desde luego de gran lucimiento y valor. Las danzas de cintas están ejemplarizadas en la de “El cordón”, también espectacular.

Los danzantes de Galve llevan una indumentaria muy vistosa, con trajes de seda de colores, chaquetilla corta, calzones hasta las rodillas y se tocan la cabeza con un pañuelo multicolor que lo sujetan en plan “cachirulo” como los aragoneses. Entre ellos aparece el Zarragón, que viene a ser un director de danzantes, y que se dedica a pedir la voluntad del público, y a animar la fiesta: ese lleva un traje diferente, más elegante, como un chaqué, pantalones y bonete. Un buen momento el de mañana sábado para encontrarnos con esta danza, este grupo de danzas hermosas y fuertes, esencia de la fiesta en la lejana sierra guadalajareña.

Utande, y los danzantes de San Acacio

Actuarán también en esta gran fiesta del folclore danzarín, los jóvenes de Utande que lo hacen en honor de San Acacio, todos los 22 de junio en cada años. Ejecutan estos muchachos una serie de danzas de paloteo, a la que la gente del Badiel llama “los peludillos”. Forman el grupo ocho muchachos que viste con camisa y falda blanca, esta muy almidonada, en forma que recuerda (a mí al menos me lo ha recordado siempre que los he visto) a los derviches de Konia. También las medias y las alpargatas son rigurosamente blancas, dando los toques de color en su indumentaria el gran pañuelo que se colocan al cinto, la banda que les cruza el pecho, y las cintas que cuelgan de sus espaldas.

Gentes de la Huerce

A los danzantes de la Huerce voy a tener oportunidad de verlos por primera vez. Recuperados también después de muchos años sin actuar, su rito se cumple mediado agosto, con motivo de las fiestas patronales, dedicadas a San Sebastián (20 de enero) pero trasladadas ahora al verano, que es cuando hay gente en la localidad, los hijos de quienes emigraron hace una generación ahora. Este grupo de ocho danzantes ejecuta danzas de paloteos y cintas, y las ponen nombres como “El batallón”, “la Marcha Real”, “San Sebastián” y “Somos los hijos de Adán”, con resonancias religiosas, pero con una indudable fuerza ancestral y primitiva. El traje de estos danzantes se compone de camisa blanca de manga larga, adornada con un lazo azul o rojo en el brazo, pantalón oscuro largo y calcetines blancos, hasta la rodilla, colocados sobre las perneras del pantalón, además de las alpargatas con suela de cáñamo y  unos «capillos» de lienzo, bordado con vivos colores.

Majaelrayo y los Danzantes del Santo Niño

Saldrán también a la hierba de la Sierra otros danzantes que nacieron entre las pizarras anejas al Ocejón. Son los danzantes de la Hermandad del Santo Niño, de Majaelrayo, que lo hacen en su pueblo el primer domingo de septiembre. Con una indumentaria muy parecida a la de los danzantes de Valverde, esto es: pantalón y falda almidonada blanca y aparatosa, delante se ponen un pañolón de vivos colores, y a las espaldas cintas también brillantes. Danzas de paloteos, de cintas y castañuelas llevan la sonoridad del eco montañero hasta el centro del rito y al corazón de los espectadores. Algunos títulos de sus danzas: “El cordón”, “Las espadas”, “Las fajas”, todas ellas explicativas de lo que hacen, de cómo lo hacen, de con qué lo hacen… en cualquier caso, brillo y excelencia en la puridad de un folclore que se multiplica desde hace siglos, y que mañana tendrá vida otra vez en las praderas de Galve. Merecerá la pena acudir a este segundo festival o “Encuentro de Danzantes de Guadalajara”, que se verá complementado con la actuación del grupo “Río Mayor” de Castillejo del Romeral (Cuenca) nuevo por estas latitudes y sin duda interesante.

Hita, un festival de sensaciones

 

Unas por grandes, otras por curiosas, y muchas porque tienen significado de esencia en la historia de nuestra tierra, en Guadalajara hay decenas de localidades que vencen el paso del tiempo por sus propios méritos. Además de la episcopal Sigüenza, de la caballeresca Molina, de la principesca Pastrana, está la arciprestal Hita, la villa del alto cerro, de la medieval algarabía, de los perfiles sorprendentes y luminosos.

Es esta Hita, la bien murada y altiva, la pequeña villa donde vivió el arcipreste, la que ahora se alza con el protagonismo, y en estos días (será exactamente el sábado 7 de julio) tendrá de nuevo por sus calles el desatado jolgorio de un Festival Medieval que alcanza en esta hora la edición 41 de su periplo ya duradero dos siglos…

Siempre de actualidad Hita, esta pasada semana lo ha sido por varios motivos, uno de ellos, el penoso trance de ver cómo ha quedado su monasterio de Sopetrán, piedra viva de la historia en la Alcarria, una vez más vacío de monjes y latido. Al parecer, la superioridad eclesiástica de los benedictinos que lo habitaban ha decidido trasladarles a otra casa de la Orden. Pero Hita/Sopetrán, ¿qué va a hacer ahora sin sus monjes? Nadie es imprescindible en este mundo, por experiencia lo digo, pero en Sopetrán tiene que haber monjes: después de conseguirlo hace unos 8 años, de levantar con su esfuerzo y el empuje de toda una comarca un centro de encuentro y aplicación, ahora sin más desaparecen. No parece el asunto, cuando menos, como para estarse callado, y desde aquí pedimos a la Orden de San Benito que reconsidere la oportunidad de seguir poblando (será la quinta ocupación en más de 1.500 años) Sopetrán, a la vera de Hita, con sus negros monjes.

Un Festival renovado

Es el de siempre, pero siempre es renovado. El Festival de Hita, que tendrá lugar en el calor de la tarde del sábado 7 de julio, va a suponer una posibilidad de reencontrarse con la Alcarria, con la dura alfombra de polvo y espigas que tienen en esta época nuestras tierras ardientes. A quienes vengan de lejos, por vez primera, o a quienes repitan de un año a otro, la silueta de la villa les dará la seguridad de estar ante la certeza de un bastión medieval, de una piedra firme y duradera.

Es Hita un nido de leyendas, porque en ella el río de la historia tiene orillas inciertas, aguas entrevistas. Punto de referencia en una tierra parda y lisa, la «Peña Hita» que vieron hace más de dos mil años los celtíberos que rondaron el fértil valle del Henares fue enseguida lugar de vida y habitación. Más todavía cuando se dieron cuenta, los hombres primitivos, que su masa era mansa, y que con facilidad podían hacerse cuevas amplias, generosas y seguras en el corpachón del cerro. Así sirvió luego de espacio fortificado para los romanos, de castillo altísimo y codiciado para los árabes, y de punto crucial de caminos, de poderes y suficiencias para los castellanos cristianos que desde 1085 la poseyeron.

En Hita se han dado cita todos los paradigmas de nuestra nación castellana. Es una villa mozárabe (así la califica el profesor Criado de Val) y luego una villa mudéjar. Es un lugar de residencia de cristianos, espacio donde los Mendoza labraron su poder primero, y en la larga nómina de sus posesiones, el «señorío de Hita» figuró siempre en primer lugar. Y es también una villa de densísima presencia judía, hasta tal punto que su aljama fue la más importante del valle del Henares, después de la de Guadalajara capital.

En ese lugar, que además tuvo (hoy es sombra de aquella grandeza, pero en la sombra se rastrean sin dificultad las miradas seguras de la gloria) monumentos singulares, una muralla espectacular, el castillo fortísimo en lo alto, iglesias mudéjares, conventos dominicos, escudos nobiliarios en cantidad inimaginable, y mil cosas de asombro, el visitante de hoy navega sus cuestas sin dificultad y con entusiasmo. Porque en los últimos años, además, Hita ha mejorado notablemente en su urbanismo, hasta el punto de que es posible ascender, aquí y allá, con coche por sus callejas, cosa hasta hace muy poco impensable. Y la mejora de sus edificios, de su plaza, de sus accesos, la hacen un lugar que emociona. Desde el jardinillo que rodea por poniente las ruinas de San Pedro, la vista del pueblo (y de los inmensos campos que se le rinden debajo) es por demás agradable. Pocos sitios dan con tanta pureza esa imagen de medievalismo, de antigüedad respetada, de esencia cierta y agradable.

Por Hita pasó el marqués de Santillana, también ahora de actualidad, por la Exposición monográfica que se le está dedicando este verano en Santillana del Mar. Pasaron grandes capitanes que hicieron las Américas; pasó Hernando Colón midiendo y contando, y Jerónimo Münzer, y los Reyes Católicos. Pasaron asombrados los franceses a los que luego combatió el Empecinado. Y pasó (días terribles, mejor para ser olvidados) la Guerra Civil Española, que dejó a Hita totalmente destrozada. Después de todo, en la alegría de este comienzo de siglo que en paz celebra fiestas, lee libros y canta canciones, Hita es hoy un lugar apacible y hermoso. Un lugar al que hay que ir, andarlo, pasar un buen rato mirando sus perspectivas.

Un Festival de esencias y sorpresas

Mañana será otra vez el día grande de Hita. El día grande del profesor Manuel Criado de Val, que volverá a cruzar el arco de la villa, con sus versos arciprestales a Santa María, serenamente seguro de estar haciendo lo que debe: recrear el Medievo, sostener una columna del templo de la Historia, dar paso por las venas del pueblo a la sangre cierta de nuestra memoria.

Se va a estrenar, a las diez y media de la noche, en la plaza de la villa, la obra “Jaque al Rey” que tiene por protagonista al Condestable don Álvaro de Luna, a Criado de Val como autor, a Carlos Ballesteros como director de escena, y a Gregorio Paniagua como creador de la música. Un conjunto irrepetible de genios del arte que van a seguir marcando, con el siglo nuevo, el destino de este lugar.

Antes, por las calles y cuestarrones de Hita, se podrán visitar sus bodegas, se verán alardes en la gran plaza, torneos de caballeros en el palenque, y el Combate de don Carnal y doña Cuaresma. Por las ruinas de San Pedro se repartirán meriendas, y por la plaza de Doña Endrina habrá un mercado medieval. Será una ocasión excepcional de encontrarnos con nosotros mismos, y ojalá que el tema que comentaba al inicio de estas líneas, ese quiebro en la línea secular de Hita y su entorno, no dure mucho, y vuelva la orden de San Benito a poblar Sopetrán, como el Arcipreste de Hita vuelve, en la memoria de miles de personas, a danzar y recitar su poemario enjundioso en las orejas de todos cuantos quieren oírle. Que son tantos…