Moratilla de los Meleros, una picota en el valle

viernes, 8 junio 2001 0 Por Herrera Casado

 

Saluda al caminante la picota. Está en el valle, un valle estrecho y frondoso, que baja desde Fuentelencina hacia Renera, y que pasa por Moratilla, donde la historia se expresa por medio de estas piedras bien talladas, parlantes y brillantes al sol de la primavera. Para cuantos caminan la provincia, llegar a sitios recónditos, silenciosos, cuajados de verdor, de cerros con tomillo, de arboledas junto a un río, de racimos de casas cobijadas bajo la mirada matriarcal de la torre de la iglesia es un gusto sumo, un placer que se resisten las letras y las palabras, por muy castellanas que sean, a expresarse con nitidez. Hay que sentirlo. Y hay que ver esta picota, la de Moratilla, que está (todo en esta vida es relativo) a la entrada del pueblo (si se viene de Fuentelencina por el camino) o a la salida (si se llegó en coche a la plaza, y se quiere patear la localidad mirando sus edificios. En cualquier caso, será un rato bien empleado, visitar esta villa encantadora y plenamente alcarreña. De estampa.

La estampa

En lo hondo del valle alcarreño de su nombre, que lleva un hilillo de agua al más grande de Renera, y de ahí al Tajuña, se asienta esta villa que rezuma tipismo por sus cua­tro costados. El nombre ya indica que ha sido lugar que tradicionalmente se ha dedicado a la industria de la miel, pues está en el corazón de la Alcarria, aunque en el siglo XVIII llegó a tener también muy floreciente industria de telares en que se elaboraban paños, lienzos y seda. Su caserío, en suave recuesto asentado guarda todavía muy interesantes ejemplos de arquitectura popular con edificios construidos a base de tapial y yeso, con entramados de carpintería.

La historia

Fue este lugar, prontamente repoblado tras la reconquista, dado en señorío por los reyes castellanos a una familia de caballeros de Segovia: fue el primero don Pedro Miguel, titu­lado primer señor de Moratilla; el segundo don Miguel Pérez y el tercero don Gutiérrez Miguel de Segovia, todos durante la segunda mitad del siglo XII. Pero aunque sigue apare­ciendo algún caballero más de esta familia como señor de Moratilla, el hecho es que en 1176 donó este lugar a la Orden de Calatrava el rey castellano Alfonso VIII. Y en el poder de esta Orden militar de tan ancho predominio por la Alcarria, siguió hasta el siglo XVI en sus comienzos, en que Carlos I la enajenó y luego hizo Villa.

La culminación de la historia de un pueblo, se plasma hoy en día en su escudo de armas municipal. Y Moratilla cuenta ya, aunque desde hace poco tiempo, con uno de estos escudos, en el que se simbolizan su devenir, y lo más interesante de su patrimonio. Está puesto, -lo hemos visto según paseábamos sus calles- al inicio de estas, en cerámicas que blasonan sus nombres. Y consta de un rollo o picota de oro sobre campo de plata, con una bordura de color rojo en la que se diseminan algunas abejas de oro. Se timbra con la corona real, haciendo alusión a su pertenencia a un reino.

Lo que hay que ver

Ha motivado nuestro viaje la visita a su picota, que se ha restaurado hace poco, y ha quedado realmente bien tratada, brillante en su blancura, dignificada en su aislamiento y contraste sobre la verde masa de los chopos.

A la entrada del pueblo, por el camino que desde nor­deste viene de Fuentelencina, se alza este rollo o picota, sobre el recuesto que es preciso subir para entrar al pueblo desde el vallejo. Se trata de un ejemplar de la primera mitad del siglo XVI, sin duda, uno de los más hermosos e interesantes ejemplares de picotas de la provincia de Guadalajara. Sobre una gradería cir­cular de varios escalones superpuestos en disminución, apa­rece primero la basa, que presenta en cada una de sus cuatro caras sendos relieves con figuras, ya muy desgastados e irre­conocibles. En uno de ellos aún se distingue un hombre des­nudo, con una corona en la mano. Se trata de un conjunto que juega con el simbolismo del número cuatro ¿estaciones climá­ticas?, ¿los trabajos de Hércules?, ¿los cuatro vientos o puntos cardinales? Sobre esta basa se alza el fuste de la columna, con dos tipos de estriaje. Arriba, un grande y hermoso capitel, plenamente plateresco. Sobre el lado que mira el pueblo, lleva tallada una figura que parece tener espigas. Encima de ella, una carátula diabólica. Sobre los cuatro lados del pináculo, ros­tros de angelillos. Culmina todo con gran pináculo. De los cuatro brazos que pendían del remate de la picota, se distinguen aún, las cabezas de leones muy desgastadas.

En el extremo oriental del pueblo se ve una ermita dedi­cada a la Virgen de la Oliva Al extremo occidental, sobre un altozano, la iglesia parroquial de la Asunción. Su portada, orientada al sur, es de estilo románico, resto único de la pri­mitiva construcción del siglo XIII. Tiene cuatro arquivoltas de doble baquetón liso, que descansan en las correspondientes columnas y capiteles, ya muy desgastados, con decoración foliácea. Toda la puerta se incluye en un cuerpo saliente del muro sur de la iglesia, que en el resto de su edificio es de mampostería, llevando algo de cantería sobre estribos en la cabecera poligonal, y en la torre adosada a los pies. El interior es de una sola nave, de planta de cruz latina, con magníficas techumbres de crucería gótica sobre el crucero, presbiterio y parte de la nave, que cargan sobre pilares adosados a los muros, recubiertos de medias pilastrillas. Existe coro alto a los pies del templo. Todo el conjunto, excepto la puerta, es obra homogénea de comienzos del siglo XVI. Fueron sus autores el maestro cantero Juan de los Helgueros, que la concluyó hacia 1516, y García de Yela, que añadió la sacristía en 1538.

Sobre la nave del templo, aparece un magnífico arteso­nado de madera, que en forma ochavada se decora con profu­sión de trazos geométricos de tradición mudéjar y muchos otros detalles renacentistas. Es obra de hacia 1516, realizada por el carpintero Alonso de Quevedo, vecino de Alcalá de Henares.

Y esto es todo cuanto puede verse, y saberse, de Moratilla de los Meleros, a donde llegamos no hace mucho y quedamos prendados de su sencillez espléndida, reflejada en esta crónica y en estas imágenes.