La Catedral de Sigüenza a vista de hormiga

viernes, 1 junio 2001 0 Por Herrera Casado

 

El pasado domingo se transmitía a toda España, por Televisión, la misa dominical celebrada en la Catedral de Sigüenza. No resultada exagerado decir que esa transmisión tiene el mismo efecto, si no más, que todo el montaje propagandístico de la ciudad de Sigüenza en Fitur. La han visto más personas que en la Feria del Turismo madrileña, y ha resultado de un esplendor, de una nitidez y una fastuosidad que, sin duda, ha ganado adeptos para su visita y admiración en directo en los próximos meses/años.

Pocos días antes, y con vistas a una tarea previa de documentación a propósito de esa transmisión, visitamos una vez más la catedral de Sigüenza, que, por ser tarde primaveral y soleada, tenía abierta sus puertas y permitía la entrada de la luz del sol sobre los embaldosamientos del comienzo de sus naves. Aprovechamos a hacer unas fotografías, pocas y fugaces, consentidos por la amabilidad de su guía y clavero. Y pudimos una vez más admirar los juegos de luz y sombra, las voluminosidades de las bóvedas, la filigrana de sus capiteles, el solemne atractivo de sus capillas. Ahora aprovecharemos estas circunstancias para decir, una vez más, que la joya de esta corona que es la tierra de Guadalajara está en el conjunto de arquitecturas, de esculturas, de pinturas, de espacios y sonoridades que la catedral de Sigüenza atesora. Y que si no se sabe por dónde empezar a conocer la ciudad episcopal del alto Henares, o la geografía asombrosa de Guadalajara entera, el mejor lugar para hacerlo es este: el templo catedralicio de Sigüenza.

La catedral por fuera

Desde la lejanía, son la catedral y el castillo los que imponen el equilibrio del urbanismo recostado. La luminosidad de sus tintes ocres y rojizos, la suave caída de tejados y torres, la arropada dulzura de sus bosques: todo hace destacar a la catedral en medio de la estampa seguntina. Más de cerca, su solemne majestuosidad impone. Está por poniente alzada la fachada que en sus extremos tiene sendas torres almenadas, lo que la confiere ese aire de castillo medieval que todos recuerdan, que tan bien la identifica. Tres grandes puerta sobre el muro, sirven de acceso al templo, en directo a cada una de sus naves. La más grande es la central, rematada por un relieve barroco de San Ildefonso. La izquierda del espectador, la de acceso a la nave del evangelio, es, sin embargo, la más hermosa, la mejor tallada y conservada. Junto a estas líneas, va una fotografía “a vista de hormiga” de esta portada (y digo lo de “a vista de hormiga” porque está hecha desde el mismo suelo. Al autor de estas líneas no le importa ponerse perdido el traje si es para conseguir una vista mejor, más atractiva, de un monumento). Queda así enorme de alta, perfecta en sus detalles de las arquivoltas y como esperando alzarse –un cohete casi- hacia las nubes.

Por el levante, sin embargo, la voluminosidad de la catedral es más ciclópea: tiene la redondez de su ábside, elevado y gotizante, sujeto por la fuerza secular de los arbotantes. En el mediodía se levantan muros y la puerta del Mercado, que da sobre la plaza mayor, escoltada por la finísima Torre del Santísimo. La silueta de la catedral desde el norte, vista desde la Alameda, es más que de castillo: es de montaña. Tantas veces la pintó por ese costado Fermín Santos, y así lo han hecho Raúl y Antonio, que parece ser más un cuadro que una realidad, cuando la miramos.

La catedral por dentro

Hay que ponerse luego a pasear la catedral, con el sentido mismo con que lo hicieron los antiguos: como si de pasear por una calle de un pueblo celeste se tratara. Allí están las bóvedas altas, medio ocultas por la niebla de la penumbra, que nos dicen que existe el Cielo. Allí están las portadas de las capillas, con sus blasones y estatuas al frente, con sus rejas y hasta con sus llaves, que parecen ser los palacios de hidalgos, clérigos ricos, linajes de secular raíz. Allí está, en el claustro de la media luz, el bosque y la fuente, el pozo y al ancho paseo de baldosas firmes. Más el lugar de la ceremonia, el olor a incienso, la alturas iluminada que dejar adivinar la potencia divina, bajo el cimborrio… Tiene tres naves esta catedral de Sigüenza. La central es más ancha y sus bóvedas más elevadas que las laterales. En la central se colocó, en el siglo XV, un coro para que realizaran sus rezos los canónigos, y allí sigue, con un altar barroco (rosinegro y marmóreo) a su espalda. A los lados de las laterales se abren las capillas donde descansan bajo hermosos túmulos los canónigos y los caballeros, las damas y los obispos.

Los columnas que separan las naves (junto a estas líneas van fotografías de esas naves, de esas columnas, de esos capiteles en ramo) tienen una altura colosal, y en dos tramos se plantan bajo la bóveda que sostienen como si fuera un papel sin peso. Los capiteles llevan talladas a la perfección hojas de acanto y de estilo muy francés, atestiguando que el templo es de origen románico, por supuesto, y aquitano, europeo, muy medieval en su contextura y su forma.

No puede ser este artículo una guía completa de la Catedral de Sigüenza, pero sí quiere aprovechar la ocasión de esta rememoria para decir a quien piense visitarla en próximos días que, por nada del mundo, debe perderse contemplar en su interior la parte central del tempo, el crucero, sobre el que se elevan las cúpulas que traman sus fuerzas en la altura del cimborrio. Donde está la reja que entra al coro, gótico, de tallada y afiligranada madera con escudos y paciencias. Donde se alzan, a cada lado, los púlpitos de mármol que sorprenden por su iconografía. El de la epístola, con los recuerdos del Cardenal Mendoza (escudos, advocaciones e cardenalato)  y el del evangelio, con escenas de la pasión de Cristo talladas por Martín de Vandoma. Luego, y tras otra monumental reja, el presbiterio en el que a los costados se admiran los enterramientos góticos de obispos y caballeros, destacando el de Gómez Carrillo el feo, y el de su familiar el Obispo Carrillo de Albornoz, de estilo borgoñón. Y al fondo el retablo, de la mano de giralte y su grupo nacido, cuajado de esculturas manieristas y de dorados fabulosos.

Hay que ver también la capilla de San Juan y Santa Catalina, en el mismo crucero, en cuyo interior está adosada la tumba de Martín Vázquez de Arce, el Doncel de Sigüenza, y de sus padres y hermanos. O el brazo norte, el altar de Santa Librada, todo en talla sobre piedra blanda y pintada, con un estupendo retablo de Juan de Soreda, y haciendo ángulo con él la mole plateresca del altar-mausoleo del obispo don Fadrique de Portugal. Por allí cerca, al iniciar el recorrido por el deambulatorio y tras admirar el enterramiento del obispo conquistador de la ciudad don Bernardo de Agen, se puede acceder a través de puerta tallada en madera, a la gran Sacristía de las Cabezas, una estancia abovedada que diseñó y dirigió Alonso de Covarrubias: en ella se admiran, distribuidas armónicamente por el techo, más de 300 cabezas distintas talladas, con fuerza y calidad de virtud renacentista.

En fin, que podríamos seguir describiendo y anotando maravillas. Estas son las fundamentales, las que en una hora o poco más nos dejarán saborear lo más crucial y auténtico de este templo, que en la primaveral tarde en que lo hemos visitado tenía más luz que la habitual, más sonido a chorretón de fuente, más altura de nubes sobre sus bolones de rojiza piedra. Una domus seguntina que desde el pasado domingo es ya conocida por más gente, y se dispone a recibirlos a todos, sabedora desde siempre que es puerta gigante por donde entran a admirar Sigüenza gentes de todas las edades (de todas las generaciones, o siglos, o lenguas), ojos que la miran con distintos rasgos y ángulos, pero que en su esencia permanece igual y altísima para todos.