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junio, 2001:

El palacio del Infantado, centro de la miradas

 

Estos días pasados he tenido que explicar, a grupos numerosos y atentos, interesados y asombrados, la historia y el mérito del palacio del Infantado. Han sido dos Congresos Regionales (el de Escritores, y el de Otorrinolaringólogos) y los máximos órganos rectores de Ibercaja, las causas de que hayamos tenido que pasar, entre el sol y la sombra de los muros y las salas del palacio de los Mendoza, algunos ratos rememorando su construcción, sus habitadores, sus tallistas, los autores y motivos de sus pinturas. Una sucesión de aspectos que por entretenidos y curiosos parecen dejar atrás las razones más hondas de la existencia de este palacio: y es el de que en él está anclada la historia de la ciudad, y de quien quiere verla y saberla (cada día son más, pero en progresión geométrica además) ha de pasar por delante de su fachada, y mirar sus cabezas de clavo atrapando sobre la piedra la invisible malla de la sebka, el tapiz árabe que envuelve virtualmente el monumento entero.

Un patrimonio de toda la Humanidad

Tal como ha solicitado recientemente nuestro Ayuntamiento, el palacio del Infantado será dentro de algunos años (los que lleven el proceso de su análisis y catalogación) uno más de los monumentos prestigiosos que en el mundo están considerados como “Patrimonio de la Humanidad”. Las características que la UNESCO exige para al menos iniciar el expediente, están todas asumidas por nuestro más emblemático edificio: se conserva con la estructura y aspecto originales; es de titularidad pública; se destina a usos culturales; ofrece unas características de excepcionalidad artística, y se encuadra en estilos y modos propios de su época.

La genialidad de su arquitecto, el borgoñón Juan Guas, considerado el más revolucionario y a un tiempo clasicista de los arquitectos de su época, en el final del siglo XV, dejó su impronta en la fachada y especialmente en el patio. De la fachada, con su mole pétrea de tallado mineral de Tamajón, se destaca el avanzado colgajo de balconadas en lo alto; la puerta de apuntado arco escoltado de leyenda gótica y rematado en el más aguerrido y espectacular escudo del linaje mendocino, el que se sostiene por dos velludos salvajes. Y finalmente la tachonada superficie de cabezas de clavo, que se supone que están sujetando algo, clavando algún transparente tejido a la piedra, envolviendo el conjunto, en un alarde de novedosa propuesta de arte postmoderno.        

Del patio, todo es llamativo: los leones que le dan nombre, escoltando dos a dos la tolva de molino que suponía ser el emblema de actuación elitista de su propietario y constructor, el segundo duque del Infantado; los escudos de Mendoza y Luna, que bajo las cimeras valientes de leones y grifos se suman en vocerío de casorio; los grifos arriba, que con su doble valor de leones y águilas siguen en ese cerrado espacio la misión protectora que desde el más lejano oriente siempre se les atribuyó. Y el gran cartel corrido sobre las roscas de los arcos mixtilíneos, en el que se explica que el segundo duque, recogiendo el anhelo de sus mayores, por acrecentar la gloria de su familia y la suya propia, puso por el suelo las viejas casas de su abuelo el marqués de Santillana y levantó esta soberbia mansión, asombro de todos y muestrario de sus riquezas y su poder. El patio de los leones, como se le conoce en guías y mentideros, es el lugar donde madura la historia guadalajareña, y donde el arte hispánico se expresa con más dignidad y altura.

En la visita que los escritores hacían a este lugar, y buscando remembranzas literarias para el mismo, tuvimos que recordar al novelista Luís Gálvez de Montalvo cruzándole para ir de una sala a otra del tercer duque; o al humanista Alvar Gómez de Castro, mirando por los altos antepechos el jolgorio de criadas y criados a la caída de la tarde; o al mismo cuarto duque también llamado Don Iñigo, animando a los impresos alcalaínos que le compusieron, en las salas bajas de su casona, el “Memorial de Cosas Notables2 que él antes, con su sabiduría proverbial, había redactado.

Las salas pintadas de Cincinato

Otro de los lugares de este palacio singular que no debe dejar el visitante de admirar, de preguntar por ellas, de indagar en su significado, son las salas bajas de techumbres pintadas: las que el quinto duque mandó decorar a Rómulo Cincinato, el pintor florentino que acudió a España hacia 1580 al llamado de don Felipe segundo, y que aquí dejó su mejor arte en la Sala de las Batallas, o del pálido don Zuria, cabeza de los Mendoza, dirigiendo escuadrones de antepasados y descendientes, vestidos todos de romanos,  mientras en un ángulo la Victoria toca su trompeta, y el Honor afila su lanza con altivez. En otra sala, esa leyenda de Atalanta e Hipómenes que trazó en su imaginación Ovidio, y luego el pintor italiano le prestó vida con formas y colores, es la que –bien explicada, con el sentido antropológico que sin duda quisieron darle los Mendoza- centra la atención de los visitantes y hace que se vayan diciendo: esto es un edificio con sentido, con mensaje, con humanidad vibrante…

Los jardines de Poniente

La visita del palacio de los Mendoza acaba ahora, en la canícula veraniega, por fuerza entre las sombras vegetales de sus jardines. Cuando se limpiaron (un aplauso para quien lo decidió y sufragó) y se reconstruyeron, se hizo con la sana intención de recuperar un espacio que siempre había estado muerto y baldío. Se podía haber llegado al máximo, recogiendo de la tradición y los documentos el estanque de barcas y cisnes que los Mendoza tenían en ese espacio, para su regocijo. Pero se llegó hasta donde se pudo. Se pusieron árboles, se crearon espacios ordenados, y se colocó en el centro (un gran acierto, y con fundamento histórico reconocido) un Laberinto sin Minotauro que, en cualquier caso, sirve para recordar el sentido renacentista del jardín, y poder pasar diez minutos entretenido entrando y tratando de salir de la complejidad de arizónicas que conforman este espacio lúdico.

El palacio del Infantado es hoy, sin duda, el máximo atractivo, el mayor gancho del turismo en Guadalajara. Cuando acaben las obras del túnel que ante él perfora la tierra y se retiren las vallas metálicas que impiden su admiración plena, se va a remodelar la plaza de los Caídos y en ella resaltará, una vez más, la valiente y única fachada de esta casona de los Mendoza, cifra auténtica de nuestra historia y nuestra imagen de castellanía cierta.

LAYNA, otorrino

 

En estos días se está celebrando en Guadalajara la IXª Reunión de la Sociedad Castellano-Manchega de O.R.L., la especialidad médico-quirúrgica que trata de las enfermedades de la garganta, la nariz y los oídos, participando en ella las primeras figuras de esta especialidad en nuestra Región.

Como un saludo a tan ilustres especialistas, quiero en esta sección traer hoy a la memoria colectiva la faceta de un alcarreño de pura cepa y densos saberes, el doctor Layna Serrano, escritor e historiador de nuestra Guadalajara y sus Mendoza, pero en su actividad de médico, y más concretamente de médico otorrino. En este sentido, Layna actuó en una  época en que dicha parcela de la Medicina estaba iniciándose en  España, pudiendo calificar a Layna, en ese contexto, como uno  de los pioneros de la especialidad en nuestro país. Será para muchos novedosa esta perspectiva de considerar la figura de Layna Serrano.

La biografía

Nació Layna en la villa de Luzón (Guadalajara), el 27  de junio de 1893. Hijo de médico rural, en Luzón y en Ruguilla  pasó sus primeros años, estudiando luego Bachillerato en el  Instituto de Guadalajara y pasando a la Universidad madrileña a  cursar la carrera de Medicina.

Su auténtica fama la consiguió como investigador de la  historia y el arte de Guadalajara, a la par que luchador y defen­sor de las esencias provinciales y de la cultura de Guadalajara.  Cuando contaba cuarenta años inició Layna sus estudios e investi­gaciones en torno a Guadalajara. Lo hizo llevado de la irritación  noble que le produjo ver cómo un multimillonario norteamericano  cargaba con un monasterio cisterciense de Guadalajara, entero, y  se lo llevaba a su finca californiana. Se trataba de Ovila. Layna  investigó, protestó, y así surgió su pasión de por vida.

Destaca Layna Serrano en sus investigaciones  históricas referentes a la familia Mendoza y su importancia en el  devenir de la ciudad de Guadalajara. También en sus aportaciones  a la historia de las villas de Atienza y de Cifuentes, así como a  la arquitectura religiosa románica y militar de los castillos de  la provincia de Guadalajara.

Fue nombrado por la Diputación Provincial de  Guadalajara, en 1934, su Cronista Provincial, dedicándose a par­tir de ese momento en cuerpo y alma a estudiar, a publicar, a dar  conferencias, a escribir artículos y a defender a capa y espada el patrimonio histórico‑artístico y cultural de la tierra alcarreña. Murió en Madrid, en mayo de 1971.

Layna como médico

El aspecto de Layna como investigador de la historia  alcarreña ya ha sido tratado en otros lugares, por lo que hoy tocaré exclusivamente su aspecto médico. Cursó la  carrera de Medicina en la Facultad  correspondiente de la Universidad Central de Madrid. Entre los  años 1909 a 1916, obteniendo en su desarrollo 8 aprobados, 9  notables y 11 sobresalientes, incluyendo una matrícula de honor  en la asignatura de las enfermedades de Garganta, Nariz y Oídos.  Fue calificado con sobresaliente en el ejercicio de Licenciatura,  y nunca llegó a obtener el grado de Doctor.

Desarrollo de la especialidad

 Ya en el comedio de la carrera, a partir de 1912,  acudió habitualmente al Instituto de Terapéutica Operatoria, la  Fundación Rubio y Galí, considerada por entonces, y desde 1880 en  que se fundó, el centro más prestigioso de formación de  especialistas quirúrgicos. Junto al Jefe del Servicio de  Otorrinolaringología, el Dr. José Horcasitas y Torriglia, comenzó  su formación en el área de las enfermedades de garganta, nariz y  oídos. Al terminar la carrera, en 1916, Layna podía considerarse  un especialista en esta parcela de la Medicina.

Poco después, en 1917, fue aceptado como médico  auxiliar, sin sueldo, del Servicio de O.R.L. en su sección de  Laringología, del Hospital del Niño Jesús, de Madrid, donde continuó formándose y colaborando junto al director de dicho  servicio, el Dr. Hinojar. En ello estuvo hasta 1929, en que por  reajuste de plantilla se prescindió de sus servicios. Allí  atendió durante una docena de años, en consultas y quirófanos,  multitud de niños afectos de problemas inherentes a la  especialidad.

También junto a Hinojar, su auténtico maestro, actuó  Layna entre 1916 y 1918 en la Cátedra de O.R.L. de la Facultad de  Medicina de Madrid. A partir de 1919, y hasta 1922 en que cesó voluntariamente, fue médico especialista O.R.L. en la Real  Policlínica de Socorro de la capital de España. Desde 1923, fue el único especialista otorrinolaringólogo de la por entonces  creada Unión Sanitaria de Funcionarios civiles, en la que actuó durante muchos años, prácticamente hasta su jubilación.

Puestos asistenciales

En 1922 entró Layna como médico O.R.L., en calidad de  especialista numerario, en la Asociación Médico‑Quirúrgica de  Correos, Telégrafos y Teléfonos, en cuya creación también colabo­ró activamente, y por cuyos servicios incansables le fue concedi­da, en 1923, la Cruz de Beneficencia de primera clase. En esta  Asociación trabajó Layna, asistiendo de continuo en su parcela  especializada a todos los trabajadores y familiares enfermos,  hasta 1955, en que se jubiló.

En 1925 obtuvo, durante un solo curso, sin  sueldo y con carácter de interinidad, el puesto de profesor  ayudante de clases prácticas de la Cátedra de O.R.L. de la  Facultad de Medicina de Madrid. Pero no siguieron por ahí los  pasos de Layna Serrano, y continuó con su asistencia de enfermos,  su práctica diaria de consultas e intervenciones, dedicándose de  lleno a su profesión, tanto en las entidades públicas referidas,  como en su clínica particular, progresivamente mas acreditada,  que tuvo primeramente en la calle Tres Cruces, nº 7, luego en el  número 15 de la calle Concepción Jerónima, y finalmente en una  lujosa mansión del número 106 de la calle Hortaleza.

La Guerra Civil la pasó Layna, con las penurias comunes  a todos los habitantes de la capital de España, dedicado a su  profesión y a la investigación histórica en la Biblioteca  Nacional. A partir de 1941 prestó servicios gratuitos de O.R.L. en la consulta del Dispensario de la zona Centro‑Hospicio de  Madrid, siendo desde 1947 médico forense en propiedad, y médico del Registro Civil. De todas sus actividades profesionales cesó hacia 1955‑60, en que se jubiló, dedicándose todavía, hasta su muerte en 1971, a la investigación histórica y a la publicación de artículos y libros sobre Guadalajara.

La obra científico médica de Layna

La producción científica de Francisco Layna Serrano,  centrada en el aspecto de la especialidad médico‑quirúrgica de la  Otorrinolaringología no fue excesivamente amplia, pero en todo caso sí lo suficientemente interesante, y con rasgos muy propios  de su época, como para que pueda analizarse en brevedad. Un detalle  inicial a consignar es el de que toda su producción científico‑médica la realiza en los primeros años de dedicación profesional,  concretamente entre 1916 y 1926, y en esos años publica sus  artículos, elaborados en solitario o en conjunción con el equipo  del Hospital del Niño Jesús de Madrid, en revistas de tipo médico  como son la «Revista de Especialidades Médicas», la «Gaceta  Médica del Sur», y en separatas con motivo de sus comunicaciones  al I Congreso Hispano‑Americano de Oto‑Rino‑Laringología celebrado en Zaragoza en abril de 1925. Es una excepción su libro  sobre la «Reflexoterapia endonasal», publicado en 1929, sobre el  tema que entonces se encontraba muy de moda.

La obra médica de Layna Serrano podría clasificarse en tres  apartados muy bien definidos:

     a) revisión de temas propios de la especialidad

     b) revisión de casos clínicos de interés    

     c) propuesta de tratamientos novedosos.

Se ocupó Layna, dentro del campo estrictamente  otorrinolaringológico, en el tema de la «Reflexoterapia  endonasal», muy de moda en los años 20, especialmente a raíz de la polémica teoría y práctica que sobre el tema había extendido el Dr. Asuero. En este sentido, Layna llegó a escribir un libro sobre este tema, que incluso se tradujo al inglés. A lo  largo de más de 200 páginas, estudia las teorías de Bonnier, y la  aplicación que de ellas hace Asuero, y si no totalmente  partidario de ellas, sí las admite en su generalidad, aportando sistemática e ideas nuevas al respecto. Llegó incluso a idear y utilizar algunos instrumentos de su invención para la aplicación  de estímulos sobre los cornetes nasales. En su obra aporta  algunos interesantes gráficos, todos de su mano, en uno de los  cuales expresa el pretendido «mapa» del organismo impreso en  miniatura sobre el cornete nasal, de tal modo que con estímulos  en las áreas correspondientes podía llegarse, según esta teoría,  a curar cualquier afección orgánica.

Finalmente, y todavía dentro del tema estrictamente  científico o de historia de la ciencia, Francisco Layna preparó  un breve trabajo sobre psicopatología, titulado «El Crimen por  imitación», con el que optó, y finalmente ganó, en 1916, una beca  ofrecida por el Instituto de Medicina Legal de Madrid para  asistir al Congreso para el Progreso de las Ciencias de  Valladolid. En este sentido, es de reseñar su breve trabajo sobre  «La oftalmología en Aragón al final del siglo XIV y en el siglo  XV», realizado a base de documentos inéditos, y que se publicó en  la «Revista de Especialidades Médicas” de junio de 1916.

Un paseo literario por Guadalajara

 

Estos días se transforma la ciudad de Guadalajara en un lugar de encuentro para la literatura y la creatividad. Si de un lado es el Maratón de Cuentos en su décima edición, lo que va a dar vida durante 48 horas al patio de los Leones del Infantado, y a muchos otros lugares de la ciudad, por otro lado será el Primer Congreso de Escritores de Castilla-La Mancha el que marcará con su digno plantel de ponencias y comunicaciones la salida a la palestra de esta Asociación que nace con el objeto de dignificar la presencia del escritor, del creador literario, ante la sociedad.

Hoy viernes, por la mañana, se abre el Congreso en el Centro Cultural Ibercaja, con intervenciones de los directivos de la Sociedad, y un homenaje al escritor castellano-manchego Rafael Morales. Durante toda la jornada de hoy viernes y mañana sábado, se sucederán ponencias y comunicaciones que van a analizar con detalle la situación actual del escritor en nuestra Región, y se abrirán interesantes debates acerca de temas como “El Escritor y las administraciones públicas”, “El escritor ante la sociedad”, “El escritor y su identidad”, “Problemática del escritor castellano-manchego” y “La literatura en Castilla-La Mancha”. Escritores de la talla de Andrés Sorel, Alfredo Villaverde, Acacia Uceta, Enrique Domínguez Millán o Florencio Martínez Ruiz serán los conductores de estas ponencias.

Pero quizás lo más interesante, como noticia, que va aportar este Congreso, precisamente en la mañana que suponemos luminosa del día del Corpus, el próximo domingo, será la “Ruta Literaria” por Guadalajara, en la que se van a recorrer los principales lugares de la ciudad en los que la huella de la Literatura ha quedado prendida con fuerza, nítida y secular. Así, junto a estos escritores de Castilla-La Mancha que en estos días nos visitan y añaden contenido literario a Guadalajara, vamos a recorrer ahora, como adelanto a lo que será un paseo real y sustancioso por la ciudad de las letras, esos espacios en los que escritores y pensadores, poetas y sabios dejaron prendida su palabra.

El Palacio del Infantado

En el gran palacio ducal de los Mendoza palpita la literatura en todas sus formas. Antes de ser lo que es, desde hace ya cinco siglos, ocupó su solar un palacete o caserón viejo que fue la morada de don Iñigo López de Mendoza, el primer marqués de Santillana, quien en la primera mitad del siglo XV escribió entre sus muros, quizás desde una ventana que daba a la claridad abierta del valle del Henares, los poemas y Serranillas que le hicieron universalmente famoso. Allí nació también el “Diálogo de Bías contra Fortuna” y la famosa “Carta al Condestable de Portugal” que es en realidad el primer tratado histórico sobre la literatura peninsular.

Más adelante, ya en el palacio cuya forma y silueta picuda vemos hoy resplandeciente (precisamente lleno de colgaduras y cuentos deslizándose por sus muros) se creó en la mitad del siglo XVI una auténtica corte literaria que tuvo por capitán al cuarto duque del Infantado, también llamado Iñigo López de Mendoza. Acogiendo en sus salones a gentes como el novelista y poeta Luís Gálvez de Montalvo, al ensayista Alvar Gómez de Castro, o a los impresores alcalínos Robles y Comellas, que montaron en sus salas bajas la imprenta que sacó a luz el gran “Memorial de cosas notables” que el propio duque escribió y a su costa imprimió en 1564.

Para la historia de la Literatura, el palacio del Infantado queda sellado, en estos mismos días, como lugar preeminente al dar acogimiento a este Maratón de Cuentos que se hace vivo, por décimo año consecutivo, entre sus muros. Un círculo de voluntades y mágicos encuentros, que hacen de este palacio un emblema del arte y de la literatura.

El convento de la Piedad

El que hoy es Instituto “Liceo Caracense” y fue palacio de don Antonio de Mendoza allá por los inicios del siglo XVI en que lo construyó para habitarlo, es también un espacio en el que late, de un modo distinto, la literatura. Porque si desde su inicio fue lugar de rezos y latines (se ocupó por doña Brianda de Mendoza, sobrina del fundador, para ser convento de monjas franciscanas) tras la creación en él, a mediados del siglo XIX, del Instituto de Enseñanza Media, por sus aulas pasaron profesores leídos, y alumnos por leer, que en modo muy diverso dieron luego vigor a la médula literaria de Guadalajara. Y así, y resumiendo, recordamos cómo en sus aulas estudiaron muchachos que hoy tienen todos calles con rótulo en nuestra ciudad, porque granaron su interés literario y creativo en sus aulas: desde el dramaturgo universal Antonio Buero Vallejo, al poeta Ramón de Garciasol; desde el sencillo juglar de lo alcarreño Jesús García Perdices, al periodista afamado José de Juan-García. El historiador Francisco Layna Serrano o el filólogo Gabriel Mª Vergara… Y entre los vivos, y por no apretar demasiado la nómina, que podría hacerse larga y hasta pesada, es obligada la referencia de José Antonio Suárez de Puga, Ramón Hernández, Alfredo Villaverde, David Pérez Fernández o Felipe María Olivier López-Merlo… Un vivero de inspiraciones bajo las severas líneas de las zapatas y los capiteles renacentistas.

La Capilla de Luís de Lucena

Recientemente abierta al público, ya puede saborearse entre sus breves y cuidadas paredes, bajo sus pintadas bóvedas de manierismo resplandeciente, la memoria de su creador, del médico humanista alcarreño don Luís de Lucena, que fue de todo, hasta cuidador de la salud de los Papas en la corte pontificia de Roma. Lucena quiso levantar una capilla para honrar a Nuestra Señora de los Ángeles, y mandó a Rómulo Cincinato que pintara en sus bóvedas una “Historia Sagrada” acompañada de figuras proféticas (profetas del Viejo Testamento y Sibilas de la paganidad) contando en la literaria forma de un “camino en el Cielo” sus ideas acerca de la religión cristiana, su visión de un mundo distinto, muy influenciado por Erasmo de Rótterdam.

Aquí creó Lucena, a través de su largo testamento personal, la primera biblioteca pública que hubo en España. Dijo que toda la capilla, y su parte superior especialmente, sirviera de acogimiento a libros de todos los temas, para que cualquier persona, letrada o no, pudiera leerlos, consultarlos, aprender de ellos. Sus sucesores no siguieron el dictado del médico arriacense, pero la voluntad quedó plasmada y con certeza puede decirse que ahí, en el interior de esa murada y fortísima capilla de ladrillos inquietos, tuvo primera vida una idea, la de que la literatura y la ciencia fueran patrimonio común de los humanos.

San Francisco

Más allá en nuestro paseo, y tras cruzar el denso arbolado de su viejo parque de castaños, llegamos al monasterio de San Francisco. Hoy puede verse, ya recuperado para la ciudad, su templo magnífico, gótico, y su cripta mendocina, lugar de acogimiento de huesos y memorias. Este monasterio tiene otra referencia literaria sorprendente: aquí estuvo prisionero una temporada, en el siglo XIX, José de Espronceda. Cuando muy joven se levantó en airada protesta contra el régimen absolutista de Fernando VII y con otros jóvenes literatos fundó la sociedad secreta de “Los Numantinos”, la policía fernandina le tomó prisionero y más que a una cárcel, se le trajo a este monasterio ya vacío para que purgara sus novas ideas entre sus húmedos y fríos muros. Aquí empezó a escribir Espronceda su poema épico “Pelayo” que fuera de este lugar acabaría.

El Ayuntamiento

Acabará la Ruta Literaria por Guadalajara en su Ayuntamiento. Y no solamente para en su salón de sesiones clausurar este Congreso de Escritores, sino porque es también un lugar donde late la literatura con fuerza y rigor. Tantos y tantos personajes bien leídos y bien escritos ocuparon cargos concejiles, a lo largo de los siglos, que sería tarea lenta, difícil, propia casi de una tesis doctoral, el mencionar sus nombres, sus obras, sus méritos. Pero hay que recordar al menos tres, porque para la ciudad son claves y su presencia, desde la sombra gris del pretérito, se hace viva en una jornada como esta. Aquí fue don Jerónimo Castillo Bobadilla corregidor de la ciudad, y en ese cargo escribió su “Política para corregidores y señores de Vasallos en tiempos de paz y de guerra…”. Y aquí fueron también regidores perpetuos, como concejales de por vida, meritados por su amor a la ciudad con ese cargo, los historiadores Alonso Núñez de Castro y Francisco de Torres, que escribieron sendas y sucesivas “Historias de Guadalaxara” una y otra con diversa fortuna recordadas hoy. Por el salón de plenos del Ayuntamiento han pasado Reyes, Premios Nobel, escritores de todo tipo a presentar sus obras, poetas que han recordado con su intenso verbo a otros predecesores…. bien puede decirse que la Sala grande del Ayuntamiento es un escenario, lo ha sido muchos siglos, de la literatura y la creatividad. En ese lugar acaba nuestra Ruta Literaria por Guadalajara, que el domingo podrá seguirse de verdad, junto a los escritores castellano-manchegos que la van a hacer viva y a escribir en ella un nuevo capítulo.

Moratilla de los Meleros, una picota en el valle

 

Saluda al caminante la picota. Está en el valle, un valle estrecho y frondoso, que baja desde Fuentelencina hacia Renera, y que pasa por Moratilla, donde la historia se expresa por medio de estas piedras bien talladas, parlantes y brillantes al sol de la primavera. Para cuantos caminan la provincia, llegar a sitios recónditos, silenciosos, cuajados de verdor, de cerros con tomillo, de arboledas junto a un río, de racimos de casas cobijadas bajo la mirada matriarcal de la torre de la iglesia es un gusto sumo, un placer que se resisten las letras y las palabras, por muy castellanas que sean, a expresarse con nitidez. Hay que sentirlo. Y hay que ver esta picota, la de Moratilla, que está (todo en esta vida es relativo) a la entrada del pueblo (si se viene de Fuentelencina por el camino) o a la salida (si se llegó en coche a la plaza, y se quiere patear la localidad mirando sus edificios. En cualquier caso, será un rato bien empleado, visitar esta villa encantadora y plenamente alcarreña. De estampa.

La estampa

En lo hondo del valle alcarreño de su nombre, que lleva un hilillo de agua al más grande de Renera, y de ahí al Tajuña, se asienta esta villa que rezuma tipismo por sus cua­tro costados. El nombre ya indica que ha sido lugar que tradicionalmente se ha dedicado a la industria de la miel, pues está en el corazón de la Alcarria, aunque en el siglo XVIII llegó a tener también muy floreciente industria de telares en que se elaboraban paños, lienzos y seda. Su caserío, en suave recuesto asentado guarda todavía muy interesantes ejemplos de arquitectura popular con edificios construidos a base de tapial y yeso, con entramados de carpintería.

La historia

Fue este lugar, prontamente repoblado tras la reconquista, dado en señorío por los reyes castellanos a una familia de caballeros de Segovia: fue el primero don Pedro Miguel, titu­lado primer señor de Moratilla; el segundo don Miguel Pérez y el tercero don Gutiérrez Miguel de Segovia, todos durante la segunda mitad del siglo XII. Pero aunque sigue apare­ciendo algún caballero más de esta familia como señor de Moratilla, el hecho es que en 1176 donó este lugar a la Orden de Calatrava el rey castellano Alfonso VIII. Y en el poder de esta Orden militar de tan ancho predominio por la Alcarria, siguió hasta el siglo XVI en sus comienzos, en que Carlos I la enajenó y luego hizo Villa.

La culminación de la historia de un pueblo, se plasma hoy en día en su escudo de armas municipal. Y Moratilla cuenta ya, aunque desde hace poco tiempo, con uno de estos escudos, en el que se simbolizan su devenir, y lo más interesante de su patrimonio. Está puesto, -lo hemos visto según paseábamos sus calles- al inicio de estas, en cerámicas que blasonan sus nombres. Y consta de un rollo o picota de oro sobre campo de plata, con una bordura de color rojo en la que se diseminan algunas abejas de oro. Se timbra con la corona real, haciendo alusión a su pertenencia a un reino.

Lo que hay que ver

Ha motivado nuestro viaje la visita a su picota, que se ha restaurado hace poco, y ha quedado realmente bien tratada, brillante en su blancura, dignificada en su aislamiento y contraste sobre la verde masa de los chopos.

A la entrada del pueblo, por el camino que desde nor­deste viene de Fuentelencina, se alza este rollo o picota, sobre el recuesto que es preciso subir para entrar al pueblo desde el vallejo. Se trata de un ejemplar de la primera mitad del siglo XVI, sin duda, uno de los más hermosos e interesantes ejemplares de picotas de la provincia de Guadalajara. Sobre una gradería cir­cular de varios escalones superpuestos en disminución, apa­rece primero la basa, que presenta en cada una de sus cuatro caras sendos relieves con figuras, ya muy desgastados e irre­conocibles. En uno de ellos aún se distingue un hombre des­nudo, con una corona en la mano. Se trata de un conjunto que juega con el simbolismo del número cuatro ¿estaciones climá­ticas?, ¿los trabajos de Hércules?, ¿los cuatro vientos o puntos cardinales? Sobre esta basa se alza el fuste de la columna, con dos tipos de estriaje. Arriba, un grande y hermoso capitel, plenamente plateresco. Sobre el lado que mira el pueblo, lleva tallada una figura que parece tener espigas. Encima de ella, una carátula diabólica. Sobre los cuatro lados del pináculo, ros­tros de angelillos. Culmina todo con gran pináculo. De los cuatro brazos que pendían del remate de la picota, se distinguen aún, las cabezas de leones muy desgastadas.

En el extremo oriental del pueblo se ve una ermita dedi­cada a la Virgen de la Oliva Al extremo occidental, sobre un altozano, la iglesia parroquial de la Asunción. Su portada, orientada al sur, es de estilo románico, resto único de la pri­mitiva construcción del siglo XIII. Tiene cuatro arquivoltas de doble baquetón liso, que descansan en las correspondientes columnas y capiteles, ya muy desgastados, con decoración foliácea. Toda la puerta se incluye en un cuerpo saliente del muro sur de la iglesia, que en el resto de su edificio es de mampostería, llevando algo de cantería sobre estribos en la cabecera poligonal, y en la torre adosada a los pies. El interior es de una sola nave, de planta de cruz latina, con magníficas techumbres de crucería gótica sobre el crucero, presbiterio y parte de la nave, que cargan sobre pilares adosados a los muros, recubiertos de medias pilastrillas. Existe coro alto a los pies del templo. Todo el conjunto, excepto la puerta, es obra homogénea de comienzos del siglo XVI. Fueron sus autores el maestro cantero Juan de los Helgueros, que la concluyó hacia 1516, y García de Yela, que añadió la sacristía en 1538.

Sobre la nave del templo, aparece un magnífico arteso­nado de madera, que en forma ochavada se decora con profu­sión de trazos geométricos de tradición mudéjar y muchos otros detalles renacentistas. Es obra de hacia 1516, realizada por el carpintero Alonso de Quevedo, vecino de Alcalá de Henares.

Y esto es todo cuanto puede verse, y saberse, de Moratilla de los Meleros, a donde llegamos no hace mucho y quedamos prendados de su sencillez espléndida, reflejada en esta crónica y en estas imágenes.

La Catedral de Sigüenza a vista de hormiga

 

El pasado domingo se transmitía a toda España, por Televisión, la misa dominical celebrada en la Catedral de Sigüenza. No resultada exagerado decir que esa transmisión tiene el mismo efecto, si no más, que todo el montaje propagandístico de la ciudad de Sigüenza en Fitur. La han visto más personas que en la Feria del Turismo madrileña, y ha resultado de un esplendor, de una nitidez y una fastuosidad que, sin duda, ha ganado adeptos para su visita y admiración en directo en los próximos meses/años.

Pocos días antes, y con vistas a una tarea previa de documentación a propósito de esa transmisión, visitamos una vez más la catedral de Sigüenza, que, por ser tarde primaveral y soleada, tenía abierta sus puertas y permitía la entrada de la luz del sol sobre los embaldosamientos del comienzo de sus naves. Aprovechamos a hacer unas fotografías, pocas y fugaces, consentidos por la amabilidad de su guía y clavero. Y pudimos una vez más admirar los juegos de luz y sombra, las voluminosidades de las bóvedas, la filigrana de sus capiteles, el solemne atractivo de sus capillas. Ahora aprovecharemos estas circunstancias para decir, una vez más, que la joya de esta corona que es la tierra de Guadalajara está en el conjunto de arquitecturas, de esculturas, de pinturas, de espacios y sonoridades que la catedral de Sigüenza atesora. Y que si no se sabe por dónde empezar a conocer la ciudad episcopal del alto Henares, o la geografía asombrosa de Guadalajara entera, el mejor lugar para hacerlo es este: el templo catedralicio de Sigüenza.

La catedral por fuera

Desde la lejanía, son la catedral y el castillo los que imponen el equilibrio del urbanismo recostado. La luminosidad de sus tintes ocres y rojizos, la suave caída de tejados y torres, la arropada dulzura de sus bosques: todo hace destacar a la catedral en medio de la estampa seguntina. Más de cerca, su solemne majestuosidad impone. Está por poniente alzada la fachada que en sus extremos tiene sendas torres almenadas, lo que la confiere ese aire de castillo medieval que todos recuerdan, que tan bien la identifica. Tres grandes puerta sobre el muro, sirven de acceso al templo, en directo a cada una de sus naves. La más grande es la central, rematada por un relieve barroco de San Ildefonso. La izquierda del espectador, la de acceso a la nave del evangelio, es, sin embargo, la más hermosa, la mejor tallada y conservada. Junto a estas líneas, va una fotografía “a vista de hormiga” de esta portada (y digo lo de “a vista de hormiga” porque está hecha desde el mismo suelo. Al autor de estas líneas no le importa ponerse perdido el traje si es para conseguir una vista mejor, más atractiva, de un monumento). Queda así enorme de alta, perfecta en sus detalles de las arquivoltas y como esperando alzarse –un cohete casi- hacia las nubes.

Por el levante, sin embargo, la voluminosidad de la catedral es más ciclópea: tiene la redondez de su ábside, elevado y gotizante, sujeto por la fuerza secular de los arbotantes. En el mediodía se levantan muros y la puerta del Mercado, que da sobre la plaza mayor, escoltada por la finísima Torre del Santísimo. La silueta de la catedral desde el norte, vista desde la Alameda, es más que de castillo: es de montaña. Tantas veces la pintó por ese costado Fermín Santos, y así lo han hecho Raúl y Antonio, que parece ser más un cuadro que una realidad, cuando la miramos.

La catedral por dentro

Hay que ponerse luego a pasear la catedral, con el sentido mismo con que lo hicieron los antiguos: como si de pasear por una calle de un pueblo celeste se tratara. Allí están las bóvedas altas, medio ocultas por la niebla de la penumbra, que nos dicen que existe el Cielo. Allí están las portadas de las capillas, con sus blasones y estatuas al frente, con sus rejas y hasta con sus llaves, que parecen ser los palacios de hidalgos, clérigos ricos, linajes de secular raíz. Allí está, en el claustro de la media luz, el bosque y la fuente, el pozo y al ancho paseo de baldosas firmes. Más el lugar de la ceremonia, el olor a incienso, la alturas iluminada que dejar adivinar la potencia divina, bajo el cimborrio… Tiene tres naves esta catedral de Sigüenza. La central es más ancha y sus bóvedas más elevadas que las laterales. En la central se colocó, en el siglo XV, un coro para que realizaran sus rezos los canónigos, y allí sigue, con un altar barroco (rosinegro y marmóreo) a su espalda. A los lados de las laterales se abren las capillas donde descansan bajo hermosos túmulos los canónigos y los caballeros, las damas y los obispos.

Los columnas que separan las naves (junto a estas líneas van fotografías de esas naves, de esas columnas, de esos capiteles en ramo) tienen una altura colosal, y en dos tramos se plantan bajo la bóveda que sostienen como si fuera un papel sin peso. Los capiteles llevan talladas a la perfección hojas de acanto y de estilo muy francés, atestiguando que el templo es de origen románico, por supuesto, y aquitano, europeo, muy medieval en su contextura y su forma.

No puede ser este artículo una guía completa de la Catedral de Sigüenza, pero sí quiere aprovechar la ocasión de esta rememoria para decir a quien piense visitarla en próximos días que, por nada del mundo, debe perderse contemplar en su interior la parte central del tempo, el crucero, sobre el que se elevan las cúpulas que traman sus fuerzas en la altura del cimborrio. Donde está la reja que entra al coro, gótico, de tallada y afiligranada madera con escudos y paciencias. Donde se alzan, a cada lado, los púlpitos de mármol que sorprenden por su iconografía. El de la epístola, con los recuerdos del Cardenal Mendoza (escudos, advocaciones e cardenalato)  y el del evangelio, con escenas de la pasión de Cristo talladas por Martín de Vandoma. Luego, y tras otra monumental reja, el presbiterio en el que a los costados se admiran los enterramientos góticos de obispos y caballeros, destacando el de Gómez Carrillo el feo, y el de su familiar el Obispo Carrillo de Albornoz, de estilo borgoñón. Y al fondo el retablo, de la mano de giralte y su grupo nacido, cuajado de esculturas manieristas y de dorados fabulosos.

Hay que ver también la capilla de San Juan y Santa Catalina, en el mismo crucero, en cuyo interior está adosada la tumba de Martín Vázquez de Arce, el Doncel de Sigüenza, y de sus padres y hermanos. O el brazo norte, el altar de Santa Librada, todo en talla sobre piedra blanda y pintada, con un estupendo retablo de Juan de Soreda, y haciendo ángulo con él la mole plateresca del altar-mausoleo del obispo don Fadrique de Portugal. Por allí cerca, al iniciar el recorrido por el deambulatorio y tras admirar el enterramiento del obispo conquistador de la ciudad don Bernardo de Agen, se puede acceder a través de puerta tallada en madera, a la gran Sacristía de las Cabezas, una estancia abovedada que diseñó y dirigió Alonso de Covarrubias: en ella se admiran, distribuidas armónicamente por el techo, más de 300 cabezas distintas talladas, con fuerza y calidad de virtud renacentista.

En fin, que podríamos seguir describiendo y anotando maravillas. Estas son las fundamentales, las que en una hora o poco más nos dejarán saborear lo más crucial y auténtico de este templo, que en la primaveral tarde en que lo hemos visitado tenía más luz que la habitual, más sonido a chorretón de fuente, más altura de nubes sobre sus bolones de rojiza piedra. Una domus seguntina que desde el pasado domingo es ya conocida por más gente, y se dispone a recibirlos a todos, sabedora desde siempre que es puerta gigante por donde entran a admirar Sigüenza gentes de todas las edades (de todas las generaciones, o siglos, o lenguas), ojos que la miran con distintos rasgos y ángulos, pero que en su esencia permanece igual y altísima para todos.