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marzo, 2001:

TARAGUDO, vivo en un libro

 

Asombra ver de lo que es capaz un ser humano cuando le pone entusiasmo, pasión y trabajo a una tarea. Lo digo a propósito del libro que ha escrito -y la Universidad de Alcalá ha publicado- don Jesús Carrasco Vázquez, quien a lo largo y ancho de 326 páginas ha esculpido la historia de este mínimo lugar de la Alcarria campiñera (valga la exageración), porque Taragudo está puesto en ese ondulado paisaje de trigos mecidos entre los adustos cerros de Hita y la Muela [de Alarilla], y es Alcarria porque está a la izquierda del Henares, y es Campiña porque tiene el aire alegre y vital de las poblaciones de junto al río.

Hacía mucho tiempo que no iba por Taragudo. Tanto, que lo recordaba como un lugar de adobes caídos, de espacios terrosos con rastros de rebaños y caballerías, con árboles escasos y cielos abiertos y fríos. Hace muchos años de eso, y ahora, que he vuelto en mañana ventosa de esta primavera húmeda, me he llevado la sorpresa de encontrar un lugar nuevo, absolutamente distinto, magnífico para ser vivido, añorado y contemplado sobre los verdes intensos de su naciente cereal. Taragudo está en el camino que va desde Humanes a Torre del Burgo, ascendiendo las cuestas que dejan atrás el Henares y suben al valle del Badiel. A la izquierda, poco antes de llegar a Sopetrán, un ramal de asfalto estrecho lleva a Taragudo tras dar cuatro solemnes y antiguas curvas. Aparece el caserío entre arboledas profusas, y uno piensa, al entrar en él, que no ha llegado a un viejo lugar de la repoblación castellana, sino a una urbanización de descanso puesta en medio del campo alcarreño. Sobre los tejados se alza la silueta, nunca más poderosa y valiente, del cerro de Hita y el recortado perfil de sus templos y fortaleza.

En el pueblo solo se ven inmaculadas construcciones. Todo está nuevo, limpio, asfaltado, ajardinado, coqueto. En la plazuela, una placa de cerámica brillante recuerda a Gabriel Arribas Fernández, que fue para Taragudo un nuevo Cid reconstructor, un visionario del futuro que ahora existe. El señor Gabriel, como le recuerdan en el pueblo, nació en Alarilla, pero se casó aquí, y apoyado por amigos de Madrid se puso manos a la obra y reconstruyó el pueblo de lo que eran las ruinas de las ruinas que quedaron tras la Guerra incivil. Una maravilla. Siempre da un poco de inquietud contemplar el paso que la vida rural pura ha dado hacia la convivencia de fin de semana, el quehacer cotidiano versus el holgar finsemanil. Pero eso es lo que hay. Y de haber optado por lo primero, ni Taragudo ni trescientos pueblos más de esta provincia existirían ya. Lo segundo, el hacer de los pueblos pequeñas colonias residenciales para el verano, la Semana Santa y los fines de semana, es lo que está salvando a esta tierra de la muerte. Que tomen nota quienes se preguntan cómo salvar a Guadalajara de la despoblación y el abandono.

Un libro ejemplar

La historia de Taragudo da para muy poco. Al menos, eso es lo que yo creía cuando escribí mis crónicas y guías de la tierra alcarreña. Fue lugar del común de Hita, y con ella perteneció en señorío a los Mendoza. Y ni una línea más. De su patrimonio, un templo parroquial alzado en la cumbre del caserío, dedicado a San Miguel, adornado al exterior de una hermosa espadaña de tres vanos sin campanas. Nada más cabía decir de este lugar apartado, mínimo, olvidado.

Pero hete aquí que hace treinta años llegó, como por casualidad, hasta Taragudo un profesor universitario que se enamoró del lugar y puso casa y familia entre los límites recónditos, impresionado por ese valor que tenía el pueblo: el silencio, la lejanía, el vacío de historias. Hita presente en lo alto, y Sopetrán muy cerca infundiendo magias. Aquí se quedó y empezó a investigar: la historia del pueblo, lo que un lugar sin palabra puede significar en el contexto de un país. Y el profesor Jesús Carrasco Vázquez le ha sacado a Taragudo esa palabra escondida, y tras muchos años de paciente y afianzada búsqueda, le han encontrado la historia, la ha ordenado, la ha escrito, y en un hermoso libro de más trescientas páginas la ha publicado, con ayuda de Ibercaja, dentro de la Colección ensayos y documentos de la Universidad de Alcalá.

La introducción a esta obra, que se titula “La villa de Taragudo: evolución histórica de una aldea de Hita”, la escribe Ladero Quesada quien comienza diciendo que no hay lugar sin historia siempre que surja un historiador dispuesto a investigar y a escribirla. Y como Carrasco Vázquez se ha lanzado a la tarea, pues todos estamos de enhorabuena. La provincia ha ganado, una vez más, una gran batalla al olvido. El autor se pasea con pormenor minucioso por la geografía, el clima, la producción, la población de Taragudo. Haciendo análisis de sus restos arqueológicos, de la calzada romana (ese “camino de la Barca” conocido de todos), del pasado medieval en Sopetrán, de la Reconquista a los árabes del valle del Henares, de los Mendoza que fueron señores del lugar. En fin, y después de concretar el origen árabe del nombre del pueblo, al que hace significativo de “casa de los godos”, el historiador Carrasco tiene la feliz ocurrencia de meterse a desempolvar papeles del Archivo Histórico Nacional, en su sección de Osuna, y allí entre los papelotes de la casa mendocina encuentra cosas como las Ordenanzas del Concejo de Taragudo, de 1530, o el primer Censo de Población de la localidad, de 1550. A ello añade los clásicos documentos de las Relaciones Topográficas, el Catastro del Marqués de la Ensenada y otros varios que analizados con minuciosidad aportan una historia fidedigna, útil y atrayente.

Aunque guiado siempre por la línea común de la historia provincial, mejor dicho por la del valle del Henares a cuya cuenca pertenece por entero Taragudo, el profesor Carrasco anota datos sobre la emigración a América de los taragudenses, sobre el paso de las tropas del Archiduque Carlos por este lugar, de las andanzas del guerrillero Empecinado contra los franceses, y se empapa finalmente de las noticias que los meticulosos Diccionarios geográficos del siglo XIX dan acerca del lugar: el Miñano de 1827, el “Diccionario Geográfico Universal” de 1831; el Madoz de mitad de siglo, el “Nomenclátor General de España” de 1864…

Finalmente, el siglo XX que se muestra triste, desesperado en su primera mitad, entrega la alegría final a esta historia en forma de una reconstrucción total. Ahí aparece de nuevo, con pelos y señales, la historia del señor Gabriel, y a cualquiera que vaya hoy, como yo lo hice la semana pasada, a Taragudo, se le pondrá ante los ojos una versión nueva de la Repoblación castellana que Julio González historió hace años: llegados de Madrid, devueltos por la nostalgia muchos nietos de quienes aquí nacieron, parte del chorro de oro que corre por las calles de la Corte se ha detenido aquí, levantando casas agradables, parques, bosquecillos, y un ambiente único y encantador, que es vivido –se nota en cada detalle- con amor y entusiasmo por quienes han hecho de Taragudo el centro del mundo. Todos ellos (todos nosotros) debemos agradecer al profesor Carrasco Vázquez que haya dedicado tantas y tantas horas al estudio, a la investigación y a la escritura. Esto es (este libro lo demuestra) hacer patria, hacer provincia, y cantar a pleno pulmón. Gracias a todos cuantos han hecho posible ese libro, porque han demostrado que Guadalajara tiene remedio.

Feria de Mieles en Pastrana

 

Un año más, ahora por vigésima vez consecutiva, Pastrana abre sus puertas a la celebración de la Feria Apícola de Castilla-La Mancha. Un acontecimiento que ya hace tiempo cobró su auténtica mayoría de edad, instalándose no sólo en la realidad económica de la provincia, sino en la afirmación precisa y contundente del progresivo protagonismo de la villa alcarreña, que está decidida a un lanzamiento económico y turístico de gran altura.

Siempre que tengo oportunidad, lo digo y repito: los responsables políticos de Pastrana (en este caso su alcalde Juan Pablo Sánchez Sánchez-Seco y su equipo de gobierno) tienen las ideas muy claras de lo que necesita un pueblo de la Alcarria en un momento de crisis poblacional en Castilla como es este que vivimos en el inicio del nuevo Milenio. Hay que tener ideas, ponerlas encima del pavimento de una Calle Mayor, y hacerlas fructificar, brillar y andar. De nada vale visitar la provincia entera y constatar su desertización. Eso ya lo sabemos, desde hace mucho tiempo. Y si no se hace algo contundente, ese fenómeno no se parará. Mientras el valle del Henares se hipertrofia de gentes y urbanizaciones (mejor aún, de industrias y actividades) el resto de la provincia se muere, se envejece y se paraliza. Hacer lo que se está haciendo en Pastrana es todo un ejemplo de dinamismo y de claridad de ideas: promocionar la villa como lugar de encuentro, de Ferias, de cultura, de interés turístico, de celebraciones y sorpresas. Ojalá que durante mucho tiempo siga dirigiendo el pueblo, aportando ideas y haciendo cada día un poco mejor a Pastrana ese pedazo de alcalde que allí tienen.

Lugar de encuentro apícola

La plaza del Deán, en la parte alta del burgo, en un entorno que los días de sosiego y sol huele a cánones y amores infantiles, será estos días centro de la bullanga y el trasiego de gentes, de apicultores, de curiosos y de viajeros que pretenderán encontrar ese aquel de Pastrana en este entorno. No es difícil, pero sería recomendable que lo hicieran con más pausa, con mayor sosiego en otra ocasión futura. Ahora, con el ir y venir de las gentes de Pastrana y de las que hasta aquí llegan con la ocasión propicia, se hace difícil vivir este encantador pueblo con la tranquilidad que merece.

La Feria Apícola, que hasta el domingo próximo estará abierta en Pastrana, tiene su asiento en el antiguo convento de San Francisco, situado en la llamada «Plaza del Deán». Un entorno maravilloso, evocador a más no poder, que fue no hace mucho restaurado, lo mismo que el convento todo. Merece recordar, aunque sea en breves líneas, la historia y el interés que ofrece monumentalmente este edificio tan antiguo y solemne.

Se trata de una de las instituciones más clásicas en la historia de Pastrana. Nació este convento en 1437, con el nombre de monasterio de Santa María de Gracia. Pero no en este lugar, sino a una legua de la villa, en el paraje denominado Valdemorales. Fue su fundador fray Juan de Peñalver, el adalid de la Observancia franciscana, quien vivió aquí algunos años como guardián del convento. Pero en 1460 se trasladó la fundación a la propia villa, a extramuros de la misma, en el lugar que entonces llamaban los Herreñales, junto a la parte alta de la muralla. Tanto los maestres de Calatrava, señores de la villa, como el arzobispo de Toledo don Alonso Carrillo favorecieron mucho la construcción de este nuevo convento pastranero. La señora de la villa desde 1541, doña Ana de la Cerda, también ayudó a los frailes, edificando desde sus fundamentos la Capilla mayor deste Convento, muy suntuosamente, y los duques de Pastrana, a partir de 1569, acogieron el patronato de su templo y le llenaron de retablos, de rejas, escudos y ornamentos. Quedó vació cuando la Desamortización, en 1836.

El viajero encuentra que presidiendo la amplia plaza se alza, al norte, el gran edificio monasterial, construidlo como tantos otros en sillarejo e hiladas de ladrillo, con ventanales enrejados y pocos detalles más que no sean su inconfundible aire de casa religiosa. La iglesia, que se alza al fondo de la plaza, es más interesante, y con la restauración que ha recibido recientemente, ha vuelto a ganar su antiguo esplendor.

En la fachada ofrece un atrio de cinco altos arcos semicirculares, revestidos de ladrillo, que rematan en un cuerpo corrido adornado de pilastrones y abierto de grandes ventanales, superado de corrida cornisa del mismo material, y sobre el tejado que le protege, apoyando en el muro de los pies del templo, levantóse la gran espadaña de tres arcos, toda ella también construida en ladrillo, y ahora huérfana de las campanas. El interior del templo es de sorprendente belleza. De una sola nave, cubierta de bóveda de elegante crucería, en la que aparecen capiteles simples formados de elementos vegetales, y escudos heráldicos de Mendoza. Ofrece también algunas capillas laterales. El patio claustral, también restaurado, es de planta cuadrada, sus muros con arcos están construidos totalmente en ladrillo, dando la imagen perfecta de la sencillez franciscana.

Estos días aparece la iglesia ocupada de los stands apícolas, con las novedades tecnológicas más avanzadas para la producción de la miel, y en su claustro y salones se afanan unos y otros en comunicarse sus hallazgos, sus vidas y  milagros en torno a la miel que es el símbolo universal de nuestra tierra alcarreña. Un perfecto complemento, este del convento franciscano de Pastrana, con el río espeso y dorado de la miel de la Alcarria. Unos días, éstos de la Feria Apícola, para la alegría y la promesa de visitar Pastrana de nuevo, cuando esté más tranquila y serena. Cuando sea más ella misma.

Milagros y Leyendas de la Virgen

 

Aunque es a Andalucía a la que ponen literariamente el título de “Tierra de María Santísima”, a la Alcarria no le faltan razones para aspirar a un segundo puesto en esta tabla de amores marianos. Porque raro es el pueblo de nuestra ancha geografía que no tiene una, -a veces dos- advocaciones a la Virgen, añadidas de su correspondiente leyenda, de su ajustada corte de milagros, romerías, dichos y ermitas. La Alcarria, y sus vecinas comarcas de la Campiña, la Sierra y el Señorío que hoy conforman nuestra provincia, tienen un rimero prieto de leyendas y recuerdos que hacen de María Virgen una referencia obligada de todas sus gentes. Uniéndolas en la distancia con su pueblo, con su fuente, con su pradera y su río. Un elemento religioso que trasciende ese ámbito para entrar en el más amplio y firme de lo etnológico, de lo puramente humano.

Un libro de leyendas

Viene lo anterior a propósito de la aparición de un nuevo libro que tiene por temática sustancial la recopilación de Leyendas sobre la Virgen en Guadalajara. Así se titula la obra que firma don Jesús Simón Pardo, sacerdote ya avezado en esto de las recopilaciones y análisis marianos, pues hace pocos años sacó sendas obras en torno a la historia de las advocaciones de la Virgen en las comarcas de la Alcarria y de la Campiña. Ahora, en un libro más reducido, pero lleno de encanto y curiosidad, se apiñan en sus páginas una veintena de leyendas que poblarán la imaginación del lector durante largos ratos.

Son concretamente nueve las referidas a la Alcarria (Guadalajara en su Virgen de la Antigua; Durón con la de la Esperanza; Hontoba en los Llanos; Mirabueno y su patrona; Córcoles en la secular devoción a la Virgen de Monsalud; Brihuega y la Peña Bermeja; Tendilla más Peñalver son su tradicional Señora de la Salceda; Hita y Torre del Burgo en torno al milagroso monasterio y santuario de Sopetrán, y Pastrana/Zorita compartiendo la leyenda de la Virgen del Soterraño.

En la Campiña el autor de este libro nos obsequia con las leyendas cuajadas de intriga de lo que ocurrió en Yunquera de Henares con su Virgen de la Granja; en Humanes con la de Peñahora, y en Uceda con la de la Varga.

En el Señorío de Molina nos lleva, a caballo sobre las sierras y los pinares de la zona, hasta Anchuela del Pedregal con su memoria de la Virgen del Gavilán; hasta Ventosa con la de la Virgen de la Hoz, patrona del Señorío; hasta Cobeta con la apasionada leyenda de la Virgen y ermita de Montesinos, acabando en Peralejos narrando esa impresionante anécdota del viejo guerrero y eremita que guardó durante siglos la ermita de Nuestra Señora de Ribagorda.

Finalmente, las sierras de Guadalajara se ven representadas en esta obra por lo acontecido en este tenor por los pagos de Barbatona con la Virgen de la Salud; de Tamajón con la de los Enebrales, y de Aguilar de Anguita con la del Robusto. Son prácticamente la veintena de lugares, de leyendas y de advocaciones marianas que ofrecen no sólo un cuadro de entretenimiento y curiosidad, sino toda una acrisolada manifestación de historia y tradición de nuestra tierra, ese elemento que a todos nos encanta porque lo sabemos anclado en la raíz de nuestra vida.

Moros y cristianos

Entre las múltiples leyendas que aparecen en esta reciente obra de don Jesús Simón, a mí personalmente me han interesado siempre las que mezclan la participación de los elementos musulmanes en ellas. Así ocurre con la de Montesinos en los altos bosques del señorío molinés. El capitán Montesinos es un paladín del poder musulmán en esas tierras, allá por el siglo nueve o diez de nuestra era. Y es convertido al cristianismo por la inocencia de una pastorcilla y el poder sobrenatural de la Virgen, que la devuelve a esta un brazo perdido como expresión del poder       sobrenatural de que disfruta la Madre de Dios.

También en la leyenda de la Virgen de la Varga de Uceda hay elementos islámicos de por medio: un hijo del pueblo, llamado Diego de Illescas, fue hecho prisionero en la guerra de Granada y trasladado a Orán, donde tras invocar repetidamente a la Virgen de la Varga, esta cumplió el milagro de liberarle y ponerle delante del templo de su pueblo. En agradecimiento, Diego donó unas grandes cadenas que le habían servido de prisión, a la Virgen, y en la portada principal del templo se ve hoy un estupendo relieve tallado con esta historia.

Pero donde con más nitidez se aprecian estos elementos de conjunción de razas y religiones, es en dos de nuestros santuarios emblemáticos alcarreños: en la Peña de Brihuega, y en Sopetrán. En ambos lugares, la Virgen se aparece a sendos árabes, considerándolos como idóneos receptores de su mensaje: y ambos receptores con hermanos, príncipes, hijos del Rey musulmán de la taifa de Toledo. En Brihuega es la princesa Elima, a la que se aparece en medio de un resplandor, la Virgen, que se aloja en un hueco de la rojiza peña sobre la que se alza el castillo gobernado por los árabes. Y en Sopetrán es al hijo del rey, hermano de Elima, y llamado como el jerarca Alí-Maimón. Convertido al cristianismo por la Virgen que se aparece sobre una higuera, en el entorno de una fuente milagrosa, se conjunta con su hermana en el hecho de que estos dos ejemplos de personajes son puestos como espejo de la población árabe que quedó en tierra de Castilla tras el cambio de régimen político: los árabes, mudéjares, moriscos o como quiera llamárselos, son así objeto preferido de la Virgen y elementos transferidos con toda naturalidad de un entorno “infiel” a otro sacro y cristiano.

Los pastores (en La Granja, en la Hoz, en Mirabueno), los artistas (en Durón) y los guerreros (en Tendilla, Peñalver y Guadalajara) son también los seres en los que se refleja la luz mariana, y en ellos se aparece su grandeza bajada del Cielo o surgida de las entrañas de la tierra. Veinte leyendas como veinte cuentos en los que puede no sólo entretenerse el curioso y buscador de esencias, sino el analista y estudioso que quiera de forma unánime considerar formas y ritos, imágenes y procedimientos que pintan una razón permanente explicativa de nuestra forma de ser: las apariciones de la Virgen María a las gentes de Guadalajara.

Un libro, una oferta, que tiene valor para todos. Se considere desde un aspecto meramente catequético, o como una antropológica visión del miedo y la confianza de los humanos hacia los sobrenatural, la obra de don Jesús Simón Pardo es en cualquier caso un estupendo aporte a la cultura escrita de Guadalajara, y un libro recomendable para todos. Se lee, además, en un par de días, sin mayor problema, y siempre con la avidez de lo que intriga.

Luís de Lucena, una restauración de aplauso

 

Con verdadera satisfacción puedo hoy hablar de una actuación reciente sobre el Patrimonio histórico-artístico de Guadalajara. Y hablar bien, aplaudir incluso, porque la obra realizada ha sido perfecta. Ha tardado, pero ha merecido la pena. La Capilla de Luís de Lucena, de nuestra capital, ha sido restaurada completamente por el Ministerio de Educación y Cultura, por la Dirección General de Bellas Artes, y ha quedado resplandeciente. Un nuevo monumento recuperado para Guadalajara, que ha sido recibido (en forma de unas minúsculas llaves funcionales) por su Ayuntamiento para ahora encargarse, durante al menos los próximos 30 años, de cuidarla y mostrarla a los visitantes.

Un acto entrañable

El pasado día 21 de febrero, y con la asistencia de los señores Puig de la Bellacasa (director general de Bellas Artes) y Martínez Novillo (subdirector general del mismo departamento) así como del Alcalde de la ciudad, José María Bris Gallego, y varios concejales del equipo de gobierno, se procedió a abrir la capilla para que la contemplaran los medios de comunicación alcarreños, y para entregar (al colofón de unos breves parlamentos) las llaves del monumento al Ayuntamiento capitalino. Se firmó, también, un protocolo de cesión y compromisos, de tal modo que la obra realizada, y el monumento en sí, se ceden por el Estado (que era hasta ahora su propietario) a la Ciudad, para que esta capilla quede definitivamente abierta a la contemplación del público.

Un edificio único en España

Y aún podríamos decir que en el mundo, porque la capilla de Luís de Lucena tiene unas características que la hacen singular y diversa de todo. La mandó construir el doctor Lucena, un médico nacido en nuestra ciudad en 1491, en el seno de una familia de judíos conversos. Varios médicos y algunos clérigos en su seno, la catalogaban como una de las familias más engarzadas en la órbita del humanismo alcarreño de la etapa mendocina. El doctor Lucena se trasladó a Montpellier y al final de su vida a Roma, donde cuidó de la salud de los Papas, y donde se relacionó con lo más granado de la intelectualidad italiana.

Sabemos que en 1540 terminó de construirse la capilla que él personalmente diseñó y cuidó, como anexo de la iglesia de San Miguel del Monte, en la parte oriental de la ciudad. Su característica exterior, a base de paramentos de ladrillo y cubos defendidos en las esquinas, la cataloga dentro de lo que pude definirse como estilo mudéjar. Pero el interior decidió que fuera un templo renacentista, una sala en cuyos techos lucieran pinturas de traza manierista, en la que se explicaran al pueblo una serie de escenas de la Biblia cuya secuencia revelan hoy al estudioso un significado de pureza cristiana, de auténtico erasmismo, puesto que la confluencia de escenas precursoras de Cristo está acompañada por la aparición de múltiples figuras  como son las Sibilas, los Profetas, y las virtudes del cristianismo. Estas pinturas fueron realizadas, ya al fin de su vida, por Rómulo Cincinato y un ayudante o colaborador, Diego de Urbina.

La restauración perfecta

Desde hace más de 20 años he estudiado con detenimiento esta capilla. Tanto en su aspecto exterior como en el interior, con sus pinturas, sus detalles constructivos (la curiosa escalera de acceso a la planta superior, donde Lucena mandó poner la primera Biblioteca Pública de España). Llegué incluso a escribir un libro sobre esta capilla, que ha alcanzado la fortuna de la reedición múltiple. La verdad es que todo cuanto se sabe sobre Lucena, su familia, sus relaciones europeas, y por supuesto sobre la capilla, sus paralelismos, sus contenidos y sus cuajadas sorpresas, hacen de este edificio una auténtica joya que la ciudad de Guadalajara puede exhibir con orgullo. Durante muchos años abandonada, realmente me sentía mal, como se sentían muchos otros buenos alcarreños, cuando algún extranjero (guía Michelín en mano) se dirigía a la capilla, y preguntaban como había qué hacer para ver las pinturas del interior. Durante años, durante decenios, cerrada a cal y canto, y en muy malas condiciones.

Ahora, felizmente, se ha concluido esa restauración que sólo puede calificarse de perfecta. Se han eliminado las humedades, verdadera “espada de Damocles” para el edificio; se ha puesto un solado nuevo a base de mármol. Se han enlucido y cuidado sus muros, se ha iluminado perfectamente, y se han restaurado con delicadeza, técnica y cariño las pinturas, de tal modo que no se ha inventado nada de lo que no existiera, y sí se han arrancado nuevos brillos y mejores colores a lo que ya estaba. En la planta de arriba, pues la capilla de Luís de Lucena tiene dos pisos, se ha recuperado muy dignamente pavimento, cubiertas y muros, ofreciendo en vitrinas más piezas de las que en la planta baja también se muestran.

Porque este es el mejor empleo que se podía dar al edificio: no sólo la oferta de su admiración, sino sede de un “micro-museo” en el que se exponen una serie de piezas largos años preteridas en almacenes y cuartos oscuros, que se han puesto ahora a la luz mejor, la que les arranca brillos y esplendores: en los muros de  la capilla se han puesto amplios restos de los atauriques mudéjares que cubrieron la capilla de los Orozco en la derruida iglesia de San Gil. También aparecen fragmentos, pequeños pero expresivos, de las estatuas yacentes de los Condes de Tendilla en San Ginés, que fueron bárbaramente destrozadas a golpes en julio de 1936. Esta oferta a la ciudad de aquellos restos, es casi como un debido homenaje al arte alcarreño, que tanto sufrió en aquella Guerra despiadada.

Tan sólo falta, a mi entender, un detalle en esta capilla. Y es que en unos paneles se ofrezca la explicación, mínima y certera, de quien fue el autor de la misma, que pretendió con ella, qué representan sus pinturas, todo ello guiado visualmente con algún esquema: seguro que al Ayuntamiento de la ciudad, que ahora se hace cargo del edificio, y al probado interés de su alcalde Bris, de sus concejales de Cultura y Turismo, González y Orea respectivamente, por este recuperado y maravilloso monumento, ya le falta tiempo para abrirla al público y rematar esos detalles mínimos. Un acierto, por tanto, una alegría, y un aplauso. Eso es lo que merece, sin reserva alguna, la restauración definitiva de la Capilla de Luís de Lucena en Guadalajara.

Rollos y picotas, símbolos de nuestra tierra

 

Al salir de viaje, de turismo descubridor y sorpresivo, por los caminos de Guadalajara, busca uno la esencia de la historia, la belleza del paisaje, la sorpresa del patrimonio. En los pueblos de Guadalajara es muy fácil conseguir esto: porque si no es una iglesia románica, será un retablo renacentista, un palacio barroco, o… una picota medieval y centenaria, que en el centro de una plaza o en el borde de algún camino nos saludará con su gris y durísimo escorzo, y nos invitará a saber algo más de ella, a preguntarnos para qué sirvieron esos monolitos de piedra que llevan en lo alto de su empinguruchada voz un grupo de leones, de monstruos o de hierros punzantes.

Un libro esclarecedor

De rollos y picotas por Guadalajara existen ya algunas publicaciones superinteresantes, explicativas y catalogadoras. No me resisto a recordar el importante artículo que hace casi 20 años publicó en la Revista “Wad-al-hayara” José María Ferrer González, en el que hacía por primera vez catálogo de todas ellas. El pasado año fue Felipe Olivier y López-Merlo quien publicó su “Rollos y Picotas de Guadalajara”, un precioso librito en el que catalogaba y explicaba también todos los rollos que se alzan aún en plazas y cruces de nuestra provincia.

Pues bien, es ahora la Editorial Rayuela, de Sigüenza, la que nos sorprende con un volumen impresionante, magnífico, sobre este mismo tema. Visto desde otra dimensión, más histórica y literaria, pero no menos apasionante. El autor es un jurista que sobresale de su actividad especialmente por su buen decir y su preparación histórica: Mariano Martín Rosado escribe su obra que titula “Rollos y Tierras (aproximación a la dimensión histórica de los Rollos de justicia en España)” y la deja ahí puesta, como piedra angular en este tipo de estudios, de los que sobresalen antes que él los ya muy antiguos de Constancia Bernaldo de Quirós, con su “Figuras delincuentes: La Picota”, y el Conde de Cedillo con su “Catálogo monumental de la provincia de Toledo” en el que a principios de siglo analizaba las que había en esta zona de Castilla.

En este libro de Martín Rosado se ofrece un estudio amplio y pormenorizado de la esencia histórica de los rollos. Se trae con abundancia de citas la razón literaria de su existencia en el medievo y Renacimiento, y se describe con minuciosidad el proceso de su construcción, de su uso, de su presencia siempre vigilante de gentes y corazones. Después se dedican otro par de capítulos a relatar la peripecia histórica de su condena y arrumbamiento, por las leyes liberales de comienzos del siglo XIX, que consiguieron destruir muchos de estos monumentos, en aras del buen nombre del naciente Nuevo Régimen, pero que en muchos sitios, afortunadamente, no llegaron a tirarse y ahí están hoy, luciendo su palabra de mérito ancestral.

La declaración solemne de monumentos de interés histórico a todas las que quedan (no más de 200 en toda España) ha supuesto un respiro para este fragmento de nuestro patrimonio. El libro –y aquí acabo con su comentario- de Martín Rosado ofrece al lector un sinnúmero de imágenes fotográficas, a todo color, de los mejores rollos que hoy pueden visitarse en España. Un libro precioso, en suma, que recomiendo a los curiosos y amantes del patrimonio artístico leerse y disfrutar con él.

Rollos de Guadalajara

En nuestra provincia existen 40 rollos o picotas en pie. Si no alguna más que se me escapa de las cuentas que echo. Es el conjunto más importante de toda España, de toda la Hispanidad (porque a América llevaron este símbolo los españoles). Un patrimonio monumental de interés subido, al que desde hace años he dedicado voz y ánimo por defender, y que poco a poco va cuajando en la conciencia de las gentes que los tienen a la puerta de casa, y que muchas veces vieron en ellos un magnífico poste en el que clavar los casquillos de las bombillas que servían para iluminar la plaza del pueblo. Aún hay lugares donde ahora se les ha puesto no una bombilla, sino una palmera de brillantes puntos de luz de néon.

Aquella picota, (que para Martín Rosado figura entre las mejores de España), de Fuentenovilla y que siempre me pareció un brillante y expresivo monumento de escultura perfecta, de solemnidad sin límites, puede servir de inicio para que muchos “turistas provinciales” se lancen a coleccionar en la mente, o en esa máquina nueva de fotografías que trajeron los Reyes, las otras que se distribuyen por los pueblos de la Alcarria (en su mayor parte están las picotas en esta comarca, aunque también las hay por sierras, campiña y señorío).

No hace muchos días estuve por Palazuelos, y me sorprendió que la de este pueblo, la picota que durante siglos sirvió de imagen de la autoridad mendocina, y luego se tiró decenios rota en pedazos por el suelo de la plaza, ha sido restaurada y promovida a la posición erecta. Es ahora una piedra gesticulante y parlanchina, un rollo solemne que a pesar de su adustez habla. ¿Milagro? No, simplemente que cuatro piedras de tipo cilíndrico, puestas una sobre otra, con la pátina de los siglos encima de su piel lustrosa, son capaces de contar una historia (a quien quiera oírla, eso sí) y hasta entrar en detalles. Eso es lo que hace el tolmo sibilino de la plaza de Palazuelos. Que añade, y en la foto adjunta puede verse, el terrible cepo de hierro en el que se supone que algún cuello entró, y no precisamente a mirar el paisaje. De sus altos gallardetes de piedra seguro que algún infeliz se entretuvo en santiguar con los pies a la multitud expectante y agradecida de que la autoridad eclesiástica, tras el contundente sermoncillo de escalera, le aireara las axilas y esperara a ver cómo se desprende el alma del cuerpo en un ejercicio de teología práctica que solo en estos cursillos de justicia rigurosa puede verse.

Y así un montón. O sea: que en Lupiana, en su plaza mayor, puede verse otra picota magnífica. En El Pozo para qué hablar, si hasta la han puesto en su escudo heráldico. Lo mismo que han hecho en Algora, y con el mismo orgullo que en Moratilla de los Meleros enseñan su picota, puesta en el camino de Fuentelencina, y en la que muy borrosos aún se ven los cuatro vientos de la tierra de Alcarria tallados en su basamenta. Los de Peñalver señalan con el dedo el escudo del obispo gallego que mandó levantarla, y Galve presumen de tener no una, sino dos picotas.

Es este un motivo más para viajar por Guadalajara. Para conocerla a fondo. Pero como siempre recomiendo: con conocimiento de causa. No basta echarse al monte (o a la carretera en este caso) a ver qué cae. Lo mejor es ir previamente informado, saber de qué van estos rigurosos elementos que nos encontramos en cada pueblo, en cada recodo del camino. Las picotas de nuestra plazas, monumento multiplicado por cuarenta, están explicadas, ¡y con qué perfección y elegancia! En este libro que recomiendo.