Esculturas funerarias con historia y con vida

viernes, 8 diciembre 2000 1 Por Herrera Casado

Los tiempos avanzan que da gusto, la tecnología tiene la punta tan fina que no hay forma de seguirla, de la velocidad a la que corre, y todos nos sentimos a gusto en este sistema de crecimiento sin fin, en el que de vez en cuando alguien da la voz de alarma de que todo este castillo de naipes puede venirse al suelo al menor soplo de aire.

En Guadalajara pasa algo de esto, aunque referido a un planeta menor, a este universo microscópico que es la provincia donde se engloba parte de la Alcarria, un pedazo grande de Sierra, la mitad norte de la Campiña del Henares, y el Señorío de Molina. Pasa que a diario los medios de comunicación, entre los que incluyo el mío, nos rocían con su spray anestésico de «notas de prensa», «ruedas de lo mismo» y «comentarios de actualidad» y nos dan una visión idílica de la realidad, que desde esta perspectiva tiene todas las trazas de serlo.

Pero, en la parcela que me gusta moverme, y en la que me dedico a analizar la realidad, hay de todo, sigue habiendo de todo. Temas idílicos (restauraciones bien hechas de edificios antiguos, inauguración de bibliotecas y centros para concitar la cultura) y menos idílicos (ruinas irredentas, olvidos permanentes). De los primeros, ya están todos los medios repletos a través de esas continuas «notas de prensa» que llegan por fax a todas las redacciones. De los otros, hay que hacer de vez en cuando una pregunta, que de tan liviana se la lleva el viento nada más expresarse. ¿Por qué no se abre, tras su tercera y reciente restauración, la Capilla de Luís de Lucena para que la vean los ciudadanos de Guadalajara y los visitantes que ante ella llegan? ¿Por qué sigue cerrada la verja de acceso al Monasterio de Ovila, cuando por ser Monumento Nacional debería permitirse por sus propietarios la visita al mismo? ¿Cuándo se pondrán, de forma real y definitiva, en marcha las obras para restaurar la iglesia de Santiago en Sigüenza, que continúa siendo en su Calle Mayor una ruina que da pena? ¿Por qué el Museo Provincial de Bellas Artes de Guadalajara ha sido desarticulado, para poner en su recinto, una tras otra, exposiciones que, como la actual, tienen más de publicitario que de cultural? Hay muchas más preguntas que hacer, pero por no molestar…

Memorias del pasado

El pasado se hace presente en Guadalajara, de forma intensa, cuando uno se dedica a viajar por la provincia. En forma de maravillosos conjuntos urbanos (pueblos como Palazuelos, Horche, Hita, Atienza…, ciudades como Molina, Sigüenza…) de iglesias románicas (Albendiego, Cereceda, Hontoba…) molinos silenciosos en las orillas del Badiel, del Dulce, del Gallo… y pinturas, esculturas, libros, cánticos, fiestas y fuentes. Uno se maravilla, y se olvida de cualquier problema tangible, cuando decide irse a dar vueltas por esta tierra única, y gozar de sus encantos numerosos, silenciosos, escuetos. Esto es lo que recomiendo a mis lectores. El entusiasmo ante lo mínimo, y el desprecio de la publicidad política. Solo queda una cuestión pendiente, que recomiendo a mis lectores resolver lo antes posible: discriminar con efectividad entre lo uno y lo otro.

Vienen estas elucubraciones, que por ser personales no deben ser valoradas en exceso, a cuento de haber aparecido estos días un libro que es reedición de otro más antiguo que se convirtió muy pronto en rareza, de esas que son buscadas por bibliófilos y aficionados al saber (hoy ya tan pocos…) sobre arte, historia y emociones. La obra del crítico malagueño, compañero de Lorca en la Institución Libre de Enseñanza en los años 30, Ricardo de Orueta, titulada «La Escultura Funeraria en España» trata solamente de los monumentos escultóricos de las provincias de Ciudad Real, Cuenca y Guadalajara. De la primera muy pocas cosas aparecen. De la segunda algo más, especialmente obispos y caballeros de la catedral conquense. La tercera (Guadalajara) es protagonista indiscutible de este libro. Porque en nuestra tierra hay (había muchos más antes de 1936) numerosos monumentos funerarios en forma escultórica: si de Guadalajara destacan las piezas de los Condes de Tendilla y Adelantados de Cazorla, en San Ginés; los túmulos de Morales y Yáñez en Santa María, la severa elegancia del caballero Campuzano en San Nicolás, y la magnífica y limpia belleza de doña Aldonza de Mendoza en el Museo Provincial de Bellas Artes, es en Sigüenza donde de forma espléndida y como una fiesta de la forma y la armonía se expresa este capítulo del arte. En sus naves y capillas son decenas las esculturas que representan a muertos, hombres y mujeres que pasaron de la vida hace siglos, y que hoy tienen su expresión marmórea, fría pero locuaz, en forma de mausoleos.

Desde la universal estatua del Doncel don Martín Vázquez de Arce, a la afiligranada ambientación de don Alonso Carrillo de Albornoz, el Cardenal de San Eustaquio, en el presbiterio catedralicio, pasando por don Francisco de Villanuño en la iglesia de Santa María de los Huertos, y la de Doña Sancha Vázquez, abuela del Doncel, en su misma capilla.

En este libro es donde se evidencia con mayor crudeza, de un lado, la pérdida irreparable de obras de arte que supuso el expolio de la guerra Civil en la España de 1936-39. Y de otro, la actual dejadez por el cuidado y la protección de piezas de este tipo.

Así, ya no podrá ver el viajero de hoy, -aunque lea en el libro de Orueta su minuciosa descripción y sus viejas, ajadas fotografías-, los grupos escultóricos de los Barrionuevo en Fuentes de la Alcarria (aquella solemne y engolillada serie de caballeros orantes que fue machacada y quemada en la guerra), el matrimonio Montúfar en el templo de Tamajón, o la impresionante, la sobrecogedora imagen de aquella mujer que fue doña Mayor Guillén, amante del rey Alfonso décimo, que tallada en madera conservaron hasta 1936 las clarisas de Alcocer.

Para quien hoy quiera seguir los pasos que esta obra de Orueta proporciona, ver la estatua yacente de don Alonso de la Fuente en la parroquia de la Fuensaviñán se va a hacer demasiado difícil, lo mismo que en Riosalido contemplar el enterramiento del matrimonio de don Pedro Gálvez y doña Ana Velázquez, único en su género, o la gótica severidad del de don Martín Fernández en Pozancos. Sus iglesias, cerradas siempre y con dificultad a ser abiertas ante el temor del expolio, encierran en la oscuridad estas joyas del arte y la historia, sin beneficio para nadie.

De alguna de las piezas principales de esta «Escultura Funeraria en España» solo queda encarecer a responsables locales y provinciales una mayor disposición hacia la protección y apoyo del arte, del que todos estamos tan ufanos, pero por el que tan poco se hace: me estoy refiriendo al caso del grupo escultórico de don Francisco de Eraso, su esposa doña Mariana de Peralta y el protector de ambos, San Francisco de Asís. Lo comentaba hace dos semanas, a propósito del estudio detenido de sus vidas, y lo comento hoy, como colofón de esta que es lamentación y desahogo estatuario. Después de años abandonado en la derruida iglesia de Mohernando, fue recogido en el Museo Diocesano de Sigüenza, y con bastante dignidad en él expuesto. Desmontada a petición de los vecinos de Mohernando, esta colección de estatuas ha vuelto al pueblo campiñero donde quisieron estos magnates ser enterrados y sus cuerpos interpretados sobre el mármol por el escultor renacentista Monegro. Pero allí se han quedado, almacenados en otra estancia, que hoy es fría, silenciosa y está cerrada. ¿Cuándo alguien propondrá que en un presupuesto público aparezca una partida para ofrecer salvación a esta (otra más) pieza de arte que se ha quedado relegada (a un mes del siglo XXI) al vacío de la memoria?