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diciembre, 2000:

El Fuero de Molina

La decidida atención que los molineses ha desplegado por su patrimonio en estos últimos años, ha culminado con la restauración y recuperación completa de un documento que siempre viejo y maltrecho se guardaba en un maltrecho arcón del edificio concejil: la copia más antigua que se conserva del Fuero de Molina, la carta magna que estableció, en el siglo XII, los modos peculiares de relaciones sociales, económicas, fiscales y penales, de las gentes que entonces comenzaron a poblar el territorio. El original se perdió, nadie sabe cuándo ni cómo, hace mucho, quizás siglos. Pero quedaron copias. Y una de ellas, la más antigua, guardada en el Archivo Municipal, hoy restaurada luce como una gema de historia cuajada y tradiciones emocionantes. La fecha clásica que se da como de inicio de este Fuero es la de 1154. Pero fue redactado antes, concretamente en 1142, tan sólo 3 años después de que don Manrique se hiciera con el poder político y el señorío de Molina. Y años después, en 1148 ó 1154 (cuando el 21 de abril, que es la fecha que aparece escrita, cayera en miércoles) fue sancionado por el Rey, confirmado y puesto en vigor. Es por lo tanto un Fuero dado «en época» de Alfonso VII, pero con concedido por el Rey, sino por un señor, el señor del territorio, el Conde Manrique de Lara, señor de Molina. Esto es bastante singular. Y aunque el otorgante es un señor, con el paso de los años, y aun de los siglos, el Fuero deviene en un sistema de usos y costumbres que adquiere el rango de esencia consuetudinaria de la tierra, es parte y corazón de su historia.

Documento curioso, evocador de viejos tiempos, explicativo al detalle de unas formas de vida, de unas relaciones sociales, de una economía simple, en el que se estipulan con pelos y señales todo cuanto toda a Derecho en una comunidad naciente. Es este de Molina un caso curioso como Fuero que no es dado por el Rey, sino por un señor, aunque luego recibe la confirmación real. La base de la relación entre señor y vasallos es el establecimiento de un señorío de behetría o de benefactoría, que en esencia es una relación de patrocinio voluntariamente contratada, y en la que el vínculo de unión se establece de mutuo acuerdo. En realidad, y simplificando el tema a través de una mirada actual, se trataba de una protección convenida, a cargo de un hombre fuerte, guerrero, que amenaza a otros con causar daños, y exige un canon, un impuesto, tanto por defender al débil pagano, como por no molestarle. En definitiva, una típica relación mafiosa que se impondría sobre la más ideal y romántica de que el vasallo elige a su señor. Lo que elige realmente es al protector que más confianza le da. En el Libro Becerro de las Behetrías de Castilla se registran hasta 628 señoríos de behetría a finales del siglo XII.

La base de la behetría son dos aspectos importantes: que los vasallos pueden escoger señor (entre los miembros de una familia, en este caso los Lara, que al final ve cómo los individuos que heredan el señorío son impuestos por el propio Rey) y la no posibilidad de partir o dividir el señorío y sus elementos constitutivos esenciales, entre otras cosas, la relación de la villa con las aldeas (el Concejo o Comunidad de Villa y Tierra luego desarrollado) y los castillos señoriales y comunales.

Otra característica importante del Fuero de Molina es que concede el dominio directo de la propiedad a los cristianos que repoblasen sus tierras, mientras que el señor se reservaba el dominio útil jurisdiccional y la facultad de exigir tributos y contraprestaciones personales para el ejército señorial, en tiempo de guerra.

El Fuero expresa fundamentalmente las normas jurídicas por las que se rige la vida política, económica, fiscal, y penal del territorio de Molina. También la religiosa y la militar. Pone las bases para la creación del Cabildo de Clérigos, del Cabildo de Caballeros y de la Comunidad de Villa y Tierra, instituciones que aparecieron poco después, todavía en el siglo XII. A través del fuero se potencia el uso de las materias primas mediante un sistema justo y racional de aduanas; se reglamentan los mercados y ferias; el sistema democrático para la elección de alcaldes, jueces, caballeros de la sierra, aportellados y otros representantes del pueblo; se protegen los castillos del territorio, como elementos comunales e imprescindibles para mantener su independencia; se establecen los límites del Señorío, y se divide este en sexmas, veintenas, quiñones y parcelas aún más pequeñas que son repartidas entre los miles de repobladores que se procedentes del norte llegan a estas tierras.

Tiene el Fuero de Molina un prólogo, 30 capítulos y 207 cédulas, además de las ampliaciones efectuadas por D. Gonzalo Pérez, el Infante D. Alfonso de Molina y los quintos señores D. Alfonso Fernández El Niño y su esposa D.ª Blanca. Al comienzo del documento, se expresan con toda claridad los límites del territorio, que aquí repito para sobre sus etiquetas concretas establecer algunas nuevas reflexiones. Dice así el Fuero: «A Tagoenz, a Santa María de Almalaf, a Bestradiel, a Ga­liel, a Sisemón, a Xarava, a Cemballa, a Cubel, a la laguna de Allucant, al Poyo de Mío Cid, a Penna Palomera, al Puerto de Escoriola, a Casadón, a Ademuz, a Cabriel, a la laguna de Bernaldet, a Huelamo, a los Casares de García Ramírez, a los Almallones». Estos son los límites del Señorío. Evidentemente, muy grande. Posiblemente fantasioso en esa descripción que hace el fuero, porque se incluyen en él algunos pueblos que siempre fueron de Aragón (Cubel, Jaraba y Cimballa) y por el sur se extiende hasta Ademuz, que no fué conquistado a los árabes hasta 1210, por lo que difícilmente su jurisdicción podía extender hasta allí. En todo caso, y dejándolo en los términos más reales y lógicos, la extensión desde Villel en el norte hasta Huélamo en el sur, y desde la sierra Ministra en occidente hasta la sierra Menera en el oriente suponen una extensión inmensa, un territorio muy grande, de casi 3.000 Km2. Además, pronto el Señorío perdió tierras por el Oeste (el señorío de Cobeta), por el Norte (el señorío de Medinaceli) y por el Sur (transacciones de Beteta, Tragacete y Huélamo poco después de sancionarse el fuero) más todas las tierra de la margen izquierda del Tajo, que pasaron a Cuenca al reconquistar Alfonso VIII esta ciudad en 1177 y entregarle un Fuero clásico y rotundo.

El territorio quedó dividido, administrativamente, en colaciones, tantas como parroquias había abiertas en la villa, y a cada una de las cuales adscribían su parroquia, y una serie de aldeas del amplio territorio. Los representantes populares de cada colación eran los aportellados, que en teoría guardaban el portillo o puerta de la muralla que recibía el camino de esa serie de aldeas a las que representaban. Alcanzó la colación una cierta categoría jurídica, y su número fue de once desde el principio.

Sin embargo, la forma clásica, inicial también, muy popular en la Edad Media, y mantenida hasta hoy, de dividir el territorio, era la sesma. Que no quiere decir que fuera la sexta parte del territorio, ni que este fuera dividido inicialmente en seis partes. Era, simplemente, una forma de designar un espacio natural que incluía pueblos asociados de tal modo que, al menos nominalmente, pertenecían al mismo espacio. Y Molina tuvo desde su formación como Señorío solamente cuatro sesmas: la del Sabinar, la del Campo, la del Pedregal y la de la Sierra. De ahí que Molina no perdiera nunca sesmas, sino pueblos aislados, y territorios.

Uno de los aspectos a los que más espacio dedica el fuero es a la estructura de la sociedad, dando un relieve especial a los caballeros. Conforme a la costumbre castellana tradicional, y occidental en general, los caballeros estaban exentos de pagar impuestos. Ello se demostraba de forma bien sencilla: enseñando el caballo, las armas, y yendo a la guerra junto al señor y sus capitanes. El fuero molinés dice a este respecto que el vecino de Molina que caballo y armas de fuste o de hierro, o casa poblada, o mujer e hijos en Molina tuviere non peche ninguna cosa. Aunque existen matizaciones en las formas de adquirir el caballo, en definitiva esa era la esencia del honor y la ventaja: tener caballo, armas, y servir al señor en la guerra, suponía quedar libre de impuestos. Un caballo, no se olvide, en la Edad Media era un verdadero lujo, de un coste extraordinario. En Molina aún se añade que si al caballero se le muriese el caballo, o lo vendiese, se la da un tiempo de tres meses para comprar otro y no perder sus derechos; pero si pasado ese tiempo no tiene todavía caballo, deja de ser considerado «caballero exento». No sólo con noble e hidalgos se formó la caballería, sino con muchos hombres de la villa que pudieron costearse caballo y armas. De ahí surgió la denominada caballería villana. En el fuero molinés se crea además una figura que sólo en el de Cuenca se encuentra: la del caballero de la sierra, encargado de defender los bosques, encinares, pinares y sabinares, y de cobrar los impuestos anejos a los bosques: ellos estaban exentos a su vez de impuestos, siempre que además de su oficio cumplieran con la propiedad de un caballo.

La expresión del derecho penal en el fuero molinés, aun siendo más benigno que otros de la época, muestra rasgos propios del Medievo: en el sentido de severidad en el castigo corporal, físico, que en general se puede redimir por el pago de dinero. Es cruel, sin duda, y contempla la pena de muerte, aunque la benignidad se refiere a que en Molina solo se aplicaba esta pena mediante el ahorcamiento, y no contemplaba ningún otro método como la hoguera, la muerte a palos, la lapidación, etc. La imposición de multas, muy frecuente, y con detalle expresada en el código, se aplicaba para la mayoría de las contravenciones sociales. Eran las caloñas y su importe se repartía por mitad entre el señor y el Concejo.

Dos palabras ahora acerca del Concejo de Molina, como parte sustantiva del ordenamiento político del territorio en la Edad Media. Solo existía un Concejo, que era el de la capital, el de Molina. Los hombres que lo formaban debían de ser responsables, honestos, objetivos, justos y verdaderos. Lo componían los alcaldes de colaciones, o aportellados. Eran once. El juez era aquí el encargado de administrar la justicia, en nombre del señor, y no el mayor cargo del Concejo, como en otros de territorios transerranos, como Guadalajara, Segovia o Cuenca. Hay otros once jurados, que ayudan a la administración de la justicia; varios pesquisidores que investigan los delitos; seis andadores, como emisarios o correos; un número indeterminado de rabdas que vigilaban los caminos, una especie de Guardia Civil de la época; unos veladores de las torres del castillo molinés; un alcayate o administrador de los castillos y las fortalezas del Señorío; y un merino, un sayón, un mayordomo y un escribano del Concejo.

También en esta estructura, y más aún en la forma de relacionarse la villa cabecera con las aldeas del territorio, Molina es un caso aparte de Castilla y Aragón. Las comunidades castellanas tienen un origen político, estructural, de estrategia militar, y terminan transformándose en instituciones de contenido económico. Las crean los reyes para que todas tengan su extremadura, su límite sur vacío, defendible, y ampliable por conquista. Y terminan (ya avanzada la Reconquista hacia Andalucía) como asociaciones de vecinos que aprovechan en común los recursos naturales del territorio. En Molina se permite la asociación de los vecinos de las aldeas con los de la villa, formando todos un único Concejo. Desde el principio el gobierno de este Concejo se extiende sobre todos los castillos, poblados y yermos que hubiera en el término de Molina. Las denominaciones para esta forma de gobierno único son variadas a lo largo de los siglos. En el XIV aparece denominada como Concejo y Universidad de la villa, y es en un pleito de 1406 que aparece por primera vez la denominación, actual, de Comunidad de Molina y su Tierra. En el siglo XV, la centralización administrativa impuesta en el nuevo Estado por los Reyes Católicos supuso la aparición del cargo de Corregidor, que tenía derecho a sentarse en las sesiones del Concejo, vetar decisiones que supusieran alteración de las leyes generales del reino y representar a los Reyes en todo y por todo. No obstante, Isabel I de Castilla confirmó los fueros de Molina el 24 de diciembre de 1475.

Ese Fuero de Molina, que hoy se muestra restaurado, precioso, hecho todo un talismán, en el Ayuntamiento de la ciudad, sigue teniendo vigencia en las ordenanzas y estatutos de la Comunidad del Real Señorío de Molina y su Tierra y sus capítulos y cédulas han sido jurados por el actual monarca, Juan Carlos I, último hasta hoy y trigésimo primero en la serie de «señores de Molina», que es uno de los títulos anejos a quien fuera de esta tierra, de la que es señor, ejerce como Rey de España.

El Corpus, la fiesta más grande

Quizás la fiesta más señalada de la ciudad de Guadalajara fue siempre, durante largos siglos, el Corpus Christi, y hoy empieza eso a olvidarse porque otras celebraciones la han ocultado. Lástima, porque en ese día de corpus, en esa procesión, en esas ceremonias, participaba la ciudad entera, disfrutaba con ellas, y se hacía más a sí misma, se entrañaba más y mejor.

Con una presentación del alcalde José Mª Bris, un prólogo de Francisco Javier Borobia, y el texto amplio, meticuloso y completo de Pedro José Pradillo y Esteban, hace poco tiempo apareció publicado un libro que sin duda puede ser calificado de excelente, por su calidad y su interés. Es un análisis pormenorizado de la fiesta de Corpus en la ciudad de Guadalajara: así se subtitula la obra Análisis de una liturgia festiva a través de los siglos (1454-1931). Esto nos pone en antecedentes de la longevidad del tema: desde mediados del siglo XV hay noticias de su celebración. Probablemente fuera aún más antigua. Y en todo caso ha sido constante, alcanzando su mayor esplendor en los siglos del Renacimiento y sobre todo del Barroco. Una explosión de color, de músicas, de boato y religiosidad postridentina salían a la calle y llenaban el ámbito de la ciudad toda.

Este libro escrito por Pradillo tiene una estructura clara y un contenido riguroso. Expuesta en una secuencia cronológica, mira primero la forma en que se celebraba la fiesta en el Medievo, luego en los siglos XVI al XVIII (su período clásico, podríamos decir) y finalmente en la época contemporánea, desde los inicios del siglo XIX hasta la guerra civil. En cada uno de esos períodos, se exponen temas tales como organización y financiación de la fiesta, la procesión, los festejos añadidos (toros, danzas, representaciones teatrales y autos sacramentales), las prolongaciones de algo tan querido (octavas y minervas) y la influencia de ese todo a lo largo y ancho de la ciudad y del año.

Analiza Pradillo también a los personajes que protagonizan las fiestas: antiguamente las tarascas inmensas y complicadas; luego -y hoy todavía- los gigantes y cabezudos; y siempre, desde la Edad Media a nuestros días, los «apóstoles» o miembros de la cofradía del Santísimo Sacramento, que revestidos como apóstoles de Cristo acompañan el cuerpo de Dios rodeados de niños y niñas.

El detalle del análisis histórico lo consigue Pradillo por el examen de cientos de documentos hallados en el Archivo Histórico Municipal, en el de la cofradía referida, y en noticias varias de cronistas e historiadores, porque esta fiesta llenó siempre la cuota celebrativa y emotiva de Guadalajara. Fotografías antiguas, detalles de los apóstoles, de sus antiguas caretas, de sus ritos y procesiones, así como imágenes de otras fiestas alcarreñas y españolas similares, completan este valioso libro al que recibimos con alegría y ponemos entre lo más selecto de la bibliografía alcarreñista, recomendando su lectura a todos los que de verdad piensan que en la raíz de la sociedad están los elementos de su posible salvación, de la imposibilidad de su muerte.

Curiosidades, fiesta y emociones

En el libro de Pedro José Pradillo sobre El Corpus Christi en Guadalajara que acaba de publicar el Ayuntamiento, aparecen referencias muy curiosas a lo que eran los elementos más llamativos de aquella jornada, de aquella fiesta mayúscula, la más grande y esperada sin duda de la ciudad, a lo largo de todo el año. Era, eso es lo primero que debe señalarse, la fiesta dedicada a Dios, a la figura suprema del orden religioso. De ahí que el suelo del recorrido que haría la procesión se cubriera desde muy temprano de espliego y taray. Toldos amplios (porque siempre hacía calor) y colgaduras brillantes amenizaban desde las fachadas de las casas y palacios la estructura urbana. El recorrido era como hoy: desde Santa María partía el cortejo que por el Barrionuevo Alto (Ramón y Cajal) y Bejanque subía la Carrera de San Francisco hasta Santo Domingo (San Ginés) y el plazal del Mercado. Bajando por la Calle Mayor se pasaba ante San Nicolás y los jesuitas, luego paraba largo rato en el Concejo (Ayuntamiento) y tras cruzar ante Santa Clara (Santiago) por el Barrionuevo Bajo (Ingeniero Mariño) volvía a Santa María. Las campanas repicaban sin cesar el día entero.

El protocolo de la procesión era riguroso: abrían alguaciles, y seguían los cabildos de curas de las diez parroquias de la ciudad. Después en largas hileras todos los miembros de las órdenes regulares (franciscanos, dominicos, jerónimos, mercedarios…), después la Cofradías, y atrás el Concejo con todos sus ministros, vestidos de gala, con velas y hachas encendidas en las manos. Además los Apóstoles de la Cofradía del Santísimo Sacramento, durante siglos cubiertas sus caras con los rostros de cartón y revestidos de blancas túnicas con altas ramas y palmas en sus manos. Además salían carrozas, rocas e historias: las estorias de Sant Estevan o la roca de Sant Antolín, con imágenes de mártires y santos patrones de los gremios. En el arrebato barroco de la fiesta, apareció la tarasca, más los gigantes, las gigantillas, los danzantes de espadas y el arrebato de la imaginación: toda la ciudad, durante un año, esperaba este día, y en él toda la ciudad participaba con entusiasmo y alegría. ¿Qué quedó de ello? Menos mal que el libro de Pradillo nos lo refresca en la memoria…

La Tarasca representaba un gran dragón (opuesto en la simbología postridentina al Bien, a Dios, siempre triunfante). Construida con un gran armazón de madera forrado de anjeo (un lienzo muy basto) sobre el que se pintaban las escamas y similitudes de piel. Tenía unos 3 metros y medio de largo, y casi llegaba a los 3 de alto. Además llevaba alas, que al igual que su larga cabeza de más de dos metros de larga, era articulada. No se sabe si en Guadalajara la tarasca llevaba encima la tarasquilla o la Ana Bolena de las de Toledo, representando a la gran meretriz de Babilonia, pero lo cierto es que la niña o jovencita que hacía la procesión subida en la cabeza de la tarasca, marcaba la moda de lo que «se llevaría» al año siguiente.

Además, según nos refiere Pradillo en su interesante libro sobre El Corpus de Guadalajara, en la procesión salían los gigantes y enanos. Los primeros eran armazones de madera recubiertas de paños con cabezas que identificaban a personajes: por parejas los había de reyes y reinas [de Castilla], turcos y turcas, negros y negras, gitanos y gitanas… más las gigantillas que venían a representar personajes conocidos de la propia ciudad. Estos gigantes alzaban más de cuatro metros sobre el suelo, y se acompañaban de enanos de cabezas grandes, los actuales cabezudos. Y un San Cristobalón enorme, en algunas circunstancias.

Otro de los aspectos curiosos que desvela Pradillo en su importante obra, es el de la aparición en Guadalajara de «dances» con motivo del Corpus. La fiesta era tan grande que daba para todo: había toros por la tarde, refrescos (o sea, comilonas pantagruélicas) en la plaza del Ayuntamiento, y representaciones teatrales de «autos sacramentales». Y danzas, muchas danzas. Grupos de muchachos ataviados de faldas blancas luchaban con grandes espadas, y se sabe que en ocasiones salían comparsas de «danzantes de zancos», así como «danzas de campesinos», «danzas de personajes», danzas y luchas de «moros y cristianos»… excepcional fiesta, la más señalada de la ciudad, que hoy podemos rememorar en las páginas generosas, sabias y apasionantes de este libro. ¿Algún día alguien se decidirá a rescatar tal tesoro costumbrista, y ponerlo a andar por las calles?

Los Lara, condes de Molina

Dice el historiador Julio González de los Lara: No hay en Castilla, durante todo el siglo XII y principios del XIII, una familia tan influyente como la que ostenta en sus escudos de armas los dos calderos, símbolo que, unido al pendón, representa las numerosas compañías que la casa levantaba entre sus vasallos. Repartido por pendones, reposteros, sepulcros, muros de iglesias y palacios, gualdrapas de caballos y cortinajes, este escudo fue temido y admirado por Castilla y León durante la plena edad Media. Un símbolo que con exactitud definen los heraldistas posteriores, como un campo rojo sobre el que asientan, en vertical, dos calderas jaqueladas de oro y negro, de cuyas asas surgen siete sierpes verdes en cada una.

Ya en el siglo XI surgen sus primeros personajes. Nobles de la Corte castellana, que han reunido multitud de tierras en la cuenca del alto Arlanza. El año 1089, encontramos por vez primera mencionado el señor de Lara: se trata de don Gonzalo Núñez, magnate en la corte de Alfonso VI. Serán sus hijos los que, con rapidez y garra, añadan a la casa nuevas y abundantes tierras desde las Asturias de Santillana a la Extremadura del Duero. Los hijos del creador de la casta son Rodrigo González y Pedro González. El primero, y mayor, fue señor de amplios dominios en las Asturias, Cantabria y Castilla primitiva. Casó con la infanta doña Sancha, hija del rey Alfonso VI, y éste, tras la conquista de Toledo, nombró a su yerno teniente y alcaide primero de la gran ciudad del Tajo. Su hijo Pedro Rodríguez alcanzó al cargo de notario real en la corte de Alfonso VIII, viviendo a lo largo del siglo XII. Y más tarde su hija doña Mencía escribirá también otra gloriosa página en la historia de Castilla, al fundar en 1189 el monasterio de San Andrés de Arroyo, en la comarca de Ojeda, donde fue abadesa hasta su muerte, y donde reposa en magnífico arcón de tallada piedra cubierta de su escudo.

El otro hijo del fundador de la estirpe, don Pedro González, medró con demasía en la corte leonesa. Este noble trajo a esta tierra gentes como el duque de Narbona y a Armengol VI, conde Urgel, introductores de una fructífera corriente cultural que sería en la época de su hijo don Manrique cuando tendría su más alto apoyo. Casó Pedro González con Eva Pérez de Traba, de antigua e influyente familia gallega. Con ella tuvo una descendencia que daría, definitivamente, renombre universal a la familia Lara.

Así, a don Nuño Pérez de Lara que si no fue el mayor de los hijos, sí gozó del más alto prestigio y alcanzó sin peros la capitanía del clan. Primeramente alcanzó el grado de alférez de la corte de Alfonso VII, y de regente en la minoridad de Alfonso VIII, en la que fue designado como amo de rege don Alfonsi y tenente curia regis Aldefonsi. En esta protección de los Laras ocurre el episodio de la Caballada de Atienza, expresión del irrenunciable afán castellano de distinguirse del reino godo leonés. Don Nuño Pérez se ocupó de fundar monasterios (así el de Perales, en 1160) y de hacer donaciones benéficas de todo tipo. Su arrogancia y hábil politiquear fueron siempre reconocidos y envidiados. Murió en 1177, luchando junto a su rey en el cerco de Cuenca. Sus hijos tuvieron varia suerte. Pues si el mayor, don Fernando, durante mucho tiempo capitaneó la casta de Lara, finalmente tuvo que exiliarse a Marruecos, muriendo allí. Otros fueron don Alonso Núñez de Lara, residente y acaudalado magnate en Galicia.

El segundo de los hijos de Pedro González fue Álvaro Pérez de Lara, más gris que sus hermanos, pero con ellos metido en la piña de la poderosa familia que durante un siglo llevó las riendas castellanas. Tuvo ciertos cargos en las cortes de Alfonso VII y de Sancho III, y murió en 1172. Sus hermanos se distribuirían el reino en zonas de clara influencia, y así mientras el cabeza de grupo, don Nuño Pérez, abarcaba la Castilla Vieja con las tierras de Bureba, Oca, Lara y muchos otros alfoces en Castilla y en Tierra de Campos, el otro de los hermanos, don Manrique, extendió su área de dominio por la Extremadura y la Transierra, en contacto permanente con la frontera de los moros.

Es este don Manrique Pérez de Lara, el hijo mayor de Pedro González, el que más nos interesa ahora por haber puesto el apellido y los calderones de Lara en las páginas de la historia de Molina. Ya en la corte de Alfonso VII ocupó el relevante cargo de alférez real. Con Sancho III será principal valido, y luego durante una temporada se constituyó también, lo mismo que su hermano Nuño, en ayo y custodia del rey niño Alfonso VIII. El año en que éste hereda la monarquía don Manrique aparece en los documentos señalado como manente super negocia regni, ministro y amo del gobierno de Castilla. Ya de antes había adquirido amplios territorios: unos en tenencia, especialmente en la Extremadura, Transierra y nuevas tierras conquistadas. Fue así el delegado regio en los alfoces de Atienza, de San Esteban de Gormaz, de Ávila, de Toledo, de Baeza y aun de Almería a raíz de su reconquista. Desde 1129 era señor y conde de Molina, inmenso territorio, en la cabeza de la Celtiberia, que al parecer había sido reconquistado previamente por Alfonso I el Batallador, rey de Aragón, y, a ratos, de Castilla. En Molina asentó la familia Lara su nombre y su gloria última. Dio un famoso fuero a su ancho territorio, constituido en Común de Villa y Tierra, prestigiando con sus fórmulas, y poniendo en su modo más claro y bello, el sistema comunero, justo y democrático, del gobierno de las gentes castellanas. Don Manrique casó con Ermesenda, condesa de Narbona, hija del duque Aimerico. Por parte de estas gentes, que llegaron a Castilla acompañados de su corte, sus sabios y sus clérigos, entró en nuestra tierra un soplo cultural de nuevo corte que cuajaría aquí en formas varias: El arte románico seguntino y molinés, de clara ascendencia gala; fundaciones de monasterios, de cabildos, etc. Así los cuatro primeros obispos de Sigüenza fueron franceses, aquitanos y narboneses por más señas. También francés Juan Sardón, el creador del Cabildo molinés. Y franceses los canónigos regulares de San Agustín que se establecieron en Buenafuente, en el Campillo de Zaorejas, en la Hoz de Corduente, en Sigüenza, en Atienza y en Albendiego. Murió don Manrique en 1164, haciendo la campaña de Huete: junto a Garci‑Naharro, en un cruel enfrentamiento con su secular enemigo, el jefe de la familia de los Castro.

En la ocasión, heredó la mitad del señorío de Molina su viuda doña Ermesenda, y la otra mitad va a manos de su hijo mayor, don Pedro Manrique de Lara. Consiguió éste quedarse con la tenencia de Atienza, que la ostenta, por tanto, desde 1164, y pronto añadió otras, lo que le confirma en el valimiento real: en 1174 obtuvo la tenencia de San Esteban de Gormaz; desde 1173 tuvo la de Toledo; y las de Cuenca y Huete las consiguió en 1188, manteniéndolas hasta su muerte, en el comienzo del nuevo siglo. Por supuesto, continuó con el gobierno de alfoz de Lara y otros territorios de la Extremadura. En 1177 participó de manera notable, junto a su ejército molinés, en el cerco y toma de Cuenca, y posteriormente muchas pertenencias, entregando algunas de ellas a la orden de Calatrava. Fundó varios monasterios en tierra de Molina (Alcallech, Grudes y Arandilla, éste para su enterramiento) y protegió al de Huerta. Su muerte fue en 1202. Casó tres veces: la primera con la infanta doña Sancha (con la que tuvo a García Pérez y a Aimerico, éste vizconde de Narbona), y las sucesivas con la condesa Margarita y la condesa doña Mafalda, de quien tuvo a Gonzalo Pérez, que heredó de su padre la mitad del señorío de Molina, y de su hermanastro García Pérez la otra mitad, pues él la había recibido, a su vez, de su abuela doña Ermesenda. De este tercer matrimonio nació también Rodrigo Pérez, merino mayor del Rey.

La historia y vicisitudes de la familia Lara como señores y condes de Molina, se ve condicionada en el siglo XIII por los vaivenes de la política castellana y leonesa de esa centuria. Cuando llega al trono Fernando III, da rienda suelta a sus afanes unificadores, e intenta, por muchos medios, mermar las facultades y libertades que señoríos y comunidades poseían en Castilla. En Molina es conminado a dejar su jerarquía el tercer conde don Gonzalo Pérez de Lara, poco después sitiado y vencido en el castillo de Zafra, surgiendo de allí una concordia por la que el heredero del Señorío será la hija del tercer conde, doña Mafalda, a quien nunca hubiera correspondido por línea normal. A ésta casaron con el infante don Alfonso, hermano del rey Fernando, y de ellos nació doña Blanca, quinta y magnífica señora, que a través de su hermana María de Molina, dejó caer el Señorío en manos de la Corona castellana.

A partir de ese período la estrella de los Lara palidece y poco a poco se eclipsa. Su cometido, su misión universal estaba realizada. Su paso por la historia de Castilla, de sobra reconocido como relevante. Y sus figuras, sus hombres principales, fijos ya en el cuadro de notables del país, y de esta tierra nuestra de Guadalajara.

Esculturas funerarias con historia y con vida

Los tiempos avanzan que da gusto, la tecnología tiene la punta tan fina que no hay forma de seguirla, de la velocidad a la que corre, y todos nos sentimos a gusto en este sistema de crecimiento sin fin, en el que de vez en cuando alguien da la voz de alarma de que todo este castillo de naipes puede venirse al suelo al menor soplo de aire.

En Guadalajara pasa algo de esto, aunque referido a un planeta menor, a este universo microscópico que es la provincia donde se engloba parte de la Alcarria, un pedazo grande de Sierra, la mitad norte de la Campiña del Henares, y el Señorío de Molina. Pasa que a diario los medios de comunicación, entre los que incluyo el mío, nos rocían con su spray anestésico de «notas de prensa», «ruedas de lo mismo» y «comentarios de actualidad» y nos dan una visión idílica de la realidad, que desde esta perspectiva tiene todas las trazas de serlo.

Pero, en la parcela que me gusta moverme, y en la que me dedico a analizar la realidad, hay de todo, sigue habiendo de todo. Temas idílicos (restauraciones bien hechas de edificios antiguos, inauguración de bibliotecas y centros para concitar la cultura) y menos idílicos (ruinas irredentas, olvidos permanentes). De los primeros, ya están todos los medios repletos a través de esas continuas «notas de prensa» que llegan por fax a todas las redacciones. De los otros, hay que hacer de vez en cuando una pregunta, que de tan liviana se la lleva el viento nada más expresarse. ¿Por qué no se abre, tras su tercera y reciente restauración, la Capilla de Luís de Lucena para que la vean los ciudadanos de Guadalajara y los visitantes que ante ella llegan? ¿Por qué sigue cerrada la verja de acceso al Monasterio de Ovila, cuando por ser Monumento Nacional debería permitirse por sus propietarios la visita al mismo? ¿Cuándo se pondrán, de forma real y definitiva, en marcha las obras para restaurar la iglesia de Santiago en Sigüenza, que continúa siendo en su Calle Mayor una ruina que da pena? ¿Por qué el Museo Provincial de Bellas Artes de Guadalajara ha sido desarticulado, para poner en su recinto, una tras otra, exposiciones que, como la actual, tienen más de publicitario que de cultural? Hay muchas más preguntas que hacer, pero por no molestar…

Memorias del pasado

El pasado se hace presente en Guadalajara, de forma intensa, cuando uno se dedica a viajar por la provincia. En forma de maravillosos conjuntos urbanos (pueblos como Palazuelos, Horche, Hita, Atienza…, ciudades como Molina, Sigüenza…) de iglesias románicas (Albendiego, Cereceda, Hontoba…) molinos silenciosos en las orillas del Badiel, del Dulce, del Gallo… y pinturas, esculturas, libros, cánticos, fiestas y fuentes. Uno se maravilla, y se olvida de cualquier problema tangible, cuando decide irse a dar vueltas por esta tierra única, y gozar de sus encantos numerosos, silenciosos, escuetos. Esto es lo que recomiendo a mis lectores. El entusiasmo ante lo mínimo, y el desprecio de la publicidad política. Solo queda una cuestión pendiente, que recomiendo a mis lectores resolver lo antes posible: discriminar con efectividad entre lo uno y lo otro.

Vienen estas elucubraciones, que por ser personales no deben ser valoradas en exceso, a cuento de haber aparecido estos días un libro que es reedición de otro más antiguo que se convirtió muy pronto en rareza, de esas que son buscadas por bibliófilos y aficionados al saber (hoy ya tan pocos…) sobre arte, historia y emociones. La obra del crítico malagueño, compañero de Lorca en la Institución Libre de Enseñanza en los años 30, Ricardo de Orueta, titulada «La Escultura Funeraria en España» trata solamente de los monumentos escultóricos de las provincias de Ciudad Real, Cuenca y Guadalajara. De la primera muy pocas cosas aparecen. De la segunda algo más, especialmente obispos y caballeros de la catedral conquense. La tercera (Guadalajara) es protagonista indiscutible de este libro. Porque en nuestra tierra hay (había muchos más antes de 1936) numerosos monumentos funerarios en forma escultórica: si de Guadalajara destacan las piezas de los Condes de Tendilla y Adelantados de Cazorla, en San Ginés; los túmulos de Morales y Yáñez en Santa María, la severa elegancia del caballero Campuzano en San Nicolás, y la magnífica y limpia belleza de doña Aldonza de Mendoza en el Museo Provincial de Bellas Artes, es en Sigüenza donde de forma espléndida y como una fiesta de la forma y la armonía se expresa este capítulo del arte. En sus naves y capillas son decenas las esculturas que representan a muertos, hombres y mujeres que pasaron de la vida hace siglos, y que hoy tienen su expresión marmórea, fría pero locuaz, en forma de mausoleos.

Desde la universal estatua del Doncel don Martín Vázquez de Arce, a la afiligranada ambientación de don Alonso Carrillo de Albornoz, el Cardenal de San Eustaquio, en el presbiterio catedralicio, pasando por don Francisco de Villanuño en la iglesia de Santa María de los Huertos, y la de Doña Sancha Vázquez, abuela del Doncel, en su misma capilla.

En este libro es donde se evidencia con mayor crudeza, de un lado, la pérdida irreparable de obras de arte que supuso el expolio de la guerra Civil en la España de 1936-39. Y de otro, la actual dejadez por el cuidado y la protección de piezas de este tipo.

Así, ya no podrá ver el viajero de hoy, -aunque lea en el libro de Orueta su minuciosa descripción y sus viejas, ajadas fotografías-, los grupos escultóricos de los Barrionuevo en Fuentes de la Alcarria (aquella solemne y engolillada serie de caballeros orantes que fue machacada y quemada en la guerra), el matrimonio Montúfar en el templo de Tamajón, o la impresionante, la sobrecogedora imagen de aquella mujer que fue doña Mayor Guillén, amante del rey Alfonso décimo, que tallada en madera conservaron hasta 1936 las clarisas de Alcocer.

Para quien hoy quiera seguir los pasos que esta obra de Orueta proporciona, ver la estatua yacente de don Alonso de la Fuente en la parroquia de la Fuensaviñán se va a hacer demasiado difícil, lo mismo que en Riosalido contemplar el enterramiento del matrimonio de don Pedro Gálvez y doña Ana Velázquez, único en su género, o la gótica severidad del de don Martín Fernández en Pozancos. Sus iglesias, cerradas siempre y con dificultad a ser abiertas ante el temor del expolio, encierran en la oscuridad estas joyas del arte y la historia, sin beneficio para nadie.

De alguna de las piezas principales de esta «Escultura Funeraria en España» solo queda encarecer a responsables locales y provinciales una mayor disposición hacia la protección y apoyo del arte, del que todos estamos tan ufanos, pero por el que tan poco se hace: me estoy refiriendo al caso del grupo escultórico de don Francisco de Eraso, su esposa doña Mariana de Peralta y el protector de ambos, San Francisco de Asís. Lo comentaba hace dos semanas, a propósito del estudio detenido de sus vidas, y lo comento hoy, como colofón de esta que es lamentación y desahogo estatuario. Después de años abandonado en la derruida iglesia de Mohernando, fue recogido en el Museo Diocesano de Sigüenza, y con bastante dignidad en él expuesto. Desmontada a petición de los vecinos de Mohernando, esta colección de estatuas ha vuelto al pueblo campiñero donde quisieron estos magnates ser enterrados y sus cuerpos interpretados sobre el mármol por el escultor renacentista Monegro. Pero allí se han quedado, almacenados en otra estancia, que hoy es fría, silenciosa y está cerrada. ¿Cuándo alguien propondrá que en un presupuesto público aparezca una partida para ofrecer salvación a esta (otra más) pieza de arte que se ha quedado relegada (a un mes del siglo XXI) al vacío de la memoria?

Las Cañadas de la mesta por Molina

Vamos a hacer en esta ocasión un repaso, que forzosamente ha de ser breve, de lo que fue el paso de los ganados de la Mesta, de los caminos y cañadas por donde discurrían, a través del territorio del Señorío de Molina, donde de una forma ya proverbial, siempre fue muy abundante y de gran calidad el ganado ovino.

Haciendo un recuerdo telegráfico de la historia de la Mesta, hemos de decir que se inicia en tiempos de Alfonso X el Sabio, en 1273, quedando sus normas contenidas entonces en el Cuaderno de las Leyes de la Mesta. Alfonso XI, en 1347, puso bajo su protección a todos los ganaderos del reino, disponiendo que se formara una sola cabaña, la Cabaña Real. Y en 1454, Enrique IV incorporó a esa Cabaña Real toda clase de ganado. Pocos años después, los Reyes Católicos dieron muchas prerrogativas a los ganaderos, declarando de su libre provecho todos los pastos, abrevaderos, majadas, veredas, descansaderos, baldíos y terrenos comunales, para que los ganados pudieran libremente circular.

La Mesta era así un auténtico «Estado dentro del Estado». También la monarquía de los Austrias dio muchos decretos favoreciendo la Mesta, y en el siglo XVI la cabaña nacional ascendía a casi tres millones de cabezas de ganado bovino, de las que casi la tercera parte estaban censadas en tierras de Molina. La política de los Borbones fue paulatinamente frenando al poderío de los Jueces y Alcaldes Entregadores de la Mesta, y restando fuerza a esta institución, quitando sus privilegios. Finalmente, las Cortes de Cádiz, y la activa política de Jovellanos, pusieron fin a esta oligarquía descarada de la que puede decirse que en gran modo frenó el desarrollo de la agricultura y la industria en España.

Los caminos por donde discurrían, España arriba, España abajo, los hatos y rebaños de ovejas en siglos pretéritos, recibían diversos nombres en función de su anchura e importancia. Estos caminos eran, de todos modos, respetados de forma general, habiendo duras penas para quienes los entorpeciera. Uno de esos caminos, el más principal, era la Cañada, paso entre zonas cultivadas, huertas, viñedos o labrantíos, con una anchura legal de 6 sogas y 5 palmos (unas 90 varas). Exactamente 75 metros. La vereda tenía 37 metros. La galiana era algo más estrecha, unos 20 metros de anchura, y finalmente quedaban los caminos más estrechos, los cordeles, las sendas, etc.

En Castilla había cuatro principales cañadas: al Oeste, las leonesas; la Central, ó segoviana; la del Este, manchega, y al Sur, la de Cuenca. De estas cañadas, como hemos dicho, salían ramificaciones: veredas o cordeles. Las cañadas de hoja eran estacionales, atravesando barbechos, y respetando en tiempo de siembra los territorios dedicados a la agricultura. Estos  caminos eran vigilados y cuidados por los entregadores (jueces entregadores) que eran funcionarios judiciales protectores de la Mesta. Se llamaba Cabaña Real al conjunto de ganados bajo la protección real. La cabaña de un particular era el conjunto de reses ovinas, caballar, vacuno, equino y porcino de un propietario, grupo de propietarios o municipios. Cada cabaña tenía a su mando un mayoral, y se dividía en rebaños, o grey (así era llamada en el Fuero molinés), de unas mil cabezas cada uno. Los rebaños más pequeños se llamaban mesnadas, hato o pastorías. Cada uno llevaba 50 murecos y 25 cencerrados, que estaban a cargo de un pastor y 4 zagales.

Por la provincia de Guadalajara, el recorrido de la Cañada Real se iniciaba en el término de Torrecilla del Ducado, y terminaba en el de Almoguera por el sur. Entre ambas cruzaba por Olmedillas, Torre de Valdealmendras, Alboreca, Alcuneza, Barbatona, La Cabrera, Algora, Mirabueno, Las Inviernas, Masegoso, Solanillos del Extremo, La Olmeda, Henche, Castilmimbre, Picazo, Budia, San Andrés del Rey, Berninches, Fuentelencina, Valdeconcha, Hueva, Pastrana, Escopete, Escariche, Yebra, El Pozo de Almoguera, Fuentenovilla, Albares, Mondéjar, Mazuecos, Driebes y Almoguera, discurriendo en todos estos términos a través de los prados, cañadas, fuentes, majadas, bosquedales y términos más característicos, por donde los ganados mestales pasaban en su anual peregrinación desde los fríos pastizales de la alta Castilla hacia los templados horizontes de las sierras de Cazorla y valle de Alcudia.

Existían en este trayecto lugares que tradicionalmente se detenían los ganados y pastores a descansar, o eran utilizados como puntos de referencia para enviarse cartas, etc. Generalmente eran ermitas, torres abandonadas, o amplios espacios en forma de prados en los que cabían cómodamente los grandes rebaños. En las cercanías de Sigüenza era la ermita de Santa Librada el punto de reunión. Allí estaba, en los altos de Pelegrina, en el llamado cerro de la Santa, el descansadero de la Cañada Real Soriana. La Cañada real pasaba cerca de la ciudad, y por el interior de ésta cruzaba una vereda de ganados, por delante de la ermita de San Roque.

La Mesta en Molina

Centrando nuestra visión en el paso de los ganados mesteños por el territorio del Señorío de Molina, es interesante recordar cómo ya en el primitivo Fuero de la tierra molinesa, entregado por el primer Conde don Manrique de Lara a mediados del siglo XII, aparecen diversas cláusulas relativas a las cuestiones que los rebaños y ganados podían suscitar entre los primitivos pobladores de aquel gran Común medieval.

Y así, en un intento de proteger dichos ganados, el Fuero molinés establece que los pastores de Molina deben poner la marca de hierro a los ganados con la señal de cada dueño. Así mismo, establece que si los ganados entraran en sembrados, hasta marzo debe pagar 10 ovejas el responsable. Y de marzo en adelante, pecharán solamente 5 ovejas. Y si es desde San Ciprián en adelante, por no producir destrozo en las cosechas, no paguen nada. En otro artículo, se establece que si pasado San Juan se encontrara ganado entre las mieses, el dueño del animal pagará cinco ovejas de multa al dueño de la mies, y una oveja por cada diez que haya entrado en el sembrado. Si una bestia sarnosa encontraran paciendo en la dehesa comunal, el dueño pagaría una multa de 40 mencales. En este sentido, el fuero molinés defiende tanto a los ganaderos, para que protejan su cabaña, como a los agricultores, para que no sean lesionados en sus legítimos intereses por los dueños de los ganados. Recordemos que en 1154 todavía no se había fundado la Mesta, y por tanto el proteccionismo bajo‑medieval aún no había alcanzado sus cotas más exageradas. 

Sobre el ganado en el Señorío de Molina, nos habla el historiador del siglo XVII don Diego Sánchez de Portocarrero, quien primeramente describe la geografía molinesa, sus montes y bosques, y dice: Aquellas montañas, y asperezas tampoco en su género son infructíferas, antes muy útiles para los ganados, y sus pastos. Para los de lana es ésto de lo más a propósito de España así para el agostadero de los que vienen de los extremos, como para la conservación de los que no salen de la Provincia que llaman Zurros. De unos y otros no ha muchos años que fue esta tierra de las más ricas destos Reynos, porque sus Lanas (primeras en fineza después de las de Segovia) proveían gran parte a la fábrica de paños destos Reynos, y de las estrangeras, navegándose con copioso número e interés a Italia, Francia, Flandes, Inglaterra y a otras Provincias Septentrionales más. Y añade don Diego: Ya los accidentes del terreno han minorado mucho la cría y esta utilíssima grangería, sin embargo que aún salen de aquí muchas lanas para otras partes, y gran copia de Carneros, Ovejas y Cabrío que abasteze de carnes a los cercanos y a muchos apartados distritos, dejando bien proevído este a moderados precios.

En cuanto al número de cabezas de ganado en Molina, sobre el que se han dado a veces cifras disparatadas, hemos de considerar que si el Censo de 1477 de ganado ovino, vacuno y cabrío daba para toda Castilla la cifra de 2.694.000 cabezas, de ellas más del medio millón estaban en Molina. En el siglo XVI superaba las 750.000 cabezas, y hacia 1750, todavía tenía 470.000 cabezas. El ganado lanar molinés era considerado de varias categorías, siendo las más importantes el fino, extrafino, zurro y vasto.

Durante la Edad Media, muchos particulares tenían su propia cabaña. También abadías y monasterios. Destacaba en este sentido el Monasterio de Buenafuente. También los duques del Infantado, y en Molina concretamente los condes de Priego, parientes suyos, fueron grandes propietarios de ganadería trashumante.

Recordando el paso de los ganados por el Señorío de Molina, hay que decir cómo el territorio era atravesado totalmente por la Vereda Real, que desde Aragón iba hacia la cabaña de Cuenca. Esta vereda pasaba por el valle del río Mesa, atravesando luego los montes y páramos de Molina hasta llegar a Peralejos, Puente del Martinete y Serranía de Cuenca.

De Molina surgía la Vereda de la Mata, y por la plaza de San Francisco salía hacia la Pedriza y llegaba hasta la Vega de Arias, siguiendo desde allí una ruta que seguía la cabaña propiedad de la familia del marqués de Santa Coloma, que tenían su asiento en Chera. Los ganados de la Sierra generalmente cruzaban por la vereda que atravesaba el puente de la Tagüenza, por el que pasaba el camino que desde Soria llevaba hacia Andalucía y el valle de Alcudia.         

Las asambleas de los ganaderos se solían celebrar en puntos amplios y destacados, con buenos accesos, como ermitas o iglesias. En el Señorío de Molina, estos lugares eran: 1) en el campo de la torre de la Ermita de San Pedro, entre Concha y Aragoncillo: el 14 de septiembre. 2) en el torrejón de Traid, el 1º de septiembre. 3) en la ermita de San Bartolomé, en Prados Redondos, el día de San Miguel. Y 4) en Ventosa, el 28 de septiembre.