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noviembre, 2000:

Don Francisco de Eraso, señor de Humanes

Tratamos hoy de una figura señera de la historia de la Campiña: la de don Francisco de Eraso, que alcanzó una gran importancia en la vida política nacional durante la segunda mitad del siglo XVI. Nació este individuo en 1507, en Madrid, del matrimonio de don Hernando de Eraso, cortesano de los Reyes Católicos, y doña María de Hermoso y Guevara. Eran originarios del lugar navarro de Eraso. Alcanzó el Señorío de Mohernando, Humanes y El Cañal, la encomienda de Moratalaz en la Orden de Calatrava y la secretaría del Consejo y Real Hacienda de Felipe II en 1556. Anteriormente había estado al servicio del emperador Carlos, de quien fue Notario Mayor, autorizando como tal las renuncias que éste hizo en favor de su hijo, de sus estados de Castilla, Flandes, Indias y los maestrazgos de las Ordenes Militares. Más de una década estuvo al servicio del Rey Felipe, muriendo en 1570.

Fue su esposa doña Mariana de Peralta, hija de D. Pedro del Canto y de doña Mariana de Peralta, quien mandó construir y ejecutar el enterramiento de su marido y suyo, cobijado de una talla escultórica en la que aparecieran sus figuras amparadas por San Francisco de Asís, colocándola sobre su sepulcro en la iglesia parroquial de Mohernando y colocando en él una lápida que decía «D.O.M.S. FRAN ERASO, VIRO CLA CVIVS OPERA FIDES ET INDVSTRIA MAXIMIS REIP TEMPORIBVS CAROLO V IMP AVG PIO FELICI INVICTO ET PHILIPPO CAR F HISPA REGI CATHOLICO MAX MAGNO VSVI FVERE COMMEDATORI MORATALACII OMNIBVS ORNAMENTIS HNORIS ET DIGNITATIS DECORATO MARIANA PERALTA VXOR MARITO B.M. POSVIT ANNOS LXIII OBIIT VI CAL OCTOB ANNO D.N.I.M.D.LXX.», lo que traducido al castellano actual expresa lo siguiente: «Al Dios Optimo y Maximo, Salve: Mariana de Peralta, esposa de Francisco de Eraso, erigió este monumento en memoria de su marido. Fue este varón esclarecido; sus obras, su fidelidad y su consejo y su diligencia prestaron señalados servicios a su patria, en momentos graves, bajo los reinados de Carlos V, Emperador augusto, piadoso, feliz e invicto, y de su hijo Felipe, el rey mas católico de España. Fue Comendador de Moratalaz y disfrutó de todas las preeminencias de honor y dignidad. Vivió sesenta y tres años y murió el 26 de septiembre del año del Señor de 1570».

Fundaron un mayorazgo en la persona de su hijo mayor don Carlos de Eraso, extendiendo la correspondiente escritura fundacional en Madrid, en marzo de 1567. Figura en ese mayorazgo la gran cantidad de bienes inmuebles que poseían, pues además del señorío de Mohernando, Humanes, Robledillo, Cerezo y Razbona, poseían las dehesas de Gargantilla y La Penilla en Santillana, así como buena copia de edificios principales en Toledo, en Madrid y en Segovia, con el Parral del Pirón en los aledaños de esta ciudad.

Un recuerdo brillante de este personaje, al que vemos retratado junto a estas líneas, según la estatua que de él tallara Monegro para su enterramiento, son los escudos de armas que sobre los altos muros de rojizo sillarejo y piedra rodada que forman el presbiterio o ábside de la iglesia parroquial de Mohernando, aparecen hoy, finamente tallados y muy bien conservados, con los emblemas del mayorazgo fundado por don Francisco de Eraso y su esposa doña Ana de Peralta.

La mejor descripción que cabe hacer, en el idioma del blasón mas estricto, de este escudo erasiano de Mohernando, es la que un ignoto «rey de armas» puso en la escritura de fundación del Mayorazgo de los Eraso, hecha en Madrid a 20 de Marzo de 1567, y conservada actualmente en el Archivo Histórico Nacional, sección de Consejos, legajo 4863, de donde la hemos sacado. Allí se describen los ricos paños que ornamentaban la cama de don Francisco de Eraso, y que eran precisamente estos: «un escudo partido en cuatro cuarteles. En el primer cuartel las armas de ERASO, que han de ir derechamente y por principales, a la mano derecha, que son dos lobos de sable en campo de plata con una estrella o lucero encima de los dos lobos. Y en el cuarto bajo de la mano derecha, las armas de los HERMOSAS, que es un escudo partido en cuatro partes, y en las dos partes dos veneras de plata, una en contrario de otra, en campo azul, y en los otros dos cuarteles dos flores de lis coloradas en campo de oro y por orla de este cuartel una cadena de oro en campo colorado. Y en el cuarto alto de la mano izquierda las armas de los PERALTA, que son un escudo, el campo colorado, y la cuarta parte de él, una faja de plata con seis aspas coloradas por orla en campo de plata. Y en el cuarto bajo de la dicha mano izquierda, las armas de los BARROS, que on cuatro fajas coloradas en campo azul, y en las dichas fajas sembradas trece estrellas de ooro, y por orla, de la mitad del escudo, a la mano izquierda, veros azules y de plata. Y encima de todo el escudo, un yelmo abierto, con su divisa de las armas de Eraso, que es un lobo negro, con sus pendientes de follage de oro y colorado, como aquí van declaradas».

El escudo que vemos tallado en el ábside de la iglesia de Mohernando tiene algunas diferencias con el que acabamos de copiar. Ello debido, probablemente, a mala interpretación del tallista. Así, observamos concretamente que el tercer cuartel lleva puestas por bordura ocho aspas de San Andrés, en vez de seis que dice el manuscrito. Ello es debido a que lo habitual en la heráldica española es que quienes tienen el derecho a usar aspas de San Andrés en la bordura (por haber participado sus antepasados en la toma de la ciudad de Baeza a los moros) lo hagan en número de ocho. Por otra parte, en el escudo tallado encontramos que los dos cuarteles de la izquierda se borduran por veros, cuando esta pieza solo le corresponde a la mitad izquierda del cuarto cuartel, en las armas de los Barros. Son, en cualquier caso, detalles mínimos, que evidencian la viveza de la heráldica, presta siempre a las interpretaciones.  

Pero quizás lo más interesante del recuerdo de Francisco de Eraso y su esposa en tierras de la Campiña del Henares, sea el grupo escultórico que nos devuelve su imagen, tras tantos siglos, amparadas la pareja por la figura generosa de San Francisco. Este grupo, de factura perfecta, bellísimamente trazada sobre el mármol, es casi seguro que se debe a la mano del escultor Monegro. Puesta originariamente en el costado del Evangelio del presbiterio del templo, cuando este se hundió en la Guerra Civil los bloques marmóreos que incluían estatuas, frisos y escudos se guardaron, y finalmente se instalaron en el Museo Diocesano de Sigüenza, donde se han podido admirar, aunque mal colocados, durante muchos años. En la reciente reforma de este Museo de Arte seguntino, el grupo de don Francisco de Eraso y doña Mariana de Peralta han salido de Sigüenza y han vuelto a la iglesia parroquial de Mohernando, ya restaurada, pero en la que de momento no existen fondos económicos para afrontar su recolocación, por lo que quien ahora quiera ver estas piezas de arte renacentista, cumbres del arte escultórico en la Campiña, tendrán que esperar a tiempos más favorables para el arte. En un libro clave para el conocimiento de la escultura de tumbas y muertos, como es «La escultura funeraria en España» de Ricardo de Orueta, próximo a reeditarse, se tratan con gran amplitud estas estatuas, su valor simbólico, y su sentido histórico.

Molina en el recuerdo: la etapa árabe

Repasando, a breves trozos, la historia de Molina de Aragón y su territorio, llegamos hoy a plantarnos ante una de sus épocas más oscuras, por la escasa información documental existente, cual es la islámica. Que dura exactamente un siglo largo, entre el año 1000 y el 1129, más o menos. En ese siglo, que es el once entero, Molina estuvo bajo el control político de los árabes, pero de un modo muy especial, que vamos ahora a recordar, extrayendo datos de aquí, conjeturas de allí, y un poco de adobo de sentido común histórico.

La llegada de los árabes a la Península Ibérica, a comienzos del siglo VIII, se enmarca en una dinámica de expansión geográfica sustentada en teorías religiosas. Encontrar una estructura política muy débil, como era la España del Conde don Rodrigo, y una pasividad (o una ignorancia) de la población ante los cambios, permitió a los árabes en poco tiempo tomar el control político de la Península entera. Por entonces el territorio molinés debía estar prácticamente desierto. Frío, áspero, fuera de los caminos junto a los ríos, aquí vivían muy escasas comunidades de pastores, con una raíz celtibérica casi pura. No existe ningún dato que nos haga pensar en asentamientos árabes, al menos durante la época del Califato. Pero es al romperse este, tras la muerte de Hixem III en 1030, cuando se establece la fragmentación de esa previa unidad de Al-Andalus, y la España islámica se convierte en un conjunto de innumerables pequeños estados o reinos de taifas. Zaragoza siempre había sido una ciudad crucial en la España islámica, cabeza de la Marca o frontera superior, y es en esa época, a comienzos del siglo XI, que un árabe de la tribu de Chedam, Soleimán ben Hud, se alza con el poder en la ciudad y valle del Ebro, abriendo una nueva línea dinástica en el territorio. Un hijo suyo se hace rey (por no llamarle reyezuelo) en Calatayud (es Adidod-danla) y otros parientes se independizan en Albarracín, Medinaceli, Daroca y Huete. A Soleimán de Zaragoza le hereda su hijo Ahmed I, y las taifas mencionadas se reafirman en su independencia. Todas sobre territorios pobres y poco poblados. De ese momento, la mitad del siglo XI, nos dice Menéndez Pidal en su obra La España del Cid que el territorio molinés estaba poblado con familias de etnia bereber, muy arabizadas. Pocas debían ser, y además estaban localizadas solo en la ciudad, entre el alcázar heredado de un antiguo castro celtíbero, y el río, siempre dador de vida.

Hay constancia de la existencia de al menos tres reyes árabes en la taifa de Molina. Creada sobre un territorio despoblado, en el que nadie había hecho intención de proclamarse dirigente, Sanz y Díaz nos dice que quizás ya desde el año 993 hubiera rey taifa en Molina. Es muy improbable, porque entonces el Califato lo controlaba todo. Será más bien a partir de ese año, 1036, cuando se diluye el Califato, que alguien con fuerza y ganas se decidiera a proclamarse, por su cuenta, rey islámico de Molina. Tres son los jerarcas que contabiliza la historia: Hucalao, Aben-Hamar, y Aben-Galbón, también llamado Aben-Kanhón o Aben-Cano. Hay noticias fugaces y poco fidedignas de un cuarto reyezuelo, de un tal Bucanlo, anterior a los otros. El arzobispo historiador Rodrigo Ximénez de Rada en su Historial Arabum nos dice que el Rey Fernando I de León obligó «al rey moro de Molina» a pagarle tributos. Y en otras crónicas aparecen estas relaciones, generalizadas a los sucesivos reyes de Castilla y León con respecto a los reinos taifas fronterizos del sur: se permitía su gobierno en áreas y ciudades pobres, fácilmente controladas, a cambio de que los reyezuelos pagaran fuertes sumas al Estado cristiano. Así, en la fuente más importante de información al respecto de la Molina islámica, como es el Cantar de Mío Cid, se nos dice que Aben-Galbón, el rey molinés amigo y protector del Cid, es un jerarca muy hispanizado (querrán decir muy castellanizado, pues él mismo también era hispano) y tolerante, siempre en contacto con las costumbres cristianas mozárabes. En cierto momento, Aben-Galbón pidió ayuda a Ruy Díaz de Vivar para defenderse del monarca que los almorávides habían puesto en Valencia. Este grupo de bereberes intransigentes y crueles, fundamentalistas del siglo XI, arrasó España un par de veces, haciendo la guerra a árabes y a cristianos. El Cid protegió a su amigo. Seguro que cobró, porque el Cid era, en definitiva, un guerrero mercenario que estaba a lo que le encargaban. Pagar impuestos a cambio de protección hoy huele a mafia, pero a eso se dedicaba el Cid, que en determinados momentos de nuestra historia anduvo cerca de ser beatificado.

Así pues, tres reyes moros: Hucalao, Aben-Hamar y Aben-Galbón, se sucedieron a lo largo de un siglo, de 1036 aproximadamente, a 1129, gobernando un territorio exiguo, probablemente tan sólo la ciudad de Molina, el alcázar, el burgo medianamente amurallado, el puente sobre el río Gallo, y algunos puestos fortificados, viejos castros, torreones vigías, en el camino que desde las alturas de Medinaceli (alto Jalón) se dirigen hacia el valle del Jiloca, puerta del reino valenciano. Teniendo incluso, sobre ese territorio mal definido, exiguo y pobre, a veces la mano puesta, generalmente pedigüeña de impuestos, de los reyes taifas de Zaragoza y Albarracín.

El escritor Sanz y Díaz, que publicó en 1982 una Historia verdadera del Señorío de Molina, dice al respecto de la dominación árabe en este territorio, algunas cosas que aunque traídas por los pelos, pueden servirnos para terminar esta visión histórica con un cierto tono de humor, dándonos lugar a la reflexión sobre lo que de real pueda haber tras sus detalles. Dice, por ejemplo, que la influencia de los árabes en Molina llegó hasta el mismo siglo XX en que él vive. Y da como razones dos de peso: el uso generalizado entre los molineses de pueblo de la ancha faja, y la utilización del pañuelo anudado a la cabeza, en plan maño, como herencia clarísima del turbante islámico. Otro detalle árabe sería la forma en que se llama la gente en los pueblos de Molina: decirle a uno «Antonio, el del tío Gabino» es equivalente a la forma árabe de denominar a la gente por su nombre y el dato de quien es hijo, sustituyendo así al ibn o ben islámico. De la misma manera es reminiscencia mora llamar a la gente por su nombre y el de su oficio, «Mateo, el herrero» como hacían ellos. Los nombres de algunos pueblos (Alcoroches, Alustante, Algar…) serían remembranza de esa presencia, más algunas leyendas que quedan vivas y transmitidas de abuelos a nietos, como la de «cueva de la mora» en Molina, la del «moro Montesinos» en el alto de Alpetea, etc., etc. Y, sobre todo, la espléndida galería de sabrosos dulces molineses, herencia del gusto de los árabes por los alimentos azucarados, acabando este puñado de silogismos con ese socorrido recurso que los molineses tienen de decir que «esto es de los tiempos de los moros» cuando quieren referirse a algo antiguo, linajudo y entrañable.

Qué duda cabe que algo habría cuando, al escultor Joaquín Lucarini, a la que hizo la ornamentación del puente de San Pablo sobre el río Arlanzón, en Burgos, no le cupo la menor duda de tallar al rey moro Aben-Galbón de cuerpo entero, y colocarlo frente a la estatua del héroe burgalés por excelencia, el Cid Campeador. Moros de Molina, una corta vida, y una larga leyenda, que aún hoy dura.

Arbeteta, otro castillo para el asombro

Las sierras que arropan al Alto Tajo, ya declarado Parque Natural, y cada día meta de mayor cantidad de viajeros y curiosos, guardan en sus recovecos pueblos de sustancia y sorpresa. Uno de ellos, al que se llega tomando un desvío de la carretera que sube de Trillo a Villanueva de Alcorón, es Arbeteta. Merece una visita, porque además de la limpieza de atmósfera que en esos pinares se goza, el caserío es pintoresco en grado sumo, y ofrece un par de edificios viejísimos, plenamente inclusos en la categoría de monumentos a visitar y admirar.

Pero vayamos por partes. Llegarse se llega fácil desde Trillo, de donde median 30 Km. La carretera es nueva, porque se ha incluido en los planes de Emergencia de la Central Nuclear, con lo que se ha rehecho y hoy es, si no una autopista, un elemento supercómodo para viajar por ella. En una desviación a la izquierda según se va hacia Villanueva y Zaorejas, pocos kilómetros más allá se llega a Arbeteta. Sobre las altas y alborotadas tierras que constituyen la tercera meseta alcarreña (la que media entre los valles del Tajo y el Guadiela) asienta el pueblo pueblo, en lo más alto de un inicial vallejo o barranco que, cuajado de pinos y roquedales va a llevar en su fondo las aguas de débil arroyo hasta el Tajo, frente a Carrascosa. Su término es rico en paisajes muy interesantes, con densos bos­quedales y ramblas que fluyen hacia el río Tajo.

Si podemos decir algo de su historia, a pesar de la insignificancia que tuvo siempre en el devenir de los siglos, esto es que desde la reconquista de esta zona por Alfonso VIII a fines del siglo XII, perteneció al amplio alfoz o Común de Cuenca, según se señala en el Fuero que el rey concedió a dicha ciudad en 1190. A fines del siglo XV, los Reyes Católicos la hicieron Villa y se la entregaron en seño­río a don Luís de la Cerda, quinto conde de Medinaceli, y desde esa misma fecha (1477) primer duque de dicho título, en cuya casa duró unos años, hasta que a comienzos del siglo XVI pasó a poder de don Gómez Carrillo de Sotomayor, en cuya familia prosiguió varios siglos.

La iglesia parroquial es una obra sencilla que debió ser originariamente románica, y fue completamente rehecha en el siglo XVIII. De ella lo más destacable es la torre, construida de recia sillería y con múltiples moldurajes y exornos barrocos. Tiene tres cuerpos: el inferior de mampostería con sillar en las esquinas; el segundo de planta cuadrada con huecos para grandes cam­panas; y el último de planta octogonal con vanos para campanillos, rematando en artístico chapitel que se corona con una veleta de madera forrada de planchas de latón y repre­sentando un granadero que ondea un banderín con una cruz, y que las gentes del pueblo llaman el mambrú recordando al general Malborough que peleó en España junto con los ingleses en la guerra de Sucesión. Una bella leyenda de amor pone en relación a este «mambrú» de Arbeteta con similar veleta llamada «la Giralda» en Escamilla. Esta torre presenta diversas tallas barrocas, y en su cara norte se lee con grandes letras: «FANDO ME FECIT ‑ 1787 AÑO» por lo que se colige fácilmente el nombre del arquitecto de la torre. Este arquitecto fue el autor también de las torres de Escamilla y del Giraldo o San Francisco de Molina. Y hasta es muy posible, porque se le parece mucho en estructura, que diseñara la de Terzaga, también en el Señorío. En el interior del templo, de una sola nave, con coro alto a los pies, bóveda encañonada y amplio crucero, destacan el Cristo de la Vera Cruz, un San Antonio barroco y una buena talla del siglo XVI de la Cruz del Cerro, apareciendo también en el suelo del crucero una lápida sepulcral del siglo XVIII conteniendo los restos de Baltasar Carrillo y su mujer, señores del pueblo.

El otro elemento interesante de Arbeteta es el castillo roquero, uno de los más singulares y atractivos de toda la provincia, que asoma rematando con justeza un espolón rocoso sobre el estrecho valle que rodea por el norte del pue­blo, y que apenas permite el acceso, desde la villa, a través de un muy estrecho paso, que fue en tiempos remotos cortado para ofrecer foso, y hacer sólo accesible el castillete a través de puente levadizo. Esta fortaleza es pequeña, de planta cua­drilátera, y carecía de torres, pues no las necesitaba. De cara al barranco existe una apertura o poterna, que sólo permitiría el acceso a través de larga cuerda. Es construcción del siglo XV, y hoy ofrece, más que el interés de construcción militar medieval, el de su magnífica estampa de alcázar vigilante sobre el abrupto y estrecho valle que corre a sus pies.

En los últimos años, han venido restaurándose algunas casas en Arbeteta, con el objeto de adecuarlas como segunda residencia de quienes viven en la ciudad atosigados a diario de sus mil ocupaciones. En especial ha quedado perfectamente restaurada la que fue antiguamente Estanco del tabaco y los sellos, con una dimensión de sencillez y pureza de la auténtica arquitectura popular serrana, que podría servir de modelo para otras intervenciones del mismo estilo. Para terminar, un consejo. No dejar este otoño de hacerse un viaje hasta Arbeteta. Porque con seguridad no va a defraudar al viajero, en dimensión de paisajes y de patrimonio. Un lujo más que Guadalajara puede aportar en su nutrida colección de idealidades.

Subiendo al alcázar de Molina

Molina de Aragón, la capital del Señorío, está presidida por uno de los castillos más hermosos y ge­nialmente dispuestos del país. El relato de su historia es el relato de la de sus señores y vasallos. Desde que a comienzos del siglo XII creó el Señorío molinés don Manrique de Lara, dando Fuero al pueblo y tierras de su contorno, comenzaron a levantarse murallas, torres y al­menas, como expresión máxima de un poder sobre la tierra en torno.

Don Manrique fue quien, quizás aprovechando el viejo y decrépito alcázar árabe, comenzó a levantar la fortaleza, que es, por tanto, de construcción totalmente cristiana y occi­dental. A pesar de su aspecto arabizante y alcazareño, el castillo de Molina de Aragón es concepto y masa nacida de manos castellanas.

Es muy probable que fuera primeramente levantada la llamada torre de Aragón, que es el bastión que corona la ladera norte del pueblo, y que, asomándose hacia la cuenca del Jalón lejano, domina amplísimas extensio­nes de terreno. Probablemente fuera el rey don Ramiro de Aragón quien iniciara esta construcción, con idea de fortificar y dominar el paso de su reino al de Castilla, pues sólo con ese edificio bastaba para sus fines. El conde don Manrique, sin embargo, y a tenor de su asentamiento defini­tivo como señor de Molina, comenzó a levantar torres y murallas.

Sus descendientes, los condes don Pedro, don Gonzalo y doña Blanca, se dedicaron a reforzarlo e ir completando detalles. Esta última, quinta en la lista de los señores molineses, puso su energía bien patente en mu­chas actividades de la ciudad del Gallo. Fundó templos y construyó mo­nasterios. Peleó cuando hizo falta y no cejó en la tarea de engrandecer a Molina y su territorio por todos los medios a su alcance.

De la época de doña Blanca es la iglesia que en el recinto del al­cázar molinés, junto a la llamada torre del reloj, hubo durante siglos. La llamada «iglesia de Santa María del collado», cuyas restos pertenecen al siglo XIII. Su planta es de nave única, alargada, con ábside semicircular tras breve presbiterio, y grandes basas de haces de columnas, todo lo cual nos da, aunque ligera, suficiente idea de lo que fue esta iglesia castillera.

Tras el paso de Molina a la corona de Castilla, por el matrimonio de su última señora, doña María, con el rey Sancho IV el Bravo, pocas vicisitudes nuevas tuvo este alcázar. Únicamente en el siglo XIV, cuando Enrique «el de Trastamara» le regalaba el Señorío al francés Beltrán Duguesclin, la ciudad entera se rebeló y el alcaide del castillo, que entonces era don Diego García de Vera, ofreció el Señorío al rey aragonés Pedro IV, quien, al mando de quinientos hombres, penetró en la fortaleza por la puerta de la muralla norte, que desde entonces se conoce como la «Puerta de la trai­ción». Entonces cambió Molina el apelativo nuevamente, siendo llamada «de Aragón» por pertenecer a la corona aragonesa. Poco tiempo estuvo en tales manos, y en 1375 pasó a Castilla, mediante un casorio de Estado. Ya lo hemos visto anteriormente.

En siglos sucesivos, los acontecimientos guerreros del Señorío molinés tuvieron su reflejo en este castillo: las revueltas del reinado de Enrique IV, el alzamiento de las Comunidades en 1520, la Guerra de Sucesión, ganada por los Borbone­s, y la de la Independencia, en que El Empecinado puso cerco, con éxito, al edificio, fueron breves ocasiones, aunque siempre probatorias del esforzado ánimo de sus hombres, para el lucimiento de la silueta bravía de este castillo.

Pasando a la descripción del edificio, lo que propiamente podemos considerar como castillo es un círculo de torres y muros almenados, defendidos en su altura por una barbacana que tiene unas dimensiones de ochenta por cuarenta metros, lo que ya supone una grandiosidad desusada para lo que solía ser norma en el siglo XIII. En el muro de poniente se abre la puerta principal, coronada de arco de medio punto. El aspecto actual es, indudablemente, muy distinto del que presentaba al principio de su vida. Los muros han quedado muy bajos con relación a las torres, aun teniendo en su actual esencia la fortísima consistencia de la mampostería gruesa, de varios metros de anchura. De las ocho torres que tenía, hoy sólo restan, en relativas buenas condiciones, cuatro: son las llamadas de «doña Blanca», de «Caballeros», de «Veladores» y de «las Armas». Los sillares esquineros son de un subido color rojizo, por estar tallados en una roca de tipo arenisco que existe en abundancia en la zona próxima de Rillo de Gallo. Se abren las estancias de estas torres al exterior por huecos aspillerados y algunos ventanales apuntados.

El interior del castillo molinés es hoy un recinto vacío, que puede ser visitado habitualmente, poniéndose en contacto previamente con la Oficina de Turismo de la Calle de las Tiendas. Adosado al muro norte, en lo más alto del recinto, aparece el palacio de los señores, lo que puede considerarse castillo propiamente dicho, y en la parte sur se colocaban caballerizas, cocinas, habitaciones de la soldadesca y los cuerpos de guardia, así como los calabozos, que es lo único que hoy subsiste en esa parte, y que, especialmente el de la torre de «las Armas», conserva en sus techos grabadas curiosas frases, palabras y animales dibujados, que claramente demuestran ser del siglo XV. El interior de las torres, muy transformado por obras en el siglo pasado, tiene aún, para sorpresa del viajero, una estrecha escalera de caracol que termina en la terraza, donde siempre el viento saluda con su canción de hierro y de transparencia.

El recinto exterior del castillo es, todavía, mucho más amplio. Alargado de oriente a occidente, consiste en un largo discurrir de muralla, salpicado por varias torres ya desmochadas y rodeado de un foso que ya es poco profundo. Cuatro puertas tenía este recinto, que eran la actual de la torre del reloj, como entrada más practicada ahora; la puerta del campo, la puerta de la traición, en el murallón norte, y la del puente levadizo, en el mismo muro del castillo, frente a la torre de Aragón. En el interior de este recinto se encuentra la entrada, entre unas rocas, de la misteriosa «cueva de la mora», que aún no se sabe con certeza hasta dónde va a parar, creyéndose que lo haga hasta alguna de las torres del castillo. Y, además, la iglesia románica del castillo, de la que hoy sólo podemos admirar su planta sencilla y típica y el arranque de sus columnas. Era la que las viejas crónicas llamaban «iglesia de Santa María del Collado». De este recinto exterior aún continuaba la muralla en dirección a poniente y a levante, bajando hasta el Gallo, para cerrar con su rojizo abrazo el primi­tivo poblado molinés, siendo así uno de los más claros ejemplos de poblado y fortaleza comunales, que por toda Castilla, y durante su baja Edad Me­dia, tuvieron amplias representaciones. En pocos lugares de España, que es el país de los castillos medievales, se puede encontrar un ejemplo más bello, una estampa más bravía, un escalofrío de autenticidad más profundo que ante la contemplación del alcázar de Molina.

El elemento superior de la fortaleza, la torre de Aragón, auténtica torre albarrana de este alcázar, fortín singular por sí mismo, es lo más antiguo de todo el castillo. De planta pentagonal, apuntada hacia el norte, guarda tres altos pisos unidos por escalera y coronados por terraza almenada. Se rodea por un recinto externo de alto murallón, y se comunicaba con el castillo por una sinuosa coracha o túnel, ya hundido y hoy con visos de trinchera. La silueta inmensa, coloreada de rojizos sillares en cada una de sus múltiples esquinas, de este alcázar medieval, es un estandarte magnífico que puede llevar la tierra molinesa como explicativo de su historia.