Molina de los Caballeros

viernes, 1 septiembre 2000 0 Por Herrera Casado

Está estos días, este fin de semana especialmente, Molina de Aragón en fiestas. Es una forma de estar, porque las ciudades son como seres vivos, que tienen ánimos de variado tipo, y frente a épocas de soledad y añoranza (que en Molina se suelen alargar de octubre a mayo) hay otras de dinamismo y alegría. Esta es una de ellas.

Y como sé que hay muchos (cada vez va habiendo más que por fin se deciden) que van a ir estos días por Molina, doy con estas líneas que siguen un poco de idea de lo que se van a encontrar. Porque ahora se ha puesto el viaje a Molina, desde Guadalajara, en poco más de una hora, con buenas carreteras que tampoco cansan. Se van a encontrar, repito, con una ciudad antigua y cargada de historia y monumentos. Una ciudad que, a pesar de eso, es moderna y dinámica, muy bien cuidada, y sorprendentemente hermosa, no ya por el horizonte de grandiosidad que la pone el castillo (hay que probar la vista de Molina desde la ermita de Santa Lucía, en el borde del Cerro del Ecce Homo sobre el valle y el burgo) sino por el aire de misterio, de evocación y devoción contenida que hay en cada casa, en cada calle, en cada plazuela… te invito, amigo lector, a que visites conmigo Molina en estos días de fiesta, o en cualquier momento del año.

Una ciudad perfecta

La ciudad de Molina de Aragón asienta en la orilla derecha del río Gallo, sobre una llanada escueta que asciende lentamente hacia el gran alcázar medieval que la corona e infunde personalidad con su silueta. Toda la ciudad conserva un recio carácter de antigüedad y sobria presencia, estando siempre anima­da con las gentes de todo el Señorío que acuden a diario a sus compras o asuntos. La «calle de las Tiendas» es estrecha y llena de sabor antiguo. La «Plaza Mayor» es un amplio recinto rodeado de palacios, casas de típico aspecto molinés, y el Ayuntamiento de antigua construcción. La zona más comercial son «los adarves» o calle‑paseo construida en la orilla del río y en el lugar donde antiguamente corría la muralla ciudadana. Son muy evocadoras las plazas de «Santa Clara» y «Tres Palacios», la calle de «las cuatro esquinas» y el «barrio de la judería». Quedan todavía muchas casas típicamente molinesas, algunas del Medievo, cons­truidas en su fachada con sillar el piso bajo, y entramados de madera con revocos en los superiores, siendo muy característico su remate en galería abierta.

El acervo monumental de Molina de Aragón es todavía muy importante. El castillo de los condes de Lara es pieza fundamen­tal del mismo, y por la ciudad aún pueden admirarse restos de la muralla, obra también del siglo XIII, y algunas torres, entre las que destaca la torre de Medina, de la misma época.

Del arte religioso, destaca la iglesia del convento de Santa Clara, que cuando la construyeron en el siglo XIII fue denominada de Santa María de Pero Gómez. Es una pieza magnífica de arte románico, construida toda ella con robusto y bien tallado sillar de tono rojizo. Tiene planta de cruz latina, con un cruce­ro de brazos muy cortos; presenta una sola nave y concluye en ábside de planta semicircular tras un reducido presbiterio. La bóveda es de crucería, sencilla, algo apuntada, y sus arcos fajones van sostenidos por haces de tres semicolumnas adosadas, rematadas en capiteles con decoración de hojas de palma. En el ábside aparecen ventanas con arco de medio punto en los que como decoración aparecen puntas de diamante y columnillas laterales rematadas en foliados capiteles. La portada, a mediodía, muestra una influencia francesa en su traza: está encuadrada por dos columnillas gemelas a cada lado, sobre cuyos capiteles carga una cornisa que se sujeta por modillones, y entre ellos aparecen profundas metopas, todo ello bellamente decorado con temas vege­tales y geométricos. El arco de entrada es semicircular y se forma de numerosas arquivoltas baquetonadas que descansan sobre columnillas rematadas en elegantes capiteles de tema vegetal.

La iglesia de San Martín fue levantada en la segunda mitad del siglo XII, y muestra todavía, bajo un portal cubierto, sobre su muro norte, la puerta de acceso que consta de varios arcos apuntados, adornado al exterior con flores cuadrifolias, y con detalles consistentes en el Crismón o anagrama de Cristo sobre la arcada gotizante. De lo primitivamente románico solo quedan restos del ábside semicircular y una ventana moldurada en el muro meridional. Pero de esta debemos decir que no es visitable, porque se encuentra en un avanzado estado de ruina, lo que es una lástima porque priva a la ciudad de uno de sus más relevantes edificios históricos.

Si desde ella recorremos la Calle de las Tiendas, animada como nunca, muy bien pavimentada, y hasta alegre por la cantidad de comercios que hoy la adorna, llegaremos has ya Plaza Mayor, en la que tras el edificio del Ayuntamiento está la iglesia de Santa María del Conde, que pasa por ser la más antigua del burgo, porque dicen fue fundada sobre la primitiva mezquita por el Conde don Manrique. En su parroquia o colación residía la alta nobleza del Señorío. Hoy muestra su arquitectura sobria, correspondiente a la reconstrucción total que de ella se hizo en el siglo XVII, con portada de líneas simples y torre poco expresiva. El interior, después de una restauración sistemática, sirve de albergue a actos culturales relacionados con el Concejo.

La iglesia de San Gil es la única parroquia que per­vive. También en su origen fue románica, pero, a lo largo de los siglos sufrió restauraciones, dejando de interesante un par de sobrias portadas manieristas del siglo XVI, una torre muy chata sin detalle artístico, y un interior de grandes proporciones, pero vacío de testimonios artísticos tras el grave incendio que sufriera en 1915, en el que perecieron altares y otras cosas de interés. Hoy preside su nave principal un extraordinario retablo renacentista, realizado en el siglo XVII por la escuela de Sigüenza, y que procede de la parroquia de El Atance, en las cercanías de la ciudad episcopal.

El antiguo convento de San Francisco se fundó, por doña Blanca de Molina, a finales del siglo XIII, y lo que en principio fue un templo de puras líneas góticas, sufrió posteriormente reformas que transformaron su interior en una amalgama de estilos y ornamentos. Un gran coro a los pies, y en la cabecera sendas capillas de la familia Malo y de la de Ruiz de Molina, en severo estilo renacentista. En la portada, y orientada al norte, se halla un ingreso del siglo XVIII muy sencillo y elegante, con puerta claveteada y emblema de la Orden franciscana bajo el frontón. A un costado de los pies del templo, surge la capilla de la Venerable Orden Tercera, obra del siglo XVIII, con portada barroca y ábside semicircular. De la misma época es la torre del templo, que hoy se conoce popularmente por el nombre del Giraldo, por tener de veleta una figura metálica que gira al impulso del viento.

La ermita de la Virgen de la Soledad, a la entrada de la ciudad, forma con su entorno una evocadora estampa del siglo XVII en que fue construida, lo mismo que la iglesia de San Pedro, en pleno centro, sin más interés que lo monumental de sus propor­ciones, o la iglesia de San Felipe, barroca, con una portada sencilla en la que luce gran relieve escultórico alusivo al patrono del templo, en cuyo interior merece admirarse la riqueza y abundancia de retablos barrocos, más pinturas y esculturas del siglo XVIII.

La arquitectura civil es en Molina abundante y ofrece elementos dignos de ser admirados. De la época románica se con­serva el puente sobre el río Gallo, con tres arcos y lomo pro­nunciado, construido con el típico sillar de arenisca rojiza. El edificio del Ayuntamiento es sencillo, obra del siglo XVI, con reformas y restauraciones posteriores. En su interior se conserva un pequeño museo y un archivo documental importante. Algunos palacios y casonas típicamente molineses pueden visitarse. Es la más interesante el palacio del virrey de Manila que construyó don Fernando de Valdés y Tamón, en el siglo XVIII. Da su fachada a la estrecha callejuela de Quiñones, y presenta una portalada barroca que derrocha cintas, frutas y moldurones retorcidos, con un cimero blasón de capitán. Pero lo más interesante son las ya medio borradas pinturas al fresco de la fachada, que sorteando balcones completaban un programa iconográfico complejo y litera­rio.

Otras casonas de este estilo son las del marqués de Villel en la calle de Cuatro Esquinas; la de los Arias en Capitán Arenas; la de los marqueses de Embid en la plaza Mayor, o la de los Garcés de Marcilla (hoy Casino) en los Adarves. Es también muy bella la casona de los Molina, a la que llaman «la Subalter­na», dedicada a Hotel. Y no pueden dejar de citarse, y aun de admirarse, los palacios de los Montesoro, también en la calle de Cuatro Esquinas, en cuyo edificio, con portada heráldica e interior magnífico, vivió su infancia la Beata María Jesús López de Rivas, llamada «el letradillo de Santa Teresa», o la casona de los Obispos, en el barrio de San Francisco, en la orilla izquierda del río, construida en el siglo XVIII por el «obispo albañil» don Juan Díaz de la Guerra, para poner en ella la sede de las finanzas episcopales seguntinas en el territorio molinés. Como edificio notable del siglo XIX, el Instituto de Enseñanza Media, antiguo colegio de Escolapios; y un monumento, el que se encuentra a su puerta, dedicado al molinés Capitán Arenas, que talló el escultor Coullaut‑Valera.

Solamente con lo expuesto ya tiene el viajero elementos para entretenerse y admirar. Es una delicia pasear las callejas estrechas de la judería y la morería de Molina. Es un placer quedarse un rato en la Plaza Mayor, escuchando el eco de tantas fiestas antiguas, de tanto honor proclamado. Y es un regalo entrar al castillo y subir por sus rampas, alzarse a sus torres, sentir el viento atrevido que se cuela entre sus almenas. De ese castillo hablaremos en próxima semana, porque ahora ya sólo queda tiempo para preparar el viaje, y, venga, irse hasta Molina, a disfrutarla.