Los Jardines de Pastrana

viernes, 14 enero 2000 0 Por Herrera Casado

Vuelve el viajero, una vez y otra más, a Pastrana. A subir y bajar por sus calles, que ahora en invierno están oscuras más que nunca, húmedas y frías. Como lo está la tierra toda, aletargada y esperando.

En Pastrana se trabaja deprisa, en estos días, por sacar pronto la cara riente del palacio de los Éboli, que será sin duda una cara nueva, de debajo de las mallas que lo cubren. Y en ese palacio volverá a estar la cifra del porvenir de la villa.

Bellezas ocultas de Pastrana

Tuvo Pastrana muchos encantos, y los sigue teniendo. Pero la mayoría escondidos. Su raíz es mora, se mire por donde se mire. Porque como en el mundo islámico, la belleza más exquisita se oculta a la vista de todos, y la goza solo el dueño. Eso ocurre con los palacios, de basto adobe en sus muros, con la corona de una palmera si acaso asomando sobre ellos, pero con el brillo de los mármoles, el murmullo del agua, los colores brillantes de los cojines, en su interior. Como pasa con sus mujeres, ocultos sus rostros y sus cuerpos por paños espesos, pero hermosas y bellas en el interior de las casas, de las habitaciones perfumadas…

Pastrana es mora en todo. Detrás de su cerrado muro palaciego está el brillo dorado de los artesonados cuajados de grutescos. Detrás de las feas paredes de la Colegiata, lisas y altas, se esconden los impresionantes seis tapices borgoñones con las batallas vibrantes de los portugueses en África. Al otro lado de la siempre cerrada puerta del convento de las concepcionistas, están/estaban los Niños Jesuses de marfil dorado, los cuadros de Maino, los cálices de plata brillante… Detrás también de muchas casas, de pobre fachada enyesada o pétrea, tras el oscuro portalón se abre el patio, y en el patio está el recuerdo del jardín, la huella del agua morisca, el capullo de la rosa de Arabia que se abrirá en primavera, la parra ondulante que figura un cielo de pámpanos y abejas.

Por estudiar estos jardines moriscos de Pastrana, pasaron varios años midiendo, entrando y saliendo, hablando y consultando legajos Tomás Nieto y Esther Alegre, que escribieron un libro fabuloso que me pidieron prologara. Como todos los libros realmente buenos, trascendentes y trabajados, bellos y sabios, ha quedado solo en los anaqueles de unos pocos bibliófilos. Y como ellos me pidieron que lo prologase, y diera mi visión de lo que en él cuentan, escribí unas frases que quiero ahora repetir, no sólo porque animen a mis lectores a ir a Pastrana, y a ver sus jardines, sino por liberar de la soledad estas palabras a las que un libro, también de estirpe mora, dejó dentro recluidas, quizás bellas (no lo puedo saber) pero seguro que animosas.

Prólogo a los Jardines

La Princesa escucha la voz de quien subió un día, majestuoso aunque pequeño y rubiato, las escaleras de su palacio. La escucha en su corazón, y la evoca en días de primavera y pájaros. Magdalena de Buencuchillo, mientras borda rosas sobre la seda  pajiza, se acuerda de un canto que aquel que hoy en Indias le dijo abajo de la parra, junto al pozo. Daniela Burgos atesora en su memoria aquellas tardes, ya en caída, cuando con sus hermanos corrían tras los gatos, subiendo y bajando caminos húmedos, resbaladizos…

Los recuerdos de quien ya no los tiene, porque son a su vez pasto de la perdida memoria y de la melancolía, tienen una dosis subida de enredaderas, parterres, cogollos de cipreses y magnolios. Tienen sonoridad del agua que se despeña, breve, por las acequias. Tienen la luz que absorben, como en puños, los hierbadales que surgen rebeldes junto a los estanques, tras los pozos. Las  horas quietas de muchos pastraneros y pastraneras se fueron, lentas y dulces, por los empinados jardines de sus opulentas mansiones. Con un adormilado entrever resucitan gritos, sudores, esperanzas inquietas. Todas vividas, latidas en esos jardines que Pastrana tiene escondidos entre vallas, entre higueras, más allá de los paredones yesosos de sus corralizas. En esos jardines está la esencia del querer, del sentir. La vida nada menos.

Este es un libro que habla de esos jardines de Pastrana. De esos espacios desconocidos, míticos casi aún para quienes viven en la villa. Porque de los muchos que hubo, apenas quedan cuatro o cinco. Lugares donde cuajó la esencia de una historia, la no escrita razón de unos duques, de unos moriscos, de algunos flamencos y del hablar de guerras y renovaciones místicas. Espacios que cabalgan entre lo arquitectónico y lo natural, entre lo planificado por el hombre y lo espontáneamente nacido del sol y las lluvias. Lugares que complementan los palacios, las casonas, tantos hogares que eran, y son todavía, vivienda, cuadra, secadero y huerta. En la cuesta agria y difícil de Pastrana, una Colegiata y una fuente de cuatro caños dan luz al abigarrado conglomerado de sus edificios. Entre ellos, y como así fue desde hace muchos siglos, surgen los jardines. Donde la luz juega con el pensado trazo del agua y la fraguada línea de arrallanes. Esos jardines que aquí, en sabia unidad de técnica y documentos, nos presentan Tomás Nieto y Esther Alegre. Para que entre las páginas de un exquisito libro permanezcan más siglos sus formas, sus sombras, sus esencias sin perderse.

No puedo decir nada más, porque sin querer, y hablando de Pastrana, la mano y el corazón se me van a la subida nostalgia. Pero sí presentar esta obra como un cuidado, novedoso y perfecto estudio sobre un aspecto que parecía mínimo, y no es sino otro perfil de la arquitectura popular, y aun palaciega, de esta villa alcarreña: los jardines de estirpe hispanomusulmana, viejos en su tradición, eternos en sus formas, que mis amigos Tomás y Esther han catalogado, han medido, han examinado con lupa, han fotografiado y han hallado su razón en sucesos pretéritos y esquemas clarificados. Un estudio que Pastrana merecía y que sólo ellos, avizorando el papel viejo y la piedra eterna, han sabido desvelar y ofrecernos.

La esforzada doña Ana, duquesa viuda y princesa, tuerta y entristada; la jovencísima Magdalena de Buencuchillo, pálida pero llena de vida; la gran señora doña Daniela Burgos, canosa y sin apenas arrugas sentada en el respaldar de anea, dejan que tiriten sus recuerdos por los umbrosos pasadizos, estrechos, mojados, de sus jardines. Allí estuvo la vida, allí está ahora el recuerdo de sus años, que fueron hace tantos…