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enero, 2000:

Nieve sobre Galve

En las mayores alturas de la provincia, en el límite que entronca con Soria y Segovia, y a más de 1.300 metros de altitud sobre el nivel del mar, se encuentra uno de los pueblos más singulares de la serranía guadalajareña. Es Galve de Sorbe, el Galve vigilante sobre las áridas tierras de Pela, que avizora el hondón abrupto y movido en sus orillas del río Sorbe, nacido en los altos de la Somosierra. Su importancia fue tanta en siglos pasados, cuando las comarcas estaban más aisladas, que llegó a ser cabeza de un amplio Señorío tenido y gobernado por los Estúñiga.

Hoy merece una visita, si es posible llegar por las continuas y fuertes nevadas que están cayendo en la comarca, en uno de los otoños-inviernos más fríos y nevadores que se recuerdan en los últimos decenios. Antes eran aún más intensas las nevadas. En uno de sus escritos, recordaba Layna que su padre, médico de pueblos, había estado una temporada en Galve, teniendo algunas mañanas que abrirse paso, de casa a casa, gracias a largas sesiones de retirar la nieve y abrir pasadizos para comunicarse como entre túneles los vecinos. El lobo hacía entonces acto de presencia, en los largos inviernos en que se quedaba sin comida y se acercaba a los poblados, urgido por el hambre.

Un poco de historia

Una vez concluida la reconquista de la Transierra castellana, Galve pasó a formar parte del Común de Villa y Tierra de Atienza, siendo luego, en el siglo XIII, de propiedad del infante don Juan Manuel, quien levantó un primitivo castillo sobre el lugar. En la centuria siguiente pasó a pertenecer a la Corona por muerte del revol­toso Infante, y en 1354 el rey don Pedro I el Cruel dio Galve a Iñigo López de Orozco. Su hija doña Mencía casó con Men Rodrí­guez de Valdés, señor de Beleña, y a ellos compraron Galve, mancomunadamente, el almirante de Castilla don Diego Hur­tado de Mendoza, y el Justicia Mayor del Reino don Diego López de Estúñiga. En esta última familia quedó.

En 1428 fundó mayorazgo con Galve y los lugares de su tierra don Diego López de Estúñiga. Otro descendiente de éstos, don Diego López de Estúñiga «el mozo», levantó el castillo que actualmente otea sobre Galve en 1468. En poder de esta familia, la de los Estúñigas o Zúñigas, quedó largos años, y a ellos se lo compró en 1543 doña Ana de La Cerda, viuda ya de don Diego Hurtado de Mendoza, hijo segundo del cardenal Men­doza. El hijo de doña Ana, don Baltasar Gastón de Mendoza y de la Cerda fue nombrado por Felipe II en 1557 primer conde de Galve, y en esta familia, que enseguida adquirió también el ducado de Pastrana por herencias, siguió el condado serrano. Ya en el siglo XVIII, por entronques familiares, pasó a la casa de los duques de Alba, que entre otros muchos ostentan hoy el título de condes de Galve.

Fue este pueblo cabeza de un amplio territorio de lugares serranos, extendidos por los agrestes vericuetos de la ver­tiente sur de las serranías del Ocejón. Eran estos: Valdepini­llos, La Huerce, Zarzuela de Galve, Valverde de los Arroyos, Umbralejo y Palancares, más los actuales despoblados de Cas­tilviejo, Pedro Yuste, Majadas Viejas y La Mata de Robledo, que constituían el condado de Galve.

Lo que hay que ver

Conserva esta villa algunos variados recuerdos de su pasado. Son de admirar sus construcciones rurales, todas de firme sillería bien trabajada, dando sensación de reciedumbre y buen hacer: muchos dinteles tallados, algunas buenas rejas… y son especialmente curiosos los dos rollos o picotas que tiene Galve: una de ellas en la plaza Mayor, ante el soportalado Ayuntamiento, constando de un fuste cilíndrico y un remate pinacular con adornos góticos, lo que constituye un muy bello ejemplar de finales del XV o principios del XVI, y que viene a simbolizar la categoría de villa que tuvo Galve. También a la entrada del pueblo, por levante, se alza otra picota de la misma época y parecidas características.

La iglesia parroquial es obra del siglo XVI, y presenta una fábrica inexpresiva de sillarejo, con portada de dovelas bien trabajadas, pero sin otro detalle artístico destacable. Al construir este templo, fue derribado el primitivo románico que asentaba en su mismo lugar: se trataba de una construc­ción con abundante talla, tanto de arquivoltas, cenefas e impostas de temas vegetales y geométricos mudéjares (de los que aún pueden verse fragmentos empotrados en el sillarejo del muro norte del actual templo) como de capiteles, de tema vegetal y de iconografía varia (se conservan algunos distribui­dos en muros y dinteles de las casas del pueblo; uno de ellos muestra una escena de la pasión de Cristo).

El castillo de Galve

La estampa más habitual de quien vio Galve y lo recuerda es la del fuerte y alzado castillo sobre el cerro dominante. La fotografía de Luis Monje Arenas que acompaña este reportaje nos le trae vivo y palpitante, aunque un tanto gélido por la blancura helada que cubre las tierras y las edificaciones, recién caída en este invierno.

Es este castillo obra de la segunda mitad del siglo XV, erigido por los Estúñigas, cuyos escudos aparecen distribuidos en las talla­das piedras de muros y estancias, sufrió luego el abandono y la ruina, el destrozo programado en la guerra carlista, y la reconstrucción arbitraria que su nuevo dueño le ha impuesto recientemente. Consta de un amplio recinto externo, de ele­vada muralla almenada, en la que se presentan sendas torres cuadrangulares en las esquinas, más un cubo semicircular ado­sado al comedio de la cortina sur. Sobre la esquina noroeste se alza la hermosa torre del homenaje: de planta cuadrada con fuertes muros de sillar, en lo alto de las esquinas rompen su línea recta cilíndricos garitones sobre repisas varias veces molduradas, luciendo cada uno un escudo de los Zúñigas constructores. Se remata esta torre con un saledizo sujeto por modillones de triple moldura. Tiene su interior, ya restaurado, cinco pisos, en uno de los cuales aparece una gigantesca chi­menea de piedra sillar, con gran arco escarzano, y ventanales escoltados de asientos de piedra, y una superior terraza desde la que se contempla un increíble panorama. El problema actual que le aqueja al castillo es el abandono en que le tiene su propietario, que además impide la entrada y visita al mismo, habiendo tapiado por completo con bloques de cemento su puerta principal. Una actitud que atenta contra el patrimonio histórico-artístico de la provincia y que desde los niveles ejecutivos de la administración debería ser considerada.

Y la fiesta

Aunque la fiesta grande de Galve es en octubre, en su primer domingo, en honor de la Virgen del Pinar, hoy se ha trasladado esta celebración al mes de agosto, por aquellos de que es cuando están en el pueblo la mayor parte de sus «hijos». En estas fiestas actúa el grupo de danzantes que se acompañan de zarra­gón y músicos dulzaineros. Son nueve en total estos danzantes y visten camisa blanca con corbata de colores vivos; pantalón corto y medias, muy claras; alpargatas blancas; chaleco oscuro y una chaqueta del mismo género y color que el pantalón. En la cabeza llevan un pañuelo multicolor atado a la nuca. El zarragón viste de modo similar, con medias oscu­ras, y se toca la cabeza con una especie de bonete con gran borla, llevando en la mano unos palotes huecos para hacer diferente ruido que los danzantes. Ejecuta este grupo una serie de danzas de paloteos, y culmina su actuación con «el Castillo», en que, puestos unos sobre otros, los danzantes forman una torre humana que culmina con uno de ellos puesto hacia abajo. El simbólico rito propiciador de riqueza y fecundidad agrarias, se completa con la fiesta de San Juan, día en que estos danzantes danzan y gobiernan el pueblo.

Todo ello (naturaleza, patrimonio y costumbrismo) hacen de Galve un lugar clave para conocer la altura de nuestra serranía, para viajar al menos una vez en la vida hasta su silueta ahora tan blanca y fría.

Famosos y populares

Hoy viernes celebra nuestro periódico, además del 60 aniversario de su creación, que no es poco, la Fiesta de los Populares, en la que se hará distinción de 20 personas y/o instituciones que a lo largo de 1999 han destacado en nuestra tierra por una u otra razón.
Hoy traigo a este ventanal de lo guadalajareño la semblanza, obligadamente breve, de seis personas que más que populares alcanzaron a ser famosos, algo que supone una popularidad más allá de la contingencia temporal, y aún del espacio de la vida. Aunque uno de ellos esté aún vivo, (y coleando, como él diría) no es ello óbice de aparecer en esta nómina de los famosos que hicieron tanto por la tierra de Guadalajara que hoy se merecen, una vez más, el recuerdo de nuestros lectores.

Hernando Rincón de Figueroa

Pintor de retratos y retablos. Nacido en Guadalajara hacia 1460, vivió la mayor parte de su vida en esta ciudad. Formado desde joven al lado de grandes pintores, como Bernat de la escuela aragonesa, el maestro de los Luna en Guadalajara, y los del entorno toledano de finales del siglo XV. Casado con Catalina Vázquez, hija del arquitecto de los Mendoza Lorenzo Vázquez, entró pronto en el círculo de artistas de la corte mendocina. En Zaragoza y Toledo trabajó colaborando en grandes retablos, entre ellos el de la Catedral primada. Después comenzó a actuar por su cuenta al encargo de parroquias y particulares. En la Alcarria pintó grandes y magníficos retablos, como los de Albalate de Zorita, Fuentes de la Alcarria (1516 aprox.), Santa María de Hita (1505) y Santa María de Medinaceli (1507), todos ellos ya desaparecidos. Se le atribuye verosimilmente el retablo de Robledo de Chavela, hoy en provincia de Madrid.
Formó parte de la corte del Cardenal Mendoza, como artista pintor, y así es posible que participara en el gran retablo de San Francisco de Guadalajara (cuyas tablas se conservan hoy en el Ayuntamiento) y pintando el gran cuadro del *Milagro de San Cosme y San Damián+ expuesto en el Prado, y que procede también de San Francisco de Guadalajara.
Nombrado por Fernando «El Católico» pintor real y «veedor y examinador de pinturas», destacó en esta corte como retratista de primer orden, recordando sus retratos de don Francisco Fernández de Córdoba, un segundón mendocino (hacia 1525) y de Fray Francisco Ruiz, franciscano, relacionado con Cisneros, la Universidad de Alcalá y el círculo de iluminados de Guadalajara.
Murió hacia 1529, en sus casas de la parroquia de San Nicolás, en Guadalajara.

Francisco Layna Serrano

Francisco Layna Serrano fue escritor, historiador y Cronista Provincial. Además de médico otorrinolaringólogo. Nació en Luzón (Guadalajara) en 1893. Estudió el Bachillerato en el Instituto de Guadalajara, pasando luego a la Universidad madrileña a cursar la licenciatura de Medicina, especializándose después, junto a los maestros del Instituto Rubio y Gali, en Otorrinolaringología. Cuando contaba cuarenta años inició Layna sus estudios e investigaciones en torno a Guadalajara. Lo hizo llevado de la irritación noble que le produjo ver cómo un multimillonario norteamericano cargaba con un monasterio cisterciense de Guadalajara, entero, y se lo llevaba a su finca californiana. Se trataba de Ovila. Layna investigó, protestó, y así surgió su pasión de por vida.
La Diputación Provincial de Guadalajara le nombraba en 1934 Cronista Provincial, y a partir de ese momento se volcaría en cuerpo y alma a estudiar, a publicar, a dar conferencias, a escribir artículos y a defender a capa y espada el patrimonio histórico-artístico y cultural de la tierra alcarreña. Entre sus muchos títulos y distinciones, cabe reseñar que tuvo también el cargo de Cronista de la Ciudad de Guadalajara, fue presidente de la Comisión Provincial de Monumentos, académico correspondiente de la de Historia y de Bellas Artes de San Fernando, así como de la Hispanic Society of America, habiendo recibido el Premio Fastenrath de la Real Academia de la Lengua, y recibiendo la Medalla de Oro de la Provincia de Guadalajara tras su muerte, acaecida en 1971. Entre sus múltiples obras destacables, figuran la primera, dedicada al «Monasterio de Ovila», y la gran «Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI» amén de su «Románico de Guadalajara» sus «Castillos de Guadalajara», su «Palacio del Infantado», su «Caballada de Atienza» y decenas más. Murió en Madrid en 1971.

José Antonio Ochaita

Poeta, periodista, dramaturgo, autor de letras de canciones. Nacido en Jadraque (Guadalajara) en 1905. Estudió en Madrid, en el colegio de San Ildefonso. Durante breve tiempo fue empleado de Banco, después profesor de gramática en el colegio de los Salesianos, estudiando Filosofía y Letras en Salamanca, donde fue alumno de don Miguel de Unamuno a quien admiraba y quería. Ya periodista, ejerció de redactor del *Faro de Vigo+. Miembro de la Real Academia Gallega de las Buenas Letras, pasa la Guerra Civil en Madrid y posteriormente se dedica en exclusividad a lo que más le gusta: conferenciante, ensayista, autor teatral, folklorista, recitador brillante… se dedica sobre todo a escribir versos y canciones. Como creador del *Núcleo González de Mendoza+ del que en vida fue vicepresidente, colaborador especial en la celebración de los Días de la Provincia, en los que cantó las bellezas de nuestras tierras; alma y guía de Versos a Medianoche, ganador de la *Abeja de Oro+ y, en sus últimos años, cronista de la Ciudad de Guadalajara. Murió en Pastrana, mientras recitaba versos dedicados a la Alcarria, una noche de agosto de 1973.

Tomás Camarillo Hierro

Fotógrafo, escritor, divulgador de las bellezas de Guadalajara. Nació en Guadalajara en 1879. Su padre fue carpintero, y él hubo de ganarse la vida desde muy pequeño en Madrid, ejerciendo todos los oficios posibles: repartidor de tienda de ultramarinos, escribiente de Juzgado, trabajador del periódico *La Región+. Con el dinero ahorrado a base de repetidas privaciones, retorna a Guadalajara en 1909 y logra instalar un kiosco de venta de baratijas en la plaza del Jardinillo, frente a la iglesia de San Nicolás. Posteriormente monta un negocio de alquiler de pianos por los pueblos de la provincia, cuyas ganancias le permiten instalar en la calle Mayor, allá por 1920, un importante comercio de objetos de regalo e instrumental fotográfico. Se dedica después a recorrer los caminos entonces polvorientos de la provincia, con su flamante Ford y un altavoz en el que anuncia su mercancía (radios y máquinas de fotos) y retrata con la cámara estampas populares, rincones urbanos, paisajes y todo aquello que merece su atención. En la capital alcarreña toma instantáneas de viejos edificios, iglesias, palacios y nuevas construcciones. Desde entonces, la visión de Camarillo es la paradigmática de esta tierra de Guadalajara en los años 20-40. Muerto en 1954, su inmenso archivo fue legado por su familia a la provincia, representada por la Diputación Provincial, depositaria de sus fotos, máquinas y recuerdos.

Jose de Juan-García Ruiz

Escritor y periodista. Nació en Guadalajara en 1915. Cursó el Bachillerato en el Instituto *Brianda de Mendoza+ y la carrera de Magisterio en la Escuela Normal. En sus años mozos trabó amistad con Antonio Buero Vallejo, a quien se une en la aventura literaria. Ambos presentan trabajos originales en concursos y certámenes locales, que ganan con facilidad, perfilándose en ellos una creciente vocación por las letras. Al terminar la Guerra Civil, de Juan inicia sus colaboraciones literarias en *Nueva Alcarria+, recién creado como órgano periodístico de la España franquista en Guadalajara. Formado después en la Escuela de Periodismo, terminó sus estudios con todo merecimiento. Siguió simultaneando el ejercicio periodístico en la por él creada Revista Reconquista y por supuesto en *Nueva Alcarria+ de la que llegó a ser redactor jefe y Director, a partir de 1947, durante más de 25 años. Murió en Guadalajara en 1972.

Camilo José Cela

Aunque gallego de nacimiento, nacido en Iria Flavia (La Coruña) en 1916, este escritor puede incluirse cono todos los merecimientos entre la nómina de guadalajareños famosos, porque él está de acuerdo, y con él la mayoría de los alcarreños en su sano juicio. Premio Nobel de Literatura en 1989, su relación con Guadalajara se inicia ya desde antes de escribir su más famosa obra, «El Viaje a la Alcarria» que traducido a decenas de idiomas de todo el mundo, y con más de 10 millones de ejemplares editados, se constituye en el mejor clarín de difusión de la esencia de nuestra tierra. Escrita en 1946, la Alcarria que describe Cela no es la de hoy, por supuesto, pero sí que consigue con su ternura, su humor y su altísima calidad literaria, atraer la atención de millones de lectores hacia nuestra tierra más emblemática. Ha residido durante muchos años entre nosotros (Caspueñas, El Clavín, El Cañal…) y sigue teniendo a Guadalajara en su corazón benévolo y sabio. Afortunadamente vivo, Cela es uno de los más altos valores que la Alcarria y Guadalajara entera puede (si quiere) lucir con orgullo como propios.

Los Jardines de Pastrana

Vuelve el viajero, una vez y otra más, a Pastrana. A subir y bajar por sus calles, que ahora en invierno están oscuras más que nunca, húmedas y frías. Como lo está la tierra toda, aletargada y esperando.

En Pastrana se trabaja deprisa, en estos días, por sacar pronto la cara riente del palacio de los Éboli, que será sin duda una cara nueva, de debajo de las mallas que lo cubren. Y en ese palacio volverá a estar la cifra del porvenir de la villa.

Bellezas ocultas de Pastrana

Tuvo Pastrana muchos encantos, y los sigue teniendo. Pero la mayoría escondidos. Su raíz es mora, se mire por donde se mire. Porque como en el mundo islámico, la belleza más exquisita se oculta a la vista de todos, y la goza solo el dueño. Eso ocurre con los palacios, de basto adobe en sus muros, con la corona de una palmera si acaso asomando sobre ellos, pero con el brillo de los mármoles, el murmullo del agua, los colores brillantes de los cojines, en su interior. Como pasa con sus mujeres, ocultos sus rostros y sus cuerpos por paños espesos, pero hermosas y bellas en el interior de las casas, de las habitaciones perfumadas…

Pastrana es mora en todo. Detrás de su cerrado muro palaciego está el brillo dorado de los artesonados cuajados de grutescos. Detrás de las feas paredes de la Colegiata, lisas y altas, se esconden los impresionantes seis tapices borgoñones con las batallas vibrantes de los portugueses en África. Al otro lado de la siempre cerrada puerta del convento de las concepcionistas, están/estaban los Niños Jesuses de marfil dorado, los cuadros de Maino, los cálices de plata brillante… Detrás también de muchas casas, de pobre fachada enyesada o pétrea, tras el oscuro portalón se abre el patio, y en el patio está el recuerdo del jardín, la huella del agua morisca, el capullo de la rosa de Arabia que se abrirá en primavera, la parra ondulante que figura un cielo de pámpanos y abejas.

Por estudiar estos jardines moriscos de Pastrana, pasaron varios años midiendo, entrando y saliendo, hablando y consultando legajos Tomás Nieto y Esther Alegre, que escribieron un libro fabuloso que me pidieron prologara. Como todos los libros realmente buenos, trascendentes y trabajados, bellos y sabios, ha quedado solo en los anaqueles de unos pocos bibliófilos. Y como ellos me pidieron que lo prologase, y diera mi visión de lo que en él cuentan, escribí unas frases que quiero ahora repetir, no sólo porque animen a mis lectores a ir a Pastrana, y a ver sus jardines, sino por liberar de la soledad estas palabras a las que un libro, también de estirpe mora, dejó dentro recluidas, quizás bellas (no lo puedo saber) pero seguro que animosas.

Prólogo a los Jardines

La Princesa escucha la voz de quien subió un día, majestuoso aunque pequeño y rubiato, las escaleras de su palacio. La escucha en su corazón, y la evoca en días de primavera y pájaros. Magdalena de Buencuchillo, mientras borda rosas sobre la seda  pajiza, se acuerda de un canto que aquel que hoy en Indias le dijo abajo de la parra, junto al pozo. Daniela Burgos atesora en su memoria aquellas tardes, ya en caída, cuando con sus hermanos corrían tras los gatos, subiendo y bajando caminos húmedos, resbaladizos…

Los recuerdos de quien ya no los tiene, porque son a su vez pasto de la perdida memoria y de la melancolía, tienen una dosis subida de enredaderas, parterres, cogollos de cipreses y magnolios. Tienen sonoridad del agua que se despeña, breve, por las acequias. Tienen la luz que absorben, como en puños, los hierbadales que surgen rebeldes junto a los estanques, tras los pozos. Las  horas quietas de muchos pastraneros y pastraneras se fueron, lentas y dulces, por los empinados jardines de sus opulentas mansiones. Con un adormilado entrever resucitan gritos, sudores, esperanzas inquietas. Todas vividas, latidas en esos jardines que Pastrana tiene escondidos entre vallas, entre higueras, más allá de los paredones yesosos de sus corralizas. En esos jardines está la esencia del querer, del sentir. La vida nada menos.

Este es un libro que habla de esos jardines de Pastrana. De esos espacios desconocidos, míticos casi aún para quienes viven en la villa. Porque de los muchos que hubo, apenas quedan cuatro o cinco. Lugares donde cuajó la esencia de una historia, la no escrita razón de unos duques, de unos moriscos, de algunos flamencos y del hablar de guerras y renovaciones místicas. Espacios que cabalgan entre lo arquitectónico y lo natural, entre lo planificado por el hombre y lo espontáneamente nacido del sol y las lluvias. Lugares que complementan los palacios, las casonas, tantos hogares que eran, y son todavía, vivienda, cuadra, secadero y huerta. En la cuesta agria y difícil de Pastrana, una Colegiata y una fuente de cuatro caños dan luz al abigarrado conglomerado de sus edificios. Entre ellos, y como así fue desde hace muchos siglos, surgen los jardines. Donde la luz juega con el pensado trazo del agua y la fraguada línea de arrallanes. Esos jardines que aquí, en sabia unidad de técnica y documentos, nos presentan Tomás Nieto y Esther Alegre. Para que entre las páginas de un exquisito libro permanezcan más siglos sus formas, sus sombras, sus esencias sin perderse.

No puedo decir nada más, porque sin querer, y hablando de Pastrana, la mano y el corazón se me van a la subida nostalgia. Pero sí presentar esta obra como un cuidado, novedoso y perfecto estudio sobre un aspecto que parecía mínimo, y no es sino otro perfil de la arquitectura popular, y aun palaciega, de esta villa alcarreña: los jardines de estirpe hispanomusulmana, viejos en su tradición, eternos en sus formas, que mis amigos Tomás y Esther han catalogado, han medido, han examinado con lupa, han fotografiado y han hallado su razón en sucesos pretéritos y esquemas clarificados. Un estudio que Pastrana merecía y que sólo ellos, avizorando el papel viejo y la piedra eterna, han sabido desvelar y ofrecernos.

La esforzada doña Ana, duquesa viuda y princesa, tuerta y entristada; la jovencísima Magdalena de Buencuchillo, pálida pero llena de vida; la gran señora doña Daniela Burgos, canosa y sin apenas arrugas sentada en el respaldar de anea, dejan que tiriten sus recuerdos por los umbrosos pasadizos, estrechos, mojados, de sus jardines. Allí estuvo la vida, allí está ahora el recuerdo de sus años, que fueron hace tantos…

Armas y blasones de las viejas villas

Cuando se escribe mucho, se yerra mucho. Como cuando se habla mucho. Las pruebas las tenemos a diario, y uno mismo, que escribe mucho, (un artículo a la semana, y el resumen de cuatro pueblos en un coleccionable también semanal) también se equivoca mucho. Al menos, más que quienes no escriben nunca nada. Por eso es la manía de uno de estar siempre leyendo, siempre que puede y le dejan, por aprender cosas nuevas, por hallar noticias hasta ahora ocultas, por verle la cara desde otro lado a la realidad. Al menos, si no sirve para escribir más paladinamente, puede valer como consuelo de que se intentó hacerlo lo mejor posible.

Vienen estas reflexiones un tanto masoquistas a propósito de haberme encontrado, muy recientemente, con una edición facsímile que ha entrado en mi biblioteca con todos los honores. Porque trata de un tema muy querido, el de los escudos de armas municipales, y porque es en definitiva, como todos los antiguos, un libro bello y cordial, lleno de entusiasmo, y, en este caso también de sabiduría.

Se trata del «Rasgo heroyco, declaración de las empresas, armas, y blasones con que se ilustran, y conocen los principales reynos, provincias, ciudades, y villas de españa, y compendio instrumental de su historia» compuesto por Antonio Moya, vecino de Madrid, quien lo vio editado por sí mismo en 1756, y dedicado al Rey de España, que a la sazón era don Fernando el sexto.

Muy en la línea de la bibliografía ilustrada, se pone en forma de enciclopedia la tarea de escribir sobre la historia, abreviada, de las importantes ciudades de la España de la época, y hacer descripción y dar explicación de sus respectivos escudos de armas, de esas «medallas» que al estilo de los antiguos, explicaban en brevedad y síntesis estupenda la historia toda de la ciudad. Dice el autor en su brebe Introducción, que en el uso de esas armas y blasones «se contiene y cifra el motivo que tuvieron para obstentarlas, como Documento Heroyco de sus nombles principios, y glorioso progressos, con otras memorias, que hacen recuerdo de las circunstancias en que se igualan, ó exceden las unas a las otras».

En la larga lista de ciudades y villas blasonadas que Antonio Moya trata en su famoso libro, figuran algunas de nuestra actual provincia de Guadalajara, y en este impulso de leer primero y después copiar que me ha venido de pronto, quiero dejar aquí impresos, para la general ilustración, goce y curiosidad de mis lectores, lo que el madrileño autor dice de los escudos de algunos pueblos y ciudades de nuestra tierra.

Escudos de pueblos y ciudades de Guadalajara

Ocho son los lugares de nuestra tierra que trata Moya, y que por no hacer el escrito muy largo, ni ser pesado, me limito a copiar lo que dice en cuanto a la estructura, muebles y esmaltes de que consta el escudo de estos lugares, puestos con la misma grafía y por el mismo orden que él los pone en su obra.

Atienza

«Por haber conquistado la Villa de Atienza el Rey Don Alonso el Sexto de Castilla, en el año de 1083, la concedió los Blasones, que obstenta en sus Escudos; y son los mismos, que como Rey de Castilla y de Leon llevaba en sus Vanderas aquel monarca».

Brihuega

«… en memoria de lo dicho, y de venerar por Patrona una imagen de Nuestra Señora, con el Titulo de la Peña, la llevan por Balsón en sus Escudos, y una Fortaleza, que muestra la primera que allí huvo, y la que asiste a sus moradores, que son robustos, fuertes y guerreros…».

Cogolludo

«…mandaron gravar los Cerdas en los Escudos de la Villa sus Armas, que son, en primero y quarto los Blasones de Castilla, y Leon, con colores Reales; y segundo y tercero las tres Flores de Lis de Francia de Oro sobre Campo azur». No me resisto a copiar lo que Moya explica luego para justificar el nombre del pueblo. Dice así: «El nombre con que oy se conoce la villa de Cogolludo, se sabe, que viene derivado de las Cogullas, que usaban los Cavalleros, que allí se establecieron quando se empezó a habitar aquel terreno, y se hizo en él Población».

Guadalaxara

«… se halló en su conquista Alvar Fañez Minaya, Primor del cid Ruy Diaz; y por averse esmerado este en los asaltos, y dexado memoria illustre de sus hechos, tomaron su figura a Cavallo por Blasones, la que mantiene dicha Ciudad en sus Escudos, que blasona de Azur, sembrado de Estrellas de Oro. Esto es lo que su Historia nos refiere, a lo que yo añado, que la figura Equestre, que es un Hombre a cavallo, es Geroglifico de nobleza, valor, ossadia y magestad: Atributos que a la ciudad, y a sus Republicos pertenecen, por lo hidalgos, guerreros, esforzados, y obstentosos, que son, como lo acreditan sus hazañas, de que se pudiera escribir largamente…».

Molina de Aragón

«… por tener estos cerros [en que asienta la villa] semejanza en el nombre, y en la figura con las ruedas de los molinos, tomaron los de Molina el título que tienen, y su imagen por Empressa, poniendo, en Escudo azur, dos Ruedas de Molino de Plata; y despues aumentaron un Brazo con un Anillo en los dedos, en acción de dar: y esto trae su origen del Matrimonio que contraxo la hija de Don Gonzalo Perez de Lara Mofalda con el Infante Don Alonso, hijo del Rey Don Alonso, Rey de Leon, la que llevó en dote dicha Villa, y Señorío, como por la dadiva del Anillo se muestra».

Orche

«sus blasones que son Escudo partido: en primero de Azur, Castillo de Plata, entre dos Olivos… en segundo, del mismo esmalte, propone dicho Escudo dos manos derechas asidas, que también significan paz, concordia, union, amistad, fee y lealtad».

Sigüenza

«El Escudo de Armas y Blasones que la ilustra, el que se ordena partido: en primero, de Azur, Castillo de Oro; en segundo, de gules, Aguila de Sable, con las alas baxadas, coronada a la antigua, y un huesso principal del cuerpo Humano en las garras».

Zifuentes 

«… el qual es [el blasón] un Castillo, en el que se representa su Fortaleza. Al pie de esta Maquina nacen las Fuentes que se han dicho, y muy cerca de ellas están los Molinos, por lo que blasonaron en su escudo de armas por baxo de el Castillo (que laman en punta) dos ruedas de molino».

Y esto es todo cuanto he copiado del libro de Antonio Moya en que refiere cómo son, o como eran a mediados del siglo XVIII, los escudos de las más principales ciudades y villas de la tierra de Guadalajara. Y espero que haya gustado a mis lectores esta vieja plática. Y no digo más.