Pupitres y arados

viernes, 24 septiembre 1999 0 Por Herrera Casado

 

No hace muchas fechas me acerqué a Cabanillas por ver, a llamado de su propietario y promotor, uno de los conjuntos más apasionantes de cultura tradicional de nuestra tierra. En su casa de la plaza mayor, José Luís Rhodes está montando (ha montado ya, mejor dicho, pues lleva 25 años con esto) un verdadero «Museo de Artes Tradicionales» en el que se pasan las horas sin sentir, viendo piezas curiosas y escuchando las explicaciones de este alcarreño de pro. Viejos nombres olvidados, faenas humanas que ya no se practican, el ingenio agudo y la voluntad férrea: todos los elementos que nuestros abuelos (esto lo digo por presumir, porque realmente algunas cosas las utilicé yo mismo) usaban para tareas cotidianas de la vida, y que hoy han quedado resumidas en la categoría de «curiosidad» a un Museo.

Arados y tinajas

De la vieja forma de cultivar la tierra y recoger sus frutos quedan en este «Museo de Artes Tradicionales» de Rhodes en Cabanillas muchos y hermosos ejemplos. Quizás sea el arado, ese elemento poderoso, bello y valiente que durante siglos (se le llama aún «arado romano»…) ha servido para roturar la tierra, abrirla en canal y ponerla en servicio, el que llama más la atención del visitante. Tiene varios arados Rhodes en las paredes de su Museo. Uno de ellos es de Pinilla de Jadraque, y de verdad que está pidiendo, con su perfil complicado y digno, un monumento. Por lo menos, un estudio y un poema. Como el que le dedicó hace unos meses Serafín Gordo Bris en el Boletín de la Casa de Guadalajara, donde con pormenor hacía referencia a todas y cada una de esas piezas, imprescindibles y ajustadas, que conforman el artilugio: yo confieso que aparte de la reja (que abre la tierra), la esteva (que conduce la maniobra por donde debe ser hecha) y el timón, poco más sé de esas 20 piezas que constituyen el arado. La tierra, como una besana ancha, se ha dejado manipular durante siglos por las brillantes y poderosas rejas de los arados castellanos. Allí, en las paredes altas y generosas del Museo de Rhodes en Cabanillas, se ven algunos de estos elementos saludablemente viejos. Antiguos, esa es la palabra.

Y puesto que la familia se dedicó tradicionalmente al comercio del vino, allá quedan íntegros todos los elementos que constituyeron esta humana hazaña de transformar la uva en vino, cuidar ese líquido, mejorarlo, almacenarlo y transportarlo. De todo hay: desde los grandes martillos para apretar los tapones de corcho en las bocas de las cubas de madera, hasta las enormes tinajas con marcas que se alzan más de tres metros sobre el suelo. Los curiosos filtros para depurar el vino y las preciosas garrafas de cristal, unas enormes y otras con sus lañas. Añade Rhodes, como adorno, un curioso racimo de elementos que rodean al arte de beber. Desde botellas y sacacorchos, hasta una increíble colección de botellas de gaseosa. ¿Sabían mis lectores que en Guadalajara ha habido, en muchísimos pueblos, fábricas de gaseosa? En Guadalajara «La Industrial» y en Horche «La Horchana» eran bastante populares. Pero en Brihuega tuvieron a «La Alcarreña», en Mondéjar «La Amazona», en Tórtola la «Ramírez» y en Yebra la mejor de todas: Gaseosas «El Sagrado Corazón de Jesús», todo un monumento a la tradición.

Pupitres y calentadores

La vida tradicional, en los pueblos y las ciudades españolas, hasta hace no más de un cuarto de siglo, tenía recursos astutos para enfrentarse a las necesidades diarias. Ya nadie se acuerda que antes, en el invierno, hacía tanto frío en las casas, que se formaba hielo en los cristales por dentro de las habitaciones, que había que echar a correr desde el cuarto de estar a los dormitorios para no quedarse helados por los pasillos… y que al llegar a la cama, alguien [generalmente la madre, o la abuela] había puesto un «calentador» de brasas ardientes entre las sábanas para que pudiera entrarse en ella sin perecer congelado.

Los pupitres de la vieja escuela de Cabanillas los salvó Rhodes de una muerte segura, cuando estaban, desgualdramillados ya, tirados por la calle. Con paciencia, lo mismo con esos pupitres que no muchas otras piezas que guarda, ha ido recomponiendo, arreglando, limpiando y haciendo que funcionen todos los artilugios que se ven este lugar.

Quiero, haciendo un inciso, llamar la atención de todos, especialmente de autoridades culturales en las que recae la responsabilidad de conservar adecuadamente para generaciones futuras este legado, alabar la tarea personal, civil y entrañable, llena de amor y entusiasmo hacia lo que fue vida y dinamismo en años pasados, de José Luís Rhodes. Museos como el suyo son absolutamente imprescindibles. La Administración regional tiene un Museo Etnográfico o de Artes Populares (lo mismo da el nombre) en los sótanos del palacio del Infantado. Y lo tiene cerrado desde hace muchos años. Al parecer, la humedad de las paredes hace desaconsejable la visita por parte del público. Pero el hecho es que está muy bien resuelto y tiene piezas estupendas. Yo conseguí verlo cuando se inauguró. Pero poco después se cerró y nadie parece plantearse la necesidad de que siga abierto, y sobre todo, vivo. Hay otro museo de este estilo en el colegio de los padres Josefinos del Beato Murialdo, en el callejón de Infantes de la ciudad de Sigüenza. Aunque no está abierto de forma habitual a la visita pública, ellos lo enseñan cuando alguien se lo solicita. Y en Tendilla y Palazuelos están planeando, desde hace ya tiempo, crear sendos museos de estos elementos de la vida tradicional, rural y entrañable, pero al parecer o no se lo toman con mucho entusiasmo, o faltan las ayudas para ello.

Aquí en Cabanillas, en la casa grande de la plaza, se ven los carros que fueron los elementos de transporte tradicionales. Hay uno procedente de Tórtola que está perfecto, con su farol, sus ruedas limpias, su matrícula… Lo de Rhodes puede parecer, en principio, como un batiburrillo de cosas, además viejas, inservibles, absolutamente inútiles. En un mundo de prisas, de aprovechamiento íntegro de los minutos, de teléfonos móviles y, sobre todo, de valoración de cada cosa en punto a su utilidad inmediata, este caserón es un monumento a la nada. Pero en esa mezcolanza de artilugios y enseres, todos limpios y utilizables, Rhodes ha conseguido decirnos algo muy importante: que todo lo que tuvo al hombre como protagonista sigue ofreciendo su mensaje. Está loco el que le hace oídos sordos.

Y sigo mirando las paredes, las alacenas, las grandes mesas: allí aparecen las pesas de todo tipo, repartidas entre las romanas de colgar y de suelo. O las medidas de madera, los recipientes para albergar la fanega y la media fanega, el celemín y el medio celemín, con su rasero igualador. Hay garabatos para coger los cubos que se caían al profundo del pozo. Y hay azadillas, azadas, comederos de ovejas, mesas para fabricar quesos, con sus apoyos y los «valeros» que eran esas cuerdas que sirven para atarlos y comprimirlos. Están los yugos de las mulas y bueyes, y las dallas o guadañas de diversos tipos. La enorme tolva de molino, perfecta, y el gran fuelle de la fragua de Marchamalo. Están los peroles, las ollas, y encellas para recoger el requesón. No falta uno solo de los elementos para la matanza, ni las calabazas para el agua en verano, ni los morillos para el fuego, ni las colmenas…

Todo un mundo, todo un monumento a la vida, a las gentes que fueron de pueblo, o de ciudad, y que hacían las cosas necesarias para la vida con las manos y la inteligencia. Todo un mundo, al parecer, irremediablemente ido.