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septiembre, 1999:

Pupitres y arados

 

No hace muchas fechas me acerqué a Cabanillas por ver, a llamado de su propietario y promotor, uno de los conjuntos más apasionantes de cultura tradicional de nuestra tierra. En su casa de la plaza mayor, José Luís Rhodes está montando (ha montado ya, mejor dicho, pues lleva 25 años con esto) un verdadero «Museo de Artes Tradicionales» en el que se pasan las horas sin sentir, viendo piezas curiosas y escuchando las explicaciones de este alcarreño de pro. Viejos nombres olvidados, faenas humanas que ya no se practican, el ingenio agudo y la voluntad férrea: todos los elementos que nuestros abuelos (esto lo digo por presumir, porque realmente algunas cosas las utilicé yo mismo) usaban para tareas cotidianas de la vida, y que hoy han quedado resumidas en la categoría de «curiosidad» a un Museo.

Arados y tinajas

De la vieja forma de cultivar la tierra y recoger sus frutos quedan en este «Museo de Artes Tradicionales» de Rhodes en Cabanillas muchos y hermosos ejemplos. Quizás sea el arado, ese elemento poderoso, bello y valiente que durante siglos (se le llama aún «arado romano»…) ha servido para roturar la tierra, abrirla en canal y ponerla en servicio, el que llama más la atención del visitante. Tiene varios arados Rhodes en las paredes de su Museo. Uno de ellos es de Pinilla de Jadraque, y de verdad que está pidiendo, con su perfil complicado y digno, un monumento. Por lo menos, un estudio y un poema. Como el que le dedicó hace unos meses Serafín Gordo Bris en el Boletín de la Casa de Guadalajara, donde con pormenor hacía referencia a todas y cada una de esas piezas, imprescindibles y ajustadas, que conforman el artilugio: yo confieso que aparte de la reja (que abre la tierra), la esteva (que conduce la maniobra por donde debe ser hecha) y el timón, poco más sé de esas 20 piezas que constituyen el arado. La tierra, como una besana ancha, se ha dejado manipular durante siglos por las brillantes y poderosas rejas de los arados castellanos. Allí, en las paredes altas y generosas del Museo de Rhodes en Cabanillas, se ven algunos de estos elementos saludablemente viejos. Antiguos, esa es la palabra.

Y puesto que la familia se dedicó tradicionalmente al comercio del vino, allá quedan íntegros todos los elementos que constituyeron esta humana hazaña de transformar la uva en vino, cuidar ese líquido, mejorarlo, almacenarlo y transportarlo. De todo hay: desde los grandes martillos para apretar los tapones de corcho en las bocas de las cubas de madera, hasta las enormes tinajas con marcas que se alzan más de tres metros sobre el suelo. Los curiosos filtros para depurar el vino y las preciosas garrafas de cristal, unas enormes y otras con sus lañas. Añade Rhodes, como adorno, un curioso racimo de elementos que rodean al arte de beber. Desde botellas y sacacorchos, hasta una increíble colección de botellas de gaseosa. ¿Sabían mis lectores que en Guadalajara ha habido, en muchísimos pueblos, fábricas de gaseosa? En Guadalajara «La Industrial» y en Horche «La Horchana» eran bastante populares. Pero en Brihuega tuvieron a «La Alcarreña», en Mondéjar «La Amazona», en Tórtola la «Ramírez» y en Yebra la mejor de todas: Gaseosas «El Sagrado Corazón de Jesús», todo un monumento a la tradición.

Pupitres y calentadores

La vida tradicional, en los pueblos y las ciudades españolas, hasta hace no más de un cuarto de siglo, tenía recursos astutos para enfrentarse a las necesidades diarias. Ya nadie se acuerda que antes, en el invierno, hacía tanto frío en las casas, que se formaba hielo en los cristales por dentro de las habitaciones, que había que echar a correr desde el cuarto de estar a los dormitorios para no quedarse helados por los pasillos… y que al llegar a la cama, alguien [generalmente la madre, o la abuela] había puesto un «calentador» de brasas ardientes entre las sábanas para que pudiera entrarse en ella sin perecer congelado.

Los pupitres de la vieja escuela de Cabanillas los salvó Rhodes de una muerte segura, cuando estaban, desgualdramillados ya, tirados por la calle. Con paciencia, lo mismo con esos pupitres que no muchas otras piezas que guarda, ha ido recomponiendo, arreglando, limpiando y haciendo que funcionen todos los artilugios que se ven este lugar.

Quiero, haciendo un inciso, llamar la atención de todos, especialmente de autoridades culturales en las que recae la responsabilidad de conservar adecuadamente para generaciones futuras este legado, alabar la tarea personal, civil y entrañable, llena de amor y entusiasmo hacia lo que fue vida y dinamismo en años pasados, de José Luís Rhodes. Museos como el suyo son absolutamente imprescindibles. La Administración regional tiene un Museo Etnográfico o de Artes Populares (lo mismo da el nombre) en los sótanos del palacio del Infantado. Y lo tiene cerrado desde hace muchos años. Al parecer, la humedad de las paredes hace desaconsejable la visita por parte del público. Pero el hecho es que está muy bien resuelto y tiene piezas estupendas. Yo conseguí verlo cuando se inauguró. Pero poco después se cerró y nadie parece plantearse la necesidad de que siga abierto, y sobre todo, vivo. Hay otro museo de este estilo en el colegio de los padres Josefinos del Beato Murialdo, en el callejón de Infantes de la ciudad de Sigüenza. Aunque no está abierto de forma habitual a la visita pública, ellos lo enseñan cuando alguien se lo solicita. Y en Tendilla y Palazuelos están planeando, desde hace ya tiempo, crear sendos museos de estos elementos de la vida tradicional, rural y entrañable, pero al parecer o no se lo toman con mucho entusiasmo, o faltan las ayudas para ello.

Aquí en Cabanillas, en la casa grande de la plaza, se ven los carros que fueron los elementos de transporte tradicionales. Hay uno procedente de Tórtola que está perfecto, con su farol, sus ruedas limpias, su matrícula… Lo de Rhodes puede parecer, en principio, como un batiburrillo de cosas, además viejas, inservibles, absolutamente inútiles. En un mundo de prisas, de aprovechamiento íntegro de los minutos, de teléfonos móviles y, sobre todo, de valoración de cada cosa en punto a su utilidad inmediata, este caserón es un monumento a la nada. Pero en esa mezcolanza de artilugios y enseres, todos limpios y utilizables, Rhodes ha conseguido decirnos algo muy importante: que todo lo que tuvo al hombre como protagonista sigue ofreciendo su mensaje. Está loco el que le hace oídos sordos.

Y sigo mirando las paredes, las alacenas, las grandes mesas: allí aparecen las pesas de todo tipo, repartidas entre las romanas de colgar y de suelo. O las medidas de madera, los recipientes para albergar la fanega y la media fanega, el celemín y el medio celemín, con su rasero igualador. Hay garabatos para coger los cubos que se caían al profundo del pozo. Y hay azadillas, azadas, comederos de ovejas, mesas para fabricar quesos, con sus apoyos y los «valeros» que eran esas cuerdas que sirven para atarlos y comprimirlos. Están los yugos de las mulas y bueyes, y las dallas o guadañas de diversos tipos. La enorme tolva de molino, perfecta, y el gran fuelle de la fragua de Marchamalo. Están los peroles, las ollas, y encellas para recoger el requesón. No falta uno solo de los elementos para la matanza, ni las calabazas para el agua en verano, ni los morillos para el fuego, ni las colmenas…

Todo un mundo, todo un monumento a la vida, a las gentes que fueron de pueblo, o de ciudad, y que hacían las cosas necesarias para la vida con las manos y la inteligencia. Todo un mundo, al parecer, irremediablemente ido.

La Guadalajara de hace 100 años

 

En estos días de fiesta en Arriaca, ha caído en mis manos, de casualidad y muy temporalmente, un libro hermoso y muy buscado. Uno de esos libros que parecen llevar dentro una vocecita que saluda y nos guiña. Es la «Guía del Turista en Guadalajara» escrito por don Juan Diges Antón, y publicado en 1914 en los talleres tipográficos de la Casa de Expósitos, a expensas de la Junta Provincial del Turismo, que actuó en este caso de entidad editora.

Un librito de 12 por 19 centímetros, encuadernado en cartón, impreso a una tinta, con papel satinado de gran calidad y peso, muchísimas fotografías, algún que otro plano desplegable y 124 páginas. Una delicia de libro y de guía, que nos pone en la mano una Guadalajara antigua ya, de casi un siglo atrás, con evidencias de los cambios sufridos que se hacen en algunos casos positivamente videntes, y en otros no puede por menos de entristecernos al ver las cosas perdidas.

Las casonas solariegas

En su capítulo sobre las «Casas Solariegas», Diges Antón hace un recorrido por las que él conoce y le causan una especial sensación. Unas por su antigüedad (aunque estuvieran a punto de caerse), otras por su historia, y otras por sus elementos artísticos. Lo que da bastante pena y un punto de escalofrío, es comprobar cómo la inmensa mayoría de estas casonas que adornaban las plazuelas de Guadalajara a comienzos de este siglo que ahora acaba, hoy ya no existen. Y las que lo hacen, han cambiado o van a cambiar tanto su aspecto, que parecen otras. Que si sus constructores levantaran la cabeza, se volvían a morir del susto.

Dice Diges que una de las casas solariegas más típicas de Guadalajara es la del Sr. Conde de Romanones. Lo que hoy es conocido como «Palacio de la Cotilla» pertenecía, para su habitación cuando venían a esta ciudad, a los marqueses de Villamejor. A la sazón el señor marqués era nada menos que Presidente del Gobierno. Así la describía el cronista de la ciudad: La fachada principal es… una portada sencilla de sillería coronada por el escudo nobiliario de la familia; aristones, jambas, dinteles, cornisamiento, machones y verdugadas de ladrillo con cajones de mampostería; balconaje y rejas de hierro forjado con material abundante. Un gran jardín.

Seguía describiendo la de los Guzmanes, en la calle de Budierca (hoy del Dr. Creus). Y la describía como de portada de sillería, y del mismo material, las jambas del hueco que cae encima, terminando con el escudo nobiliario de la familia. El resto de la fachada es de ladrillo con grandes balconajes de hierro, y estaba en parte rodeada por un hermoso jardín, en otros tiempos. La verdad es que de todo ello hoy sólo queda el hueco de entrada, coronado del escudo heráldico de los Guzmán. Se ha transformado en un moderno edificio destinado a Residencia Universitaria de la Junta de Comunidades.

En la cuesta de San Miguel, a media altura enfrente de la capilla de Luís de Lucena, donde antiguamente estuvo la Escuela Normal de Maestras, tuvo su palacio la marquesa de Cogolludo. Y en la plaza de Beladíez, en el solar en que hoy se levanta el edificio de la Delegación de Trabajo que pronto será destinada a sede de los Juzgados, estuvo el Palacio de los Labastida. Fue luego sede del Casino «La Nueva Peña» y más tarde de la Organización Juvenil Española. Muchos recordarán aún su vetusta estampa, su escudo en lo alto de la fachada, su gran patio y su escalera de más o menos empaque. Un viejo palacio arriacense que también feneció.

En la casa del Conde de Medina, que fue también de los Romanones (que sigue siendo, mejor dicho) y hoy está ocupada por la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha donde está la sede de su Delegación provincial, hay una preciosa portada de gran carácter, con almohadillado prominente en el contorno de su hueco, y un bonito escudo sobre la puerta. En esa misma plaza de San Esteban estuvo el palacio que fue de los Caniego de Guzmán, y luego de los condes de la Concepción, siendo ocupada ya en este siglo por la Delegación de Correos, antes de construirse el edificio que hoy ocupa. Cayó en los años 50 de este siglo. Y aunque en esa plaza se mantiene en pie lo que fue casona de don Antonio del Hierro, vizconde de Palazuelos, y en cuya esquina estuvo la imprenta y librería de Antero Concha, hoy no ofrece más aspecto que el de una vieja casona si estilo.

Casonas hubo también en la plaza de Prim (la del Conde de Clavijo) y en la Plaza del Mercado la del marqués de Vallecerrato. Todavía en 1914 estaba en pie la hermosa casa palaciega de los Bedoya, en la cuesta de Cervantes, en el lugar en que hoy se alza el Instituto de la Seguridad Social y primitivo Ambulatorio del Seguro. Después de la Guerra se tiró y solo añejas fotografías quedan. En la calle de Montemar estaba el palacio de los condes del mismo nombre, y en la Calle Mayor las de los señores Valle, que hoy remozada ocupa la Cámara de Comercio de Guadalajara.

La plazuela (hoy aparcamiento público) de Dávalos era especialmente densa en cuanto a casonas señoriales. Aparte de la de los Ávalos, sus constructores a principios del siglo XVI, y que milagrosamente en pie pero ya muy tocada espera ese repetidamente anunciado desembolso de cientos de millones para ser convertida en Biblioteca Pública Provincial (eso será pasada la hoja del siglo) hubo otros palacios en este espacio urbano. El marqués de Peñaflorida tuvo su gran casona, que luego el Sr. Vega a principios de siglo derruyó dejando como muestra la almohadillada portada, que casi llegó a nuestros días. La familia Medrano tuvo otro caserón con escudos, que también se han perdido.

Otros edificios

Aunque ya no palacios de la aristocracia, en la Guía del Turista en Guadalajara del Sr. Diges Antón se reflejan algunos otros edificios que hoy ya no existen. Es uno de ellos el inmenso Convento de las Jerónimas, que por entonces ejercía de Hospital Provincial, puesto con rasgos de arte renacentista en el solar donde hoy se alza la Escuela Universitaria de Formación del Profesorado. Entre la República, la Guerra y el modernismo franquista, se acabó con el magno edificio. La Academia Militar de Ingenieros, anteriormente Fábrica de Paños, y más anterior aún palacio de los Montesclaros, acabó como todos saben por un pavoroso incendio en 1923, y aún hoy contemplamos su vacío solar. La fuente y lavadero de Santa Ana, la plazuela de Budierca, como plaza mayor de un pequeño pueblo incrustado en la ciudad, y el convento de San Bernardo, en las afueras, al otro lado del barranco del Alamín. En la ciudad, aún se podía ver, con cierta dificultad porque estaba ya muy adulterado, el conjunto de iglesia y convento que fue de las Concepcionistas en la Plaza de Moreno, y luego sede de los Paules, hasta que fue incendiado en julio del 36. Un siglo de piquetas y furias, que ha dado tal vuelco al aspecto de nuestra ciudad, que si el Sr. Diges, tan pulcro escribiendo y tan entusiasta calificando, se levantara de la tumba, diría que era otra ciudad completamente distinta. ¡Hasta el palacio del Infantado lo cambiaron de sitio! diría, y con razón. Porque desde que Juan Guas lo levantara a finales del siglo XV hasta mediados del nuestro, el palacio presidió una plaza. Y hoy, todos los ven a diario, es un edificio más de una avenida, a la que, además, y por si fuera poco, pronto la van a hacer un túnel para que circulen los coches por debajo…

Trillo, paisajes e historia

 

Trillo se ha ganado en estos últimos años varias etiquetas: la de villa nuclear, la de pueblo rico, la de espacio con más capacidad de crecer y prosperar que otros muchos de la Alcarria. Trillo es, sin embargo, uno de esos lugares íntimamente, antiguamente, alcarreños, lleno de encanto no perdido, y sobre todo, con ganas de enseñarlo y hacer partícipes a los demás de ello. Sobre todo ahora, con la perspectiva de poner en su término una industria de las que van a ser capitales en el siglo próximo, una industria del ocio. Porque su Balneario, en medio de una Naturaleza generosa y fantástica, pondrá a Trillo en otra dimensión de famas diferente a la actual, Y si no, al tiempo…

Esa Naturaleza de Trillo que no está suficientemente conocida. Sobre los tejados de la villa planean las siluetas de las conocidas «Tetas de Viana», montañas simbólicas, cargadas de historia, bellas por antonomasia. En el mismo pueblo, la cascada del río Cifuentes y su entorno, hoy bien urbanizado, aunque quizás de forma excesiva. El agua, en cualquier caso, sigue cayendo y produciendo esa sonoridad alegre que llama la atención de quien por allí circula. Y en el término, muy cerca de las casas, tras la revuelta del río, los Baños, con sus arboledas umbrosas, su música de pájaros, sus roquedales que vigilan desde

Villavieja, un interesantísimo poblado de época celtibérica, aún por estudiar…

Para degustar la belleza del pueblo de Trillo, y de su entorno, hay que ir un poco informado. Y eso es lo que persiguen las líneas que vienen a continuación.

Saber algo de historia, por ejemplo. Decir que en el lugar de Trillo existe población desde tiempos antiquísi­mos, pues los restos arqueológicos que hay en lo alto del cerro de Villavieja, como los que se encuentran en las inmediaciones de la ermita de San Martín nos están diciendo que hubo población desde los tiempos prehistóri­cos.

La población, más moderna, junto al río, tiene su origen tras la reconquista de la zona, que se verificó a finales del siglo XI, cuando la recuperación definiti­va, por Alfonso VI, de Atienza, Guadalajara y Toledo. En el Común de Villa y Tierra de Atienza quedó Trillo, rigiéndose por su Fuero. El señorío de ésta que entonces era simple aldea, quedó en manos de particulares, al menos desde el siglo XIII. Así, vemos que hacia 1244 era señor de Trillo don García Pérez de Trillo, noble castellano, de quien lo heredó su hijo don Pedro García de Trillo. Su viuda doña Mayor Díaz y su hija Francisca Pérez lo poseían en el comienzo del siglo XIV, cuando en 1301 las amparó el rey Fernando IV ante el asalto que por parte de alborotadores del reino sufrieron en su cortijo o castillete.

Doña Mayor poseía «el lugar entero de Trillo» en 1304, año en que le fue confirmada esta posesión por parte del mismo rey Fernando IV, contra Rodrigo Pérez que pedía inexistentes dere­chos. El 20 de octubre de 1313 tomó posesión del lugar, como señora del mismo, doña Francisca Pérez, que había casado con don Gil Pérez. En 1315 tuvieron que mantener lucha contra don Diego Ramírez de Cifuen­tes, que las usurpó parte del señorío. Las hijas de este matrimonio, doña Sancha, doña Toda y doña Mayor Pérez vendieron Trillo y su entorno, con todas sus pertenencias, sus términos, vasallos, molinos, montes, etc., al infante don Juan Manuel, en 1325, en precio de veinte mil maravedís. Y éste comenzó ese año la construcción de un poderoso castillo en lo más alto del pueblo.

Desde esta fecha hasta mediado el siglo XV, Trillo siguió los mismos avatares históricos que Cifuentes. En 1436 pasó a poder de la familia de los Silva, condes de Cifuentes, y a la jurisdic­ción de esta villa. Durante largo tiempo, Trillo sostuvo pleitos contra Cifuentes arguyendo que tenía jurisdicción propia, y que no tenía por qué ser considerada un barrio de la villa. Pero este derecho y solicitud no fue plenamente reconocido hasta que en 1749 Trillo fue declarado Villa por sí con jurisdicción propia. En el siglo XVIII sufrió graves daños en la guerra de Sucesión, y luego en el XIX los franceses hundieron el puente, en su retirada, no siendo reconstruido hasta 1817.

Para el viajero que hoy llega a Trillo, son de interés no sólo las calles y plazas del pueblo, en las que a pesar de las modernizaciones de los últimos años, que han corrompido en buena medida el ambiente tradicional, aparecen buenos ejemplares de casonas típicas, con clavos y alguazas antiguas, etc., y muchos rincones de gran belleza urbanística rural.

Destaca la iglesia parroquial dedicada a Santa María de la Estrella, situada en eminencia sobre el río y llegándose a ella desde la plaza mayor, o desde un puentecillo que cruza sobre el río Cifuentes. Es obra grandiosa del siglo XVI, con fuerte fábrica de mampostería y sillar, alta torre, y atrio cubierto rodeado de barbacana sobre el río. Tiene tres puertas de acceso, pero es la del mediodía la principal, con detalles ornamentales del período renacentista (segunda mitad del siglo XVI) y buenos hierros en clavos, argollas, cerrajas, etc. El interior es de una sola nave, con techumbre de madera muy sencilla.

El retablo que cubre la pared del fondo del presbiterio está traído desde el abandonado templo parroquial de Santamera, y es una verdadera joya (además, muy bien restaurado hace poco tiempo) de la escultura y pintura renacentistas. Múltiples escenas de la Vida de Cristo le adornan con su fuerza multicolor.

Entre algunas casas y corrales de la parte alta del pueblo, se quieren adivinar los restos del antiguo castillo medieval que construyera don Juan Manuel hacia el año 1325.

El puente sobre el río Tajo es magnífico. Dice la tradición del pueblo que fue construido por los moros. Su origen es medieval, y en el siglo XVI ya llamaba la atención por ser de un solo ojo, muy firme y bello. Necesitó reparaciones en el siglo XVIII. En el XIX, los franceses le derrumbaron, y hacia 1817 se volvió a reconstruir de nuevo, durante el reinado de Fernando VII, como puede leerse en una piedra de la baranda. Aún en este siglo ha sufrido reformas, ampliaciones y añadidos.

A dos kilómetros río arriba de Trillo se encuentran los Baños de Carlos III, que pervivieron en su utilización balneoterápica hasta mediado este siglo. La utilización de las aguas termales que surgen en la orilla izquierda del Tajo (aguas clorurado‑sódi­cas, sulfato‑cálcico‑fe­rruginosas y sulfato‑ cálcico‑arsenicales) es muy antigua, pues se sabe que los romanos tuvieron aquí asenta­miento y de ellas se aprovecharon (se llamaban Thermida por ellos). Durante siglos, y en plan absoluta­mente espontáneo, se ofrecieron estas aguas a cuantos precisaban la salud o la mejoría en sus afecciones reumáticas, hasta que en el siglo XVIII, y por parte de la Administración del Estado Borbónico, se puso en marcha el plan de su racional aprovecha­miento y uso. A partir de 1772 se iniciaron estudios, a cargo de don Miguel María Nava Carreño, decano del Concejo y Cámara de Castilla, para aprovechar mejor estas aguas, que entonces se acumulaban «en inmundas charcas donde se maceraba el cáñamo y sin limpieza alguna». Se arreglaron fuentes, se levantaron edificios, se hicieron magníficos jardines, paseos y bancos de piedra, transfor­mando todo en un recinto auténticamente versa­llesco. Don Casimiro Ortega, profesor de Botánica del Real Jardín de Madrid fue encargado de estudiar la composición química y propiedades salutíferas de las aguas. Se inauguraron los baños en 1778, y en 1780 se abrió el Hospital Hidrológico, en el mismo pueblo de Trillo, del que aún queda el edificio.

Y para los que puedan prolongar unas horas más su excursión, decir que en el término de Trillo se conservan las ruinas del monasterio cisterciense de Ovila, que en 1930 fueron vendidas por sus dueños al periodista norteamericano W.R. Hearst, el cual hizo desmontar la iglesia, el refectorio, la sala capitular y parte del claustro, para llevarlo a su país en barco, y allí recons­truirlo. Hoy puede el viajero contemplar en Ovila (si es que le dejan pasar los propietarios, cosa últimamente un tanto complica­da) los restos de la iglesia (muros, arranque de bóvedas, algunos ventanales ojivos), de la bodega (ejemplar completo de recia sillería y bóveda de cañón, del siglo XIII), del claustro (del que quedan dos costados compuestos de doble arquería en severo estilo clasicista, construido a partir de 1617) y de la gran espadaña de la iglesia (de tres vanos para las campanas, obras también del siglo XVII). Este monasterio fue fundado en 1181 por Alfonso VIII, y su historia, larga e interesante, fue escrita en inolvidable libro por Francisco Layna Serrano.

La Virgen de la Granja de Yunquera

 

Dentro de pocos días, exactamente el próximo martes día 7 de septiembre, Yunquera de Henares va a vivir una jornada muy especial, porque se van a iniciar las jornadas conmemorativas del Cuarto Centenario del Voto a la Virgen de la Granja. Un acontecimiento que incide directamente en la religiosidad popular, en el alma sencilla y noble de las gentes de la Campiña, y que a lo largo de este verano se ha sucedido, con nombres y apellidos diferentes, pero con un latido similar, en otros lugares de nuestra provincia.

Los cuatro siglos que ahora se cumplen de haber proclamado a San Diego de Alcalá patrón de Cogolludo, o de haberle prometido a la Virgen de la Granja, de Yunquera de Henares, hacerla todos los años una fervorosa romería desde el pueblo a su ermita, surgen de un problema común y terrible: de la epidemia de peste que asoló España en la primavera de 1599, y que redujo a muchos pueblos de Castilla a la desertización absoluta, dejando numerosos lugares vacíos, ocupadas las casas solo por muertos. Y otros, como los referidos de Cogolludo y Yunquera (y la mayoría de los que hoy forman nuestra provincia) reducidos a menos de la mitad de su población, en tan sólo 3-4 meses.

Para recordar someramente aquella ocasión, podemos decir que fue en abril de 1599 cuando llegó a la Alcarria el mayor desastre que recuerdan sus anales: la «peste» entró en cada casa de cada pueblo, y mató, en poco más de tres meses, a la mitad de la población de entonces. Desde tres años antes, y tras recorrer Europa triunfante, por los puertos del Cantábrico penetró en España, asolando el reino. ¿Alguien puede hoy imaginar aquella terrible primavera y verano de 1599, cuando veían morir a sus seres queridos sin poder hacer nada por salvarlos? Sabemos que solamente en Yunquera, de 400 vecinos (hogares, la mayoría con muchos miembros de familia) quedaron reducidos en agosto a solo 230. Las autoridades de la villa temieron que se acabase el lugar y gente de él. Algunos huyeron, pero la mayoría sintieron la dentellada de la epidemia. Trataron de calmarla con los remedios que entonces se tenían, ineficaces cuando no irrisorios. Asustados, impotentes, los yunqueranos terminaron por acudir al remedio sobrenatural. Se reunieron todos los vivos, el 24 de junio, y en solemne asamblea en su Concejo decidieron hacer el voto perpetuo de…ir cada un año… en procesión… todos los vecinos del pueblo… a la ermita de Ntra. Sra. de la Granja… a decir la misa por el pueblo… y a ofrecer un cirio de cera… todos los 15 de septiembre. Se hizo así cada año. Se sigue haciendo, y es ahora, en este mes de septiembre de 1999, cuatrocientos años después, porque una promesa es una promesa, cuando toda Yunquera lo va a recordar, y por lo grande.

Un nuevo libro sobre la Virgen de la Granja

El próximo martes 7 de septiembre, víspera de la celebración de la Virgen, a las 8 de la tarde, y en el gran plazal que antecede al Palacio de los Mendoza de Yunquera, se va a hacer la presentación del libro que ha escrito con este motivo ese historiador que es Ramón Molina Piñedo, hijo del pueblo, y por muchos motivos hijo emérito, pues ya hace muchos años escribió ampliamente la historia de la villa campiñera; luego construyó una gran pieza teatral en homenaje al pastor Bermudo, descubridor de la Virgen, y ahora nos sorprende una vez más con la publicación de una obra espléndida, trabajada durante años, profunda y ancha, como los grandes paisajes, entretenida y devota, completa y rigurosa. La ermita de la Virgen de la Granja de Yunquera se titula este libro de fray Ramón, y en esta ocasión el pueblo entero va a tener la posibilidad de gozar con su presencia, con su palabra, y con el mismo entusiasmo que todos y todas los de Yunquera tienen: ensalzando a la Virgen de la Granja, su patrona, y (como quedó demostrado hace 400 años justos) su milagrosa protectora en aquella epidemia. Pues nada más decidir los regidores y vecinos que aún alentaban de hacer cada año su romería, cesó el mal y dejaron de producirse nuevos casos de peste.

El día 8, fiesta de la Virgen, habrá nuevamente actos litúrgicos, procesión por el pueblo, encuentro de familias y amigos, cohetes y churros, al mejor estilo de la fiesta campiñera. Durante los siguientes días, los toros darán la animación del peligro, el pálpito de lo difícil. Y el 15 se repetirá esa grandiosa romería en la que todos los yunqueranos, sin excepción, se dan cita para bajar andando, entre los abrasados campos, hasta el jugoso, soñado y verde rincón donde se alza la ermita de la Virgen de la Granja.

Allí se concentra el aroma de lo popular con Salves, procesiones y cánticos. Allí está todo el vibrar de los corazones. Lo humano se alarga por el campanil de la ermita y se funde con lo divino. Pero no es mi intención hacer aquí juegos literarios de corte eclesiástico. No es lo mío. Solamente decir que si alguien quiere, estos días de septiembre, vivir con fuerza lo que es el espíritu popular en torno a una devoción mariana, eso está cuajado y firme en Yunquera de Henares.

Está por venir, y no me atrevo (no puedo) hacer una crónica anticipada. Auguro lo mejor para este acontecimiento, que está siendo preparado con todo entusiasmo desde hace meses. Participa el Ayuntamiento en pleno, la Cofradía de la Virgen, los yunqueranos todos. Los de aquí y los que se fueron. Vibrarán una vez más con la luz que la Virgen va dejando desde sus andas sobre los campos pálidos. Será un buen momento para sentirse de la tierra, campiñero, sentirse unido a un pueblo, saberse parte de una corriente secular, por no decir milenaria.

Esos saberes, además, los vierte fray Ramón Molina Piñedo en su obra sobre la Virgen. Tan esperada y tan conseguida, que es a su vez un milagro. Porque en ese libro, que es tan monumental que pesa un kilo, están todos los milagros, todas las canciones, todos los ex-votos, todas las ermitas y todos los mantos de la Virgen. No sólo en fotos, sino retratados con la palabra. Una joya que se merece nuestra felicitación al autor, hombre de probados méritos como historiador, escritor y divulgador del amor a la Virgen.

Y aún más: una felicitación al pueblo entero de Yunquera, por haber sabido captar con sentimiento auténtico y sinceridad a prueba, la esencia de su raigambre castellana y campiñera. Una fiesta por todo lo alto, con el fundamento de lo religioso, y el horizonte del color y la alegría.