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febrero, 1999:

Arandilla, en el Alto Tajo

 

Seguimos nuestra peripecia, mínima y sedante, por el Alto Tajo, y nos vamos hasta otro de esos escuetos, estrechos y rumorosos valles (que algunos llaman con más propiedad cañones u hoces) que al Tajo le llegan por uno y otro lado, especialmente por su derecha mano. Nos vamos concretamente al barranco de Arandilla, un riachuelo que toma los adjetivos de río en primavera y aunque sólo sea por la altura de sus orillas, que se forman de altos peñascales enhiestos, cuajados entre las grietas de pinos respondones y pinochas parlanchinas. ¡Qué gozo en el verano, bajar desde Torremocha [del Pinar, por supuesto] hasta la villa de Cobeta, andando por la orilla del Arandilla, y pasar junto a los muros de la ermita de la Virgen, que le da carga humana, e histórica, al entorno natural!

Una historia neblinosa

En el valle ancho y alto en el que nace el río Arandilla, en término de Torremocha, en el Señorío de Molina, se encuentra hoy el viajero que ha ido andando desde Selas, o desde la villa que encabeza el término, con una finca de labor de viejos edificios hechos con la rotundidad de las rocas talladas y las vigas sacadas del pinar cercano. A unos centenares de metros de la finca está la ermita de San Bernardo.

Aquí quisieron poner los condes de Molina, los señores de Lara, allá por el siglo XIII, un gran monasterio que llegaron a fundar, y que entregaron a la Orden del Cister para que en él elevaran oraciones a Dios y se instalaran en su templo los sepulcros de los sucesivos señores de Molina. Empezaron las obras pero pronto se pararon, por falta de dineros. Y el conjunto que iba a competir con Santa María de Huerta en tierra de Soria, quedó reducido a una pequeña, pobre ermita de planta cuadrada y campanil sobre la frente, que hoy conserva un viejo y mínimo retablo con la imagen de San Bernardo en su centro.

Lo que pudo haber sido y no fue. Esa es la inicial frase con que catalogar a San Bernardo de Arandilla. Pero el camino sigue hacia abajo, acompañando a las aguas del río Arandilla. Y pronto llega, admirando siempre los densos bosques de pino y quejigo, las altas rocas areniscas de caprichosas formas, y escuchando el agua del río que salta aquí y allá, o se remansa silencioso y nutriente, a la ermita de la Virgen de Montesino, otro lugar donde la historia se une al entorno natural, y explota la alegría de encontrar (y anotar para el recuerdo) colores y formas de esplendidez sin precio.

La leyenda dice que, allá en la Edad Media, un capitán moro al que llamaban Montesino tenía atemorizada a la población de los contornos (a la población de religión cristiana, se sobreentiende), y en cierta ocasión pudo comprobar cómo una joven pastora de Cobeta (o del Villar, dicen otros) que andaba manca desde hacía tiempo, obtuvo la restitución de su brazo gracias al favor de la Virgen María. El moro, asombrado, y tras comprobar de forma tan contundente la venturosa suerte de cualquier creyente cristiano, no dudó en pasarse de la religión de Mahoma a la de Cristo, y con tanta fuerza lo hizo que, tras bautizarse, mandó derruir su palacio y con las piedras nobles que constituían el mismo, construir una ermita en honor de la Virgen, a la que desde entonces se califica «del Montesino» y se le da culto en multitudinaria romería el tercer domingo de mayo, pero que en cualquier época se puede visitar, gracias al amable trato del santero que la cuida y guarda.

Pinos y rocas caprichosas

La silueta que por el alto horizonte de este barranco se puede colegir durante la caminata río abajo, nos ofrece imágenes que también hace soñar a la imaginación. Hay una roca a la que llaman «el Indio» y otras que son «los murciélagos» y «las pinochas». Seguro que la gente del lugar tiene reservados nombres para todas y cada una de las singulares formas que escoltan el cielo de la Virgen de Montesinos. Es esta una Virgen sin duda montañera y caprichosa, un tanto soñadora, muy artista. Como a todas las advocaciones de la Virgen en nuestra provincia, se la conocen leyendas, apariciones y versos. Cofradías y romerías. Novenas y milagros. No es para menos, porque lo sobrecogedor del entorno en que asienta parece hablar, en susurro, de la forma de hacer realidad tantos sueños.

El viajero del Alto Tajo, sin embargo, feliz por no dar sosiego a su vista y a su olfato, sabrá muy pronto que está caminando por el interior de un Parque Natural, una joya del paisaje en la Región castellana que define entre las alturas boscosas de Guadalajara y Cuenca.

Tendrá la oportunidad de volver a gozar de las imágenes que, como las que ilustran este trabajo, realizadas por Luís Solano, un artista que sabe captar los instantáneos brillos del mundo,  dan motivo más que suficiente para acercarse un domingo de estos hasta las orillas rotundas y complejas del padre Tajo en su altura guadalajareña y molinesa.

El espacio que conforma el valle del río Arandilla, descolgado desde los sabinares de Torremocha hasta la profunda Hoz del Gallo por su derecha, es otro de esos lugares a los que hay que llegar de vez en cuando, a pie o andando, para ver la jugosidad, la frescura del mundo en su puro latido.

Chequilla en el Alto Tajo

 

Guadalajara va siendo, ¡por fin! conocida y considerada. Va siendo tenida en cuenta como un importante bastión del turismo. Por fin, repito, después de decenios en que unos cuantos lo hemos venido tratando de demostrar, muchos se están dando cuenta, muchos incluso de nuestros propios convecinos, que Guadalajara tiene una poderosa voz, un largo párrafo que decir, en este concierto de un turismo que, afortunadamente, está dejando de ser asociado exclusivamente con el mar, el sol y la playa, y empieza a demostrar que también el interior -a veces pardo, rocoso y seco- de la Península tiene atractivos y da para mucho viaje y mucha sorpresa.

Ese viaje de domingo por la tarde se fue ampliando al día entero, luego al fin de semana, y ahora hay quien hasta pasa sus minivacaciones de Semana Santa, o incluso las de verano enteras, entre nosotros. Un lugar en el que estas posibilidades se amplían al infinito es el Alto Tajo, ese espacio para el que, con dificultades propias de intereses encontrados, se va viendo más cerca el tan ansiado desde hace años nombramiento de Parque Natural, espacio en el que la Naturaleza brillará con toda su fuerza, y los amantes del mundo limpio y sorprendente de las aguas claras y los cielos azules se encontrarán a gusto.

Chequilla, un privilegio

Nos gusta tanto el entorno del Alto Tajo, que vamos a pasar tres semanas rondándole ahora. De entrada, nos vamos hasta Chequilla. Un pueblo mínimo que se encuentra en la orilla derecha del alto río. Mejor aún: sobre el valle poco profundo, porque aún es joven, del río Cabrillas. A Chequilla se llega por la carretera regional CM-2111, pasado Pinilla de Molina, y poco antes de arribar a Checa, siguiendo una desviación de poco más de un kilómetro. Es un pueblo pequeño, prácticamente despoblado, sin más historia propia que la pueda contar el entorno de la sexma de la Sierra en que asienta. En el centro de su caserío, una pequeña iglesia parroquial, con espadaña picuda, y en su interior un retablo barroco. Pero con un conjunto de casas hechas de recia roca arenisca, en su mayor parte pintadas de blanco, enjabelgadas del brillo de la cal, aunque ahora ya un tanto perdida su lozanía, por el abandono.

Lo más interesante de ver para quien se llega hasta Chequilla, es la naturaleza que rodea del pueblo. De una parte, los infinitos bloques de rocas areniscas que surgen como pináculos encendidos desde los suaves pastizales de la altura. Les llaman allí «las Quebradas» y son un conjunto fabuloso de formaciones rocosas, de caprichosas siluetas, de altura variada pero con las proporciones de edificios de varias plantas, que tienen sembrado su espacio intermedio de múltiples arboledas, de pinares y olmos, de quejigares y rebollos. Además encontrará el viajero otra curiosidad a medias natural y humana: la «Plaza de Toros» de Chequilla, cercana al caserío, es un grupo de roquedales que forman en su conjunto un espacio aproximadamente redondo en su centro, con una sola y estrecha entrada, y que previamente tallados en algunas partes permitieron desde hace siglos celebrar atracciones taurinas en su interior. Bien es verdad que siempre con pequeños animales, con novillos y vaquillas que daban aire de peligro a lo que era sólo divertimento.

Sueños entre las rocas

Mi amigo Luís Solano, que se ha pateado el Alto Tajo hasta conocérselo palmo a palmo, me ha dejado las fotografías que acompañan este trabajo, para que al ver los roquedales fantasmagóricos que pueblan las Quebradas deje vagar mi imaginación, e incluso sueñe delante de sus formas caprichosas.

No es difícil imaginar personajes, figuras y batallares rompiendo el azul intenso del cielo invernal, al contemplar las rocas que se deslizan desde Chequilla valle abajo del Cabrillas, rumbo al Tajo. Paseando por «el Avellanar» llegamos a la umbría de «la Roca Alta» y desde allí avistamos «el Cuervo». Son todos ellos grandes hitos rocosos, aislados en el jugoso praderío de la Sierra molinesa.

Sería infantil dedicarse a imaginar leyendas, sueños u peripecias representadas en los bordes de las rocas. Como lo es encontrar escenas firmes en el cambiante vaivén de las nubes. Según la situación de quien mira, o según la hora del día en que se contemplan, los roquedales de las Quebradas de Chequilla nos ofrecen salvajes, piratas, monstruos, animales, y castillos. Todo es fabuloso en ellos, y todo es hermoso. Porque el color vibrante de la roca descarnada, el contraste abrupto entre ella y la verde yerba del suelo que la entrona, la luz que cuelga del cielo y le pone escenario, es un conjunto único de vivacidad y sorpresa.

Los paisajes de Chequilla son para caminarlos. No vale que aquí ahora los describa, ni me invente nombre o repita los que en el pueblo dan a los roquedos. Aquí lo que se hace preciso es ir hasta el lugar, dejar el coche en la mínima placilla, y andar entre el bosque, siguiendo los senderos y cruzando los galliznos, para darle la vuelta al «cerro del Santo» (total nada: 1.423 metros de altura) y bajar de nuevo hasta el Cabrillas, cruzándole junto al «molino de Enmedio» y seguir entre pinares y bosques de quejigos subiendo hasta el collado, parando un buen rato (o medio día, si hace falta) en el entorno paradisíaco de «la Fuente de la Vaqueriza» , tras haber admirado la rotundidad visual de la «Piedra Caldera», otro de los majestuosos hitos rocosos de Chequilla.

Mirad estas fotos, amigos lectores, e imaginad en color, en olor y en rumor el entorno en que se encuentran. El Alto Tajo se hace sólido y real, nos llena de admiración cada vez que hasta él subimos, y nos deja en la retina ese gusto por lo perfecto, por lo natural a tope, por lo vehemente en el silencio. Seguro que muy pronto vamos a denominarle (por delante de su clásico apelativo de Alto Tajo) el Parque Natural. Guadalajara va a contar con uno de ellos, lógico reconocimiento a su vasta maravilla, y ello redundará en un mayor atractivo de tipo turístico para Guadalajara, que tiene en esta «industria» un claro porvenir, entrevisto ya, y cuajando.

El Quijote en la Alcarria

 

En estos días, una noticia de prensa nos trae a la memoria de nuevo al Quijote. A ese personaje loco y sabio, generoso y derrotado siempre que es [en la ficción más alta, la que parece verdadera] la universal referencia del altruismo y la bondad. Y nos lo trae hasta Guadalajara, por dos razones.

La primera, por meditar de nuevo sobre la relación de don alonso Quijano con la Alcarria, con la Serranía del Alto Tajo, con los escritores alcarreños de su época. La segunda, porque en estos días se produce una noticia que creo, modestamente, que es histórica: por primera vez se edita en Guadalajara un Quijote. La obra literaria que ha sido, después de la Biblia, la más traducida de la historia, y la que mayor número de ediciones ha alcanzado. Desde la China hasta los esquimales, pasando por estes y oestes, cultos o incultos, el Quijote de la Mancha ha recibido los honores de ser leído y conocido por miles de millones de personas. Ese libro no se había editado, hasta ahora, en Guadalajara.

El Quijote atravesando Guadalajara.

Hace ahora cuatro años, con motivo del Congreso Internacional sobre la «Ruta de Don Quijote» que se celebró en Ciudad Real, se presentó un trabajo que reivindicaba el paso (siempre imaginario, no lo olvidemos) de don Quijote y Sancho por la Serranía del Alto Tajo y el Señorío de Molina, en su viaje desde la Mancha albacetense (Villarrobledo, La Roda) hacia el valle del Ebro y luego Barcelona. Para quien quiera recordar entero el interesante tema, le recomiendo leer el Semanario Nueva Alcarria de 24 de febrero de 1995, en cuya página 39 aparecía un amplio estudio documentado sobre este asunto.

Miguel de Cervantes conocía sobradamente la zona. Una hija suya había casado con el encargado de una ferrería en el Alto Tajo, y en algunas ocasiones debió acercarse por aquellos paisajes. Conocía también los paisajes de Guadalajara. Nacido en Alcalá, algunos familiares suyos vivieron en Guadalajara, y el valle del Henares era (entonces más que ahora) un hogar común de gentes e ideas.

En el Quijote se menciona por tres veces al río Henares. Cuando se hace la rebusca y quema de la librería de don Alonso, sale a relucir el libro Ninfas y Pastores de Henares que poco antes había escrito el estudiante de Salamanca Bernardo González de Bobadilla. Aunque Cervantes lo leyera con gusto, no se salvó de la quema. Se menciona en los capítulos 6 y 9 de la primera parte. Y luego en el 44 de la segunda, en unos versos que recita Altisidora, se dice de Dulcinea que «por esto será famosa desde Henares a Jarama, desde el Tajo a Manzanares». Para el Quijote, pues, el Henares no es un lugar escondido y lejano, sino algo próximo y que quiere.

La voz de los ríos se deja oír en el Quijote especialmente de la mano del Tajo. Para este río, el más largo de la península, Cervantes dedica en el Quijote seis referencias, siempre poéticas y admirativas. El Tajo es, conviene recordarlo, un río plenamente castellano (más extremeño y portugués, por supuesto), pero nunca un río manchego. Y cuando el Quijote dedica al gran río frases que le definen como «padre Tajo» (I, cap. 14), «el siempre rico y dorado Tajo» (I, cap. 18), «el Tajo amado» (II, Cap. 8) y redobla su admiración ante «el dorado Tajo» en los capítulos 23 y 48 de la segunda parte, no cabe duda que le considera un lugar hermoso, y que le es querido, entrañablemente conocido y recordado. Entre Cuenca y Guadalajara, y luego por Toledo, el Tajo se hace emisario de la grandeza de unos paisajes que el Quijote admira.

También menciona un par de veces al río Jarama. Una ya la hemos visto, en el verso de Altisidora, y otra cuando el propio don Quijote dice que para toros bravos, los que se crían en las riberas del Jarama… (Capítulo 48 de la segunda parte).

La ciudad de Guadalajara aparece mencionada en el gran libro universal un par de veces. Una, porque el Cautivo de los capítulos centrales, (que no es otro que el propio Cervantes narrando su azarosa vida de militar en Lepanto y prisionero en Argel) dice haber servido como alférez «de un famoso capitán de Guadalajara, llamado Diego de Urbina», (capítulo 39 de la primera parte), al cual sirvió en las pomposas guerras de Italia, donde más jugó y bebió que mató enemigos. Luego, en el capítulo 48 de la segunda parte, Cervantes pone en boca de Doña Rodríguez una historia en la que aparece la Puerta de Guadalajara, lugar de los más concurridos (por haraganes y desocupados) de la calle Mayor de Madrid.

También de autores alcarreños se ocupa Cervantes en el Quijote. Aparece referida (y salvada, que no es poco) la obra del cortesano mendocino Luís Gálvez de Montalvo «El Pastor de Filida» de quien como todos saben, dijo el Cura de la aldea que «no es ese pastor, sino muy discreto cortesano; guárdesele como joya preciosa». De la vida de Gálvez de Montalvo realizó una muy cumplida biografía y estudio de su obra ese gran escritor que fue José María Alonso Gamo, y hoy queda su recuerdo también en una calle de Guadalajara.

Por fin, reconocer que la fama de los Mendoza arriacenses fue tal que no pudo faltar una cita a ellos en el Quijote. En el capítulo 58 de la segunda parte, charlando amo y escudero sobre la irracionalidad de las supersticiones del vulgo, dice que «derrámasele al otro Mendoza la sal encima de la mesa, y derrámasele a él la melancolía por el corazón». Podía haber puesto cualquier nombre en ese punto. El de Mendoza era lo suficientemente conocido en todo el mundo para fijar la atención del lector.

El Quijote editado en Guadalajara

Aunque de nada puede hablarse con absoluta contundencia, me atrevo a afirmar, por las referencias que tengo, que nunca hasta ahora se había publicado y editado el Quijote de la Mancha en Guadalajara. Lo hace ahora de una forma singular, realmente atractiva y novedosa. El próximo lunes se presentará, en el Teatro Moderno de nuestra capital, «El Quijote entre todos», y que no es sino una edición formada por los 52 capítulos de la primera y más conocida parte de la obra cervantina, pero comentados todos y cada uno por otros tantos escritores y «famosos» castellano-manchegos. Añadido cada capítulo de una ilustración original, realizada ex-profeso para esta obra por otros 52 artistas de nuestra región. Una verdadera joya para los coleccionistas de quijotes, que hay tantos, y una nueva referencia de Guadalajara en el palmarés multisecular y universal de esta obra.

¿Los nombres? Lo mejor será ir a la presentación, y verlos allí a todos. Pero procurando que no se me olvide ninguno, por Guadalajara estarán escritores/as de la talla de José Antonio Suárez de Puga, Julie Sopetrán, María Antonia Velasco, Francisco García Marquina, Andrés Berlanga, Alfredo Villaverde, Isabel Cano y Pedro Aguilar, y artistas del prestigio de Raúl Santos, Rafael Pedrós, Amador Alvarez Calzón, César Gil Senovilla, Antonio Burgos, Sopetrán Domènech, Luís Gamo, Jesús Campoamor, y el fotógrafo Santiago Bernal, más una larga lista de las primeras figuras del arte actual en Castilla-La Mancha. Todo un espectáculo de arte y literatura alcarreña en torno al Quijote, que desde ahora, y con las razones que he dado, se irá haciendo, él mismo, un poquito más alcarreño, aunque nunca pueda llegar a denominarse, como muchos quisiéramos, don Quijote de la Alcarria. Don Alonso Quijano el Bueno es, no le quepa duda a nadie, del ancho mundo entero.

Tras los pasos de la Virgen por la Campiña

 

Cuando, culminando el verano, llegamos a cualquiera de los pueblos que asientan en la Campiña del Henares, nos encontramos en la fiesta. Siempre es fiesta en estos enclaves campiñeros cuando se acaba el verano: hacia principios de Septiembre, al terminar la recogida del grano, al rematar un ciclo anual que fue trabajoso y fructífero. Y en esa fiesta podemos ver muchas cosas: alegría en las caras, música en las plazas, cohetes en el aire, cánticos en las gargantas, y una procesión, o una novena. Una procesión en la que suele ir, en lo alto de unas andas cuajadas de flores blancas y rojas, una imagen de la Virgen María. En ella veremos un manto, deslumbrante y cegador, cargado de oros y de sedas; muchas flores, la carroza, la Salve cantada que resuena por las callejas y los campos, un denso olor a cera, y a veces los gritos de una puja, de los mozos que entregan su dinero por tener el honor de llevar en sus hombros las andas de la Virgen, de poder entrarla en el templo al regreso del desfile. Ya más despacio, oiremos a los abuelos contar la historia de una aparición, cada vez con datos o aspectos nuevos. Preguntaremos al párroco sobre la historia de la devoción, de la cofradía, de las ermitas. Quizás un día caiga en nuestras manos un libro en el que los poetas desgranaron sus mejores frases hacia la Virgen. Y en cada ocasión miraremos las imágenes medievales, románicas y severas, otras veces sedentes, hiératicas, o esas bellezas morenas y arrebatadoras que bajo su pelo negro enamoran y hacen soñar con amores de cielo. Iremos un día, quizás, al santuario lejano, en el silencio del otoño, cuando el color dorado del atardecer nos dice que allí está la vida quieta esperándonos. Y andaremos por el campo, por el pinar, entre los trigos, vendremos en romería alegre, bulliciosa, cantando, con la bota de vino, con los panes cálidos y las tortillas humeantes.

Andar el Henares

Las frases anteriores son las que he puesto en el Prólogo al libro que acaba de ofrecernos don Jesús Simón Pardo, ese gran estudioso y propagador de la devoción a la Virgen María en nuestra provincia.

Se titulaba la obra Como un torrente que se desborda, y lleva por subtítulo el de «historia de la devoción a la Virgen en la Campiña del Henares».

Don Jesús, que tiene ya en su haber diversas publicaciones sobre el tema de la mariología, en su vertiente netamente religiosa, a la par que en sus aspectos histórico, artístico y costumbrista, es quien realmente ha indagado a fondo la variedad de motivos mariológicos de nuestra tierra. Que no le va muy a la zaga a Sevilla en eso de tierra de María Santísima, porque aquí, al final del verano, entre los toros y las novenas, prácticamente no se hace otra cosa.

En esta ocasión, Simón Pardo nos lleva de la mano por el Henares. En ese valle anchuroso, limpio de horizontes, denso de gentes e historias, todos los pueblos tienen una Virgen a la que venerar: algunas, como la de Alovera (la Virgen de la Paz) se celebran con toda alegría en Enero. Y la mayoría, léase la de la Antigua en El Casar, la de la Granja en Yunquera o la de la Soledad en Marchamalo, reciben el agasajo de sus fieles mediado septiembre. Algunas, como la de Valdelagua en Robledillo de Mohernando, o la del Rosario en Málaga del Fresno, gozan de la atención de las gentes de estos pueblos mediado Mayo, el mes más propiamente mariano, el de las flores.

Tallas y milagros

En el libro de don Jesús Simón Pardo, que ofrece 260 páginas cuajadas de datos, de relatos de apariciones, de síntesis de milagros, y de descripciones de pueblos, ermitas y tallas, deslumbran sobre todo las imágenes de la Virgen que concentran la devoción y recogen plegarias: algunas, como las que acompañan estas líneas, me han impactado especialmente.

Porque la imagen románica, que sin título concreto, pero a la que muy posiblemente fuera acertado denominar Sra. de la Peña que se venera ahora en una hornacina o cuevecilla en la iglesia de Málaga del Fresno, es de las más hermosas e interesantes que se pueden admirar hoy en la provincia de Guadalajara. Las Relaciones topográficas enviadas a Felipe II en el siglo XVI, hacían destacar en Málaga del Fresno la existencia de una ermita en la que se daba veneración a Nª Sra. de la Peña. Abandonada tal ermita y desaparecida del mapa, los más viejos del lugar recordaban que en la iglesia parroquial se veneró en los últimos siglos una imagen de aspecto antiguo, pero que en la Guerra Civil había desaparecido. Con alegría general, al hacer obras de restauración en el templo de Málaga el año 1976, apareció emparedada la talla antigua, que aunque ya sin el Niño que primitivamente tendría entre sus brazos, es de todo punto admirable: porque si en lo artístico asombra su perfección, su color y perfecta conservación desde el Medievo, en lo religioso es una talla que invita a la oración.

Esta imagen de la Virgen [de la Peña] románica, de Málaga del Fresno, es sin duda uno de los muchos hallazgos y sorpresas que tiene este libro, arropado por el saber y la meticulosidad que su autor, el señor Simón Pardo, siempre ha demostrado.

Pero aún hay más. La Virgen de la Soledad, de Marchamalo, es otro de esos ejemplares que, aunque modernos, por su belleza, su intensidad de dolor en la faz y en el gesto, y la impresionante vestimenta que porta, hacen sobrecogerse el ánimo más superficial. La devoción a la Soledad tiene en Marchamalo muchos siglos de antigüedad. Tiene una ermita y una Cofradía propias. Esa iglesia de camino, esa ermita situada al norte de la villa (desde hace unas semanas independiente) fue construida en el siglo XVII, con la forma tradicional de la arquitectura campiñera: hiladas de ladrillo, mampuesto de tierra, y cantos rodados, mas una pequeña espadaña rematada en campanil, y la puerta bajo un amable pórtico que permite el paso al interior, de una sola nave, con bóveda adornada por relieves de yeso y escayola.

La imagen, aunque de bastidor, tiene un rostro precioso, de emoción dolorosa intensa, con unas manos en las que va la vida, apretadas y suaves. Las blondas que la recubren, el manto negro, la corona de plata… todo se aúna para conseguir que la emoción suba si se la mira con la devoción de los marchamaleros, y sus lágrimas de brillo blanco parecen volar hasta la garganta de quien la contempla.

Sería no acabar, referirnos ahora a todas y cada una de las vírgenes que, en número superior al centenar, se veneran en los 24 pueblos de la Campiña del Henares de los que trata este libro. Un espléndido retablo de tradiciones, de historias, de leyendas y esculturas. Una llamada más a la raigambre que debería hacernos pensar, cada semana, en que esta tierra de Guadalajara, esta tierra de Castilla en la que vivimos, tiene también el largo y hondo sabor de lo incambiable.

Maravilla continua: La ermita de la Virgen de la Hoz en Molina

 

Reciente todavía la Feria Internacional de Turismo donde se ha expuesto todo el valor paisajístico y patrimonial de Guadalajara, oferente de joyas que empiezan a ser talladas y puestas en el escaparate, creo que ha sido Molina y su comarca la que ha puesto un mejor esfuerzo en dar a conocer su maravilloso racimo de ofertas. Y no es el menor de ellos ese impresionante conjunto de paisaje y de historia que es el barranco de la Hoz, con su santuario de la Virgen cuajado entre las rocas, pleno de memorias y emociones.

Un repaso a la historia y a la presencia, hoy, de ese increíble escenario es lo que pretenden las siguientes líneas y las adjuntas imágenes.

Una historia de siglos

Está en término de Ventosa el paraje del barranco de la Hoz del río Gallo. Formado entre profundos cortados pétreos por las aguas cantarinas y siempre transparentes del río Gallo, sus murados límites se constituyen por elevados cantiles rocosos de piedra arenisca rojiza, que dibujan sobre el alto cielo mil caprichosas formas. Entre los roquedales se asoman los pinos y una variada vegetación. En el fondo del barranco de la Hoz, hay lugares donde apenas queda sitio para el paso del río y la carretera. Por los alrededores, desde Ventosa y Corduente, y hasta Torete, se encuentran numerosas arboledas, merenderos, lugares naturales donde poder pasar el día de excursión. Será este un lugar donde se acude, siempre, más de una vez.

En lo más profundo de ese barranco, el viajero animoso que hasta aquella lejanía se aventure encontrará otra maravilla en su interior: el santuario de Nuestra Señora de la Hoz, que supone un motivo de gran interés para el viajero su visita detenida.

La historia del santuario tiene todos los ingredientes de los real y lo imaginado: dice la tradición que, poco después de la reconquista, a principios del siglo XII, un vaquero de Ventosa había perdido una de sus reses, y anduvo buscándola todo el día sin hallarla. Al internarse por la Hoz del Gallo se le hizo de noche y creyó estar también el perdido. Al rato vio salir luz de entre unas rocas; acudió, y vio cómo sobre un pedestal rocoso se encontraba una pequeña imagen de la Virgen. Acudió luego al pueblo, y tras varias deliberaciones, se decidió llevar la talla a Molina, colocándola en la iglesia mayor de la villa. Pero al día siguiente, la Virgen había desaparecido de su nuevo altar y volvió a aparecer en el barranco. Esto ocurrió por dos o tres veces. Al final, se decidió levantar alguna ermita o santuario en el mismo enclave donde se apareció al vaquero de Ventosa. La devoción hacia la Virgen de la Hoz creció muy pronto, o fue alentada, como patrona de la Vega del Gallo, de la ciudad de Molina, y del Señorío o Común entero, que pronto también inició sus romerías hacia este lugar.

Allí se instalaron, en el siglo XII, algunos monjes o canónigos regulares de San Agustín, quizás venidos de Francia, pues el obispo seguntino don Joscelmo adquirió el lugar de su dueño, el conde molinés don Pedro Manrique de Lara, en 1272. Estos hombres, mitad religiosos, mitad guerreros, edificaron el templo para la Virgen bajo la misma roca monumental, y junto a él pusieron su refugio claustral, pequeño monasterio, con hospedería para los romeros. Se constituía así un típico enclave mariano que levantó devoción por todo el territorio molinés. La tradición quiere que aquí hubiera también caballeros templarios cuidando del lugar, pues al parecer esta Orden fue dueña de los enclaves de Ventosa y Cañizares. Lo cierto es que de esto no queda documentación alguna, y sí se sabe que ya mediado el siglo XIV, la Hoz era propiedad del monasterio cisterciense de Ovila, que aquí puso algunos de sus monjes blancos para cuidar, material y espiritualmente, del enclave.

Una realidad deslumbrante

El edificio del templo es obra del siglo XV. Materialmente «incrustado» bajo la enorme roca, muestra un portón apuntado con arquivoltas y un escudo del Cabildo molinés. El interior, muy sencillo, de una nave, realza el valor de la imagen de la Virgen, que es talla románica del siglo XIII, hoy totalmente revestida de brocados, sedas y coronas. Ha recibido este santuario una cuidada y reciente restauración, que le concede la alegría y la espectacularidad de la luz dentro de la montaña.

La Hospedería aneja tiene también detalles arquitectónicos y ornamentales del siglo XVI, algunos grutescos populares, ciertos escudos del Cabildo molinés. Y junto a estos dos edificios se ha instalado, adecuando un antiguo edificio, una nueva hospedería que sirve para poder comer y pasar la noche al abrigo de las rocas y con el arrullo de las aguas.  Pero el atractivo popular y paisajístico del conjunto, anula cualquier otra condición artística que, en todo caso, es mínima. La devoción del Señorío de Molina fue siempre grande hacia este santuario. En la capital se organizaron varias cofradías a lo largo de los siglos. Nobles y letrados hicieron donaciones sustanciosas. Muchos pueblos acudían en masa para hacer romería en su entorno, especialmente los de Corduente, Ventosa, Lebrancón, Rillo, Herrería, Canales, Rueda y Tierzo, así como Molina ciudad, y el hoy turolense pueblo de Odón, que en sus orígenes fue molinés. Estas romerías se hacían acudiendo el pueblo entero, presidido de sus cruces y pendones, sobre carros ataviados de flores, haciendo luego los «dances» ante la Virgen. Ella siempre benefició a sus fieles con miles de milagros, y ellos dejaron cuajado su santuario de ofrendas y ex‑votos, que aún pueden verse en el camarín alto de la Virgen.

Para el mes de junio, se cuenta además con el atractivo de la llamada «fiesta de la Loa», que comienza con un «rosario» en marcha, sigue con Misa al aire libre y se remata con la «Loa», especie de auto sacramental en que las tradiciones del territorio aparecen mezcladas con ritos ancestrales de lucha entre el Bien y el Mal: con un texto pícaro y gracioso, aparece un «Ermitaño», un «Zagal», un «Mayoral», dos «Diablos» encadenados, fieros y bailarines, que portan espadas negras en las que van pintadas serpientes, y que quieren perder a los humanos, mas un «Gallego», un «Zamorano» y un «Ángel» del Cielo que aparece castigando, finalmente, a los demonios, mandándoles a los infiernos y protegiendo a los molineses (zagal y mayoral) y a los peregrinos (gallego y zamorano) que, finalmente, honran como querían a la Virgen de la Hoz. A todo ello se añaden las danzas de tipo guerrero interpretadas por jóvenes molineses. Todo un gustazo de historias, patrimonio y costumbrismo que está ahí, en el corazón mismo del Señorío de Molina, esperándote.