La Cocina Medieval en la Alcarria

viernes, 11 diciembre 1998 0 Por Herrera Casado

 

El pasado fin de semana celebró el Parador Nacional «Castillo de Sigüenza» sus segundas Jornadas Gastronómicas Medievales, que han superado con creces las expectativas y la asistencia del año pasado: en un día de ambiente gélido, los caballeros salvadores asaltaron muros y fuertes torreones castilleros, pero al no poder liberar a la Reina Doña Blanca, que pálida esperaba su descanso en la lobreguez de su mazmorra, tuvieron que claudicar ante la soldadesca enviada por el Rey Pedro el primero, para que la trasladaran hacia Jerez de la Frontera, a las torres de Medina Sidonia, donde finalmente falleció.

En torno a ese personaje, la reina doña Blanca de Borbón, y en el ambiente real donde ocurrió, hace más de seis siglos, su epopeya de prisión y sufrimiento, el Parador de Turismo del castillo seguntino ha vuelto a revivir emociones medievales en forma de escenografías y suculentas comidas. Una ocasión única para ver, de nuevo, ese espléndido espacio arquitectónico que es el alcázar de los Obispos, en la cumbre de Sigüenza, y de rememorar su historia cuajada de anécdotas a lo largo de los ocho siglos de su devenir. Y una ocasión, por supuesto, de conocer un poco las formas de comer en el remoto Medievo, que va siendo rescatado de una forma u otra, por historiadores, cómicos y cocineros. Todo vale cuando se trata de recuperar las raíces de un pueblo. Del pueblo castellano, por más señas, que afortunadamente todavía existe.

De cocinas medievales alcarreñas

El mejor tratado teórico del yantar medieval lo escribió un sabio que por muchos motivos estuvo ligado a esta tierra de la Alcarria. Se trata de don Enrique de Aragón, marqués de Villena, y señor, entre otros títulos y lugares, de la villa y tierra de Cifuentes, junto al Tajo.

No es nada raro el hecho, teniendo en cuenta que en la Edad Media la tierra de Guadalajara era, como la geografía nos dice, el verdadero centro de la Península Ibérica. Río Henares arriba y abajo pasaban caballeros y arrieros, ejércitos y cortes de cómicos.  La gran vía caminera de España era el Henares. En sus orillas, ciudades como Alcalá, como Guadalajara, como Sigüenza. Villas como Hita, castillos como el de Jadraque… Y por sus palacios, sus catedrales, y sus castillos, pasaron los grandes señores, la altas alcurnias que dieron consistencia al buen comer del Medievo.

Las crónicas generales y particulares del Medievo castellano suministran abundantes noticias sobre don Enrique de Aragón, nieto del primer marqués de Villena y de Enrique II de Castilla, como hijo de su hija ilegítima doña Juana; de aquel caballero nos ha llegado un admirable retrato gracias a la memoria de su contemporáneo Fernán Pérez de Guzmán, quien lo dibujó en su conocido libro Generaciones y Semblanzas. Según Pérez de Guzmán, don Enrique de Aragón era de corta estatura y grueso, de tan gran ingenio que aprendía con extraordinaria facilidad cualquier ciencia o arte, dominaba varios idiomas, tenía una cultura tan vasta y profunda que parecía maravilla, pero en cambio desdeñaba en absoluto cuanto se refiriera a las armas y a la caballería, así como a la administración de su casa y hacienda, y nos dice Pérez de Guzmán que, porque entre las otras ciencias e artes se dio mucho a la astrología, algunos burlando decían del que sabía mucho en el cielo e poco en la tierra, y como para el vulgo general los grandes conocimientos de don Enrique solo eran atribuibles a hechicería, le pusieron de sobrenombre el Nigromántico. De él sabemos también que era gran comilón y muy dado al amor de las mujeres. De la primera de esas gulas le vino en saber también, con toda la extensión que la época permitía, de gastronomía y sutilezas culinarias, escribiendo el Tratado de cortar del cuchillo al que luego todos conocieron por el título de Arte Cisoria, en el que con pormenor describió los yantares de su tiempo, las recetas de la gastronomía regia, y el modo de preparar muchos y sabrosos manjares. De este alcarreño es, pues, el primero de los grandes tratados culinarios de la literatura castellana.

En él se tratan las formas de preparar las comidas, el arte de presentar los alimentos, y las propiedades más recónditas y útiles de los principios esenciales de la gastronomía. Es este un tratado de pretensiones didácticas por ser un documento de inapreciable valor sobre las costumbres de la clase noble de la época, al menos en lo que al arte culinaria y al comportamiento en la mesa se refiere.

Como una simple muestra de lo que el Arte Cisoria nos ofrece, hablando de los yantares de los monarcas, dice que no se presentarán en la mesa del rey las berzas, berengenas, lentejas ni aceitunas que tienen fama de malencónicas…; ni las habas, que en otras partes llaman judías y hacen perder la memoria, el mayor mal para los cortesanos que puede avenirle al rey y recomienda muy encarecidamente el ajo mezclado en las salsas para despertar el apetito, con el perejil, yerbabuena y orégano.

Recetarios de la medieval cocina

Muchos han sido los libros en los que se ha ido plasmando escrita la cultura culinaria del Medievo. Por mencionar solamente los más destacados, tratados y crónicas de la época, en los que se habla de comidas, de sabores y placeres palatinos. No vendría mal recordar aquí al menos los títulos de los libros en los que se habla de cocina medieval y a los que podemos calificar como autenticas fuentes para el conocimiento de la cocina de aquella remota edad. Baste recordar El Tuhfal al-Albab (El Regalo de los Espíritus) de BUHAMID AL-GARNATI, o el famoso libro de viajes titulado A través del Islam, de IBN BATUTA.

En las Memorias del Reinado de los Reyes Católicos, de Bernáldez, y en El Victorial, o Crónica de don Pero Niño, de Díez de Games, aparecen también amplias referencias a la gastronomía medieval. Lo mismo ocurre en la Relación de la Embajada de Enrique III al gran Tamorlán, de González de Clavijo, y en los Hechos del Condestable don Miguel Lucas de Iranzo.

Hay también referencias curiosas al comer y beber de los tiempos medievales en la Descripción del África y de España, de AL-IDRISI, en El libro llamado Al-Lamha al-Badriyya (El Resplandor de la Luna Llena), de Ibn al-Jabtib y en El Musnad: Hechos Memorables de Abal-asan, Sultán de los Benimerines, de Ibn Marzuq.

No puedo olvidar, finalmente, y estimar en lo que vale, la tesis de De Castro, recientemente publicada, que trata de La Alimentación en las Crónicas Castellanas Bajomedievales, y que en buena manera me ha servido para saber yo mismo, que tan pocas cosas sé de casi todo, algo de lo que en el Medievo alcarreño se usaba por comida.

Un menú que hará historia

El Parador Nacional de Sigüenza ha rendido estos días pasados (del sábado 5 al lunes 7 de diciembre) un servicio inestimable al turismo provincial, y a la promoción de la Ciudad del Doncel, pues gracias a su llamada han acudido en estos días centenares de curiosos, gastrónomos y gentes que se han llevado la unánime sorpresa de encontrar un lugar inusual y sorprendente siempre, como es el Castillo de los Obispos, y unos manjares que, conducidos por el jefe de la cocina palaciega, Daniel Zamarreño, han devuelto a exquisitos y paseantes la confianza en los sabores y las consistencias: para empezar, degustación de berenjenas en cazuela y lobo en pan (una empanada de lubina hecha al más simple y efectista modo). Para comer, el potaje que se dice «porriol» hecho de puerros, cebollas y leche de almendras; el escabeche labriego de trucha, y el asado de cabrito lechal al tomillo. En los postres, las frutas de sartén con tajadas de queso fresco, el buen membrillate y la ginestada con azafrán. De estomacal complemento, una infusión caliente de hierbas de poleo con aguardiente de Morillejo.

Solo censar esos platos, se le hace a uno la boca agua. A todos los que estos días los han degustado en el Castillo de Sigüenza, se les han abierto las mandíbulas para siempre: de admiración y deseos (de volver, por supuesto). Y Sigüenza entera, ganando.