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noviembre, 1998:

Corriendo los límites: Bujarrabal en tarde fría

 

Han llegado los viajeros, en la tarde fría y limpia del otoño que declina, a Bujarrabal, un lugar mínimo de la serranía del Ducado, que se pierde entre las suaves lomas cubiertas de dorados robledales caducos entre Alcolea del Pinar y Sigüenza. El silencio, la soledad, la paz que emana del paisaje, les hace ponerse melancólicos y sutiles, quizás pensando que estos depurativos de sosiego convendría a todos tomarlos de vez en cuando.

Bujarrabal asienta en la suave vega del alto río Dulce, abrigado hacia el norte y levante por los altos de la Guijarrosa y los montes que separan las provincias de Soria y Guadalajara. A Bujarrabal puede llegarse desde Estriégana, por un ramal que sale frente al cruce, o desde Guijosa, más en derechura desde Sigüenza. La despobla­ción del lugar, que se produjo hace ya casi 30 años, se ha detenido y hoy hemos visto cómo todos sus edificios, renacidos, bien reconstruidos, muy apañados y hermosos, deben dar cobijo a buen número de población en los meses de verano. A la caída del otoño, en la tarde declinante fría y húmeda, el pueblo está totalmente desierto.

Perteneció bujarrabal, tras la reconquista de la comarca en el siglo XII, al alfoz y Común de Villa y Tierra de Medinaceli. Los obispos de Sigüenza y su Cabildo catedralicio poseyeron amplias heredades en su término, pero la jurisdicción perteneció siempre a la alta y fuerte villa soriana, y el señorío correspondió a los de La Cerda, duques de Medinaceli, durante largos siglos.

El aspecto del pueblo es muy peculiar. Alargado de levante a poniente sobre un leve recuesto, se alinean las viviendas a lo largo de una calle. Muchas de estas construc­ciones son de fuerte sillarejo bien labrado y trabado, y algunas se revocan con yeso de tonos ocres o rojizos, presentando abundantes esgrafiados con fechas, nombres y dibujos popula­res.

La iglesia parroquial, cerrada en esta ocasión, fue dedicada a la Virgen María, y es cons­trucción magnífica del renacimiento seguntino. Levantada en la primera mitad del siglo XVI, luce un atrio porticado al sur, en el que se abre sencilla portada de molduras y líneas clási­cas, sobre las que zurean las palomas, sin descanso. La torre y el ábside están reforzados por contrafuertes. El interior (aún lo recuerdo de otra vez anterior que pude verla) es de una sola nave, cubierta de bóvedas nervadas, muy bien tra­zadas, y coro alto a los pies, destacando sobre cualquier otra cosa, en el muro del fondo, un magnífico altar mayor, obra de talla y pintura, realizado en los talleres de Sigüenza mediado el siglo XVI. Añade en su parte alta algunos detalles barrocos añadidos en el XVIII. Este grandioso retablo, de estilo plenamente renacentista, consta de cuatro cuerpos, cada uno de ellos dividido en cinco calles. La central está ocupada por obras de talla policromada, y las laterales presentan pinturas sobre tabla, haciendo un total de dieciséis. Múltiples escenas, de viva pintura y fuerza vital, se esparcen por este solemne y bello retablo, ahora imposible de ver en el invierno, si no es cuando se celebra la misa dominical. Este retablo engarza estilística­mente con varios otros conservados en la comarca seguntina (Pelegrina, Santamera, Caltójar) salidos todos de los talleres de ensambladores, tallistas y pintores de Sigüenza en la mitad del siglo XVI.

La arqueología de Bujarrabal

Para quien guste de buscar, campo a través, restos fidedignos de antiquísimos tiempos, el término de Bujarrabal es todo un paraíso, porque está repleto de testimonios arqueológicos.

De la Edad del Bronce, Bujarrabal conserva los restos arqueológicos de un poblado fortificado al que llaman el Mojón de Alcolea. Se alza en un cerrete que avanza hacia la vega, en una de las estribaciones de los montes que se alzan entre Bujarrabal y Alcolea del Pinar. Tiene estructura de «península» y se puede hallar a la altura de la fuente de los Hormachales. En el otro extremo del término, entre los valles del Dulce (alto) y el arroyo de la Vega, en un altozano, se han encontrado fragmentos de instrumentos de sílex y de cerámica antigua.

De la época plenamente celtibérica, la del Hierro denominada, debe visitarse el Castro de « Valdegodina», que asienta en una de las estribaciones de un extenso conjunto de monte bajo, que desde la vega del río Dulce continua hasta Sigüenza. El yacimiento se encuentra en una zona amesetada con una ligera pendiente, a cuyos pies este corre el río Dulce, todavía muy pequeño, constituyendo una vega medianamente fértil. El hábitat primitivo, debió ocupar la ladera oriental que desciende suavemente, y es ese el espacio donde se han hallado el mayor número de marcas y hoyos correspondientes a excavaciones clandestinas. Se han hallado en este lugar objetos cerámicos de color naranja, hechos a torno, y unas pequeñas lascas de sílex. Cabe destacar un fragmento de borde muy deteriorado, de pasta naranja y que presenta un baquetón, y que tiene paralelos estructurales con la cerámica de Luzaga, por lo que puede fecharse el asentamiento entre los siglos IV al III a. C.

También existen en Bujarrabal restos romanos. En la vega del río Dulce, que debió estar siempre muy poblado, desde tiempos primitivos, existió sin duda un importante centro de hábitat romano. En la superficie aparecen tejas, piedras trabajadas, ladrillos, algunas piezas cerámicas, destacando un gran sillar de piedra caliza con los extremos tallados lobularmente formando modillones. A la izquierda de la carretera, en el talud, un resto de muro aflora ligeramente y se adentra por debajo de ésta.

Por los materiales hallados no podemos fechar con seguridad este yacimiento. Además sabemos que en 1640 se encontró en el término de Bujarrabal una inscripción romana de la que dio noticia Ceán Bermúdez en su Seminario de las antigüedades romanas que hay en España, en especial las pertenecientes a Bellas Artes (Madrid, 1832). Transcrita dice así por una cara: «Pompe/eia. Nit/liata. C/andida/Cossouq/um f.», y por la otra: «Titus/Aemili/us Fla/us An(norum)/LX. H(ic)S(itus)E(st)/S(it) T(ibi) T(erra) L(evis)». Quizás proceda esta inscripción del más importante núcleo arqueológico de Bujarrabal, una «villa romana» situada en la vega del río Dulce de la que se conserva un muro entero, que en algunos lugares alcanza los 40 cm. de altura. El tamaño de sus piedras y la rectitud y regularidad de su estructura le hacen sin duda romano. Allí aparecieron también fragmentos de cerámica con decoración a bandas y un fragmento pequeño, amorfo, de terra sigillata hispánica finamente decorada.

De la época medieval, lo más interesante que conserva Bujarrabal es el torreón de construcción árabe. En el punto más alto de la población, entre los edificios que la rodean, se alza una construcción de estructura cuadrangular, en estado ruinoso, pero que conserva un interesante aparejo formado por grandes sillares asentados en seco, en sentido vertical. Es muy parecido al que se conserva en Mezquitillas (Soria), en el castillo de Torresaviñán (Guadalajara) y en el cercano torreón árabe que se conserva en Barbatona. Puede ser fechada esta minifortaleza de Bujarrabal en torno al siglo X. Además, en el término también se conservan restos de otro torreón de la misma época, o ligeramente posterior, entre unas cerradas y en un altozano dominando un paso hacia Torralba, donde aparecen unos restos contractivos de estructura circular, hechos de sillarejo, y que se mantienen hasta un metro de altura.

Los viajeros, tras de mirar la esbelta y fortísima torre de Bujarrabal, que les trae ecos de morerías y califatos, y les deja soñar, una vez más, con países de arena y oasis de acuático sonido, deciden volverse por donde han venido. No sin antes recomendar a quien esto lea que vaya, alguna vez en la vida, o mañana sábado mismo, a Bujarrabal. Porque se sorprenderá de encontrar un pueblecillo tan sugerente y hermoso, tan bien dotado de edificios, de recuerdos, de horizontes limpios.

En el confín del Señorío: Buenafuente del Sistal

 

Pocas cosas hay tan estimulantes como pasar un día viajando por nuestra provincia. Hoy propongo una escapada hasta el monasterio cisterciense de Buenafuente del Sistal, en el Señorío de Molina. Para saber más de él, hay varios libros. Uno sobre los diversos monasterios medievales de la provincia, que escribí recientemente, y otro que trata específicamente de este cenobio, titulado «La Buena Fuente del Cister», a cargo de la Comunidad de esta casa, y editado pulcramente por Ibercaja. Para llegar, muy sencillo: por la nacional II hasta Alcolea del Pinar. Allí tomar la desviación hacia Luzaga, Hortezuela, Riba de Saelices y Huertahernando, llegando a Buenafuente tras atravesar hermosos y solitarios paisajes serranos.

La historia de Buenafuente

A la «buena fuente» que existe entre los sabinares de la altura molinesa, llegaron los canónigos regulares de San Agustín en el siglo XII, recién acabada la re­conquista de esta zona de Castilla. Poco antes del año 1234, como un eslabón más de su afiligranado rosario de fundaciones cistercienses, puso en él su vista el arzobispo de Toledo don Rodrigo Ximénez de Rada, que en la abadía de Bosque Bertaldo, de la que dependía Buenafuente, formalizó la compra de este convento molinés, al que concedió acto seguido un censo de 25 reales de oro al año, a cambio de ser incluidos en el dominio del Cabildo toledano. Esta situación, como era de esperar, cambió muy pronto. En 1242 lo cedió a doña Berenguela, hija de Alfonso VIII y madre de Fernando III, con la condición de poner allí un convento de monjas de la advocación de la Santísima Virgen. Para entonces ya no estaban los canóni­gos que durante un siglo lo habitaron.

Doña Berenguela lo cedió a su hijo don Alonso, señor de Molina por estar casado con doña Mafalda, hija del Conde don Gonzalo Pérez de Lara. Y es este infante don Alonso quien al año siguiente, en 1243, se lo vende en 4.000 maravedís alfonsíes a su suegra doña Sancha Gómez, con la expresa condición de poner en él «duennas de la Orden de Cistel». El ca­pítulo general del Císter dio enseguida la correspondiente comisión para que los abades de Pontiniaco, Ovila y Monsalud visitasen el lugar y dieran su visto bueno a la nueva fundación. El informe de estos tres religiosos fue, sin embargo, negativo, al encontrar Buenafuente sometido en algunos sentidos a la jurisdicción del obispo seguntino, aunque en 1238 el obispo don Martín concediera al abad de Santa María de Huerta plenos poderes sobre Buenafuente, y en 1245 hiciera otro tanto don Fernando, su sucesor en la silla seguntina. Pero solventadas estas dificultades jurisdiccionales, en agosto y octubre de 1246 extendió doña Sancha Gómez dos documentos por los que cedía al abad de Huerta el monasterio de Buenafuente con todas sus pertenencias y amplio territorio. Fueron traídas monjas de Casbas, en Huesca, para su primitivo habitamiento, y en pocos años surgió, gracias a la ayuda de los condes, obispos de Sigüenza y abades de Huerta, el monasterio de la Buenafuente del Sistal casi como hoy le conocemos.

Desde el primer momento fueron dueñas las monjas de Buenafuente de un extenso territorio y abundantes preeminencias en el señorío de Molina. Doña Sancha Gómez les da la heredad de Alcallech, en donde había habido comunidad de canónigos regulares, y por lo tanto quedaba habitable para la comunidad; las salinas y heredades de Anquela; otra heredad en la Riva y Canales (del Ducado), con Huertaquemada, Campillo (en Zaorejas), la heredad de Beteta, la zona de Alpetea en el Villar de Cobeta. Después, no cesan de llegar aumentos a esta relación, tanto por parte de los condes como de los devotos de la zona. Así, doña Blanca de Molina, hija de don Alfonso y doña Mafalda (nieta, por tanto, de la fundadora) les da las villas de Cobeta, el Villar y la Olmeda, en 1293. Tres años después, Domingo Pérez y su mujer María dan al Monasterio el término redondo de Esplega­rejos. Sería interminable hacer relación de las donaciones que durante los siglos XIII y XIV acrecentaron el poderío de Buenafuente, hasta hacer de él un verdadero feudo dentro del que ya de por sí constituía el señorío molinés. Por otra parte, las concesiones reales (de Fernando IV y Alfonso XI) de posesión de excusados renteros que trabajen las tierras del monasterio sin obligación de tributar al Estado, contribuyó a la creación de un regular núcleo de población en torno al cenobio, y que ha llegado hasta nuestros días, aunque ya en franco declive. Otro de los derechos seculares de que ha gozado Buenafuente es el que en 1304 donó doña María de Molina, de 50 cargas de pan de a cuatro fanegas cada carga (la mitad de trigo y la mitad de centeno), a cobrar del pan del común de Molina. Este «pan de pecho» fue confirmado por todos los reyes españoles hasta que en 1835 fue abolido por la ley desamortizadora de Mendizábal.

El llamado «cisma» de Huerta, con sus dos priores haciéndose la guerra, el uno apoyado por el omnipotente duque de Medinaceli, y otro por sus mon­jes, contribuyó a alterar notablemente la vida que hasta entonces había transcurrido feliz y tranquila en Buenafuente. En 1427, el irregularmente nombrado abad de Huerta, fray Juan de la Huerta, expulsó sin contempla­ciones a las pobres monjas, metiendo en Buenafuente unos cuantos monjes de la misma orden, y dándoles a fray Antonio de Medina como abad. Aunque este hombre se preocupó de colocar en diversos monasterios a las mon­jas expulsadas, éstas prefirieron mantener unida su Comunidad trasladándose a Alcallech, en término de Aragoncillo. Pasados 28 años, ya en 1455, volvió momentáneamente la paz al cenobio soriano de Santa María de Huerta: el abad elegido por el duque de Medinaceli, fray Juan del Collado, revalidó legítimamente su elección entre los monjes. Decidido a establecer de manera definitiva la paz en todos los dominios mocanales, se propuso traer a las monjas de Alcallech a su primitivo hogar de Buenafuente. Nombró abadesa a doña Endrequina Gómez de Mendoza, pero no contó con la tenaz resis­tencia que los monjes establecidos en Buenafuente iban a oponer a su tras­lado. Fray Miguel Romero, nuevo abad del monasterio molinés, recibió fa­cultades del de Huerta para evitar a toda costa la vuelta de las monjas. Al mando de la tenaz doña Endrequina, el tiempo y su tesón actuó en su favor. Al fin, en 1480, gracias a la enérgica actitud del maestrescuela de la catedral de Sigüenza, y por letras ejecutorias de Roma, arribaron a Buenafuente las monjas que por espacio de 50 años habían sufrido tan injusto exilio.

Sin más capítulos de importancia, aparte de muchas anécdotas que aquí no caben, llegó el comienzo inquieto del siglo XIX y con él la invasión francesa, que se ensañó especialmente con las instituciones monacales españolas. Aguantaron como pudieron las religiosas en su monasterio hasta que la situación se vio tan apurada que decidieron que cada una marchara a su casa, aunque sólo fue preciso este alejamiento durante 4 meses, en los cuales las tropas napoleónicas destrozaron cuanto quisieron, quemando imágenes y apaleando siervos. La zozobra que las monjas bernardas pasaron en aquellos días ha quedado magistralmente plasma­da en el relato crudo y sincero que una de ellas hizo de sus múltiples salidas del monasterio, durante la noche, para esconderse en unas cuevas situadas en la bajada al Tajo y que sólo ellas conocían. Pasada la pesadilla, lle­gó el despojo desamorti­zador, que sin obligarles a abandonar Buenafuen­te, por haber allí en esos momentos (1835) más de doce monjas, sí que supuso la pérdida abso­luta de sus bienes, dejándoles tan sólo con sus sayales, sus imágenes y su huertecilla. Así han llegado, fruto de un milagro que cada día que pasa es más portentoso, hasta nuestros días. Y, aunque en 1971 sufriera una crisis importante el monasterio, estando a punto de quedar deshabitado, el tesón de su capellán, don Ángel Moreno Sancho, y de sus once monjitas, hicieron brotar el prodigio histórico de permanecer, de ser todavía abierto puerto de paz y calma en este atormentado mundo nuestro.

Lo que debe verse en Buenafuente

Arquitectónicamen­te, lo más interesante que posee es su iglesia conventual, construida en el siglo XIII dentro de un estilo románico que desentona del que estamos acostumbrados a ver en nuestra provincia. Esa iglesia grande, de altísima bóveda apuntada, de una sola nave escoltada de adosados arcos formeros, y que en un principio estuvo aislada del monasterio, es trasunto fiel del estilo cisterciense francés que desde el siglo anterior se extiende hacia el Sur desde el centro de Francia. Opinión ésta que corrobora el ábside cuadrado escoltado por un par de fortísimos machones, y las dos puertas de entrada (la del Sur incluida en la clausura) cuyas archivoltas escuetas están enmarcadas por adosadas colum­nas y dintel recto. Un par de interesantes ventanales del estilo en el ábside y algunos capiteles toscos y primitivos en sus portadas hacen de esta iglesia un conjunto de sumo interés dentro del abigarrado muestrario del arte ro­mánico en nuestra tierra. La bóveda del presbiterio o capilla mayor muestra restos de pintura en los que fácilmente se adivina un Pantocrator rodeado de los cuatro Evangelistas.

Otras muestras artísticas de interés son el Cristo de la Salud que se conserva en la capilla del Coro bajo de las monjas, y que constituye la más patética y enternecedora muestra de la escultura románica en la provincia de Guadalajara. En el altar mayor, la imagen barroca de la Madre de Dios de Buenafuente. Un altar barroco con santos y santas de la orden del Cister, y otro neoclásico con una buena pintura de San Bernardo, es todo lo que puede admirarse en el templo. De los enterramientos «de las infantas» (doña Sancha Gómez, la fundadora, y su hija doña Mafalda) que desde su muerte en el siglo XIII estuvieron situados en el centro de la iglesia hasta que en 1765 se trasladaron a otro lugar, queda hoy una arqueta que ha sido puesta en el muro de mediodía del templo.

Con su historia y su leyenda; con su fría altura verde y limpia; con su pletórico archivo en que todos sus documentos de importancia desde el siglo XII se conservan en perfectas condiciones, y el animoso concepto de la existencia que sus actuales habitadoras poseen, Buenafuente es actual­mente una prueba latente y hermosamente viva de todo lo que en este libro va historiado: el espiritual modo de concebir la vida en los monasterios y conventos de la provincia de Guadalajara.

Otoño en Pinilla de Jadraque, una oferta tentadora

 

En el esplendor del otoño, cuando las choperas densas y rumorosas que escoltan el agua fresca del río se pintan de variados tonos de amarillo y ocre, estas altas tierras preserranas del valle del Cañamares reciben a los viajeros con un dulce acariciar del sol en las esquinas. Los viajeros se han lanzado, buscando siempre la sorpresa de los pueblos vacíos y sin embargo llenos de color y encanto, a contemplar una vez más la enorme masa pétrea, bien trazada y ornamentada, del templo parroquial de Pinilla de Jadraque, uno de los más hermosos, sin duda, que pueblan el horizonte del arte románico guadalajareño.

Un monumento nacional

El pueblecillo, al que se llega por carretera desde Jadraque, pasando antes por Castilblanco y Medranda, es el último de la carretera. Allí se acaba el paso de vehículos y para seguir aguas arribas, rumbo al ex‑monasterio de San Salvador y al pantano de Pálmaces, no queda otro recurso que echarse a andar entre encinas. Que no es tampoco mala práctica. De todos modos, y de forma similar a lo que ocurre en tantos otros lugares mínimos de nuestra provincia, las calles pavimentadas, y la limpieza del ámbito sorprenden con agrado: en estos años ha cambiado el brillo de Pinilla.

No exagero si digo que estamos ante el paradigma del románico, porque el monumento capital de Pinilla es su iglesia parroquial, dedicada a la Asunción: catalogada como Monumento Histórico‑Artístico de categoría nacional, tras haber estado muchos años en trance de ruina, y gracias a las gestiones de un puñado de hombres y mujeres preocupados por los viejos monumentos alcarreños, entre los que estos viajeros pueden con auténtico orgullo ser contados, hoy brilla como nueva, restaurada y parece que definitivamente integrada en el mundo de los vivos.

Para quien se anime, en estas fechas en que el campo está pidiendo una visita, a desplazarse ante el templo de Pinilla, daré aquí algunos elementos que permitan centrar su estampa, su valor, el aire solemne y redentor que tiene su masa de piedra dorada.

Es, ya lo he adelantado, una obra magnífica de estilo románico rural, construida a finales del siglo XII o principios del XIII, que sufrió reformas posteriores, pues en el XVII se eliminó su ábside, que sería semicircular, para hacer una capilla mayor más amplia donde colocar un altarcillo barroco, y luego un incendio en nuestro siglo XX la arruinó en su interior, aunque fue finalmente reconstruida.

Un románico de categoría

Sorprende, en su exterior, la enorme espadaña que corona el muro de poniente: es de cuatro vanos, muy pesada, toda ella de sillar calizo. Solamente otro templo románico hay en la provincia de Guadalajara con una espadaña de similares características: la de Hontoba en la Alcarria.

El edificio consta de una sola nave, con presbiterio cuadrado y sacristía adosada al sur. En ese interior, que siempre está en la semipenumbra de los edificios típicamente medievales, y en los que solo la luz de los ojos puede con la tiniebla de los siglos, destaca el arco triunfal que da paso desde la nave a la capilla mayor, y que se apoya, perfectamente semicircular, en sendos capiteles de muy perfecta talla y conservación: en el uno hay palmetas, en el otro piñas entrelazadas.

Apoyando en los muros del sur y poniente, aparece la estructura del atrio o galería porticada, heredero en este caso de las construcciones románicas que en las provincias de Soria y Segovia adornan tantas iglesias rurales. En el centro del costado meridional se abre la puerta de ingreso, consistente en un estrecho arco de medio punto apoyado en columnas pareadas que rematan en bellos capiteles de decoración geométrica y vegetal estilizada. De su ábaco surge una corrida imposta muy simple que se prolonga sobre el muro esquinero. El resto del ala sur del atrio se compone de ocho arcos, cuatro a cada lado de la puerta, también de medio punto, que apoyan sobre columnas pareadas y presentan magníficos capiteles de estilizada decoración foliácea. Estos arcos descansan sobre un podio o basamento.

En el ala de poniente del atrio se abren tres arcos más, también estrechos y apoyando sobre columnas pareadas, y sobre unos capiteles especialmente interesantes, pues muestran sus caras ocupadas por una abundante colección de temas iconográficos que posibilitan al viajero la ocasión de enzarzarse en evocaciones medievales, mitológicas y legendarias sin fin: como si del claustro de una poderosa catedral se tratase, en esos capiteles del ala de poniente de Pinilla surgen figuras arquetípicas como la mujer que sostiene peces en sus manos, los sirénidos coronados, los tres sabios de Oriente leyendo en filacterias, y por supuesto algunas imágenes de la religión cristiana, como la Crucifixión de Cristo, su Bautismo, y la presentación alegórica máxima de la Gloria del Hijo de Dios, que en su mandorla avellanada aparece majestuoso rodeado de los cuatro símbolos de los evangelistas.

Todavía algún detalle de interés que no debe ser olvidado. En el interior del atrio, una enorme pila bautismal, de cuando se hizo la iglesia, ofrece su señorial circunferencia de piedra. La puerta de entrada a la iglesia es asimismo muy hermosa. Tiene todos los caracteres propios del estilo: arcos semicirculares, baquetones múltiples, decoración de hojas, de puntas de diamante, etc.  Y, para terminar, distribuidas por los sillares de la parte más visible del templo, multitud de marcas de cantería que hacen pensar en seres humanos, en constructores esforzados e ilusionados del edificio.

Mañana, como siempre, será un buen momento para volver a Pinilla de Jadraque: siete siglos después de su construcción, a contemplar la obra elegante y hermosa de gentes con fe; y en cualquier caso, a rememorar fastos y asombrarse ante la magnitud constructiva de artesanos pioneros y sencillos, los canteros medievales.

Ecos de la Alcarria en el monasterio portugués de Batalha

 

Recordábamos la pasada semana uno de los hechos trascendentales de la historia de Guadalajara, pero desarrollado en la lejana llanada atlántica de la Beira portuguesa: la batalla de Aljubarrota, ocurrida el 15 de agosto de 1385, entre los ejércitos de Castilla, con su rey Juan I de Trastamara al frente, y los de Portugal, comandados por Juan I de Avís y su condestable Alvares Pereira. La victoria, rápida y contundente de los portugueses, supuso la pérdida definitiva de las aspiraciones de los monarcas castellanos hacia el reino portugués. Supuso también, por añadidura, la muerte en esa batalla de muchos caballeros alcarreños que había acudido, brillantes con sus armaduras y lujosos sus caballos con las gualdrapas rojas y doradas, a formar la mesnada de su caudillo, don Pero González de Mendoza, señor de Hita y Buitrago, gran mecenas de la ciudad de Guadalajara, inteligente y bravo como pocos. Supuso, en fin, la muerte del mismo don Pero.

Hemos visitado recientemente los campos verdes y siempre húmedos de la Beira litoral, y en la plazuela sencilla de Aljubarrota, en la explanada imponente del monasterio de Batalha, y en los silencios fragantes de las colinas portuguesas hemos escuchado las voces de aquellos dignos alcarreños que dejaron su vida en lo que ellos consideraron una causa noble y digna.

El monasterio de Batalha

Para los portugueses, Batalha es lo que El Escorial para los españoles. La expresión pétrea y monumental de una gran victoria; el lugar donde reposan los restos de sus más grandes monarcas: la esencia concentrada, vibrante y tallada con hermosura de una historia, de un sentido puramente nacional. En Portugal, quizás, ese valor es aún mayor que en el Escorial. Resume y conmemora el día y el lugar en que los ejércitos del maestre de Avís, allá por el siglo XIV, consumaron la independencia de Portugal frente a Castilla. La afirmación del orgullo patrio que todos los pueblos con historia tienen.

Aunque los días de sol el monasterio dominico de Santa María de la Victoria de Batalha luce en sus piedras mil veces talladas un color dorado que parece hecho de ámbar, la verdad es que en la ocasión que le visitamos la niebla perenne de a costa atlántica y una ligera lluvia le conferían un aspecto adusto, casi amenazador. Grande y violento, este monasterio es, sin embargo, uno de los monumentos más impresionantes de toda Europa: el más señalado, sin duda, del vecino país, y que por sí solo justifica un viaje a Portugal.

A solo 71 metros sobre el nivel del mar, desde Lisboa por autopista hay unos 150 Km. que se hacen cómodamente en poco más de una hora, y viniendo por el norte, desde Salamanca, Ciudad Rodrigo y Guarda, desde Coimbra unos 80 Km. al sur. Entre suaves colinas tras las que se huele el océano Atlántico, en medio de una explanada pavimentada de piedra milenaria, acompañado de la estatua ecuestre del Condestable Pereira, se alza esta joya de la arquitectura portuguesa que es difícil clasificar, porque su construcción se alargó desde los finales años del siglo XIV hasta bien entrado el XVI. Lleva, por tanto, el sello del más puro gótico lusitano, que a su vez está sumamente influido por el arte de la Borgoña y de Inglaterra, junto a las líneas barrocas y vibrantes del estilo manuelino, ese coda gigantesco, único y originalísimo que a lo largo del reinado de don Manuel I (1495-1521) impregnará los monumentos del vecino país (especialmente los Jerónimos de Lisboa y el templo de la Orden de Cristo en Tomar, además de la cabeza de este monasterio de Batalha) de un exacerbado barroquismo surgido del gótico final, algo así como el toque «isabelino» o flamígero en el último gótico castellano.

Visitando Batalha

Obra del arquitecto luso Afonso Domingues, se comenzó con sus planos góticos inmediatamente después de la batalla de Aljubarrota, en 1388, y ya en 1402 estaba dirigiendo las obras un tal maestro Huguet u Ouguet, (de ori­gen inglés, al parecer de Canterbury) que siguió fielmente el modelo cister­ciense.

La iglesia, grande y ancha, espectacular, es sin duda lo más representativo del conjunto. Consta de tres naves, con un crucero al que se abren una serie de capillas que formaban la cabecera primitiva. En el exterior, destaca la decoración de su fachada, cuajada de elementos góticos con tracerías de gran variedad y enorme gusto. Escudos de la casa de Avís campean sobre puertas y ventanas. Esta fachada está dividida claramente en dos partes: la inferior, con la inmensa y profunda portada, es obra de Afonso Domingues y la superior, del Maestro Ouguet, se nos presenta revestida por frágiles pilastras de clara influencia inglesa. En su par­te baja está abierta por una portada con esta­tuas modernas de apóstoles en las jambas, fi­guras bíblicas y profanas en los alféizares: el Creador y los Evangelistas en el tímpano y la Coronación de la Virgen en la cúspide. Arriba aparece un extraordinario ventanal de estilo gótico flamígero, que para muchos es lo más bonito de todo el monumento.

A los pies de la iglesia se encuentra adosa­da una amplia capilla funeraria, la llamada «ca­pilla del fundador». Es de planta cuadrada, de 20 metros por lado, y está cubier­ta por una bella bóveda estrellada sustentada por ocho pilares. Desde el suelo, en el que se admiran poderosos los túmulos tallados del rey Juan I de Avís y su esposa Felipa de Lancaster, la mirada hacia lo alto deja atónitos por su belleza a todos cuantos se llegan a este lugar. Alrededor de las tumbas de los fundadores, bajo ni­chos denticulados, aparecen los sepulcros de los más célebres Infantes de Portugal: destacan, de izquierda a derecha, el de Fer­nando el Santo (muerto en el año 1443 prisio­nero de los árabes) y el del céle­bre Enrique el Navegante, muerto en 1460.

Pero quizás lo más interesante de Batalha sea la gran capilla de planta circular que fue adosada a la capilla mayor en el eje mayor de la iglesia, como la de San Ildefonso de la catedral de Toledo. Esta capilla se planteó para albergar en su centro el enterramiento del rey don Duarte, el hijo de don Juan. Pero no llegó a concluirse, quizás por la grandiosidad excesiva con que fue proyectada, y hoy al conjunto de la capilla central y sus capillas laterales se le conoce con el nombre de «Capelhas Imperfeitas». Comenzadas a cons­truir en 1438, y reanudadas las obras durante el reinado de don Manuel I, quedaron finalmente abandonadas. A ellas se accede por una puerta monumental, quizá la mayor creación del estilo manuelino. Consta de varias arquerías trilobuladas escul­pidas con exquisita delicadeza, cargadas con motivos florales y geométricos. Cientos de veces se ve repetido el emblema del rey don Duarte (1433‑38). Fue el Maestro Ou­guet quien se hizo cargo del diseño e inicio de la construcción de este espacio solemne y fantástico, pero después de su muerte en 1478 fue sustituido por Mateus Fernandes el Viejo (has­ta el año 1509), y es a este a quien se deben las siete ca­pillas de alrededor, en las que lucen magníficos y voluminosos pilares de orden ma­nuelino, truncados todos al comienzo del arranque de la bóveda. Sobre la portada aparece una tribuna real re­nacentista. En estas capillas «imperfectas», pero que asombran a quien con pausa las recorre, hay numerosas tumbas de per­sonajes religiosos y reales, abades y príncipes, nobles y guerreros. En la capilla central sobresale la tumba de rey Eduardo y la de su esposa.

El claustro de Batalha

No debe dejarse de admirar el gran Claustro Real de Batalha. Es de estilo gótico, también obra de Afonso Domingues, con anchas arquerías ce­rradas por delicados calados de influencia oriental. Sus dimensiones, amplísimas para lo que suele ser un claustro monasterial, son de 50 x 55 metros, lo que nos da idea de la grandiosidad del lugar. Es interesante también la sala capitular, de proporciones cuadradas, perfectas, con una gran bóveda sin columnas. Un plano de Batalha acompaña estas líneas para que los amantes de la arquitectura ibérica se hagan una idea de cómo se estructura este edificio, al que sin duda calificamos, tras haber pasado en su interior un rato de inolvidable asombro, como una de las joyas del arte europeo. Con razón está considerado Patrimonio de la Humanidad, y, para los alcarreños, suma el valor de saber que sobre aquel lugar se desarrolló en 1385 la gran batalla de Aljubarrota en la que, perdedoras las armas castellanas, dejaron la vida multitud de hombres de Guadalajara, con su comandante al frente, don Pedro González de Mendoza, al que todas las crónicas conocen como «el héroe de Aljubarrota». Un motivo más que suficiente para, en cualquier ocasión que se presente, por breve que sea, acercarse hasta Portugal y viajar, sin desviarse a ningún otro sitio, hasta Batalha.