Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

octubre, 1998:

La batalla de Aljubarrota, memoria de la Alcarria en Portugal

 

Parece imposible que, vaya uno donde vaya por el ancho mundo, siempre se encuentren recuerdos de la Alcarria, de sus hombres, de su historia, prendidos en los más recónditos paisajes, en las ciudades más misteriosas, en los más silenciosos campos. Un breve paseo por Portugal nos ha deparado la memoria de los Mendoza en la llanada suave y luminosa de la costa atlántica del vecino país.

Pero González de Mendoza

Puede considerarse a don Pero González de Mendoza como el fundador de la dinastía mendocina en Guadalajara. Originarios de la llanada alavesa, estos guerreros valientes bajaron a Castilla a servir en la Corte de Alfonso XI, en la que encontraron cobijo y empleo. Luchadores profesionales, capaces de dar fuerza a un reino en expansión, el primero en llegar por estos lares de la Castilla nueva fue don Gonzalo Yáñez (o Ybáñez) de Mendoza, a quien Alfonso XI nombró su Montero Mayor. Casado con la hija de otro vascongado emigrado, Iñigo López de Orozco, su vástago don Pero sería primer señor de Hita y de Buitrago, apoyo del nuevo monarca Trastamara surgido de la reyerta fraternal de Montiel, y muy introducido en la Corte de Juan I de Castilla, del que llegó a ser, en sus últimos años, capitán general de sus ejércitos.

Castilla enfrentada a Portugal

A Juan I, que como nos dice Layna era «pundonoroso y afectivo, liberal, caballeresco y esforzado» le vino a las manos la posibilidad de poner el reino de Portugal bajo su cetro. En el vecino país, gobernado por la dinastía de Borgoña desde la primera mitad del siglo XII, el rey Fernando I quedó sin sucesión masculina. Su hija Beatriz casó con el rey de Castilla Juan I. Los hijos de este matrimonio eran considerados, desde la perspectiva castellana, como herederos incuestionables del reino de Portugal. Eso, al menos, era lo que Juan I creía y mantenía: eso era lo que estaba dispuesto a mantener por encima de cualquier razonamiento u oposición.

En Portugal, sin embargo, las cosas se veían de otro modo. La herencia legítima de Pedro I se acabó en Fernando, pero uno de los retoños bastardos del gran monarca, el infante don Juan, maestre de la Orden caballeresca de Avís, proclamó su derecho al trono lusitano. El pueblo entero le aclamó como a su caudillo. Nombró su condestable a Nuño Alvares Pereira, y en medio de un apoyo entusiasta del pueblo entero, dijeron a Juan I de Castilla que se olvidara de su intento de hacerse con el reino portugués. Las condiciones para una guerra estaban dadas. En 1384 unas incursiones breves de los castellanos sembraron aún más el terror, y el odio, entre los portugueses. La batalla final se daría al siguiente año. En el verano de 1385 Castilla concentró su gran flota en el estuario del Tajo, amenazando a Lisboa, mientras por tierra, desde Salamanca y Ciudad Rodrigo, Juan I acompañado de un poderoso ejército de 30.000 hombres, comandados por el alcarreño Pero González de Mendoza, penetró en Portugal, asolando cuanto encontraban a su paso: quemaron los arrabales de Coimbra, y bajaron por el litoral de Beira hacia Lisboa, para tomarla por tierra con ayuda de la Armada naval.

La campaña, decisiva para unos y otros, crucial para la independencia de Portugal, empezó a definirse cuando la peste bubónica hizo acto de presencia entre la gran mesnada castellana. El propio rey, enfermo, hizo testamento en Cellorico. Pero la maquinaria de guerra siguió avanzando, baja de moral al ver cómo un pueblo al que se quería dominar, solo tenía para ellos gestos  de repulsa y odio.

La batalla de Aljubarrota

Por fin, el 15 de agosto de 1385, a primeras horas de la mañana, ambos ejércitos se dieron vista. Eran las suaves colinas y llanadas atlánticas de Aljubarrota. De un lado, el ejército del maestre de Avís, con solo 2.000 hombres de armas y 10.000 peones debía enfrentarse a los 30.000 caballeros e infantes bien pertrechados de Juan I. Figuraban entre ellos lo más selecto de la corte de Castilla: los mariscales, los adelantados, los maestres de Órdenes y los almirantes. Algunos de ellos enfermos. El rey deprimido y fatigado, hasta el punto de que habían de llevarle en una camilla transportable. La batalla, tras las primeras avistadas, se planteó para la tarde. El cronista portugués Fernâo Lopes, el francés Froissart y el canciller Pero Lopez de Ayala, cuñado de nuestro paisano Gonzalez de Mendoza, se encargaron de relatar, como testigos directos, la apasionada jornada. Algunos capitanes castellanos aconsejaron esperar, rehacer la moral de su gente, pero el rey no quiso atender razones: el ataque era la suprema expresión de un pueblo fuerte, de un rey que pretendía un nuevo reino. Conocedores del terreno, los portugueses hicieron desde el inicio una maniobra de envoltura que consiguió crear el pánico entre la tropa castellana. La enardecida tropa de Juan de Avís se lanzó sobre los experimentados jinetes e infantes castellanos, que sucumbieron a miles, en una jornada dantesca y triste como pocas se contabilizan en la historia de nuestro país.

Allí mismo, y en poco más de media hora que, según los cronistas, duró el encuentro, murieron gentes como Juan Fernández de Tovar, almirante de Castilla; Diego Gómez Manrique, adelantado mayor del reino; Pedro Díaz, prior de la Orden de San Juan; Juan Ramírez de Arellano, señor de los Cameros; Pero González Carrillo y Diego Gómez Sarmiento, los dos mariscales de Castilla; el señor de Aguilar y Castañeda, y un largo etcétera de aguerridos caballeros hispanos, que fueron víctimas de la desorganización y arrasados por un pueblo lleno de fe en la victoria.

El heroísmo de Pero González de Mendoza

Murió también, y aquí nos llega el son alcarreño de esta historia, don Pero González de Mendoza, capitán general del ejército castellano. Al ver el cariz que tomaban los acontecimientos, se decidió que el rey Juan I montara una mula fuerte y saliera protegido en huída. Una flecha mató a su montura, y el rey, enfermo y debilitado, quedó en el suelo tendido. Los portugueses estaban ya encima. En esto llegó el Mendoza, y bajando de su caballo, puso sobre la silla al Rey, pidiéndole que huyera al galope. El rey, conmovido, le dijo que subiera a la grupa, que escaparían los dos. La contestación de González de Mendoza fue gallarda, heroica: «Non quiera Dios que las mujeres de Guadalaxara digan que aquí quedan sus fijos e maridos muertos e yo torno allá vivo». Cuando dijo aquello don Pero, había visto ya como cientos de convecinos suyos, de hombres de Guadalajara que le habían acompañado en su lucida hueste personal, yacían muertos sobre el campo de Aljubarrota. Y se quedó luchando a pie, a brazo partido, hasta morir atravesado del hierro lusitano.

El poeta alcarreño Hurtado de Velarde, ya en el siglo XVII, y recogiendo la leyenda que de siglo en siglo y de boca en boca corrió por Guadalajara desde entonces, compuso aquel hermoso poema que hoy, aquí, recordamos, y que todos los alcarreños deberían conocer, sentir, como expresión de la valentía de un pueblo que, a pesar de una derrota sonora, aún era capaz de actos de valentía, incluso de heroísmo:

Si el caballo vos han muerto,

sobid, Rey, en mi caballo

y si no podeis sobir,

llegad; sobiros hé en brazos.

Poned un pie en el estribo

y el otro sobre mis manos;

mirad que carga el gentío;

aunque yo muera, libradvos.

Un poco es blando de boca,

bien como a tal sofrenaldo

afirmándoos en la silla,

dalde rienda, picad largo…

Dixo el valiente alavés

señor de Fita y Buitrago

al Rey Don Juan el primero

y entróse a morir luchando…

Allí quedó el bravo Mendoza, su cuerpo perdido en la turbamulta de los desangrados torsos. Antes de partir hacia Portugal había hecho testamento. Una buena parte de sus riquezas las donaba a los franciscanos de Guadalajara para que construyeran, inmenso y solemne, el claustro de su monasterio.

Pero sería otro monasterio el que reflejara aquella jornada terrible y heroica. El monasterio de Santa María de la Victoria, o de la Batalha, que el maestre y ya rey Juan I de Avís junto a su condestable Nuño Alvares Pereira prometieron levantar para los dominicos si la victoria era suya. De ese monasterio, que también lleva resonancias alcarreñistas, hablaremos la semana próxima.

Guadalajara en el centenario del Cister

 

¿Me sería admitido por título el de Monachi alcarriacensii para este recuerdo volandero de los nueve siglos del Cister en el mundo?

Decenas, miles de monjes cistercienses poblaron, a lo largo de nueve siglos, las tierras de Guadalajara en sus diversos monasterios. Hora es esta en que, al arrastre de lo que en otros lugares se está haciendo, nuestra provincia conmemore de alguna manera esos nueve siglos de mensaje y actitud. Que yo sepa, hasta ahora solamente el monasterio cisterciense de Buenafuente, vivo tras ocho largos siglos, con actos litúrgicos y culturales diversos, y una editorial que ha sacado un libro sobre monasterios medievales, otro sobre la abadía de Monsalud, y un tercero que se anuncia inminente sobre la historia increíble de Ovila, son las pruebas de que aquí se recuerda esta efemérides.

Una historia breve

Recordemos en cuatro frases el inicio de la Reforma del Cister. Fue en 1098 cuando Roberto de Molesmes marcó con su blanca algarabía el principio de tan esplendorosa historia. Es el siglo XI el que ve en toda Europa renacer la inquietud religiosa, como una renovada conmoción en el profundo estanque de los siglos. De vez en cuando se produce la sacudida, y las tranquilas conciencias de los pueblos se ven alteradas por doctrinas e ideas que las zarandean y hacen pensar. A la calma en la Iglesia y en las instituciones monásticas en que transcurría el siglo XI, van a enfrentarse dos vendavales singulares. Por una parte será el impetuoso y genial Gregorio VII quien iniciará su lucha para desatarse totalmente del poder de reyes y señores feudales sobre la espiritualidad del pueblo y aún sobre la Iglesia misma. El otro empujón lo dará Bernardo, otra de las inteligencias sumas del humano discurrir, que segregará el Cister del monolítico conjunto benedictino.

Aunque el prestigio y el buen hacer monástico y religioso de los benitos cluniacenses está en su mayor apogeo, hay un reducido grupo de inquietos que desean llevar un mayor apartamiento y retiro del mundo. La pomposa liturgia y solapado mundanismo de los de Cluny, que se refleja en sus gran­des obras arquitectónicas y refinados temas iconográficos tratados en capi­teles y esculturas, ha de ser contrarrestada por un mayor ascetismo y puri­ficada preocupación.

Los veinte monjes benedictinos de la abadía de Moles­mes, dirigidos por Roberto, abandonan su casa en 1098 y se establecen en un apartado y solitario rincón de los alrededores de Dijón: Citeaux se llama, y se lo ha cedido el vizconde de Benume para que en su retiro observen la regla de San Benito en toda su originaria pureza. De ello hace ahora nueve siglos, y de ahí surgen las conmemoraciones y las memorias que en este año se celebran.

Los nuevos monjes revalorizaron el trabajo manual, construyendo por sí mismos la nueva abadía, cultivando sus campos y realizando labores manuales.

Pero ésta que era protesta callada y casi desapercibida en el magno en­cuadre de la vida monástica europea, no cobrará su auténtica dimensión re­formadora hasta que no llegue, en 1112, el joven Bernardo, seguido de otros treinta animosos compañeros, a profesar en ese nuevo movimiento espiritual. El abad Esteban Harding los recibió contento, y enseguida se notó la savia nueva: al año siguiente Citeaux tiene ya dos sucursales, La Ferté y Pontigny, y poco después es el mismo Bernardo quien funda una nueva: la abadía de Clairvaux, de donde surgirá, blanca, sonriente y arro­lladora, la nueva Orden monacal, a la que pondrá en 1119 un código prác­tico y definitorio en forma de «Carta de Caridad», naciendo así la que había de ser centro del vivir monacal de toda la baja Edad Media. Su influjo en la sociedad, en cualquiera de sus estamentos, va a ser notable. Las normas y reglas para los caballeros del Temple las da San Bernardo; las escuelas y las Universidades de la época serán regidas por los monjes blancos del Cister, que rápidamente se extienden por toda la Cristiandad.

El Cister en Castilla

La protección decidida de Alfonso VII de Castilla hizo posible la rápida extensión por nuestro país del nuevo movimiento. En 1131 funda en Moreruela (Zamora) una abadía con monjes traídos de Clairvaux, y personalmente seleccionados por San Bernardo. Van apareciendo nuevos cenobios cister­cienses por todo el territorio cristiano de la península ibérica, que, de mo­mento, van quedando sujetos a la jurisdicción de las abadías francesas. Alfonso VIII será también un gran alentador de este movimiento espiritual, fundándose bajo su mandato la mayor parte de los cenobios bernardos de la provincia de Guadalajara. A ello contribuyó, sin duda, el contar con San Martín de Hinojosa, obispo de Sigüenza, como colaborador y consejero, así como posteriormente será el arzobispo Jiménez de Rada, primado de España y Canciller de Castilla el que alentará en gran manera el esplendor y acre­centamiento del nuevo movimiento religioso. Su conexión con la milicia, y por tanto su participación en la reconquista, es clarísima. San Raimundo de Fitero, monje navarro del siglo XII, será el fundador de la orden militar de Calatrava, que tan estrechamente conexionada andará siempre con el Cister. Ambas instituciones forman en Castilla un doble frente que, en la lucha contra el Islam, supondrá el brazo fuerte y armado que conquista, y el suave y orante que mantiene en paz y trabajo lo recuperado.

Una exposición espléndida y coja

En una exposición que tiene abierta en la abadía soriana de Santa María de Huerta la Junta de Comunidades de Castilla-León, se aprecia a través de un brillante prisma formado de mapas, fotografías, piezas patrimoniales y ámbitos arquitectónicos del propio monasterio, lo que fue el nacimiento y desarrollo del Cister en Castilla. Solo le falta un detalle: y es considerar que las diversas abadías cistercienses que hubo en la tierra de Guadalajara, también acogieron monjes blancos, también formaron parte de la historia del Cister, y también están en Castilla. De ahí que esa exposición en la que para nada aparecen los grandes cenobios de Monsalud, Ovila, Buenafuente, Bonaval y Guadalajara, sea una exposición coja y hecha con unas miras políticas que nada favorable barruntan de cara a esa siempre pretendida y siempre pisoteada razón pedida de hacer de Castilla una nación única.

El Cister, de todos modos, es ahora suficiente motivo de alborozo, al saber que lleva ya en el mundo nueve siglos de existencia, y que en esta provincia de Guadalajara la huella que dejaron los monjes blancos se ha hecho firme y duradera, viva aún en los enormes muros y altos arcos de sus viejos monasterios silenciosos.

Las razones del rey

 

Una nueva visión de las gentes que dieron nombres y silueta a la tierra de Guadalajara en siglos pasados, es lo que acaba de presentarnos GELCO, el hipermercado de Guadalajara, en forma de libro. Un libro que no tiene desperdicio. Porque lleva en su interior una obra de teatro, una historia, un tratado de moda, una elucubración sobre la arquitectura mágica y un granado recital de escritos que nos ofrecen la imagen de Felipe II y de Ana de Mendoza, la princesa de Éboli, en su más completa y diáfana visión.

El centenario de Felipe II

Precisamente en este año que se cumplen los cuatrocientos de que muriera el más grande (por extensión de sus dominios) rey de las Españas, se han multiplicado los actos y las palabras en su recuerdo. Desde la gigantesca exposición de El Escorial, en que se han visto reunidas piezas, retratos y huellas palpables del rubio monarca, hasta estudios concienzudos (el de Kamen podría ser paradigmático) y festivos.

Por Guadalajara pasó muchas veces el rey Felipe camino de sus asuntos, nacionales o internacionales. Aquí se casó, en 1569, con la princesa Isabel de Valois, «Isabel de la Paz» que llamaron por ser ese matrimonio prenda cuajada y ¿amorosa? de un tratado político entre España y Francia. Aquí vino Felipe, en varias ocasiones, a Lupiana, monasterio de la Orden preferida, la de los jerónimos, a consultar graves problemas de conciencia, y de Estado, con los sesudos rectores de la Orden. Y aquí puso su sabiduría administrativa al pedir que todos los pueblos escribieran, de mano de sus más ancianos y sabios pobladores, cuánto se conociera de cada uno de ellos, resultando esas «Relaciones Topográficas» que son hoy el venero más precioso de los historiadores y conocedores de nuestra tierra.

A Guadalajara le liga, también, la leyenda. A Pastrana más concretamente: en el palacio de la plaza grande, el que construyera doña Ana de la Cerda y siguiera habitándolo su nieta doña Ana de Mendoza, se suponen algunos momentos de amor, algunos suspiros del Rey. Dígalo Kate O’Brien, la irlandesa institutriz de José María de Areilza, que vino a España a educar al jovencísimo conde de Motrico, y terminó escribiendo la difícil psicología de «la tuerta» en Esa Dama, que por cierto ha sido reinterpretada, y con sencillez pareja a elegancia por Almudena de Arteaga, en su novela histórica sobre la susodicha «Princesa de Éboli».

El centenario de la muerte de Felipe II, por tanto, se ha celebrado (no todo lo intensamente que debiera) en Guadalajara. Al menos en el recuerdo de aquel 13 de septiembre de 1598 en que Felipe exhalara su último suspiro en las habitaciones severas de El Escorial. Y se ha celebrado, como digo, con la edición de un libro estupendo que recomiendo a todos mis lectores. Se titula «La Razones del Rey» y está escrito por ese polígrafo alcarreño que es Alfredo Villaverde Gil, que ha demostrado en tantas ocasiones que sabe pensar, que sabe componer, que sabe escribir… y que en esta ocasión ha rematado una magnífica pieza de arte dramático, pues no es otra cosa la obra: un drama en dos actos en el que la historia terrible de Ana de Mendoza y Antonio Pérez funde a dos seres en un amor imposible, y les arroja a una hoguera de pasiones e intereses que quizás ellos mismos atizaron previamente. La obra, que todavía no se ha representado pero seguro que en un futuro próximo podremos ver sobre la escena, es bella y está bien escrita.

El libro, editado por GELCO Hipermercado de Guadalajara, que con esta pieza inaugura una colección de libros que seguro ha de entregar saberes nuevos (por viejos) sobre la provincia de Guadalajara, se completa con una serie de estudios que centran las figuras de Felipe II y la Princesa de Éboli, en una Guadalajara y en una España muy precisas: las de la segunda mitad del siglo XVI.

Hay un inicial estudio de quien esto firma, sobre la biografía de Ana de Mendoza, sobre la Pastrana del siglo XVI y sobre otras consideraciones históricas, que otros deberán juzgar. Hay a continuación un extraordinario y amplio estudio de Alfredo García Huetos sobre la Literatura y la Espiritualidad, conjuntadas muchas veces, del siglo XVI español y de Guadalajara en particular; sigue después un trabajo del arquitecto mágico Julio Magán sobre la rara arquitectura de corte salomónico de El Escorial, con implicaciones esotéricas de su arquitecto y su rey oferente. Llega luego el estudio de Sylvia Laysser sobre la moda en la época del rey prudente, con valoraciones e incluso propuestas de utilización de las formas de vestir de entonces. Y es, para terminar este complemento de estudios, y como inicio de la obra teatral que centra el libro, un escrito del propio Villaverde lo que termina de centrar al lector en la clave de toda la obra.

Guadalajara por Felipe II

Aunque sólo fuera por este libro de la Colección Gelco Letras, ya tiene Guadalajara rendido su homenaje particular a la memoria de Felipe II. Los centenarios son, quizás, sólo útiles para eso, para recordar que hubo un tiempo pasado, y real, cuajado de firmes posturas y apasionantes aventuras vitales. Si el Ayuntamiento de Guadalajara nos ofreció esta primavera el homenaje cálido de la ciudad a la memoria de los seiscientos años del nacimiento del Marqués de Santillana, en este otoño que se adentra por los bosques es Gelco quien nos invita a recordar la presencia de un rey magnífico y atormentado por los lares alcarreños de Pastrana y Guadalajara, de Lupiana y Valfermoso. Un rey que sirvió para concretar más la esencia de esta tierra, fundamentada en las razones (oscuras a veces, nunca desveladas) de un rey, y de una princesa…

Yebra, una larga historia

 

El pasado día 5 de septiembre, y en el contexto de las fiestas patronales de la villa de Yebra, tuvo lugar la presentación pública de un libro que merece la pena comentarse, porque supone (con la fuerza cultural que todo libro arrastra y promociona) un verdadero hito en el caminar secular de esta villa de la baja Alcarria, la de Yebra luminosa y abierta, castigada hace tres años por un maldito huracán de agua y de negruras, que parece ahora haberla rescatado para siempre hacia la claridad perenne.

Una historia difícil

Tratar la historia de un pueblo que parece no tenerla es tarea ardua en principio. Tarea que luego se transforma en un ejercicio de investigación pura, de búsqueda afanosa de datos y concluye, como en un final feliz de pirotecnia zaragozana, con el relato completo y exhaustivo de todo cuanto ha ocurrido, en siglos largos y en densas vidas, por los huecos callejeros de Yebra.

El libro que comento, presentado hace un mes en Yebra, aunque antes ya había tenido ocasión de leerlo, es una obra de autor. Se sale del uso habitual de este tipo de «Historia de la villa de…» en que se remontan los autores a los primitivos pobladores, pasando por los Mendoza, la guerra de la Independencia, la relación de ermitas y ese consabido etcétera que, con rigor pero con cierto aburrimiento, se nos cuenta de todos lugares. Esta obra sobre Yebra es distinta a todas. Es seria y al mismo tiempo jocosa. Es una obra de autor, de autores mejor dicho: de Francisco García Marquina y de María Antonia Velasco Bernal.

Los nombres de estos escritores están más que consagrados en la panorámica literaria española actual. García Marquina es autor de celebrados poemarios, de una biografía íntima de Camilo José Cela, y de dos o tres libros sobre cosas de Guadalajara (Nacimiento y mocedad del río Ungría, Castillos de Guadalajara…) en los que utiliza un lenguaje culto, preciso y lleno de humana apreciación por las cosas. Un lenguaje que, no lo oculta, recibe en herencia de su admirado maestro Cela. Velasco Bernal ha demostrado sus dotes narrativas con un par de novelas (El eterno día de Sigüenza y El gato entre papiros) algunos volúmenes de cuentos (Necrológicas y Yegua de la Noche) y muchos artículos periodísticos de opinión (La libélula lila). Su riqueza compositiva y su vocabulario perfecto la ponen en los primeros puestos de la narrativa castellana femenina actual.

Pues esta pareja de autores ha construido un libro bellísimo y emocionante. Un libro que, ya por fuera, en la palpitante luz de su cubierta, y en el cálido bullicio de sus páginas de tono hueso con imágenes de color y blanco y negro, se nos hace atractivo. Confirmándose la impresión con su lectura.

No dejan nada al azar. Informaciones históricas, documentos de archivo, análisis concienzudo de las cosas que siguen en pie (la iglesia, las ermitas, la fuente…) y charlas -muchas- con los vecinos del pueblo, permiten a García Marquina/Velasco Bernal componer esta obra en la que hay certeza y calidez. Calidad por tanto, poco vista.

Se trata de los calatravos, del fuero de Zorita (apurando los elementos más jocosos y llamativos del mismo), del tren del Tajo, y de curiosidades judías. Se hace relación exhaustiva de los hijos ilustres del pueblo en siglos pasados (entre los que aparece el pintor Alonso del Arco). Se trata de las fiestas actuales y pasadas. De la Banda de Música, de las costumbres, de la riada de agosto del 95… Nada queda, que tenga que ver con Yebra, en el tintero. Y todo ello, como decimos, en un tono y con una prosa que sale fuera de los cánones habituales: mejorándolos. De tal modo, que este libro no es solamente una «Historia de Yebra» o unos «Recuerdos y añoranzas de mi pueblo». Es un libro de Francisco García Marquina y María Antonia Velasco Bernal que trata sobre Yebra. Suficientemente claro.

El ferrocarril del Tajo

Me sería muy difícil escoger la mejor página de esta larga historia de Yebra. Quizás sean esas consideraciones, jocosas y limpias, del Fuero de Zorita que hacen sus autores en las páginas 21 a 25. De las 800 cláusulas penales, rígidas y cortadas según los patrones éticos del siglo XIII, las más escatológicas o sorprendentes han sido escogidas y comentadas en sus páginas. Bien es verdad que Yebra usó el Fuero de Zorita en un principio, aunque luego fue adscrita a la ley local de Almoguera cuando esta villa se instituyó en cabeza de encomienda de la misma Orden. Pero valgan unas u otras normas para definir una forma de vivir. Deben leerse.

Otro magnífico apunte de historia íntima es el capítulo dedicado al ferrocarril del Tajo. Desde la estación del Niño Jesús, por Arganda (el tren de Arganda, que pita más que anda decía una tía mía cuando me lo enseñaba, yo muy pequeño, desde las ventanas de su casa de Sáinz de Baranda) subía a Perales, y luego a Orusco, pasando por Mondéjar hacia la cuenca del Tajo, en Yebra, y subiendo por Sacedón hasta Alocén, donde moría. Un tren que sirvió para llevar a Madrid, desde Trillo, las piedras del desmochado monasterio de Ovila. Y de allí a los Estados Unidos (otra historia para contarla algún día, más despacio). Pues esa memoria del tren que pasaba por Yebra, y esa fotografía de la piedra que, con su nombre, tenía la estación y aún se conserva como dintel de entrada a la piscina, es otro elemento que hace a este libro entrañable y magnífico.

Sirvan estas líneas, pues, para darles las gracias a Paco Marquina y a Toya Velasco, por este libro, por todos sus libros, por tener tanta alegría en el cuerpo, y tan bien cortada su pluma, que decían los antiguos. Hasta luego.