Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

junio, 1998:

Sigüenza, hecha de leyendas

 

La ciudad de Sigüenza está hecha de piedras rojizas, de fuertes rejas, de claros sillares calizos, de veletas rugientes y hondísimos portales húmedos. Pero está fraguada también de historias y leyendas. Tantas, que llegan a mezclarse en la imaginación y la memoria de cualquiera que recorra, año tras año, sus esencias.

Estuve en Sigüenza la otra tarde, hablando como siempre con mi buen amigo y gran escritor el doctor Martínez Gómez-Gordo. Me contó que andaba dando sus últimos toques a un libro que promete ser otro «boom» de su ya dilatada producción bibliográfica. Tratará en este caso de la reina doña Blanca de Borbón: una biografía completa y pormenorizada de esta joven mujer que en el siglo XIV anduvo desconsolada toda Castilla, y aún España entera, viendo cómo su legítimo marido la repudiaba y encerraba. En ese periplo estuvo en Sigüenza, y salió en la conversación la «leyenda» de doña Blanca como prisionera en el castillo.

Leyenda de doña Blanca de Borbón, prisionera en el castillo

Nada de cierto se sabe de la estancia de doña Blanca en el castillo de Sigüenza, por falta total de documentación en los archivos de la ciudad. Decía Minguella en su «Historia de la Diócesis de Sigüenza» que el rastro de la reina Blanca en Sigüenza se pierde como si la historia tratase de olvidarla en su inmerecida pena, y no ha guardado en los Archivos de esta nuestra ciudad documento alguno que directa ni indirectamente se refiera a tan triste suceso. Pero como sabemos con certeza que la desdichada reina estuvo retenida en la ciudad episcopal del Henares, no es demasiado arriesgado aventurar que doña Blanca ocuparía el palacio episcopal, en ausencia del obispo Gómez Barroso, quien primeramente estuvo prisionero en Campóo y luego exiliado en Aviñón. Y ocupó este palacio que construyó el obispo don Simón Girón de Cisneros medio siglo antes, en calidad de confinada o retenida, y no como prisionera cargada de cadenas, como algunos poetas llegaron a decir. En el castillo seguntino permaneció doña Blanca de Borbón, entre 1355 y 1359 acompañada de personas de su confianza, como su secretario Ottobón de Oliva; su capellán y secretario Juan Oyuel; y los caballeros que la custodiaban Iñigo Ortiz de la Cueva y Ruy Pérez de Soto, además del caballero Hinestrosa, quien se portó caballerosamente con ella. Es seguro que fuera además asistida por su dama doña Leonor de Saldaña. Hasta Sigüenza llegaron las certezas de que el Papa  Inocencio VI, como buen francés, no dejó ni un momento de intentar por todos los medios posibles liberar a su joven compatriota, conocedor de su triste situación de rehén en manos de un rey despótico y cruel. Las resistencias que diversos nobles y eclesiásticos castellanos, exiliados en Francia, fueron creando contra el rey de Castilla, hizo que este fuera poniéndose cada vez más duro en su comportamiento con los que no pudieron escapar.

¿Donde estuvo «prisionera» doña Blanca en el castillo seguntino? En su ya mencionado próximo libro, el Cronista Martínez Gómez-Gordo nos informa sobre la cuestión. La leyenda dice que estuvo encerrada en un pequeño cuarto de la denominada «Torre de doña Blanca», también conocida como «Torre de Mari-Blanca». Tanto MINGUELLA, en 1911, como el cronista provincial LAYNA SERRANO repiten  la afirmación que previamente había hecho el  historiador don Juan Catalina García: No podemos negar que fuera el calabozo donde la Reina lloró sus desventuras; pero su decorado es del siglo XVI. Para Gómez-Gordo la prisión de la reina fue más nominal que real: tenía prohibido abandonar la ciudad, y posiblemente no la dejaban, si no era excepcionalmente, salir del castillo-palacio. La que hoy se enseña en el Castillo-Parador como «Celda de la torre de doña Blanca» es un lugar al que se ha atribuido lo más negro y rudo de la historia, pero sin visos de certeza ninguna. El cronista seguntino, en su bellísimo y bien cimentado libro, próximo a aparecer, nos dice sobre este tema que Blanca de Borbón, joven y bella, «desde sus aposentos, vería en sus cuatro años de encierro, allá abajo, lejos del recinto amurallado de la ciudad, cómo se iba levantando, de sol a sol, con parsimonia y con mucho ajetreo de menestrales, la primera torre de la hermosa y sólida catedral. Y en sus graves estrecheces económicas… mandando a su dama de compañía, doña Leonor, pignorar pieza tras pieza en las Travesañas, la judería de la ciudad, su riquísimo ajuar de novia, cargado de rica pedrería».

Otras leyendas seguntinas: el Doncel, el túnel del pozo, la lechuza sabía…

Siguió nuestra conversación, bajo los olmos tupidos de la Alameda, y ya al caer de la tarde benéfica, en torno a otras leyendas seguntinas. ¿Es realidad o leyenda lo que se cuenta en torno a Martín Vázquez de Arce? Documentos hay pocos, y los mejores (aunque escuetos) son los que están tallados en su hermoso sepulcro. Murió en la vega de Granada, combatiendo con los moros, una tarde de julio de 1486, a los 26 años, acabando su gloriosa existencia de guerrero que junto a su padre y otros compañeros habían tomado al Islam las localidades granadinas de Moclín, Illora, Montefrío, Loja… ¿Pero fue realmente un fiero guerrero? ¿O un refinado humanista? ¿Un afeminado como le han querido ver otros? ¿Un bruto matarife de moros? En su lánguida secuencia de gestos, lector y espadachín, caben todas las sugerencias y las imaginaciones. Que cada uno piense lo que quiera. Martín Vázquez, de alabastro puro, todo luz y esencia, sonríe desde el más allá, leyendo el libro de su propia vida, el libro que otros han escrito sobre él, y él sabiendo que todo es mentira…

Y puestos a entrar en misterios, en leyendas repetidas y sin posible confirmación, apareció en la conversación el tema del túnel que hay, tallando el subsuelo de la ciudad, desde el fondo del pozo que hay en el patio del castillo, hasta el fondo del pozo que luce renaciente y pulcro en el centro del claustro de la Catedral. Por una y otra boca se han metido los espeleólogos. Han bajado mucho. Han tocado fondo y han comenzado a andar por una galería alta, capaz, tenebrosa… pero nunca nadie ha conseguido, entrando por uno de los pozos, salir por el otro. ¿Alguien lo hizo en tiempos pasados? ¿Quién talló semejante vía de escape (la vida es tan preciosa que merece ese sacrificio, y aún alguno más) para huir en mala hora desde el castillo? ¿O para subir al castillo desde la catedral? Deja correr, lector, la imaginación bajo la tierra, entre las húmedas y resbaladizas paredes de esos pozos, de esos sótanos, de esos pasadizos oscuros…

Y al final, cómo no, salió la leyenda de la lechuza sabia. Aquella que dicen se coló una noche en la habitación del maestro Ciruelo, catedrático en la Universidad de Sigüenza, profesor de Matemáticas, de Filosofías y saberes recónditos (incluso prohibidos). Era el más sabio de su tiempo, y las malas lenguas decían que al maestro Ciruelo le dictaba sus saberes una lechuza que, a la medianoche de los días siete de cada mes, se le posaba en el hombro, y al oído le susurraba viejos, tenebrosos, luminosos saberes arcanos.

¿Te gustaría saber más leyendas, más misterios de la ciudad mitrada? Bajo las torres silenciosas, que parecen hablarse entre sí con sus veletas, discurren consejas desde hace siglos. Lo mejor es ir a Sigüenza, saber de sus historias y misterios, hablar con Juan Antonio, leer sus libros…

Remota sanidad: Hospitales antiguos de Guadalajara

 

El pasado día 4 de junio tuve la oportunidad de hacer la presentación en sociedad de un nuevo libro. Esta vez había sido editado por la Casa de Guadalajara en Madrid, y patrocinado en sus costos por Caja Guadalajara. El tema, una apasionante revisión a un aspecto prácticamente inédito de nuestra historia: los hospitales de siglos pasados, la sanidad colectiva de un pueblo que fue vital pero que a pesar de todo se ponía enfermo. El autor, un gran escritor e historiador, seguntino, Javier Sanz, profesor de la Universidad madrileña y verdadero especialista en temas de historia sanitaria y médica.

Un nuevo libro

El libro, al que sin esfuerzo dediqué los elogios que su presentación dignísima y su contenido apasionante merecen, es un repaso a decenas de pueblos de nuestra tierra alcarreña, serrana y seguntina, en los que hubo hospitales, albergues, hospitalillos y casas de acogimiento. Documentado en archivos, en bibliografías y observaciones directas, el autor ha conseguido poner en las bellas páginas de esta obra la totalidad de elementos que constituyeron el entramado de la sanidad pública en Guadalajara. Muy pocos de aquellos viejos hospitales han llegado hasta nuestros días (el San Mateo de Sigüenza, Santa Ana de Atienza, o el de San Miguel de Pastrana todavía hoy día utilizado con Centro de Salud, y por tanto cumpliendo con sus primitivas funciones sanitarias.

Viejos hospitales de Guadalajara

Para hacer una consistente presentación de la obra de Javier Sanz Serrulla, el día de la presentación me atreví a hacer memoria de los diversos hospitales que la ciudad de Guadalajara ofreció a sus habitantes en pasados siglos. Para curiosidad de mis lectores doy aquí un resumen de mis indagaciones al respecto.

Junto a iglesias y monasterios, san los hospitales unas de las más antiguas fundaciones de nuestra ciu­dad. Que, como con todo ha ocurri­do, han evolucionado a lo largo de los tiempos, hasta quedar constitui­das en modo absolutamente diferen­te a como en un principio fueron concebidas. Pues si un hospital es, hoy en día, lugar donde la ciencia médica se pone en movimiento al más alto nivel que le es posible, con atención y trabajo constante de los médicos hacia los enfermos, en la Edad Media no ocurría esto: el Hospital era, fundamentalmente, al­bergue donde se reunían los pobres de la localidad y los peregrinos transeúntes a pasar la noche. Cuan­do uno de ellos enfermaba gravemente, allí le llevaban también, pero a morir nada más. No a curarle. Era la época en que sólo tenía derecho a médico el que además po­seía largos bienes de fortuna.

De estos lugares, hoy inexistentes en su totalidad, hago aquí una resumida ficha de su historia y vi­cisitudes. No debe extrañar que, concretamente en el siglo XVII, existieran hasta siete albergues de este tipo, en una ciudad mucho más reducida que en la que hoy vivimos. Eran, en realidad, simples habita­ciones, pajares vacíos y con goteras, a excepción de uno de ellos, el de la Misericordia, que siempre man­tuvo un nivel aceptable de atención a los pobres y enfermos.

En la relación que la ciudad de Guadalajara envió a Felipe II el año de 1579 (1) se dice escuetamente: Ay en esta ciudad algunos hospitales para curar pobres, y miserables, y el uno de ellos es el Hospital de la Caridad y Misericordia para cuidarlos de las enfermedades que se les ofrece, a los quales acuden los vecinos, y los asisten con mucha piedad y cuidado. De todos ellos, y al­guno más de reciente construcción, habla detenidamente Núñez de Cas­tro a mediados del siglo XVII (2), siendo la que sigue su relación sucinta.

El Hospital de peregrinos foraste­ros estuvo situado en la cuesta de San Miguel, y era fundación de do­ña María Fernández Coronel, importante dama arriacense del siglo XIII, a quien debemos también la institución del convento de Santa Clara. Fue precisamente en el pri­mitivo local que ocupara esta comu­nidad, en lo que hasta 1268 había sido palacio (más bien caserones modestos) de la reina doña Beren­guela, donde doña María dejó colo­cadas gran número de ayudas eco­nómicas para emplear en el mante­nimiento de los pobres y transeún­tes. La administración y gobierno de este hospital correspondía a la abadesa de las clarisas, quien hasta el último momento gozó facultades para poner administrador de él. De todos modos, ya en 1567, y por decisión unilateral del ayuntamiento de la ciudad, deseoso de la crianza de los niños huérfanos, se retiraron de él los peregrinos, y fue instituido como Hospital de los Niños de la Doctrina, en el que recibieron, durante siglos, enseñanza y cuidado los niños faltos de todo recurso económico y afectivo.

El Hospital de la Puerta Quemada fue instituido en 1374 por doña Elvi­ra Martínez, viuda ya, y madre de los fundadores de la Orden Jeróni­ma, don Pedro y don Alonso Fer­nández Pecha, en unas casas que esta señora tenía junto al postigo que le dio nombre.

El más importante centro sanita­rio que durante muchos siglos ha poseído Guadalajara es el Hospital de la Misericordia, fundado en 1375 por doña María López, muger noble y virtuosa, de mucho zelo de la honra de Dios, en sus casas de la colación de Santiago. Reunida esta señora con otras devotas mujeres de la ciudad, se dedicaban a la ora­ción y el ejercicio de la caridad con los pobres de ella, por lo que llega­ron a recibir incluso la ayuda del arzobispo de Toledo don Pedro Te­norio. Al morir doña María López, dejó todos sus bienes para el man­tenimiento del hospital, que ha sido, es y será refugio de los pobres en­fermos, así de esta ciudad como de toda su comarca.

La institución se gobernaba por una cofradía de caballeros hijosdal­go, así como por el Cabildo de Cu­ras y Beneficiados. Con todo, y por ser laicos quienes estaban encarga­dos del cuidado de los enfermos, la atención que se les prestaba no era del todo satisfactoria, por lo que el Ayuntamiento solicitó de los hermanos de San Juan de Dios, vinie­ran a hacerse cargo de este establecimiento benéfico, cosa que ocurrió en 1632. Se levantó por entonces un nuevo edificio, con un patio clasicis­ta, sobrio y elegante, y una iglesia, donde se veneraba a la Virgen de la Misericordia, que es uno de los principales Santuarios de esta ciudad, en devoción y culto. Pero este Hos­pital fue también, durante muchos años, lugar de recreación y regocijo para los arriacenses, pues en su pa­tio se representaban comedias, sien­do pues aquel lugar el más antiguo teatro de Guadalajara (3).

A la hora de la Desamortización, en 1835, expulsados de él los religio­sos, el Estado creó allí el Hospital Civil Provincial, que luego se trasla­daría al convento de monjas jeróni­mas de Nuestra Señora de los Re­medios, y aun más adelante sería construido, ya de nueva planta, en donde hoy se encuentra el Hospital Provincial. En el antiguo local del Hospital de la Misericordia se situó luego la Escuela Normal de Maes­tros, donde muchas promociones de estos profesionales se han forma­do. Hace ya algunos años fue derribado este viejo y venerable edificio, y en su solar se levantaron nuevas viviendas. El nombre de San Juan de Dios es lo único que ha quedado en ese lugar como recuerdo de tan­tos aconteceros ciudadanos.

Otro hospital, el de Santa Ana, dedicado a curar pobres enfermos, fue instituido por don Juan de Morales, secretario del Cardenal Mendoza, ca­nónigo de Toledo y tesorero de los Reyes Católicos, en 1461. El enterra­miento de este caballero fundador, y su estatua orante se conservan aún en el presbiterio de la iglesia concatedral de Santa María, en nuestra ciudad. Estaba situado este hospital en el arrabal de San Francisco.

De otro secretario que tuvo el Cardenal Mendoza, don Diego González de Guadalajara, es la fundación, en 1480, del Hospital de San Ildefon­so, que estaba situado frente a la iglesia de Santo Tomé, hoy Santua­rio de Nuestra Señora de la Anti­gua. Recogense en él los sacerdotes y peregrinos. Era patrón de la Ins­titución el Cabildo de Curas y Be­neficiados de la ciudad. El fundador dejó renta para camas, ropa y todo lo demás necesario para el regalo, aunque imaginamos que este regalo de los allí acogidos no sería en ex­ceso cómodo.

En 1568, don Domingo Hernández de Aranda, vecino de Guadalajara, dejó sus casas para Hospedería de peregrinos, con distinción de tres salas con suficientes camas, una para hombres, otra para mugeres y otra para sacerdotes. Como este se­ñor fundó también la Cofradía de Nuestra Señora de Guadalupe, de la que sus miembros tenían que ser nobles y lindos Caballeros y Hijos Dalgos, tiempo adelante tomó este nombre su Hospital.

Otros dos pequeños hospitales, que luego se trasladaron con sus rentas al de la Misericordia, fueron los de Santa Ana, que fundó Ortiz de Urbina, y el llamado hospital de la Torre, por estar situado en la to­rre grande de la puerta que es pos­tigo de la Parroquia de Santa Ma­ría, o sea, en el conocido actualmen­te por torreón del Alamín. Allí deci­dió el Ayuntamiento, ya en el si­glo XVI, que fueran a tomar las un­ciones y sudores los enfermos de males que piden este remedio, y hasta el comienzo del siglo en que vivimos, tuvo carácter ese torreón de nauseabundo albergue para pobres y vagabundos.

En la relación o contestación de la ciudad al cuestionario para el es­tablecimiento de la única contribución, hecho en 1753, solo se men­cionan ya el Hospital de San Juan de Dios, que había aglutinado a to­dos los demás, y el hospital para pobres viandantes del torreón del Alamín, que no tenía renta alguna.

En rápido resumen hemos visto lo que fue, y como estuvo organizada, la asistencia sanitaria en la provincia de Guadalajara. Todo ello, más ampliado, y dedicado a la provincia entera, es lo que puede leerse en el libro espléndido al que he hecho referencia al inicio de estas líneas: «Los Hospitales antiguos de la provincia de Guadalajara» de Javier Sanz Serrulla, editado por la Casa de Guadalajara en Madrid. Una obra llena de noticias interesantes y de buenos recuerdos para todos.

Notas al texto:

(1) Publicada por don Manuel Pé­rez Villamil en el tomo XLVI del Memorial Histórico Español. Ma­drid 1914, pp. .1‑18, y hoy rarísima de encontrar.

(2) Alonso Núñez de Castro, «Cro­nista general de su Magestad en es­tos Reynos», en su obra Historia eclesiástica y seglar de la muy noble Y muy leal ciudad de Guadalaxara, Madrid 1653, cap. XI, pp. 84‑86. Tam­bién don José López Cortijo, en su Topografía Médica de Guadalajara.

(3) Ver el interesante estudio que a este respecto publicó Muñoz Jimé­nez, J.L.: El Patio de las Comedias del Hospital de la Misericordia de Guadalajara, en Revista Wad‑al‑Ha­yara, 11 (1984), pp. 239‑255.

Zafra: un viaje a la Extremadura mendocina

 

La sombra de los Mendoza es alargada, y de ella puede decirse que llega hasta la baja Extremadura, la de estepas abrasadoras y dehesas jugosas, concretando en Zafra, en la provincia de Badajoz, su forma más bella y sugerente.

En el transcurso del XXI Congreso Nacional de Periodistas y Escritores de Turismo, que ha tenido la sede de sus sesiones y asamblea en la ciudad de Badajoz, hemos podido viajar a algunos de los lugares que mayor encanto ofrece la comunidad extremeña, y que está clamando con fuerza que viajeros de otras regiones españoles se acerquen hasta ella. Esos lugares han sido ya declarados Patrimonio de la Humanidad, como Mérida, y otros están en trance de serlo, como Trujillo, o la misma Zafra, que recoge en el encanto de sus torres, sus plazas y sus callejuelas la esencia más genuina de la arquitectura y el embrujo de España.

Por los campos extremeños

Los asistentes a este Congreso, entre los que se encontraban alcarreños y seguntinos, como Alfredo Villaverde, presidente de la Asociación Castellano-Manchega de Escritores de Turismo; Juan-Antonio Martínez Gómez-Gordo, cronista de Sigüenza, y Felipe Mª Olivier López-Merlo, escritor y viajero donde los haya, tuvieron la oportunidad de acercarse a espacios de encanto insuperable como el Balneario de Alange, que colgado entre montañas y sobre las extensiones azuladas de su pantano, ofrece la estampa de sus baños romanos tal cual los crearan hacen dos mil años sus latinos descubridores; han gozado con la visita al conjunto monumental de la ciudad de Mérida, en la que las restauradas presencias del Teatro y el Anfiteatro se ven sumados hoy con los resucitados gritos pétreos del templo de Diana, el Foro provincial, y el acueducto de los milagros, a lo que se suma otra atracción de miles de turistas: el Museo Nacional de Arte Romano, diseñado por Rafael Moneo, y en el que se guardan y muestran al público, en prodigioso equilibrio de claridades, los 40.000 elementos de interés histórico-artístico encontrados a lo largo de los años en esta ciudad, la Emérita Augusta de los romanos, que en su época albergó a más de 50.000 habitantes.

Descubrimiento de Zafra

De las maravillas que hemos encontrado por la provincia de Badajoz, quizás sea el descubrimiento de Zafra lo que más nos haya impactado. Porque su nombre se escucha y se sabe, pero la magia de sus callejas, de sus palmeras altísimas, de sus palacios venerables, blancos en su frente, rojos en su latido, nadie lo espera hasta que se ve inmerso en ellos. Zafra es la antigua Segeda de los iberos, y de aquella vieja época no le ha quedado más que el nombre que hasta hoy se da a sus habitantes: los segedanos (que no zafrenses o zafreños). Los roma­nos la usaron también como gran ciudad, llamándola Restituta Julia, y aún los árabes la ocuparon nombrándola Zajar, haciendo de ella una villa de importancia comercial y es­tratégica, a la que rodearon completamente de mu­rallas.

Hoy muchos ponen a Zafra el sobrenombre de «Sevilla la Chica», y ello tiene un alto punto de razón porque su arquitec­tura y, sobre todo, la atmósfera de la villa, son de un carácter netamente andaluz. La calle mayor, peatonal, donde se concentra el comercio de tiendas tradicionales, confiterías antiguas y tascas llenas de sabor —en las que se sirve exce­lente vino de los campos fronteros—, se llama precisamente calle de Sevilla. La gloria urbanística de Zafra radica en el conjunto de sus dos plazas. Lástima que una de ellas, la grande, sea ahora un verdadero aparcamiento masivo de coches. La plaza Grande y la plaza Chica son dos verdaderas joyas del urbanismo español, del patrimonio más genuino que radica en eso: no en monumentos solemnes, esculturas o pinturas realistas, sino en la belleza de los planos que forman los soportales, las balconadas, las torres y los paramentos. En este sentido, a Zafra debe irse, casi en exclusiva, por ver sus dos plazas, por pasear una y otra vez por ellas, en un largo, brillante y meditabundo atardecer de primavera.

A la plaza Grande se llega por la calle de Sevilla: es un recinto porticado en el que se alzan viejas mansiones señoriales con escudos, formándose en ella, a su vez, como dos espacios que se complementan: uno ancho, despejado de árboles, hoy ocupado de automóviles en difícil apretura, y otro más estrecho, arbolado, recoleto. Por el llamado «arquillo del pan», que al tiempo sirve de capilla a la Virgen de la Esperancita, se pasa a la plaza Chica, de planta cuadrangular, más bella (por recoleta) que la grande, soportalada, y que tiene un sabor de dulzura, de añoranza impenetrable, de triste lamento mudo, que deja boquiabierto al visitante. Hasta hace poco, en esta plaza tenían abierto su taller algunos arte­sanos, tales como caldereros del co­bre, plateros, cereros, guanteros y ortopedistas que ya han cerrado, por la poca demanda de sus productos, y hoy han aparecido en sus balcones colgando los peligrosos carteles de «Se vende», que nada bueno auguran. En el fuste de una columna pétrea, entre las dos plazas, está tallada una vara de medir, que se usaba como patrón en las transacciones de los mercados que allí se celebraban. De la plaza Chica arranca la calle de Jerez, que con su empedrado arisco y sus casonas blanquísimas termi­na en la puerta del mismo nombre, sobre la cual aparece la capillita del Cristo de la Humildad y Paciencia, escoltada de las estatuas orantes de San Crispín y San Crispiniano, patrones de los zapateros. A la iz­quierda, antes de salir por esta puer­ta —que junto con la del Cubo son las únicas que perduran de la antigua muralla—se encuen­tra la primorosa «callejita del Clavel». Cruzándola, muy pronto se llega a las Bodegas de Molina, un lugar anclado en los viejos siglos, en los que una empresa con sentido de modernidad auténtica ha montado su oficina, su Museo y su lar degustativo sobre el orondo edificio de un molino monasterial.

El monumento más importante de Zafra es la Colegiata, templo del siglo XV con mucho empaque, con nave única, un enorme retablo mayor barroco, y otro lateral totalmente cuajado de pinturas de Zurbarán, sorprendentes, más algunas reli­quias notables, como la auténtica cabeza de San Ciro, que fue regalada por Paulo IV al duque de Feria. Vale la pena visitar tam­bién el convento de monjas clarisas, donde fueron enterrados durante genera­ciones los duques de Feria. Una idea del poder que este convento tenía, nos los da el hecho de que la abadesa tu­viera voz y voto en la corporación municipal. En su iglesia están enterrados don Gómez Suárez de Figueroa, primer señor de Feria, y su esposa doña Elvira Laso de Mendoza, bajo tallas de alabastro gotizante atribuidas a Hanequin de Egas.

Finalmente, nadie que viaje a este lugar de imprescindible visita debe olvidar visitar el antiguo alcázar o castillo-palacio de los duques de Feria. Hoy convertido en Parador Nacional de Turismo, el alcázar ofrece su entrada escoltada entre dos fuertes torreones, y en el interior sorprende el límpido y bello patio diseñado por Juan de Herrera, íntegramente construido con mármoles blancos de la comarca, sin pulimentar: una cena de gala en la antigua capilla del Alcázar ducal, con un artesonado mudéjar dorado, y los enormes retratos de los duques cuyas armas llevaban los verdes pámpanos de los Figueroa y las alas y leones de los Manuel, sirvió de colofón perfecto para una jornada congresual por estas tierras de Extremadura que tanto tienen que ofrecer a quienes gusten de admirar, sin descanso, el riquísimo patrimonio monumental español.

Jerónimo Castillo de Bobadilla, un corregidor de Guadalajara en el siglo XVII

Si es larga y densa la nómina de personajes que tuvie­ron a Guadalajara y su provincia por solar patrio, y de muchos de ellos hemos visto ya y conocemos sus peripecias vitales, no es menos larga y densa la lista de personas que de un modo u otro tuvieron que ver con Guadalajara aun no habiendo nacido entre sus fronteras. Y el mismo razonamiento nos vale para los siglos pasados como para los días presentes. Pero nuestro cometido radica en analizar el pasado, en traer a nuestra consideración de hoy las peripecias del ayer, de sus instituciones y de sus gentes.

Es por eso que hoy recordaremos la figura de un escri­tor importante del Siglo de Oro, que vivió en Guadalajara algunos anos y aquí dejo su huella de bondad y sabiduría, lo mismo que el recogió, en su cargamento biográfico, los benéficos efectos de su vida en esta ciudad amable. Se trata del jurisconsulto Jerónimo Castillo de Bobadi­lla, que escribió una importante obra de teoría política, y en Guada­lajara residió varios anos de finales del siglo ejerciendo el cargo máximo de Corregidor de la ciudad y su comarca.

Nació Castillo en Medina del Campo, en febrero de 1546. De hidalga familia, tenían su solar ancestral en Bobadilla del Campo, también en la provincia de Valladolid. Estudio el bachillerato en artes en Salamanca, y se graduó como licenciado en Cánones por la Universidad Salmanticense. Caso con Juan de Palomares, y en 1568 inicio su carrera en la Administración del reino, ejerciendo primera­mente como teniente de Corregidor en Badajoz. Paso luego, en 1574 a Soria en calidad de Corregidor, y aunque la ley estipulaba que no se podía ocupar este cargo mas de tres anos seguidos, esta demostrado (como alguna que otra vez ha ocurrido en España, aunque en siglos muy lejanos) que la ley promulgada por el Estado luego no era cumplida por el propio Estado. Y así parece ser que Castillo de Bobadilla prolongo algo su estancia en Soria. El caso es que fue nombrado luego corregi­dor de Guadalajara, cargo que ocupo, aproximadamente, entre 1578 y 1586. Sabemos, porque el mismo lo dice en sus escritos, que ocasional­mente fue nombrado Pesquisidor para algunos asuntos especiales.

Tras superar los sucesivos juicios de residencia a que todo funcionario publico era sometido una vez terminada su ejecuto­ria, fue nombrado en 1592 Letrado de las Cortes, trabajando en ellas durante 10 anos mas, especialmente ocupado en el proceso del Reino contra la Hacienda Real, sobre la renta del servicio y montazgo, así como participando en las negociaciones y asesoramiento de las «cosas tocantes al servicio de los 18 millones». Finalmente, en 1602 fue nombrado Fiscal de la Real Audiencia de Valladolid. Pero justo en esa época cayo enfermo, se fue a vivir a Medina, y en 1605 murió.

Aquí en Guadalajara, como he dicho, ocupo el cargo de Corregidor de la ciudad y de su comarca. Según sus biógrafos, fue el prototipo de Corregidor recto, justo e indulgente, que trabajo siempre muy seriamente por dar a la ciudad un ambiente de justicia y de orden al mismo tiempo. En esa época, el Corregidor fundía en su misión otras dos que hoy están claramente separadas. Era, por una parte, el repre­sentante máximo del Monarca en ese territorio, ejerciendo el Gobierno y la Administración, y controlando el orden público. En definitiva, las misiones que hoy tiene, o ha tenido hasta tiempos muy recientes, el Gobernador Civil. Pero añadía además la función de juez máximo, y administraba la Justicia en nombre del Rey, en las ciudades que, como Guadalajara, eran libres, no sometidas a señorío particular. Esto es, ejercía además de «Presidente de la Audiencia». Por ser esta ultima faceta mucho mas especifica y técnica, se ve que la inmensa mayoría de los Corregidores del Antiguo Régimen eran generalmente abogados y gentes de leyes.

Jerónimo Castillo de Bobadilla figura en la historia de la literatura española por una sola obra que se ha considerado siempre como capital en la evolución del Derecho hispano. Se titula así: Política para Corregidores y señores de vasallos en tiempos de paz y de guerra, y para jueces eclesiásticos y seglares, y de sacas, aduanas y de residencias, y sus oficiales: y para regidores y abogados, y del valor de los Corregimientos y Goviernos, realengos y de las Ordenes. La escribió entre 1590 y 1595, en Madrid, y aunque tuvo problemas, de índole económica para publicarla (tuvo que reunir primero y luego pagar 3000 Ducados), apareció la primera edición en Madrid, en 1597. Tras su muerte vino la gloria, y conoció múltiples reediciones, de las que como recordar, dentro del período clásico, las de Medina del Campo en 1608, Barcelona en 1616 y 1624, Madrid otra vez en 1649, 1759 y 1775, y la de Amberes en 1704 y 1750. La obra tuvo, como queda demos­trado, una gran aceptación entre un público especialista y también a niveles más amplios, en universidades, filósofos, políticos en general y mucho publico curioso. Pero también, como no, tuvo problemas con la Inquisición, que en 1608 y 1632 incluyo en el Índice algunos de sus párrafos, por banalidades relativas a la preeminencia del derecho seglar sobre el canónico.

Aunque como no especialista en el tema, no entraré a valorar técnicamente la obra de Castillo de Bobadilla. Pero si puedo al menos situar a este Corregidor que fue de Guadalajara entre el grupo de cabeza de los escritores barrocos de temas políticos en nuestro Siglo de Oro. Escribe, es cierto, de un modo ampuloso, hincha­do, pero siempre va en derechura «al grano», como hombre de leyes que es. Remito a la bibliográfica sobre este personaje a quienes quieran profundizar en su valoración.

Para terminar, solamente insistir en que siempre resul­ta de interés repasar las personalidades que de un modo u otro influ­yeron en al vida de la ciudad en épocas pasadas, porque sus propias biografías, sus realizaciones, repercutieron de algún modo en lo que Guadalajara paulatinamente fue. No cabe duda que la presencia de Castillo de Bobadilla, ilustre escritor y tratadista político del siglo XVI, como máxima autoridad en nuestra tierra, coopero al clima de cultura que en esta «Atenas alcarreña» se vivió por entonces.

BIBLIOGRAFIA

TOMAS Y VALIENTE F.: Castillo de Bobadilla. Semblanza personal y profesional de un juez del Antiguo Régimen, en «Anuario de Historia del Derecho Español», XLV (1975)

SPINOLA, F. E.: Gerónimo Castillo de Bovadilla, Colección de Clásicos Políticos Españoles, Madrid, 1939

Garbajosa, un rincón con encanto

 

Un lugar mínimo, como tantos de nuestra provincia, en que parece mantenerse la vida hivernada y al acecho, como en latido bajo mínimos, esperando tiempos mejores: eso es Garbajosa, en un repliegue de la alta paramera del Ducado, cerca de Alcolea del Pinar, junto a la carretera que lleva a Molina.

En una tarde de primavera, de esas raras con luz, flores y sonrisas, he buscado el recodo de la lejana esencia. Llegar a Garbajosa y encontrarse un par de vecinos que miran y remiran coche y personas, no es de extrañar y hasta gusta. Lo peor es cuando uno de ellos, haciendo entre dientes como el rugido enesmitoso de los perros guardianes, me dice que quien soy, que a qué vengo, que qué pretendo en este sitio, este día, a estas horas. Y le comprendo de inmediato. Hay miedo en los pueblos pequeños a lo extraño, a los extraños. Vivimos en un país de enemigos.

Garbajosa, geografía e historia

Si tuviera que definir, como ya lo hice hace años en un libro de rara fortuna, qué es Garbajosa, como se ve cuando se llega, y qué pasó allí en siglos pasados, podría deciros que en la cara norte de la alta meseta que desciende hacia un recóndito y poco hundido vallejo, vía de paso en la antigüe­dad hacia Molina, y hoy llamado valle de romanos, indica­tivo de una antigua tradición de caminos, se encuentra el caserío de Garbajosa, pequeño espacio de humano latido. Su caserío, muy escaso, aunque medio deshabitado está hoy bien pavimentado, y sus pocas casas respiran el solemne aire de la elegancia y el buen comportamiento. Su clima es muy duro en el invierno, por supuesto, mientras que a la primavera se alegra algo, y en el verano se cuecen los pensamientos bajos los gorros: como en toda Castilla. El entorno sólo se presta a la ganadería y da algo de cereal en la parte baja del citado vallejo.

Su término estuvo poblado en la antigüedad, como todos los contornos. El pueblo de los tittos, del grupo celtibérico, dejó muestras de su estancia en el término de Garbajosa. Un dolmen (el de la Huerta Vieja) y una necrópolis de la Edad del Hierro (en los Majanos) ocupada de los siglos VI al IV antes de J.C. es lo que arqueológicamente destaca. Tras la reconquista, en el siglo XII, se fundó un mínimo caserío, que quedó incluido en el alfoz o Común de Medinaceli, pasando luego al señorío de los La Cerda, y quedando así incluido en el ancho territorio y comarca del ducado de Medinaceli.

Presencias del ayer

El hoy ha sido, una vez más, atento y cordial. Puedo decir que en una tarde he vivido varias tardes. Vivir con intensidad tiene ese pago: la existencia es más larga. Dos hombres (¿Manuel, Roque, Félix o Sinesio?) que tienen más de setenta pero no los aparentan, charlan al sol y cuidan de que las cosas y las casas de Garbajosa no sientan daño. Los viajeros, junto a ellos, y ya amigos, pasan un rato mirando las cosas simpáticas, curiosas, incluso maravillosas, que tienen en Garbajosa.

Una de ellas, la mejor sin duda, es su iglesia parroquial. Obra del siglo XVI, con espadaña de remate triangular sobre el muro de poniente, y una portada de acceso colocada a mediodía con, diseño y ornamentación platerescas, a base de arco semicircular escoltado por sendas pilastras semici­líndricas adosadas sobre pedestales, y un friso superior en el que se lee: «Ave María Celorum, Ave domina Angelorum». Esta portada se sorprendentemente parecida (en un tono menor, en un tamaño más pequeño, y en un estilo más rudo) a la de la parroquia de Bujalaro, cerca del Henares. No me cabe duda que las trazó, a ambas, la misma mano. Posiblemente Alonso de Covarrubias o un discípulo suyo. El resto de la fábrica es de contrafuertes de sillar, muros de sillarejo y ábside cuadrado.

Pasando al interior, nos sorprende su ámbito limpio y cómodo. Al fondo del presbiterio, un gran altar barroco, lleno de luz, color y alardes formales. Una estatua de San Miguel en lo alto, y otras varias de santos más terrenales por los intercolumnios. La fotografía que hacemos no sale mal, y acompaña a estas líneas. Es un retablo hermoso, que se hizo en 1711 y costó entonces siete mil reales. Lo doró en 1727 Antonio de Hoz, cobrando por ello 5.500 reales.

Luego miramos a la oscuridad del sotocoro. Allí aparece una enorme pila bautismal, de origen románico, de perfil tortuguesco (¿no os recuerda, los que la hayáis visto, a una tortuga fosilizada, como esas que tienen ahora colocadas en los claustros de la Universidad de Salamanca?) Otra foto a la pila, porque es un testimonio de antigüedad y rito. Y poco más: retablo, pila, la charla de los hombres buenos de Garbajosa, que finalmente enseñan a los viajeros su Centro Cultural (más bien el edificio donde se celebran las meriendas en el mal tiempo) y que para el verano promete estar lleno de voces y de sonrisas. Ahora, como tantos y tantos lugares de nuestra provincia, Garbajosa es lugar de piedra, de luz, de viejos monumentos, de silencio compartido por sus dos habitantes, de recuerdo impar para una tarde primaveral que no se acabó nunca del todo.