Las casonas de Milmarcos

viernes, 3 abril 1998 5 Por Herrera Casado

 

Lejos de la capital cae Milmarcos. Pero nunca está lo demasiado lejos como para no poder acercarse, cualquier fin de semana, hasta su entorno magnífico, y admirar con detalle, con parsimonia y gusto, ese conjunto de casas, de plazuelas, de palacios, templos y pairones que le dan un sentido de grandiosidad, aún más misteriosos por su lejanía. Milmarcos, en el límite norte del Señorío molinés, ya en la raya de Aragón, bien merece una visita detenida.

Una breve historia de Milmarcos

Antes de entrar en pormenores, conviene saber algo, aunque somero, de la historia de Milmarcos. Que perteneció, desde los primeros años del siglo XII, como aldea al Común de Villa y Tierra de Calatayud. Junto a Guisema, fue el rey de Aragón don Alfonso I el Batallador quien lo puso en esa tierra comunera. Poco después, cuando en 1129 don Manrique de Lara creó el Señorío de Molina, incluyó a Milmarcos en su seno, como atestiguan los límites señalados en su Fuero, y en él continúa. El insigne historiador molinés don Diego Sánchez de Portocarrero dice así, hablando de este pueblo, en su manuscrita historia que redactara en el siglo XVII: «Algunos pensaron que en él huvo algún antiguo Monesterio por ver en un Privilegio del Infante Don Alonso Quarto señor de Molina, por testigo a don Marzelo Abad de Milmarcos, que acaso sería Cura porque yo no hallo luz dello. Su fundación no se averigua. Su nombre claro castellano y es en él tradición que le tomó por averse vendido en una ocasión por Mil marcos de oro, suma a mi parezer muy desigual. En él hay un barrio y sitio eminente que llaman la Muela (nombre que en lo antiguo daban a lo más alto y fuerte de los Pueblos) en él se ven ruinas de fortaleza y se conserva una Hermita, alrededor de la qual es tradición del Pueblo que vivían doze familias de los más antiguos apellidos del lugar, de los quales algunas se preservan.» De esos antiguos nombres -las doce familias– vendremos a saber en las siguientes líneas.

Descripción de las Casonas

Tras esta breve toma de contacto con su historia, iniciamos el paseo por Milmarcos. Y aparte de saborear su disposición urbana, la grandiosidad de sus plazas, de sus calles nuevas (la del Nazareno, por ejemplo), la fabulosa arquitectura de su iglesia, la curiosidad inusual de su «Teatro Zorrilla», nos fijaremos en sus casonas, múltiples, diversas, encantadoras todas. Los pa­lacios, casonas, caserones nobiliarios y aun simples ruinas de esta villa, forman nómina de hazañas, de apellidos, de guerras y episcopados entre sus muros. En la misma plaza mayor está el palacio de los López Montenegro, que muestra en su portada un arco semicircular adovelado que remataba hermoso escudo de armas, hoy desplazado. En la esquina hay un balcón con magnífica balaustrada de hierro forjado, y en todo su costado norte, múltiples rejas de complicada tracería cubren ventanas y balcones. La ca­sona fue edificada entre 1630 y 1712–que son las fechas que acá y allá entrevemos talladas en puertas y llamadores–. El interior enseña un am­plio portal del que surge la escalera, apoyada en los hombros de monstruo diablesco en lucha con un angelillo. Más allá de la iglesia, cerca de la er­mita del Nazareno, se alza el mejor de los palacios molineses: el de los García Herreros, obra de una pieza en el siglo XVIII. La fachada es de tres cuerpos, con sillar del bueno, tallado con gusto y mesura. Su cuerpo bajo contiene la portada y dos ventanas laterales. El principal enseña bal­cón central, que forma cuerpo con la puerta, y remata en barroco escudo de armas de la familia constructora, añadiendo dos laterales. El cuerpo alto muestra dos pequeños vanos correspondientes al tinado. Unos cuerpos de otros se separan por frisos lisos, y el interior, muy bien conservado, pre­senta gran portal en el que quedan restos de empedrado, con escalera muy amplia y de alto hueco, que remata en lo más alto con una bóveda de interesantes adornos barrocos vegetales, mascarones representando un dia­blo y un ángel, etc. La distribución del piso es clásica, con salón central y salas laterales, y arriba del todo un amplio tinado, con la viguería y ripia a la vista, en alarde de arquitectura simple y duradera. Otros palacios y casonas se reparten aún por el pueblo. El de los Angulo, que llaman «la posada vieja», muestra su escudo pétreo sobre la puerta, y ha sido restaurado recientemente. El de los López‑Celada‑Badiola completa la plazuela de la Muela, es obra del siglo XVIII y aún luce un complicado escudo de armas sobre la puerta. La casona de los López Olivas sólo conserva la por­tada y el blasón primero. No podemos olvidar, en fin, y aunque esté un poco viejo y medio derruido, el palacio de la Inquisición, que nos deja ver su portón de molduras con bolas, y el bello escudo, limpio y parlante, que muestra la cruz, la palma y la espada (em­blemas en haz de una intransigencia) con las llaves parejas y la frase «Ve­ritas amica fides», que un remoto familiar del Santo Oficio pensó sería bueno para convencer a los milmarqueños de la utilidad del invento.

Historia de las familias

Muchos datos guardan los archivos de la parroquia de Milmarcos, y en ellos y en otros voluminosos rimeros de legajos antiguos he tomado datos para rememorar las vidas, los nombres y las semblanzas de algunos personajes nacidos en este pueblo, constructores en su día de los palacios y casonas antes mencionadas.

En el siglo XVII destacan dos figuras, unidas por lazos de sangre: Don Martín de Olivas y su sobrino don Juan López de Olivas. Nació el primero en Milmarcos hacia finales del siglo XVI. Alcanzó altos puestos en la milicia real española, distinguiéndose en las campañas americanas. Fue su carrera hasta los puestos de teniente general y gober­nador de la Nueva Vizcaya, en Indias. En 1621, y en acción guerrera, mu­rió. El segundo sirvió al rey junto a su tío, también en América, y al morir aquel volvió a España, quedando en su pueblo natal de Milmarcos, de donde era regidor en 1626. En la zona minera de la Vera Cruz de Tapía, en Nueva España, ejerció cargos de responsabilidad, y aquí en su villa natal levantó un palacio, hoy medio derruido, cobre cuyo portón luce un bello escudo de armas en el que se lee «sicut olivas fructi­fera», como estímulo para continuar realizando más grandes tareas. A su vez sobri­no de éste fue don Francisco López de Olivas, que ejerció en la carrera eclesiástica y alcanzó altos grados en la fúnebre parcela de inquisidor: llegó a comisario del Santo Oficio del Consejo Supremo de la Inquisición y fue también canónigo y arcediano de Sigüenza, y aun visitador de este obispado.

De la noble familia de los López Guerrero, de los que hemos visto su casona en la principal plaza, fue don Lucas López Novella, hijo de Francisco López de Cubillas y de Teresa Novella, que nació en Milmarcos el 27 de octubre de 1630. Su padre era, desde prin­cipios del siglo XVII, el poseedor de la casa y mayorazgo de los López Gue­rrero, nobles de sangre y ricamente heredados en la zona. El personaje que comentamos fue estudiante en el Colegio de Teólogos de San Martín de Sigüenza. Se graduó de bachiller en Artes y Teología por esta Universi­dad en 1664. Y al año siguiente se licenciaba en Teología, ascendiendo enseguida a los cargos de visitador general de los obispados de Sigüenza, Oviedo y Cuenca.

A esta familia perteneció el eclesiástico don Frutos López Malo, que nació el 3 de agosto de 1660, hijo de Frutos López Alcolea y de Ana Malo de la Torre, perteneciendo ésta a la hidalga familia de los Malo de Hino­josa, de los que en dicho pueblo queda aún el palacio señorial. Se graduó de bachiller de Artes, por la Universidad de Sigüenza, en 1686, y llegó a rector del Colegio de Santa Cruz, y aun de la Universidad de Valladolid, donde murió en 1711, siendo al tiempo gran Inquisidor de Sevilla.

Sobrino carnal suyo fue el capitán don Lucas Francisco López Guerrero y Malo, nacido en Milmarcos en 1672 y casado con doña Ana del Olmo y Manrique, natural de Almadrones, y perteneciente a la familia del doctor don Miguel del Olmo, obispo de Cuenca. El referido don Lucas fue capitán de las Milicias de Molina en la guerra de Sucesión, nombrado para este cargo en agosto de 1706 por el marqués de Villel, don Alonso Feliciano González de Andrade y Funes, que a la sazón era jefe de dichas milicias. Peleó con ellas, mandando una Compañía, contra los austriacos partidarios del Archiduque, demostrando su valor. Fue también más tarde regidor perpetuo de Cuenca. Su única hija, doña Ana María López del Olmo y Guerrero casó hacia 1733 con don Francisco José López Montenegro y Medrano, natural de Villoslada, quien heredó títulos, mayorazgo y hasta el nombramiento de regidor perpetuo de Cuenca. En esta estirpe de los López Montenegro, afincada en Milmarcos desde entonces, quedó el pala­cio de sus antecesores, que junto a la plaza mayor del pueblo luce su recia arquitectura, sus balconajes artísticos, su gran portón adovelado y su es­cudo de armas tallado, elegante y barroco, en piedra.

También dio Milmarcos, como otros muchos pueblos del Señorío, un obispo virtuoso y sabio a la patria. Se trata de don Pascual Herreros, que nació en este pueblo en el seno de una familia de linajudo abolengo y eje­cutorias de hidalguía. El más grande y artístico de los palacios que hemos visto en Milmarcos, en la calle del Nazareno, fue donde vio la luz primera. Estudió en la Universidad de Salaman­ca, alcanzó puestos de canónigo en León y Ávila, fue provisor y vicario general del arzobispado de Zaragoza, donde obtuvo el empleo de inquisi­dor de los tribunales eclesiásticos, así como también llegó a di­versos cargos en los tribunales de la Corte, en el Supremo General, y el de fiscal general de la Real Junta de Tabacos de Madrid. Fue finalmente promovido a obispo de León, puesto que ocupó varios años, hasta su muer­te en 1770. Dejó en Milmarcos construida la magnífica ermita de Jesús Nazareno, y en Hinojosa la de la Dolorosa, que ostenta en su fachada ba­rroca el escudo de este obispo molinés.