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febrero, 1998:

Sigüenza y Salzburgo ¿pronto hermanadas?

 

Una de las acciones que mayor dinamismo desde el punto de vista cultural y social confieren a las ciudades es su hermanamiento con otras de similares nombres, características e historias. En nuestra provincia hay varios lugares hermanados con otros del mundo, especialmente europeo. Nuestra capital, Guadalajara, lógicamente está hermanada con sus homónimas de México y Colombia. Y Sigüenza lo está con Sainte-Librade-sur-Lot, en Francia, lugar de donde procede la santa patrona de la Ciudad Mitrada.

A raíz de un reciente viaje de trabajo por Centroeuropa, que me llevó por Alemania y Austria, tuve ocasión de pasear mi admiración por el recinto urbano de Salzburgo, una de las ciudades más hermosas y exquisitas de nuestro viejo continente. Un lugar que, aparte de su universal fama por haber sido la patria de Wolfgang Amadeus Mozart, de quien se conservan las casas donde nació y vivió, tiene unas características de historia y diseño urbanístico que está pidiendo a voces ser hermanada con nuestra vieja ciudad de Sigüenza.

Y digo esto por muchas razones. Porque si ese hermanamiento suele hacer conocerse mejor a los respectivos pueblos, mirarse unos en otros para admirarse y quererse, a sus habitantes también les da oportunidad de ahondar mutuamente en sus esencias, tener más vivas las señas de identidad mutuas. Sigüenza debería iniciar el estudio de la posibilidad de hermanarse con Salzburgo, porque ambas ciudades tienen una historia y una estructura que parecen estar calcadas, «clonadas» como hoy se diría. Aunque Sigüenza con un aire medieval y longevo predominante, y Salzburgo con una estampa y una música netamente barrocas.

Durante siglos, ambas ciudades tuvieron una estructura social de señorío fundamentado en el poder temporal de sus obispos, que en el caso seguntino fueron siempre caballeros-militares y humanistas-sabios, y en el de Salzburgo más bien estetas y amantes de las bellas artes (y en demasiadas ocasiones de las bellas mujeres). En su altura, en la prominencia visible de su entorno urbano, alzaron sus castillos-residencias, obra del mismo Medievo en Sigüenza y un poco posterior, del Renacimiento pleno, en Salzburgo. En la parte baja de la ciudad, junto al río que las riega (el Henares en nuestra serrana población, y el Salzach en la ciudad austriaca) se levantaron sus respectivas catedrales. De estilo románico con posteriores añadidos en Sigüenza, y el clamor blanco y dorado del barroco en la majestuosidad brillante del Dom salzburgués. Fuentes por doquier, coronadas por los escudos de sus obispos y señores. Tanto en Castilla como en el Tirol, el agua que surge de las frías y altas nieves llena de fuentes calles y plazas.

El palacio de Mirabell y sus jardines

Cualquiera que llega a Sigüenza se sorprende de la severidad de sus líneas, de la majestuosa presencia de su castillo, en lo más alto, residencia de sus obispos en la antigüedad. Y a nada que se haya informado sabrá que en la parte baja, en la cuestuda calle de Villaviciosa, se encuentra la que fue en sus orígenes Universidad seguntina, y luego, (hoy todavía) palacio episcopal.

Exactamente igual sucede en Salzburgo. En lo alto de un empinadísimo cerro, al que hoy se puede subir en un tren cremallera desde el cementerio de San Pedro, se alza el viejo castillo, que desde el siglo XVII dejó de ser lugar de residencia arzobispal y principesca para pasar a ocupar espacio en la parte baja y amable de la ciudad. Ahí se encuentra hoy el palacio y los jardines de Mirabell, joyas arquitectónicas e históricas del mágico Salzburgo de nuestros días.

En 1606, el Arzobispo y Príncipe de Salzburgo, Wolf Dietrich von Raitenau, inició la construcción de un palacio fuera de las primitivas murallas de la ciudad. Lo encargó al arquitecto Salome Alt, llamado «el Altenau». Su sucesor, el príncipe-arzobispo Paris Lodron (1619-1653) incluyó el nuevo palacio y sus jardines dentro de un extenso espacio amurallado, en el que vivió largos años cuidándolo personalmente. El príncipe Arzobispo Franz Anton von Harrach remodeló extensamente el palacio entre 1721 y 1727, con la colaboración del famoso arquitecto barroco Lucas von Hildebrandt, quien consiguió finalmente homogeneizar las diversas partes antiguas en un solo y resplandeciente palacio. Un desastroso incendio lo destruyó en abril de 1818, haciendo desaparecer los frescos que decoraban sus salas y que habían pintado Johann Michael Rottmayr y Gaetano Fanti. Fue Peter de Nobile, arquitecto de la corte de Viena, quien reformó el palacio arzobispal de Salzburgo con su actual imagen neoclásica. Los múltiples detalles de estuco y adornos en torno a los vanos le confieren su esplendor. La gran escalera de mármoles, suntuosa y magnífica, es obra de Lucas von Hildebrandt, quien dotó a la balaustrada de grandes «putti» de mármol blanco. Los nichos de los muros se adornan con las obras del escultor Georg Raphael Donner (1726), resultando una escalera que es una de las muestras más espléndidas del barroco europeo.

En el interior de este edificio se visita el «Salón de Mármoles», en el que Leopold Mozart, y sus hijos Wolfgang Amadeus y Nannerl interpretaron en diversas ocasiones sus piezas maestras ante la corte arzobispal. Hoy está considerado como uno de los más bellos espacios del mundo donde resuena de vez en cuando la música mozartiana. Todavía en el siglo XIX, relevantes príncipes-arzobispos vivieron en este edificio: recordar al Cardenal Maximilian Josef von Tarnóczy, y el legendario monje capuchino Joachim Haspinger, leal compañero de armas del patriota tirolés Andreas Hofer.

Los Jardines de Mirabell son el complemento perfecto del palacio Arzobispal. Un lugar plácido, brillante, que sirve de avenida visual ante las cúpulas de los templos salzburgueses y el supremo orgullo de su fortaleza. Fueron construidos a instancias del Príncipe-Arzobispo Johann Ernst Graf Thun en 1690, según los planos del arquitecto Johann Bernhard Fischer von Erlach. En 1913 se colocó ante su puerta la impresionante escultura del Pegaso, de Kaspar Gras (1661). Las míticas figuras de la balaustrada de estos jardines fueron talladas por Bartholomäus van Opstal y Johann Fröhlich, y de Fischer von Erlach son los elaborados vasos que decoran esta misma balaustrada.

Al oeste de los jardines, en 1704 se construyó el Heckentheater (Teatro cubierto). Son muy vistosos y extraños los dos enanos tallados en piedra que hacen guardia en la puerta de los jardines, y los otros siete que resaltan sobre las murallas de los mismos. En Salzburgo son llamados los Zwerglgarten, y fueron mandados tallar por el Arzobispo Franz Anton Graf Harrach, quien llegó a reunir 28 enanos en su corte, formando al mismo tiempo una compañía teatral con ellos. Olvidados y arrinconados mucho tiempo, en 1921 volvieron a colocarse donde hoy se ven. En 1854, el Emperador de Austria Francisco José mandó abrir al público los jardines de Mirabell.

Pienso que sería una tarea aplaudida por todos que este posible hermanamiento entre Sigüenza y Salzburgo se llevara a buen término. Supondría abrir, un poco más, las fronteras del conocimiento de nuestra Ciudad Mitrada hacia Europa, donde un inmenso caudal de turistas que buscan historia y arte tendrían una nueva referencia en España. Y al mismo tiempo, una ocasión de oro para fundamentar y crear lazos de conocimiento y aprecio entre los pueblos europeos, único modo de crear una Europa fuerte, culta y solidaria, como reacción ante la barbarie separatista y montaraz de algunos restos cavernícolas que pueblan algunas montañas de nuestro viejo y sabio Continente.

Caminos hacia la Sierra Negra

 

Estos nombres le sonarán a muchos: Campillo de Ranas, Majaelrayo, Valverde de los Arroyos, Campillejo, Almiruete, Pa­lancares, Umbralejo y La Vereda. Pero quizás sean ya menos los que han decidido en algún momento llegarse hasta ellos. Ver sus conjuntos urbanos, admirar los horizontes de sus entornos. Oler el fresco y puro aire de las orillas de sus montes. Este es un buen momento para llegar hasta estos minúsculos lugares de la Sierra Negra de Guadalajara. ¿Me acompañan?

En ruta hacia Tamajón

Nieve todavía, abundante y brillante al amanecer, queda coronando las alturas de la Sierra Negra, de ese macizo de Ayllón que centra la parte más septentrional de la Somosierra, y en el que se incluyen el Ocejón, el Lobo, el Cervunal y otra serie de picos que este año fueron, una vez más protagonistas de la noticia y el comentario.

La Sierra Negra de Guadalajara es un espacio que, por vacío y lejano, por silencioso y aletargado, nos silba su encanto. Para muchos esa lejanía, ese silencio, esa sencillez de los vacío, nos colma de admiración. Nos atrae. Desde aquí animo a mis lectores para que este próximo fin de semana se acerquen por las Sierra Negra de Guadalajara y prueben alguno de sus caminos, alguno de los condimentos que su maravilloso plato le confieren fuerza y ternura a la vez.

Cualquier ruta hacia la Sierra Negra debe empezar por Tamajón, a donde se llega desde Guadalajara por la carretera que inicialmente corre paralela al Henares (Fontanar, Yunquera, Mohernando y Humanes) y luego se alza hacia el Norte, en la búsqueda de las alturas y los bosques.

Pasado Humanes, el viajero puede desviarse de la ruta principal hacia Beleña del Sorbe, un lugar de entretenido mirar por lo que tiene de monumental y maravilla natural: la iglesia parroquial de San Miguel, de estilo románico, ofrece su interesantísima portada, decorada en su arco interior con la repre­sentación de un «mensario» con esce­nas de la vida campesina y capiteles laterales con fragmentos tallados de la vida de Cristo.

Vueltos a la carretera que sube hacia Tamajón, se puede desviar el viajero hacia la locali­dad de Retiendas, que guarda en sus proximidades las evocadoras ruinas del Monasterio de Bonaval, fun­dado por Alfonso VIII para la Or­den del Cister en 1164, y que hoy ofrece su magia entre un bosque de robles denso. Datada su construcción entre los siglos XII y XIII, el edificio, aunque muy ruinoso, conserva la ca­becera de triple ábside, parte del crucero, y la puerta de estilo cis­terciense.

Llegados finalmente a Tamajón, que puede denominarse auténtica puerta de la Sierra Negra, podemos destacar en su ámbito urbano la iglesia parroquial, de ori­gen románico; la casa‑palacio de los Mendoza, ejemplo de arquitectura civil plateresca de mitad del siglo XVI, y la ermita de Nuestra Señora de los Enebrales. Todavía, por nominar ruinas, existen en Tamajón las de una vieja fábrica de cristal, y las de un monasterio de franciscanos.

Desde Tamajón seguiremos en dirección a Majaelrayo, y a poco de salir del primero de estos lugares nos encontraremos con una pequeña y doméstica  «Ciudad Encantada» que se encuentra en las inmediaciones de la ermita de los Enebrales. Se trata de una zona de singulares formaciones ca­lizas que abre paso a las primeras ma­nifestaciones de pizarra. Siguiendo la ruta en dirección al Ocejón, a pocos kilómetros se encuentra Cam­pillejo, el primero de los pueblos «negros» de este espectacular complejo natural. Miles de piedras negras y rojizas, con pequeños huecos para ventanas y puertas, conforman las edificaciones de este municipio, al que sigue El Espinar, enclavado en una colina. Este último presenta una arquitectura de similares carac­terísticas, salvo algunas excepciones como los tejaroces y encalados de sus fa­chadas.

Sigue luego la presencia de Campillo de Ranas, cabeza del en otros tiempos denomi­nado «Concejo de Campillo». Atra­vesando un largo y agradable pa­seo se llega al interior del pueblo. Unas escaleras, a continuación, con­ducen a una plaza donde el campa­nario de la iglesia parroquial domina el conjunto ascendente del resto de edificaciones. Generalmente ofrecen estas construcciones un za­guán, una planta baja para vivienda, y un piso superior para almacenamiento de la paja, añadiendo la belleza de sus grandes chimeneas, elemento fundamental en las casas para combatir los intensos fríos invernales y primaverales. En Campillo sorprende la asimetría de las calles, y la belleza de todos sus recodos, de cualquier ángulo desde el que miremos los paisajes que nos engloban: el urbano y el monumental de las sierras que nos cercan.

A la salida de Campillo, toman­do un desvío hacia la izquierda, se puede acceder a Roblelacasa, de similares edificaciones, y desde donde se puede acceder hasta la cercana orilla del Jarama, en cuyo borde se encuentra Matallana. Asimismo, tomando el siguiente desvío, también a la iz­quierda, una vez se abandona Roblelacasa, se encuentra Roble­luengo, posiblemente la aldea más cuidada y la que conserva la más pura arquitectura negra.

Llegada a Majaelrayo

Finalmente, llegamos al objetivo de nuestro viaje. En la misma falda del Ocejón, a unos 1.200 metros, y rodeado de espléndidos paisajes, se encuentra Majaelrayo, máximo exponente de la Ar­quitectura Negra. Le separa de Campillo, siguiendo la misma ca­rretera, no más de diez kilómetros.

Lo aficionados al alpinismo pue­den acometer desde aquí el ascen­so a los picos del Ocejón y el Campachuelo. La sierra, ahora en febrero, nos entrega su faz más llamativa, nevados los altos, solemnes las distancias, en un estuche cósmico los paisajes que son inmensos y domésticos a la vez. ¿Subir? ¿Quedarse mirando? Dejar pasar el tiempo en este ámbito es, en cualquier caso, algo que hace latir el corazón más aprisa.

A Majaelrayo le ha añadido más popularidad aún de la que tenía la figura del «abuelo Jesús», recientemente proclamado Popular Especial del año 97 en nuestro periódico. Hay quien sube hasta este pueblo solo por verle, o intentar verle.

Desde Majaelrayo, y si no se ha decido subirse el Ocejón, se puede optar por dos alter­nativas: una es la que continúa por tierras de la Sierra Negra, y que nos llevará a Valverde de los Arroyos, y la otra es la que ofrece acceder al Hayedo de Tejera Negra, privilegiado paraje desde el punto de vista botánico y paisajístico, y en el que el río Lillas y el arroyo de la Zarza riegan su cabecera.

Hay otra posibilidad desde Majaelrayo, y es la de seguir la carretera que a través del puerto de la Quesera cruzará la sierra y nos llevará a Riaza. Un trayecto algo arriesgado en esta época, porque en las subidas/bajadas del puerto puede haber grandes placas de hielo, o ponerse a nevar sorpresivamente.

Quizás por ahora (otra cosa será en el verano, que podremos subir y bajar sin problemas por los caminos más altos) lo mejor será volverse a Tamajón. En llegando allí, poco antes, nada más pasar la ermita de los Enebrales, se toma a la izquierda la carretera local que conduce a Valverde de los Arroyos. Antes de llegar a la cuna de los «Danzantes de la Octava del Corpus», en esta ruta mere­ce hacerse dos nuevas paradas: en Almiruete la una, y en Palancares la segunda. En el primero de estos lugares, destaca su iglesia parroquial de estilo románico popular con elementos góticos, y un conjunto espectacular de casas rurales, plenamente identificadas con el paisaje, oscuro y húmedo. En Palancares, sin embargo, hay que admirar su breve caserío y el anejo bosque de encinas y álamos negros.

Colofón en Valverde de los Arroyos

El lugar más hermoso de la Sierra Negra, un espacio urbano único, cuajado de edificios puros y bien conservados de la arquitectura de pizarra. Al núcleo de Valverde se accede a tra­vés de una empinada cuesta, y des­de la plaza, una de las más bellas y cuidadas de la comarca, con sus balconadas de madera adornadas con tiestos de flores, se puede divisar todo el panorama de viviendas ca­racterísticas de la zona. Desde allí, una nueva cuesta conduce hasta las eras, espacio abierto donde se celebran las Danzas del Santísimo. El paisaje se muestra aquí en toda su grandeza, blancas las cumbres, húmedas y cubiertas de bosques la laderas, siempre verdeantes. Para los aficiona­dos a la escalada y el senderismo, en este mismo lugar co­mienza el recorrido que lleva hasta la Cascada de las Chorreras de Despeñalagua, una gran cascada que se forma con el agua que baja de las nieves del Ocejón, con una caída de más de 120 metros de altura, y a la que se accede a través de peque­ños caminos que bordean las lade­ras anexas a la localidad. Una vez alcanzada la «Chorrera» el viajero puede optar, también aquí, por seguir escalando rumbo al Ocejón.

Desde Valverde otra vez, la ruta enlaza de la Sierra Negra nos permite aún visitar el lugar de Umbralejo, un antiguo pueblo abandonado, hoy reconstruido por el ICONA y el Ministerio de Educación para dar albergue a cursos de contacto con la Naturaleza para escolares. La verdad es que merece la pena visitar Umbralejo, pasear por sus calles empinadas, comprobar in situ un lugar que, aun sin vida rural auténtica, ofrece la belleza y autenticidad de la construcción serrana pura.

Todo un día para andar visitando pueblos, admirando paisajes, buscando sin fatiga los horizontes más altos, más blanco y puros de Guadalajara. Un viaje, este a la Sierra Negra, que hay que hacer al menos una vez en la vida.

En el sexto centenario del Marqués de Santillana

 

Iñigo López de Mendoza, seiscientos años ya

Como diría aquél: parece que fue ayer, cuando Iñigo lanzó al aire el primer llanto en Carrión de los Condes. Y hace ya, va a hacer este próximo verano, más concretamente el 19 de agosto, seiscientos años de que viniera al mundo el que ha sido sin discusión uno de los personajes más señalados de la historia de Castilla, y una de las más celebradas figuras de todos los tiempos en este tierra nuestra de Guadalajara. Breve como un telegrama, doy aquí los datos que sirvan a todos para centrarse en el personaje, en la época y en lo que puede y debe hacerse para traerle de nuevo a la memoria, y a la presencia de las actuales generaciones.

Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, nació en Carrión de los Condes (hoy Palencia), en 1398, y murió en su palacio de la colación de Santiago, en Guadalajara, en 1458. Poeta, político, humanista del siglo XV, prácticamente toda su vida la pasó en  Guadalajara, en su viejo palacio, donde formó la gran biblioteca de los Mendoza, y escribió sus famosas Serranillas. Enterrado en el mausoleo de los Mendoza del también arriacense Monasterio de San Francisco, es sin duda una de las mayores glorias literarias de la tierra alcarreña.

Voy a abogar aquí por una celebración medida y culta, un recuerdo que desde la ciudadanía sobre todo, y desde las perspectivas de la cultura oficial, que es la que dispone de fondos económicos para hacer algo más que hablar simplemente, traigan viva hasta nuestros días la figura de este personaje ilustre, uno más de la familia Mendoza, y uno más de los que tiñeron el nombre de Guadalajara con los colores vivos de la cultura universal.

La figura del marqués de Santillana, que en nuestra tierra da nombre a muchas cosas (entre otras, a una calle de la ciudad, y a la Institución Provincial de Cultura de la Diputación Provincial) está ligada en Guadalajara a muy diversos puntos de referencia humana y cultural. Su nombre parpadea delante de la fachada del palacio del Infantado, porque si no fue allí donde nació y vivió, ya que ese palacio lo construyó su hijo de igual nombre 30 años después de morir nuestro personaje, sí que en ese mismo solar estuvieron sus «casas mayores», en las que vivió con su familia, fue retratado por Jorge el Inglés, y murió en la mañana del domingo 25 de marzo de 1458. Su figura gentil de guerrero inteligente se pasea por las tierras de la campiña del Henares, desde Alcalá hasta Yunquera, y aún sube hasta Cogolludo, de donde fue señor, como de Espinosa, tras la muerte de su hermanastra Aldonza. Su piedad cristiana encuentra ecos todavía en el silencio del monasterio de Sopetrán, al que donó cuadros, estatuas y ayudó siempre a levantar su gran casa de oración benedictina. Su plenitud de estratega y gran señor se fragua ante Hita, cuya fortaleza y fuertes murallas mandó rehacer y poner en uso de potencia y hermosura. También en Torija se ofrece la silueta del marqués, pues no en balde atacó el castillo ocupado por las tropas navarras, y en valiente y decidida acción militar terminó de conquistar, y hacer suyo, en 1451. Aún Palazuelos, junto a Sigüenza, tiene de Iñigo López cumplida memoria de sus afanes constructivos, pues en la primera mitad del siglo XV decidió construir el castillo y elevar esas murallas que englobaban al caserío todo, quedando hoy como testigo mudo de su paso por el mundo, de su afán de poder y gloria. El mismo retablo que pintó Jorge Inglés para afirmar la devoción que el marqués de Santillana, y su esposa doña Catalina de Figueroa, tenían por la Virgen de los Ángeles, durante años ha estado en el palacio del Infantado y finalmente se ha vuelto a la casa de los duques del Infantado. Y todos sus libros, su impresionante biblioteca cuajada de traducciones latinas, de manuscritos iluminados, de piezas traídas desde Italia por sus agentes, permanecen en la Biblioteca Nacional de Madrid, celosamente cuidados por sus responsables, que hace años hicieron una Exposición monográfica con sus fondos.

Vida y obra del marqués de Santillana

Cuando se inicia el año de su sexto centenario, es obligado recordar, siquiera sea de forma instantánea, como un retrato de quien pasa deprisa por un callejón estrecho, su vida y su obra. Así tendrán todos cuantos quieran saber mínimamente de este personaje, una referencia rápida, como una ficha de ordenador que sirve para hacerse la composición de lugar en un instante. Tiempo habrá, me imagino, para hablar largo y tendido de este individuo, que reunió en su biografía los elementos suficientes para ser recordado como un gran político, un militar de altura, un poeta esencial del castellano, y un mecenas de las artes y la cultura.

Fue Iñigo López de Mendoza hijo del almirante Diego Hurtado de Mendoza y de Leonor de la Vega. Le casaron muy joven, a los 14 años de edad, en 1412, con Catalina de Figueroa (1412), hija del maestre de Santiago, Lorenzo Suárez de Figueroa, y gracias a ello pudo formar su formidable patrimonio, hasta el punto de convertirse en uno de los grandes de España más poderosos e influyentes del siglo XV castellano.

Desde muy joven intervino en la compleja política de su tiempo, primero con don Fernando de Antequera, y más tarde con su hijo, el Infante Enrique, pasando luego al servicio directo de Álvaro de Luna. Su participación en las diferentes ligas y confederaciones de la nobleza castellana fue decisiva. De todo obtuvo importantes beneficios. Mantuvo a lo largo de su vida la fidelidad al rey Juan II, aunque se enemistó con Álvaro de Luna a partir de 1431. No por ello militó en el bando de los aragonesistas; en la batalla de Olmedo (1445) participó en las filas del ejército real,  tras lo cual el rey le concedió el marquesado de Santillana, espacio de la cordillera cántabra en la que había heredado importantes territorios de su madre. Iñigo López contribuyó claramente a la caída de Álvaro de Luna (1453), y a partir de entonces comienza a retirarse de la política activa. Su última gran aparición se produce en la campaña de Granada de 1455, ya bajo el reinado de Enrique IV. Después se retira a su palacio de Guadalajara para pasar en paz los últimos años de su vida.

Huérfano de padre desde muy pequeño, y también de madre en su adolescencia, se educó en la refinada corte aragonesa de Barcelona, donde mantuvo relación cultural con Jordi de Sant Jordi, copero, y Ausias March, halconero real, reuniendo a lo largo de su vida una notable biblioteca, que después quedó en la casa del Infantado y de los Osuna. Su idea de la literatura, aun tras haber pasado a los anales de los más altos poetas castellanos, es todavía estrictamente medieval, según se refleja en el famoso Proemio, o carta prologal a la colección de sus obras enviada a don Pedro, condestable de Portugal, que se tiene, con exageración de algunos, como la primera «historia de la literatura española».

Según la referencia bio-bibliográfica que en la Historia de España de Alianza Editorial (Madrid 1991) dirigida por Miguel Artola, escriben Juan Carlos Mainer y César Olivera Serrano, la obra del marqués de Santillana «es en realidad un reflejo de las ideas de poesía como ciencia y de la teoría de los estilos heredadas del siglo anterior y, en su aspecto más interesante, un testimonio del cambio de gustos nacido al calor de novedades internacionales que cita: el dulce stil nuovo italiano, el alegorismo francés de Alain Chartier y el Roman de la Rose y, sobre todo, el alegórico modo introducido en España por Francisco Imperial. En el estilo elevado que éste introdujo en el Cancionero de Baena— al que son consustanciales el ritmo acentual muy marcado del verso de arte mayor (dodecasilábico), el cultismo léxico crudo, la referencia mitológica y la alegorización sistemática— escribió Santillana sus composiciones poéticas de mayor empeño: Defunción de Don Enrique de Villena, Coronación de Mosen Jordi, Infierno de los enamorados, y la más larga Comedieta de Ponza, donde se lamenta de la derrota naval sufrida por Alfonso V de Aragón y alude a su victoria final (de ahí, como en su modelo Dante, el curioso título de «comedia», que apunta al final feliz de los hechos).

Sobre modelos petrarquistas y dantescos escribió también sus cuarenta y dos sonetos «al itálico modo», primeros en la lírica española tras un par de Villalpando. Al tono moralizante y más simple de expresión corresponden su Doctrinal de privados (feroz ataque contra el de Luna), los Proverbios de gloriosa doctrina y el diálogo de Bías contra Fortuna, quizá el que reúne más afortunados momentos en la glosa de tópicos senequistas y en su presentación de un tema —las mudanzas de fortuna— tan de su época. Más numerosas son sus poesías de tema amoroso al modo cancioneril: entre ellas tienen particular relieve sus encantadoras serranillas (donde el tradicional encuentro amoroso de serrana y señor se estiliza mucho sobre los modelos anteriores) y el Villancico a sus tres hijas, atribuido en algunos lugares a Suero de Ribera, que ensarta con delicada gracia cancioncillas».

Una ocasión de oro para recordar, al hilo del cumplimiento exacto de siglos, la figura y los quehaceres de un alcarreño de pura cepa, de uno de esos nombres que, seguro, les suena a todos. El marqués de Santillana: ¿habrá alguien en esta ciudad que no lo haya oído nunca? Hay que recordarle como se merece. Aunque no sea este el momento de pedir una estatua para él, cuando aún está pendiente de levantar la prometida de su hijo el Cardenal Mendoza.

El escudo heráldico municpal de Mondéjar

 

Pocos son los pueblos de la provincia de Guadalajara que, como Mondéjar, puedan presumir de tener no sólo un escudo de armas o heráldico propio del municipio, reconocido oficialmente por las instancias oficiales que los conceden, sino con una tradición de varios siglos de existencia, perfectamente atestiguada en documentos y en el uso público del mismo. De ese escudo heráldico municipal, o armas de la Villa de Mondéjar, trataremos hoy, dentro de ese apasionante campo de la heráldica de los pueblos, en el que tanta historia y tantas tradiciones se cobijan.

El antecedente mas antiguo que cabe alegar para la existencia de este escudo, es la mención que del mismo se hace en la contestación séptima que la «Relación Topográfica» que envió el pueblo a su Rey Felipe II en 1581, y cuyo original se conserva en la Biblioteca del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, en la que se dice textualmente: «Tiene Mondéjar por escudo de armas una Encina, con su fruto, sobre un monte de piedras, en campo blanco, conforme al nombre del pueblo y sitio». Con ello querían referirse los informantes a que la tradición afirma que el nombre de Mondéjar deriva de «monte de piedras», y así adoptó los elementos claves de tal origen.

En otros antiguos documentos del pueblo, se encuentran otras formas del escudo heráldico. Así, hemos visto representarlo en algún documento con cinco encinas y una bellota de oro, o con un racimo de jaras sobre campo siempre de plata. Pero el hecho incontestado es que el actual Escudo, ya oficialmente reconocido, tiene al menos una tradición de cuatro siglos, y es el que se ha adoptado finalmente, y con su blasonado definitivo fué aprobado oficialmente por Real Decreto 768/1976 de 18 de marzo, publicado en el Boletín Oficial del Estado nº 89 de 13 de abril de ese mismo año. La descripción o blasonado del escudo heráldico municipal de Mondéjar es la siguiente: escudo español, de plata, con una encina de sinople, frutada de oro, sobre un montón de piedras de oro. Al timbre, corona real cerrada, conforme al sistema constitucional actual.

Notas:

MEMORIAL HISTORICO ESPAÑOL, Tomo XLI, Relaciones Topográficas de los pueblos de la provincia de Guadalajara enviadas al Rey Felipe II a finales del siglo XVI, Real Academia de la Historia, Madrid, 1903, pág. 311; GAVIRIA, Conde de: Gran Enciclopedia de Madrid Castilla‑La Mancha, Zaragoza, 1984, tomo VIII, pág. 2167, voz «Mondéjar». HERRERA CASADO, A.: Heráldica mondejana, Revista «Wad‑al‑Hayara», 16 (1989), en prensa.

Santa María se renueva

 

En estos días se están buscando los apoyos financieros y presupuestarios para afrontar la segunda fase de restauración de la iglesia concatedral de Santa María de la Fuente la Mayor, en Guadalajara. De esa iglesia que es como el grito máximo de la historia medieval arriacense, la que nuestros tatarabuelos, al menos en el siglo XVI, llamaban Santa María la Blanca.

Una iglesia con siglos a cuestas

Al menos del siglo XIV en sus inicios data la construcción de Santa María. Muchas veces se ha dicho que fue la antigua mezquita mayor, el lugar principal de culto de los musulmanes de la Wad-al-Hayara islámica. No sería de extrañar, puesto que sabemos que el barrio al que centra se denominó «el almajil» durante mucho tiempo, pero el actual edificio, que ha recibido modificaciones y alteraciones en todas las épocas, no ofrece detalle alguno de haber servido de mezquita ni de tener construcción de la época árabe. Lo más probable es que tras la Reconquista, a finales del siglo XI, y tras haber permanecido mucho tiempo, incluso siglos, sirviendo de mezquita a los musulmanes de la ciudad, esta se derribara por vieja [y por inútil] y se construyera en su solar un nuevo templo, con manos árabes, sí, y por ello con estilo mudéjar, pero desde su inicio con el objetivo de servir de templo cristiano.

De tres naves, portada principal a poniente, ábside semicircular a levante, y cubiertas con enormes artesonados de par y nudillo,  sus arquitectos, maestros de obras y albañiles fueron todos musulmanes. No puede quedar duda, viendo al menos las formas de sus puertas, que son de grandes arcos apuntados, en herradura, de estilo sirio, muy semejantes a otros existentes en la Alhambra de Granada. La torre, de planta totalmente cuadrada, con gruesos muros exteriores apenas perforados por estrechas aspilleras, y un machón central alrededor del cual va subiendo la escalerilla cubierta de bovedilla de ladrillo, recuerda siempre a los alminares de las mezquitas. El hecho de haber sido levantada aislada del templo nos pone en conexión a Santa María con otros elementos de arquitectura cristiana mudéjar de Toledo. Por ejemplo, con Santiago del Arrabal y San Román, aunque la austeridad de su decoración, apenas existente, la pone más en conexión con otros templos mudéjares del entorno más próximo, en el valle del Henares, como la iglesia parroquial de Daganzo o en el Manzanares, con la de San Pedro de Madrid.

El paramento liso de ladrillo puro que forma sus altos muros, roto solo por estrechas aspilleras que dan luz a la escalera, se abre en la altura con las ventanas superiores, dos en cada frente, de algo más de 4 metros de altura por un poco más de un metro de anchura. Estos arcos para las campanas son de doble rosca y quedan enmarcados en alfices que descienden hasta la base del vano, permitiéndose en su remate estos alfices uno de los pocos elementos ornamentales, a base de ladrillos alternantes, en su remate.

Evolución de la iglesia y torre de Santa María

Muchas reformas y ampliaciones ha sufrido Santa María a lo largo de los siglos. Tantos, que hoy su interior rompe absolutamente con su imagen exterior. Quien entra a la iglesia se ve inmerso en un mundo barroco, del siglo XVII avanzado, con grandes pilares, altos juegos de escayolas, un retablo manierista cubriendo el muro del presbiterio, y un abovedamiento de estucos de clara estirpe barroca. Quizás una desilusión para muchos que buscan la pureza del mudéjar. Que se hace mayor si viene de ver el interior de Santiago, menos sonoro al exterior y más impresionante en la semioscuridad de sus naves.

Se ensanchó el crucero, y se rompió el presbiterio primitivo para alzar una gran cúpula semiesférica sobre el nuevo crucero, construyendo un gran presbiterio que enlazó con la torre y la absorbió a la estructura final del templo. El antiguo artesonado mudéjar no fue destruido, afortunadamente, sino simplemente tapado por las bóvedas falsas de la restauración barroca. Por ello hoy es posible, y con gran comodidad después de las tareas del primer ciclo restaurador que culminó hace un año, contemplar ese antiguo artesonado de par y nudillo, todo de madera, con muchos elementos tallados y pintados, que en su enorme altura debió comportar al templo una grandeza de la que hoy carece.

Perspectivas de futuro

A la iglesia de Santa María se la ha salvado de un seguro y anunciado problema, como era el debilitamiento de sus muros, la ruina más o menos inminente de su atrio, y otros problemas que han quedado subsanados. Su aspecto exterior ha sido limpiado y ha quedado, sin duda, más atractivo. Pero aún quedan importantes temas a solucionar e incluso debatir. Uno de ellos, el de la torre.

En ella se alza, en lo más alto, el problema principal. Su chapitel, que fue puesto a finales del siglo XVI, y que con toda su estructura podrida tuvo que ser renovado a principios de este siglo nuestro, vuelve a tener graves problemas de mantenimiento. Su estructura tiende a abrirse y hundirse. De ahí que el arquitecto municipal de comienzos de siglo, Ramón del Cura, le puso a la torre un añadido que sin ser desagradable, alteraba la esencia de su primitivismo, y es esa barandilla con esquinas piramidales que era necesaria para detener el proceso de ensanchamiento y «estallido» del chapitel. Hoy este se encuentra tan deteriorado que, sin crear falsas alarmas, sí que puede asegurarse de que corre peligro, en cualquier borrascoso amanecer de vientos, de venirse al suelo.

La solución, que habrá de acometerse cuanto antes, y mucho mejor en esa colaboración abierta entre entidades que propició la anterior fase restauradora, está elaborándose por el arquitecto director del proceso, José Juste, quien ha pedido opiniones a todos cuantos quieran darla.

Una de las salidas al tema es la de quitar de forma permanente el chapitel. En las imágenes que acompañan a este artículo, se puede ver el aspecto de la torre de Santa María sin el referido chapitel. Aunque esta posibilidad eliminaría peligros para siempre, y además recuperaría el perfil clásico, primitivo, de la torre mudéjar, rompería de forma radical el perfil más conocido del templo, de su plaza, e incluso de la ciudad. El chapitel de Santa María es ya un punto de referencia de la silueta y el estilo de Guadalajara, algo que todos llevamos grabado en la retina e impreso en el corazón.

Lo que sí propone el arquitecto Juste, y parece algo muy razonable, es eliminar el barandal superior que está sujetando dicho chapitel, y que con las técnicas de hoy en día sería inútil, podría eliminarse. Es así como aparece en el también adjunto grabado que Jenaro Pérez-Villamil dibujó a mediados del siglo XIX, y en el que, a pesar de ciertas exageraciones seudo-románticas, nos entrega la más clásica de las estampas de este templo, que consideramos se está ahora en la oportunidad de recuperar. En los próximos meses veremos, pues, cómo la altura esbelta de Santa María comenzará a renovarse, a recuperar antiguas esencias. Nuestro patrimonio, por tanto, sigue vivo, que es lo importante.