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noviembre, 1997:

Páez de Castro, un sabio en el Henares (II)

 

Vamos hoy a seguir acordándonos del campiñero de Quer Páez de Castro.

Yo diría que la gran fama que este humanista tuvo en su tiem­po, y lo que le ha hecho pasar a la inmortalidad y a la Historia, ha sido su biblioteca. Fray Jeró­nimo Román, en su «Segunda par­te de las repúblicas del mundo» habla de ella como una de las más principales y curiosas. Toda la vida la pasó buscando libros antiguos: obras griegas y latinas, manuscritos medievales, libros ára­bes y orientales… todos los leía y clasificaba, y al fin, los colo­caba en su magnífica biblioteca de su casa de Quer. Claro que no todos los libros raros que hallaba eran para él. Muchos los cedía al Cardenal de Burgos y al embajador Hurtado de Mendoza, así como a la real biblioteca del Escorial. Otros amigos le pedían prestados algunos de los libros. Y aquí encontramos uno de los defectos de Páez: se hacía el re­molón, prometía, daba largas… pe­ro no prestaba. Las obras eran de gran valor, y tampoco se podía permitir el lujo de lamentarse des­pués con ese refrán que habla de cómo los libros se pierden al mis­mo tiempo que los amigos a los que se han prestado.

Su muerte acaeció hacia el año 1570. Para los del pueblo de Quer, siempre fue un honor poder decir que el sabio era hijo del pueblo. En la «Relación Topográfica» que todos los pueblos de España de­bían mandar a Felipe II, enume­rando las cosas curiosas o los hijos ilustres del pueblo, los de Quer, entre otras cosas, decían: «el doctor Juan Páez de Castro, cronista y capellán de S. M. Real Católica del Rey don Felipe nues­tro señor, el cual dicho doctor fue natural desta nuestra dichosa aldea la que fue celebrada y su nombre sabido en nuestra España y ennoblescida a causa de nues­tro bueno y famoso doctor; por­que lo demás del tiempo que en España residió y virtuosamente vivió en nuestra aldea a donde fue visitado de grandes letrados y cronistas que le venían a visitar y a comunicar con negocios impor­tantísimos según era fama, y po­cos Señores de España dexaron de visitarle todo tan en ventura nuestra que muchas veces pares­cíamos una Cortecilla según la Ilustrísima gente que entre nos­otros cada día a su casa andaba». Y añade la relación, que el doc­tor Páez de Castro «tenía una peregrina librería de libros tan exquisitos y tan notables que se tenía por llano de hombre no haberla mejor en España».

Pero a la muerte de Páez de Castro, muchas miradas cayeron sobre aquel tesoro que quedaba sin la tutela del fiel guardián que lo había creado. Todas esas miradas, sin embargo, fueron anuladas por las del rey, Felipe II, que al saber que tan grande biblioteca quedaba en manos de unos herederos que tal vez no sabrían cuidarla como merecía, escribió al doctor Gasta, de su Consejo, diciéndole que al ir a Lupiana, donde debía asistir al Capítulo de la Orden de San Jerónimo, pasase por Quer, y en unión de Ambrosio de Morales, inventariase ante escribano la biblioteca de Páez de Castro, escogiendo lo mejor de ella para engrosar la del Escorial. Escogieron los del rey casi todos los libros griegos, latinos y árabes, que formaban lo más curioso y de valor de la librería. En total, 87 libros, que llegaron a Madrid 2 años después de la muerte de Páez, tasados en 4.950 reales. El pago a los herederos se hizo desear. Durante varios años estuvo solicitándolo Juan de Celada, casado con una sobrina de Páez. Después de incendios y ca­tástrofes, aún hoy quedan en la Biblioteca del Escorial algunos de estos libros que Páez de Castro con tanto amor por lo antiguo bus­có y luego guardó en su casa de Quer.

Páez de Castro, cronista real

Páez de Castro, ya amigo nuestro, se supo rodear de la mejor intelectualidad española de la época. Uno de sus mejores amigos fue el co­mendador Hernán Pérez de Guzmán, en cuya obra de proverbios y refranes colaboró Páez aportando más de 30.000 refranes.

De la amistad con el Cardenal Men­doza, de Burgos, y el embajador Hurtado de Mendoza ya hemos hablado. Fidelísima fue la que guardó a Ambrosio de Morales, quien se encargó de recoger los principales libros y manuscritos que a la muerte de Páez quedaron en su casa de Quer.

Pero con quien mayor amistad le unía era con Jerónimo Zurita, ilustre historiador a quien España entera de­be sus inolvidables «Anales de Ara­gón». Cierto es que no se veían muy a menudo, pero su amistad crecía gra­cias a ese otro sistema de relaciones personales que durante los siglos XVI al XIX ha tenido tanto auge, del que tantas cosas buenas se han derivado y que hoy desaparece sin remedio: la carta. La epístola que ellos llamaban y que, sin llegar a ser una pieza literaria, anulaba las distancias en aque­llos tiempos más largas que hoy. En el siglo XVI, cuando dos perso­nas mantenían una estrecha y conti­nua relación amistosa por medio de cartas, se les daba un mitológico calificativo: Pílades y su constante Ores­tes, recordando la recia amistad que unió, aun en los momentos más di­fíciles, al fabuloso y mitológico Ores­tes con su primo Pílades. Esa mito­lógica relación podemos decir que unía a Páez con Zurita.

Páez, nombrado ya Cronista del Rey de España, debía haber escrito una his­toria completa del reinado de Car­los I y algo del de Felipe II, su hijo. De esta gran obra prevista, sólo que­dan algunos manuscritos en la Biblio­teca de El Escorial. Llevan por titulo «Anotaciones y Relaciones diversas de lo sucedido en Europa desde el año 1510 hasta 1599» y «Anotaciones cu­riosas y nombres de provincias y lu­gares con los sucesos de Europa des­de el año 1517 hasta el 1556, que el doctor Juan Páez para componer su historia escribió de su propia mano». Estos manuscritos, que eran «material» a emplear en la obra que proyectaba, no llegaron nunca a fraguarse en una obra consistente y conocida. Quedaron, qué lástima, como simples apuntes que otros usaron después, con mejor fortuna. Pero su intento fue tan alto, que no podía ser para una persona sola. Fue basamenta de columna su vida, y parra generosa de amistades.

Páez de Castro, un sabio en el Henares (I)

 

Yo no sé si en Quer quedará mucha memoria de su paisano Páez de Castro. En su tiempo lle­nó el pueblo con su presencia y su fama. Después, cuatro siglos son catorce generaciones, solo una sombra huidiza. Hoy salta Quer a estas pá­ginas por gracia de que lo hace su inmortal hijo. La verdad es que de Páez de Castro no queda en los libros de su pueblo ni la más mínima alu­sión. Ni se sabe cuando nació ni cuando murió. Pero el que no existan datos de ninguna cla­se, no quiere decir que su paso por el pueblo fuera efímero. En primer lugar, allí vivió su juven­tud, y, estando cerca de Alcalá, miembro como era de familia pudiente, se trasladó a la Universi­dad Complutense a cursar en ella sus estudios. No se dejó atraer en concreto por ninguna de las disciplinas, y, pues era el siglo XVI, ¡qué buen momento para ha­cerse un auténtico sabio a la an­tigua! estudió leyes, matemáticas, lenguas, historia, ciencias natura­les… todas, en fin, las enseñan­zas que por aquél entonces se da­ban. De lenguas aprendió el griego y el latín; luego el hebreo y el caldeo; más tarde el árabe. Cul­tivó la poesía, brevemente.

Pero no recae su atención sobre ninguna de estas materias en con­creto. Las estudia y asimila, pero su gran pasión serán los libros. De ahí parte toda su peripecia hu­mana; de ahí arranca toda su pos­terior fama. Páez de Castro y los libros forman un todo único e inseparable. Pero a Páez no se le puede tomar solo por este lado: es un triple espejo, cuyas otras dos caras son los amigos y las cartas. Libros, amigos y cartas hacen de él un pozo de sabiduría y humanidad que le elevan al ran­go de gran renacentista.

Su vida universitaria, su estan­cia en Trento y sus viajes por España y el extranjero, así como su nombramiento de cronista real y el hecho de estar al servicio de hombres de tantas relaciones co­mo el Cardenal de Burgos y el embajador don Diego Hurtado de Mendoza, marcan la vida de Páez de Castro con la exquisitez y la luz del Cinquecento, y su inmor­talidad, con el sosiego de saber que no ha perdido el tiempo. Hom­bres como él elevaron de categoría a la raza humana y dieron la patada a la dilatada ignorancia y brutalidad de la Edad Media.

A Trento viajó en 1545. Pasó por Zaragoza y Barcelona, tardando más de un mes en atravesar Francia y los Alpes. Iba, por su­puesto, al Concilio en que España brilló en hombres como en ideas. De los asuntos tratados en el Con­cilio, Páez de Castro se intere­saba por la parte humana de la cuestión Teológica (la doctrina de la predestinación, etc.). Acompa­ñaba entonces al embajador de España, don Diego Hurtado de Mendoza y al obispo don Francis­co de Mendoza, siendo todo su afán el rebuscar en librerías y bi­bliotecas: comprando libros, co­piando parte de ellos… así pasaba su tiempo. Algunos cardenales es­tudiaron con él la posibilidad de que escribiera la Historia del Con­cilio, pero, aunque él mostró muy buena voluntad, no llegó a hacer­se nada.

En octubre de 1547 llegó a Ro­ma. Estrechó allí la mano de mu­chos amigos españoles, entre ellos nuestro paisano Luís de Lucena, el doctor Aguilera, etc. En aque­llos días recibió las Órdenes ma­yores, como había deseado desde hacía tiempo. Después, continuó viajando por toda Italia. No hace falta decir de nuevo lo que Ita­lia significa en el siglo XVI, no solo para los españoles que hasta ella llegaban, sino para el mundo todo: el de entonces, el de des­pués, el de antes incluso. La Ita­lia renacentista es un terremoto de grado infinito, que ha trans­formado el mundo. Nosotros aún vivimos de sus ideas.

Los deseos de Páez por conocer nuevas tierras, nuevas gentes… y nuevos libros, le llevaron a los Países Bajos, donde le vemos en 1554, en Bruselas. Al año siguiente, en Flandes, consigue recibir del rey de España una capellanía de ho­nor y el cargo de Cronista Real. Pero su atención principal con­tinuada polarizada hacia los li­bros, hacia los viejos papeles, ha­cia el estudio.

Por fin consigue su deseo de volver a la patria, y en Quer le vemos en 1560, sin querer ir, a pesar de los ruegos de sus ami­gos, a la Corte, que a partir de ese año, y definitivamente, se asen­tó en Madrid. En Quer era feliz, con sus hermanos y sobrinos, cui­dando de su casa y de su fantás­tica biblioteca, que casi le había llevado a la ruina. En su casa recibía a antiguos amigos, a ilus­tres sabios que desde Alcalá se acercaban a charlar con él, o que desviaban su ruta cuando, desde Madrid o Alcalá, subían hacia Guadalajara.

No vamos a dejar aquí el relato vital de este guadalajareño, de este campiñero ilustre de antiguos siglos. Simplemente reposamos y tomamos fuerzas para seguir contando sus peripecias la próxima semana.

Manuel Criado de Val, siempre vivo

 

Una figura clave de la cultura en Guadalajara durante el siglo XX ha sido, es, y deseamos que lo siga siendo mucho tiempo más, don Manuel Criado de Val. Cuando tantas figuras de relumbrón se nos cuelan hoy en día, y tantas noticias de ultimísima hora se suben a titulares, no aguantando en ellos más que esa ultimísima hora, porque no dan para más, la actividad del profesor Criado de Val sigue asombrándonos cuando le ha dado ya la vuelta a la esquina de los 80 años, y acaba de salir (parece que hasta rejuvenecido) de una importante operación cardiaca.

Hoy debo traer a este eminente intelectual de nuestra tierra por muchas razones. Razones que se han ido acumulando en los últimos meses y que, incomprensiblemente, no han gozado del más mínimo comentario en la prensa provincial, a pesar de su dimensión objetiva. La primera de ellas es que el Ayuntamiento de Hita, hace escasas fechas, ha decidido por unanimidad nombrar Hijo Adoptivo de la villa del Arcipreste a don Manuel Criado de Val. Lógico y obligado. Si alguien ha revitalizado la esencia de lo que es Hita, de lo que ese nombre ha significado en la historia y en la literatura de Castilla, ha sido don Manuel. Cuando asistimos al florecer, tantas veces forzado, de las «culturas nacionalistas» de otros pueblos de España, la cultura de Castilla, las raíces y las esencias de nuestra tierra parecen esconderse, vergonzosas, o como sin ánimo descansar a esperar tiempos mejores. ¿Por qué no decir que en Hita, aquí mismo, desde la ventana de mi estudio veo cada tarde enhiesto el pico de su cerro pardo, se fraguó buena parte del destino de Castilla? ¿Por qué no contar a todos que en sus templos, en sus plazas, en las bodegas/bodegos de su cuesta se atizaron las primeras letras de nuestra más genial composición poética? Criado de Val, desde hace más de 30 años, con la creación y mantenimiento de sus Festivales Medievales, y no digamos ya con la redacción de su «Historia de la Villa de Hita y su Arcipreste», que se agotó enseguida y ahora está ultimando su segunda edición, se ha convertido en el ambientador primigenio de ese lugar y su comarca. Hijo Adoptivo de Hita. Enhorabuena, profesor.

Pero la noticia no acaba ahí. A veces, y en España sobre todo (en Guadalajara también ocurre, ahora se verá) los méritos de una persona los reconocen clamorosamente en el extranjero y aquí todo se va en un mirar por encima del hombro. Criado de Val ha organizado, entre otras muchas cosas, tres Congresos Internacionales de «Caminería Hispánica», un tema científico que ha recibido cultivadores en todos los continentes. Los dos primeros se celebraron en nuestra ciudad, y el último, el año pasado, lo fue en México. Pues bien, en la Nueva España del otro lado del Atlántico, en la ciudad de Morelia más concretamente, la Universidad del Estado de Michoacán ha creado la cátedra de estudios de Caminería Hispánica, y le ha dado el nombre de «Profesor Manuel Criado de Val». Todo un detalle que no hace sino reconocer internacionalmente la valía de nuestro profesor alcarreñista.

¿Quieren más mis lectores? Pues ahí va más. Muy recientemente, en la Revista «Cuadernos de Etnología de Guadalajara», en su número 28, ha aparecido un artículo de este «joven profesor» en el que aporta una identificación geográfica nueva para uno de los lugares clásicos del Libro de Buen Amor, el lugar de «Valdevacas» en el que don Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, dice que su personaje de ficción don Carnal se encontraba como en su «lugar amado». Muchos interpretaron ese espacio como un pequeño y solitario despoblado situado en la provincia de Segovia, cerca de Sotosalbos. Pero la ciencia y la paciencia de Criado de Val, tras analizar viejos legajos y leer recientes estudios, ha llegado a la conclusión de que este lugar se encontraba en nuestra provincia, muy cerca de Brihuega, en el territorio histórico propiedad de los arzobispos de Toledo, justo en la ladera izquierda del valle del río Ungría entre Valdesaz y Caspueñas, entre los olivares de los Tinados y el Alto del Cerrillo: allí está (cualquiera puede verlo en un mapa del 1:50.000) Valdevacas «el mi lugar más amado» del personaje al que parodia el Arcipreste. Lógicamente, el Cardenal don Gil de Albornoz.

Criado de Val sigue, infatigable, trabajando por Guadalajara. En estos momentos, repito, y me consta personalmente porque voy a colaborar encantado en este tema, está rematando los textos de una segunda y muy renovada edición de su «Historia de la villa de Hita y su Arcipreste». Nuevos y sorprendentes descubrimientos y valoraciones en torno a Juan Ruiz (un músico importante, un alto cargo de la corte episcopal toledana, un poeta crucial del Medievo castellano, etc.) se pondrán a danzar cuando aparezca este libro. Y la preparación del IV Congreso Internacional de Caminería Hispánica, el más grande de los hasta ahora celebrados, para el que ya, ocho meses antes (se va a celebrar a comienzos de julio del próximo año) hay apuntados cientos de participantes, muchos de ellos procedentes de todas las latitudes del continente americano.

¿Nos admite un aplauso, don Manuel? Un aplauso muy fuerte, y un ¡bravo! de ánimo para esa tarea que, como si fuera un chaval, parece siempre que está comenzando, de tanta ilusión que lleva en ella…

Cogolludo y su parroquia centenaria

 

Nada menos que cuatro siglos se han cumplido en estos pasados meses de la consagración de la iglesia parroquial de Cogolludo. Largo tirón de años que no han hecho sino embellecer a este edificio suntuoso e incomparable que es la iglesia de Santa María, puesta en lo más alto del cogollo de Cogolludo.

Se comenzó esta iglesia a construir hacia 1540. Un maestro de cantería con oficio de auténtico arquitecto fue quien proyectó y dirigió largos años la edificación del templo: Juan Sánchez del Pozo era vecino de Cogolludo en los años centrales del siglo XVI. Aunque muy probablemente era cántabro, montañés como la mayoría de los arquitectos, canteros y maestros constructores del Renacimiento español. Eran «maçones» o constructores, y tenían una férrea hermandad, no explícita, pero sí existente, pues se nota al ver como trabajan padres e hijos en la misma obra, cuñados, sobrinos, familiares por distintas vías, amigos del mismo pueblo de la Trasmiera, y en general, gentes de un mismo «clan» que probablemente tuvieran unas no escritas ordenanzas para protegerse y ayudarse mutuamente. ¿Extraña acaso que luego nacieran los «masones» como partícipes secretos de una misma «obra»?

Sánchez (o Sanz) del Pozo alcanzó dirigió importantes edificios por la diócesis de Sigüenza. En la catedral misma fue nombrado en 1572 como maestro de obras, dirigiendo la obra de la girola catedralicia. En 1575, y estando en Cogolludo dirigiendo detalles de su monumental iglesia, murió el maestro Sanz del Pozo. Como no es de extrañar, según lo referido antes, le sucedió su hijo Hernando del Pozo en la dirección de las obras del templo cogolludense. Hernando alcanzó a dirigir importantes obras, pues no solo siguió en Cogolludo y Sigüenza, sino que participó en elementos de El Escorial y dirigió la nueva iglesia de Uceda. Así siguió hasta que le llegó a él también la hora de la muerte, acaecida en 1587. Pero todo quedó en familia, porque a continuación la dirección de las obras la siguió teniendo Pedro del Pozo, bachiller y hermano de Hernando (por tanto hijo segundo del tracista). Maestro de obras y arquitecto como sus antecesores, Pedro del Pozo remató la gran obra de Santa María de Cogolludo, dirigiendo la sacristía y rematando muchos detalles que dieron, finalmente, el esplendor que hoy conocemos a este templo magnífico, que fue inaugurado y consagrado, con un rito monumental, a mediados de 1597.

Muchos otros maestros se encargaron, en los siglos siguientes, de ir aparejando y reparando los detalles de este colosal templo. A finales del siglo XVI fue Antonio de las Heras, montañés como las anteriores, y vecino de Cogolludo, a quien le cupo esta misión. En la sucesión de nombres de arquitectos y maestros que vigilaron y cuidaron a lo largo de los siglos a la parroquia de Cogolludo, hay que sumar el nombre de Fray Balcázar, religioso franciscano, morador del convento de San Francisco de Cogolludo, que según dicen los documentos era también arquitecto.

Una ristra de gentes sabias y preparadas que, después del trazado original de Juan Sanz del Pozo, hicieron de este edificio uno de los más hermosos ejemplares de la arquitectura religiosa en Guadalajara, y que todos deberían conocer, no sólo en su estampa externa (que junto a estas líneas reproduzco) sino en su ámbito interno, en el que el calor, el sonido y la vehemencia de la auténtica arquitectura formando espacios sacros y etéreos le dan todo su valor.

El aspecto de gran «iglesia de salón» con sus pilares adornados de bolas y sus tres naves de la misma altura, cuajadas sus cumbres de bóvedas de crucería elegantes y ligeras, es de los que quien visita Santa María de Cogolludo no la olvida jamás, y aún la compara con cualquier otra iglesia de Guadalajara y (después de contar con la catedral seguntina, la parroquial de Alcocer, el templo colegial de Pastrana y San Francisco de Guadalajara) siempre la pone entre las mejores.

Un libro certero de Pérez Arribas

Las parrafadas anteriores vienen a propósito de un libro que ha escrito Juan Luís Pérez Arribas y ha editado (con el patrocinio de la Diputación Provincial) la Editorial Nueva Alcarria. Es un libro sencillo y ameno, bien escrito y, sobre todo, pleno de saber y documentos: una historia certera, sin literaturas huecas, pero con la precisión de la descripción exacta y la verdad de sus cifras y sus datos. Se publicó este pasado mes de agosto, cuando el cuarto centenario de la consagración del templo, y me gustó tanto verlo, y leerlo, que prometí daría aquí su noticia, y animaría a todos los que me leen a que vayan a Cogolludo, a ver esta iglesia de Santa María, a ver su palacio ducal, su castillo moro, sus callejas retorcidas, su plaza señorial y ruralota a un tiempo. Ir a Cogolludo, comer el buen cabrito de sus restaurantes, peinarse con el viento de la altura de La Loma (donde hay además una interesante ciudad ibérica), y ver estas monumentales señas de su identidad histórica, es un verdadero goce al que nadie debería renunciar.