Un paseo por los monasterios medievales de Guadalajara

viernes, 8 agosto 1997 0 Por Herrera Casado

 

Tengo que reconocer que ha sido para mí una verdadera fortuna que la Junta de Comunidades, a través de la Consejería de Educación y Cultura, me haya concedido una ayuda a la edición, para poder sacar adelante un libro que tenía desde hace ya varios años escrito, y que por falta de esas ayudas, y dado el escaso, por no decir nulo interés, que el tema de los viejos monasterios suscita en el público alcarreño, no tenía posibilidad de salir adelante.

Ahora saldrá, y espero que pronto. Un repaso a esas viejas moles arquitectónicas, la mayoría en ruinas, algunas todavía felizmente ocupadas, otras en trance de renacer, servirá para alentar entre lectores, viajeros y curiosos la pasión por la historia y las formas de los monasterios medievales.

Son muchos los que existen entre nosotros. Perdidos la mayoría entre bosques y valles, a los que para llegar hay que echar esfuerzo y conocimiento, por no añadir auténtica pasión y una pizca de fe. Son muchos y muy hermosos. Algunos ya casi desaparecidos (¿alguien sería capaz de encontrar ni el solar siquiera del Convento de Dominicas de San Blas en término de Gárgoles?) y otros abandonados a extremos de delirio, de delito casi (¿alguien se ha acercado, a riesgo de quedarse sin coche, más allá de Pinilla de Jadraque, hasta las ruinas solemnes del monasterio de calatravas de San Salvador?) Otros, en cambio, como el de benedictinos de sopetrán, renacen estos días tras un siglo y medio de abandono y otros cuantos años de atentado permanente: con paciencia y entusiasmo, este lugar se recuperará, aunque para ello la Administración Regional tenga que poner muchos caudales. Pero lo merecerá el sitio, la historia y el acontecer de trece siglos de monaquismo que tiene detrás, y que define, como otros muchos lugares, buena parte del ser y el estar de las Alcarrias.

Cuales son los monasterios medievales

No es difícil definirlos como todos aquellos fundados con anterioridad al fin de la Edad Media, esto es, antes de agotarse el siglo XV. En Guadalajara queda el recuerdo de 19 fundaciones de estas características. Tres solamente permanecen todavía vivas: son los monasterios femeninos de Buenafuente (cistercienses) y Valfermoso (benedictinas) y el masculino de Sopetrán, que con dos benedictinos llegados de Leyre está comenzando su andadura de restauración y renacimiento. Todos los demás quedaron vacíos: unos en pie, casi enteros, utilizados para otros fines. Y la mayoría en ruinas, más o menos inestables, más o menos poéticas y evocadoras.

Hagamos un repaso breve de estas instituciones: los monasterios medievales de Guadalajara. Aunque pronto, espero, tengamos en la mano este nuevo libro que escribí hace años y que ahora gracias a la Junta de Comunidades y la Editorial AACHE va a poder ser editado para pública utilidad.

Los más antiguos de estos centros serían los que dieron cobijo a comunidades de canónigos regulares de San Agustín, en lo alto de la cima del Santo Alto Rey, y en la vaguada silenciosa del alto Bornova, en Albendiego: la ermita del Santo Alto Rey y el templo de Santa Coloma fueron lugares habitados, en la remota Edad Media, por monjes de origen francés.

Las grandes órdenes que fueron motor del Medievo, benedictinos y cistercienses, también tuvieron importantes centros en Guadalajara. De los primeros, recordar Sopetrán, ya nombrado, espacio que junto al río Badiel, entre Torre del Burgo e Hita, ofrece la grandiosidad de unas ruinas conventuales, y el recuerdo memorable de los Mendoza que le ayudaron y le hicieron crecer. Y poco más arriba del valle, junto al Badiel también, el femenino cenobio de San Juan Bautista en Valfermoso de las Monjas, que cuenta ya con más de ochocientos años de vida ininterrumpida.

De los segundos, los cistercienses, solo la comunidad femenina de Buenafuente queda viva. Lo demás son ruinas. De Buenafuente solo cabe decir que hace 25 años estuvo a punto también de desaparecer. Aún recuerdo haber visto un anuncio en los periódicos de Madrid diciendo que se vendía monasterio medieval en las sierras de Guadalajara. Quizás un milagro, quizás la voluntad férrea de un hombre (Ángel Moreno) y unas monjas que no quisieron dimitir, el caso es que surgió de nuevo, y hoy tiene la fuerza sumada de todos los demás. Entre sabinares, en la orilla derecha del Alto Tajo, junto a su iglesia monacal de estilo románico francés, Buenafuente es referencia obligada de monasterios y santidades hoy día.

Las ruinas cistercienses son las de Bonaval, cerca de Retiendas, aislados los muros, las bóvedas y los capiteles en medio de un quejigar misterioso, junto al alto Jarama. Son las de Monsalud, grandiosas y retumbantes, como salidas de una novela de Noah Gordon en la que miles de peregrinos imploran a la señora de Monsalud gracia para curar sus males de corazón, sus melancolías… Son las de Ovila, junto a Trillo, también en la orilla rumorosa del Tajo. Asombrado el viajero de hoy escucha lo que otros le cuentan: en 1931, William Randolph Hearst compró entero el monasterio, que llevaba ya un siglo abandonado, con objeto de trasladarlo a su finca de San Simeón, en California. Una aventura desquiciada y onírica que significó la muerte total del monasterio: parte mínima reconstruido en el Youth Museum de San Francisco, y parte máxima desparramada por los jardines del Golden Gate Park de la Ciudad californiana. Son, en fin, las de San Salvador en Pinilla, todavía dignas aunque abandonadas y maltratadas ruinas, que están pidiendo que alguien se ocupe de ellas, las limpie y las ponga en valor para quienes (cada vez más) respetan estos restos del pasado.

Los franciscanos vinieron después. Como los dominicos, mendicantes que enseñaban y vivían pobremente de la caridad de los vecinos. En nuestra tierra se alzaron, todavía en la Edad Media, varios de estos monasterios. La orden de Santo Domingo solo puso, de la mano del infante Juan Manuel, un humilde cenobio de monjas en el término de Gárgoles, junto a la ermita de San Blas, en el lugar que decía la tradición estaba santificado por la muerte en martirio de este hombre. El monasterio duró toda la Edad Media, hasta que las monjas se fueron y lo ocuparon varones que ya en el siglo XVII se trasladaron a la villa de Cifuentes. De lo medieval no queda ni la huella.

Los franciscanos fueron más numerosos. En Guadalajara ciudad levantaron un enorme cenobio, amparado como todo lo arriacense por los Mendoza. Tras hundimientos, fuegos, destrucciones y reconstrucciones, ha llegado hasta nuestros días bastante entero (iglesia gótica y claustro mudéjar) aunque con un destino radicalmente diverso del de su origen: es todavía sede del Gobierno Militar, cuartel y casa que, si no de guerra, sí lo es de armas. Un espacio maravilloso, rodeado de frondosos jardines, que está pidiendo atención por parte de quien debe proteger y ofrecer el patrimonio vivo y abierto.

Más franciscanos por la provincia: los de Molina, fundados por doña Blanca de Lara, hoy su iglesia, con el Giraldo en una esquina, sede del Centro Cultural molinés; los de Atienza, maltratado su solar de traza inglesa, y borrada cualquier huella bajo un bloque de edificios y un almacén de harina; La Salceda, en las cuestas que la carretera de Cuenca hace para subir desde Tendilla a Peñalver. Allí están alzados, y algo inestables, los muros de la capilla de las reliquias, donde Pedro González de Mendoza se hizo franciscano y escribió aquel libro memorable que llamaba «Monte Celia» al lugar. Y las monjas en Alcocer, fundadas por doña Blanca Guillén cuya estatua desapareció en esta guerra civil. O las clarisas de Guadalajara [Santa Clara se llama todavía el lugar donde estuvieron] y Santiago su iglesia de orden mudéjar y gótico. Su convento, transformado en mesa de cambistas.

Seguiremos aún recordando órdenes monasteriales, grandes monasterios solemnes. Y esto de la mano de los jerónimos, la congregación que nació, plenamente española, en esta Alcarria. Lupiana fue su lugar de origen, y el monasterio de San Bartolomé la maravilla aún viva, aún en pie, aunque también un tanto arrinconada de nuestras memorias, que deberían volverse más a menudo hacia aquel bosque frondoso y brillante sobre el que se alza la torre castillero y donde abre su risa el claustro de Covarrubias, algo único en toda Castilla.

De los jerónimos quedan ruinas por aquí y allá: en Villaviciosa de Tajuña mínimos restos del convento de San Blas. Y en Tendilla breves paredones de la casa de Santa Ana. Aún en Hontoba, en lo alto del cerro de los Llanos, se ven los paredones de la casa de veraneo que los jerónimos tuvieron en aquel apartado lugar.

Pero en fin, será ocasión, dentro de poco, de poder leer con todo detenimiento los azarosos vaivenes de estas instituciones. En ese libro que afortunadamente en pocas fechas aparecerá y dará, con palabras, dibujos y fotografías, la certera razón de estos edificios que nunca debieran haber caído. Pero que, al menos, viven en nuestra memoria.