Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

marzo, 1997:

Pairones de Molina

 

Los pairones constituyen uno de los símbolos más emblemáticos del Señorío de Molina, dando la bienvenida a los viajeros en los caminos molineses… anunciando la presencia de los caseríos… Son palabras estas que ha escrito recientemente ese gran periodista que es Carlos Sanz Establés, molinés y prologuista de un libro, recién aparecido, al que podemos calificar de sencillamente maravilloso, ejemplar, modélico. Un libro, el que sirve hoy para tejer este glosario de las entretelas provinciales, que ha sido realizado con la elegancia que habitualmente utiliza Ibercaja para presentarnos las obras por ella patrocinadas. Un libro, en suma, que es obra fundamentalmente de dos personas: de una parte el investigador y etnógrafo José Ramón López de los Mozos, que presenta un estudio de unos curiosos elementos arquitectónicos y hace de ellos el catálogo descriptivo completo. Y de otra el fotógrafo Carlos Samper, que con un dominio perfecto de la cámara ha sabido engarzar una colección completa y maravillosa de estos fragmentos de la piel dura y cordial de la comarca provincial que reconoce al Señorío de Molina como su razón más alta de orígenes. El libro, hora es ya de decirlo, lleva por título «Pairones del Señorío de Molina», y de él tomamos pie y carrerilla para escribir estas líneas que siguen.

¿Qué es un pairón?

Aunque se han dado muchas definiciones de este pináculo de piedra, y los molineses no necesitan definiciones para saber de ellos, el autor de este libro nos ofrece «su» definición después de analizar las de otros: Construcción arquitectónica, generalmente de no muy grandes dimensiones, fabricada con diferentes materiales, que consta de varias partes y que contiene imágenes de carácter religioso y/o inscripciones (en algunos casos) que se sitúa en diversos lugares, siendo los más frecuentes los cruces de camino o junto a éste.

Aunque es esta una definición que no define demasiado, pues deja en la categoría de diversos muchos parámetros que podrían gozar de medida, sí que centra el tema y nos los presenta como son: de piedra, siempre, y de unas dimensiones que rondan los 3 metros, teniendo un pilar como eje sustentorio de lo que suele ser un remate en forma de pequeña capillita donde está la imagen sacra de que habla el autor. Están casi siempre, efectivamente, en los cruces de los caminos, y sirven tanto para indicar la proximidad de los pueblos, y el cambio de término, como para pedir a los viandantes que recen una oración por el santo en él representado, y muy especialmente por las Animas del Purgatorio, mayoritariamente titulares de ellos.

Esboza en breves capítulos López de los Mozos las teorías sobre el origen de los pairones (muy interesante su entronque con el paganismo, con el culto a los muertos, con los «miliarios» romanos, etc.) Temas que, por otra parte, ya han sido estudiados pero que él resume aquí de una forma equilibrada.

Nos habla, en fin, de su función, de su datación y sistemas constructivos, así como de su estructura, que define fundamentalmente en gradas, fuste del pilar, edículo o capilla, y cimacio, ofreciendo en la página 26 un elocuente esquema, que junto a estas líneas reproducimos, y en el se pone, como en esqueleto, la esencia última de esta construcción pétrea.

Con una amplia bibliografía de lo estudiado hasta ahora sobre pairones, cierra su trabajo teórico el autor, pasando a continuación al que podríamos decir práctico. El Catálogo de los pairones.

Uno a uno los pairones

Un total de 118 pairones molineses, agavillados en «catálogo completo» nos presenta este libro, que es hermoso precisamente porque es sencillo, es claro, y está lleno de imágenes. Tomadas en la limpia altura del Señorío de Molina, junto a los caminos de sus sesmas, entre los verdes prados y sabinares de sus latitudes remotas. De cada uno de ellos se ponen una o dos imágenes, de vista general y de detalle, con elocuentes tomas que pintan el paisaje natural y el humano de este territorio.

Si dijera aquí los más hermosos, me ganaría un improperio por parte de quienes no son nombrados. Entonces solo me atrevo a significar los que más me gustan, aquellos en los que pasé un día, a pie por el camino, o a coche parado admirando su elegancia, su ingravidez, el sosiego de su entorno. Y así debo decir el del Cristo del Guijarro en La Yunta; el de San Simón en Tortuera, el de la Virgen de la Soledad en Cubillejo del Sitio (que es el modélico, el reproducido en Madrid en la calle María de Molina), y el de ladrillo dedicado a Santa Lucía en Milmarcos. No puedo olvidar los de Labros, porque son todos severos, son como lo más entrañable de todo el Señorío: grises y recios, solemnes sobre los calvijosos campos, adustos ante el sabinar que emerge, precisos en sus contornos contra el cielo azul de la paramera. El de San Isidro, junto al cementerio, con una imagen del santo y un escudo tallado en el lucen las iniciales de Cristo; el de Santa Bárbara, junto a la carretera de Hinojosa; el de San Juan, en el Camino de Labros a Tartanedo y de Hinojosa a Anchuela, desde cuyo edículo petroso se vislumbra recortado el cerro donde patina el pueblo; el de la Virgen de Jaraba (al que también llaman pairón del Espolón, que está en el cruce de los caminos de Labros a Jaraba y de Amayas a Milmarcos (la que llaman los labreños «senda de la Virgen») En él reza la inscripción sencilla «Acordaos de/las almas/de votos» haciendo referencia a ese sentido de miliario de camino que recuerda a los muertos, a sus almas, a los antepasados, a los que purguen sus pecados en el Purgatorio… y al fin el pairón de las Aleguillas, que está al norte del pueblo, hacia Pozuelo… tantas piedras solemnes y puras, que tienen el frío de los hielos invernales, y el color breve de las noches de luna metidos en sus corpachones rotundos. Los pairones de Labros, como si fueran la esencia de todos los del señorío, son los que más quiero.

En cualquier caso, todo el libro es un repertorio de elementos artísticos increíble y sorprendente. Y todo el libro, este editado por Ibercaja dedicado a los Pairones del Señorío de Molina, es una maravilla y un gozo leerlo y saborear sus imágenes, sus «monos» que son santos y ejemplares. Lo recomiendo muy vivamente a cuantos coleccionan las ediciones de la tierra de Guadalajara.

Cifuentes, historias entre el agua

 

En el centro mismo de la comarca alcarreña surgen cien fuentes, ó siete fuentes, como se quiera. Surge Cifuentes, en suma. Un pueblo al que no debe dejar de hacerse, cuanto antes, una excursión exploratoria. Tiene todo cuanto un turista de fin de semana pueda necesitar: buen clima, bellos paisajes, interesantes monumentos, ambiente (léase discotecas y mus en los bares de la plaza), restaurantes y hasta hotel. O sea, todo lo que puede necesitarse para no desperdiciar la ocasión. Porque en esta época en que la primavera alcarreña se estrena, cubierto el cielo de un azul radiante, y abiertas las distancias con la limpieza de un cuadro veneciano, una de las mejores andanzas que pueden hacerse es el viaje a Cifuentes. A conocer otro pueblo de los ciento y uno que nuestra provincia de Guadalajara ofrece.

Sobre el valle, alto y ancho, de su mismo nombre, se dibuja el perfil cifontino, que se compone de un cerro coronado de castillo, de unas cuantas torres y espadañas (la iglesia parroquial, los conventos de dominicos y capuchinas, el hospital del Remedio, la ermita de Santa Ana) y de un ondulado sucederse de tejados, de murallas, y aun de puntas de arboledas, capitaneadas siempre por los dos sequoyas del jardín de la casona hidalga que visitara Jovellanos hace casi dos siglos. En el centro de ese redondo poblado salen las fuentes, las múltiples fuentes (pueden ser siete, ó cien, quién sabe debajo de la tierra) que se encauzan enseguida, dan vida a un parque primero, a una balsa llena de truchas después, a un molino enseguida, y a toda una vega feraz que poblada de cascadas dará en el Tajo, cortando en dos a Trillo. De esas fuentes recibe Cifuentes el nombre, y la vida.

Tiene esta antigua villa de la Alcarria toda la reciedumbre histórica que cuadra a una población codiciada y disputada. Pequeño lugar de repoblación tras la toma de la meseta inferior por Alfonso VI, y englobada dentro del gran Común de Atienza, años después se salió de su tutela, y cargada de habitantes, de recursos y de comercio, alzó la bandera de su independencia, haciéndose cabeza de Común, y poniendo castillo y muralla en su torno. Por dádiva de los reyes fue primero señorío de doña Mayor Guillén de Guzmán, luego de la reina doña Blanca de Portugal, y al fin del infante don Juan Manuel, que añadió el castillo cifontino a su colección de almenados albergues. Cayó finalmente, ya en el siglo XV, en la casa de los Silva, que tenían por emblema de linaje un bravo león rojo en campo de plata, y bajo esta tutela, a la que Juan II concedería el título de condes de Cifuentes, permanecería hasta el siglo XIX. En este nuestro, la cercanía de la Central Nuclear de Trillo le ha salvado de su progresivo decaimiento, y hoy es un enclave en prosperidad continua, animado siempre, cuajadas sus gentes de simpatía y proyectos.

Pero al turista, al viajero que se ha animado a poner la proa de su automóvil rumbo al cartel que anuncia «está Ud. en Cifuentes», le interesa más saber lo que puede ver, fotografiar y recordar. Lo que dentro del apartado Monumentos le reserva este lugar de la Alcarria. Y son muchos. De una parte, aislado en su cerro, pero muy fácilmente accesible, está el castillo, bien conservado al exterior, aunque mejor lo va a estar con su «escuela-taller» ya en marcha, con sus múltiples y altivas tapias dándole forma, y una puerta de arco semicircular, cobijada en un rincón, con el escudo cuartelado de los Castillas y los Manueles, por donde se accedía. En derredor, un amplio espacio que hizo de gran albácar o patio de armas, con pinos aislados, y los restos de sus murallas bajándose hacia el pueblo, al que en la Edad Media rodeaban por completo, constituyendo la típica estampa de aldea encastillada y bien guardada. Todavía puede el viajero rastrear, entre las calles y casas, la línea de esa muralla, y en algunos lugares admirar torreones de recia envergadura, recientemente restaurados, como los que escoltaban a la «Puerta Salinera».

La iglesia parroquial, dedicada al Salvador, es un monumento de empaque e interés. Aquí solo podemos apuntar, en resumen, los detalles que le confieren sabor y mérito. Por ejemplo, la gran portada de Santiago, abierta en el muro de poniente, bajo la torre y el rosetón. Esta puerta, de grandes dimensiones, es el único resto románico de la primitiva y medieval iglesia. Fue construida en 1260, cuando era señora de la villa doña Mayor Guillén de Guzmán. De arcada semicircular, sus múltiples arquivoltas en degradación le permiten ofrecer todo el panorama decorativo del románico: desde los clásicos dientes de león y las molduras repetidas, a las figuras de ángeles, de demonios, de seres benignos y malignos que, en animada «Psicomaquia», pueblan los arcos y piden al viajero que pase un buen rato descifrando identidades y ligando interpretaciones. En esas tallas está el obispo don Andrés de Sigüenza, doña Mayor Guillén, su hija la reina doña Blanca de Portugal, Satán el portero del infierno, un actor de teatro medieval, una pareja haciendo el amor, y otro ciudadano comido por la lujuria (dos serpientes enroscadas le muerden y engullen ambos miembros inferiores). Es, en cualquier caso, un ejemplo magnífico del oficio didáctico que la escultura tenía en la Edad Media y, sin duda, uno de los más hermosos monumentos románicos de la provincia de Guadalajara.

En el interior de la iglesia cifontina, se ven con bastante nitidez los rasgos de la arquitectura gótica, en la que estuvo primitivamente construida. Y así el presbiterio tiene arcos apuntados con bóvedas de crucería y toda la fábrica de sillar, abiertos sus muros con ventanales altos y estrechos, lo que se refleja fundamentalmente al exterior. Y aunque en el interior del templo se han operado a lo largo de los siglos múltiples reformas, aún son de admirar la portada renacentista de la capilla de los Arces, el enterramiento del obispo de Yucatán fray Diego de Landa, y los cinco grupos escultóricos procedentes de la ermita de Nª Sra. de Belén y que representan, en exquisita talla policromada sobre madera, escenas de la infancia de Cristo.

Junto a la iglesia, formando un ámbito urbano de cierta grandiosidad, está el convento de Santo Domingo, que fue levantado en el siglo XVII a instancias de fray Pedro de Tapia, obispo seguntino, y dominico. Es un templo magnífico, de grandes proporciones, con una portada meridional de estructura manierista complicada pero bella, y una espadaña sobre el muro de poniente que marca carácter a la villa entera. El interior es de limpia envergadura, y hoy se usa para destinos culturales.

Aún destacan en Cifuentes el antiguo Hospital del Remedio, con restos de los arcos de su patio, que constituyen el motivo arquitectural de un bonito parque, y junto a ello el templo hospitalario, con una preciosa portada de principios del siglo XVI, pero múltiples detalles ornamentales de tradición gótico‑ flamígera. Y en el otro extremo de la población, el convento de monjas capuchinas de Nª Sra. de Belén, con una portada en su iglesia, también renacentista, que procede de una ermita destruida en la guerra. En el centro de este templo está enterrado don Fernando de Silva y Meneses, que fue conde de Cifuentes en el siglo XVIII y entregó todos sus bienes en favor de este cenobio.

El viajero no debe perderse, como última parada (para muchos, probablemente, haya sido la primera) la bonita Plaza Mayor, que en Cifuentes es de trazado triangular, y que está formada, de sus tres costados, por tradicionales construcciones castellanas precedidas de soportales. En uno de esos costados, álzase el Ayuntamiento rematado de torrecilla para el reloj, y que ocupa (simbólicamente) el lugar donde estuvo el señorial palacio de los condes cifontinos, a quienes se lo mandó derribar Felipe V por haber apoyado en la Guerra de Sucesión al pretendiente austriaco.

Pero de todo esto, y algunas cosas más, podrá enterarse,  ‑y empaparse‑ el lector viajero, cuando se llegue hasta Cifuentes, cualquier día de estos, y recorra sus ámbitos en continuada sorpresa.

Una caminata de invierno: Los milagros del río Linares

 

La mañana de invierno, siempre clara, fría de escarcha densa en las calles y campos que rodean a Luzón, se brinda a ser andada. El trayecto puede ser complicado, pero seguro que tendrá un final satisfactorio. Al menos, pasará por lugares poco transitados, sin asfalto, sin desperdicios, limpios de civilización y preñados del silencio sonoro de la Naturaleza.

La excursión que se plantea es ir desde Luzón hasta Riba de Saelices, siguiendo el curso del río Linares, y pasando por ese lugar cada vez más nombrado aunque, todavía, conocido de pocos: los Milagros del Linares.

El trayecto puede tener en su totalidad unos 15 kilómetros, pero llevará todo el día, porque se atraviesan zonas de complicada boscosidad, y un valle que tras las lluvias del invierno, está empapado, con regueras que bajan por todas partes, y un fondo ancho, de paredes escarpadas, que obliga a cruzar continuamente el curso del agua.

La excursión puede hacerse también (es una alternativa más cómoda) yendo en coche hasta Santa María del Espino, desde Anguita. Y bajando desde allí (no tiene pérdida) hasta la «Cueva de la Hoz» y el valle del Salado.

Nosotros fuimos, repito, desde Luzón. Desde las eras del pueblo se toma un camino en ascensión continua y fuerte. Se remonta un collado y se desciende suavemente, entre bosquecillos de rebollar y muchas jaras, buscando el hondo del valle. Al final se estrecha y encañona entre rocas. Surgen urracas y alcotanes entre el bosquedal, aparecen florecillas como en milagro. Se llega, finalmente, al ancho espacio en que el Linares se hace río, se alzan cantiles en sus laderas, y se junta el camino que viene de Santa María del Espino.

Caminando junto al río, el valle unas veces es ancho, riente. Otras hosco y estrecho. Todo húmedo, algo frío, pero el sol ya en lo alto nos hace presagiar un día brillante. Hay hielo en las umbrías y son las doce. Hierbas, cañizos, abrigan a los pitos reales que se alzan, desde lejos, sonando agudos. La Cueva de la Hoz, que fue declarada Monumento Nacional en 1935 a instancias del arqueólogo don Juan Cabré, porque estaban sus techos cuajados de pinturas y grabados rupestres, está hoy cerrada, medio hundida, abandonada por completo.

Tras seguir el curso del río -agua clara, entre azul y verde, con plantas oscuras, tiernas, que se mueven en las orillas como un animal sin boca- zigzagueando continuamente, entre pelados cerros de la Serranía del Ducado (no anda lejos Villarejo de Medina, por el norte, y Ablanque al sur) al fin llegamos a ver, desde un altozano, los Milagros del Linares. Sorprendentes elementos pétreos que como altas torres mudéjares (son rojos, rugosos en su paredámen, apenas un musguillo en la cima plana e inaccesible) se alzan sobre el oscuro pinar. Hay al menos tres, muy grandes. Las gentes de la sierra les han puesto nombres propios. Ya se sabe, «la chimenea», «el torrejón» y cosas así. Los nombres oficiales son El Puntal del Milagro y la Peña Eslabrada. El tercero, perdido y lejano sobre las copas de los árboles, es llamado el Puntal del Canto Blanco. En lo alto tienen sus nidos las águilas. En épocas de hambres (dicen) los aldeanos subían como podían allí para disputarles a los polluelos el alimento que les traían los padres. Es muy difícil ascender a los Milagros. Seguro que alguien ha subido. Cuando uno se pone delante mismo del más alto, le entra una especie de vacío en el estómago, de temor de que aquello se le venga encima. Es realmente un espectáculo único, que para ver hay que caminar, subir, trepar, mojarse y echar un día entero de trasiego montano.

Después, a comer en la pradera anchísima que se forma ante ellos.

Y luego a seguir el viaje, siempre a la orilla del río, cada vez más caudalosos, cruzando en una ocasión por sobre unos árboles caídos que hacen de puente, otras sobre cantos planos y grandes que han ido poniendo excursionistas y paisanos. Todo es vegetación, cantos de pájaros, rumor de ramas. Finalmente, se llega al despejado ámbito que hay al pie de un enorme cerro, rematado por vieja torre vigía de construcción árabe. Un enorme y oscuro boquete en lo alto del cantil nos dice que allí hay una cueva: la «Cueva de los Casares» nada menos, uno de los enclaves fundamentales del arte paleolítico en Europa. Por los muros de sus largas y oscuras galerías se esparcen tallados, grabados, multitud de animales de especies perdidas: hay felinos, rinocerontes, grandes táuridos. Gacelas y ciervos enormes. Peces y seres humanos en baile, en danza, en gesticulaciones misteriosas. Todo un mensaje (siempre misteriosos e interpretable) que nos llega desde la profundidad del paleolítico (30.000 años puede que tenga la más vieja de estas insculturas). Emilio Moreno es el guarda de la Cueva, y quien la enseña amablemente siempre que se le avise con tiempo, previamente, y sea sábado o domingo.

Después de reposar junto a la fuente, entre unos escasos chopos que van creciendo, y por camino llano y aburrido, se regresa a Riba de Saelices. Quien haya apalabrado el autobús, o a los amigos con coche, al pie de la Cueva, allí terminará su caminata, y volverá a su casa feliz de haberse marcado una bonita excursión, un caminar denso y único, por los altos perfiles de la Serranía del ducado, viendo el continuo reptar del río Linares, admirando la subida belleza ostentosa de los Milagros, testigos severos de remotas convulsiones telúricas.

La iglesia parroquial de Yunquera

 

Otro elemento patrimonial de la Campiña que acaba de ser rescatado para la admiración de los entusiastas del arte y la arquitectura de pasadas épocas, es la iglesia parroquial de San Pedro, en Yunquera de Henares. Después de varios años de obras, de entusiasmo colectivo, de dádivas comunes y de paciencia, más el buen criterio de los profesionales que han llevado adelante esta restauración, se ha conseguido rescatar una antigua arquitectura, desvelar su escondida belleza, y realzar de forma magnífica lo que ya se sabía, aunque desde hacía poco, que era otro de los grandes elementos monumentales diseñados por Alonso de Covarrubias en tierra de Guadalajara. Añadida a su corta pero elocuente lista de obras geniales en nuestra tierra (recordar la Sacristía de las Cabezas en la Catedral de Sigüenza; la iglesia de la Piedad en Guadalajara con su portada; el claustro del monasterio jerónimo de Lupiana) esta iglesia parroquial de Yunquera de Henares aumenta, completa y avalora el catálogo de las maravillas covarrubiescas entre nosotros.

Un templo de calidad

Yunquera tuvo, desde la Edad Media, un amplio templo que sufrió reformas, aumentos y embellecimientos sucesivos. De su iglesia de estilo gótico sólo nos ha llegado su torre con detalles del arte hispano-flamenco y muchos detalles platerescos, que nos la fechan, según Llaguno, entre 1520 y 1539. Según también este autor, sería en la segunda mitad del siglo XVI, concretamente en 1559, a 10 días del mes de agosto, cuando el Concejo de la villa reunido «a campana tañida» decidió ponerse en tratos con el maestro constructor Nicolás de Ribero, a la sazón vecino de Alcalá de Henares, para que fuera diseñando las trazas de un nuevo y mayor templo acorde con el mayor número de habitantes y más alta riqueza de los mismos. Poco antes, el arzobispo toledano Carranza, señor espiritual del Valle del Henares, había decidido que fuera este artista quien se encargara de esta nueva obra.

El propio Llaguno añade, como sin darle importancia, un dato que para nosotros es crucial: que las trazas las hiciera Ribero con la aprobación del arquitecto mayor del arzobispado, a la sazón Alonso de Covarrubias. Este debería, además, vigilar y dar el visto bueno al emplazamiento y a las zanjas de los cimientos. Esto ya nos está diciendo claramente que (puesto que Nicolás de Ribero era simplemente un maestro de obras), Alonso de Covarrubias fue realmente el arquitecto y diseñador del templo yunquerano. Abundando en esta idea, llega la noticia que aporta el investigador actual Muñoz Jiménez, que ha encontrado una carta de obligación de otro de los maestros de obras que intervinieron en la realización de este templo, Pedro de Medina Medinilla, en el sentido de que, en 1561, se compromete a construir la nave nueva de las Animas de dicha iglesia, «siguiendo las trazas dadas por Alonso de Covarrubias»; este dato le hace suponer a Muñoz Jiménez que el encargo inicial hecho por el Concejo a Ribero en 1559 era simplemente el de levantar las otras dos naves (la central y la de Nuestra Señora o del Evangelio), pero también con trazas dadas previamente por el genial arquitecto toledano. Estos datos nos permiten concluir, con bastante lógica, que sería Covarrubias quien diera, en 1559, un único y conjuntado proyecto para levantar la iglesia parroquial de Yunquera de Henares, y que a partir de ese momento serían las cuadrillas de dos excelentes maestros de obras montañeses, Nicolás de Ribero y Pedro de Medina Medinilla, quienes se encargaran de la realización material del proyecto.

Una estructura señorial

Covarrubias ofrece en este templo campiñero un excelente ejemplo de iglesia de salón o columnaria.

El gran historiador del arte barroco español, Schubert, ya señaló que en el templo de Yunquera, con sus tres naves de igual altura y separadas por cuatro columnas toscanas a cada lado, se ofrecía un ejemplo muy elocuente de la gran aceptación que el tipo de las iglesias vascas del tipo de salón habrían tenido fuera de la zona norteña. Hay que tener en cuenta, además, que el propio Alonso de Covarrubias había utilizado con alguna frecuencia este tipo de plantas y alzados para sus iglesias parroquiales. Entre ellas, la que entre 1532 y 1534 trazó para la parroquial­ de Yepes; y la iglesia de Madridejos, de 1536, que parece una evolución natural de la anterior. Esta apreciación se puede completar contemplando la iglesia de la Magdalena de Getafe, obra del toledano en 1548, y de la que sólo llegó a levantarse la capilla mayor y el crucero.

La parroquia de Yunquera es un magnífico ejemplo de iglesia columnaria, de amplitud colosal, elegante, aunque ya algo manierista por lo austero de su ornamentación, y de la que no hemos llegado a conocer la solución que para su cabecera habría proyectado Covarrubias, pues esta cabecera, que perdió su retablo y hoy sólo ofrece sobre el muro liso un gran lienzo de San Pedro, sólo muestra el cierre del presbiterio mediante una bóveda de cañón y un muro final liso.

Una visita obligada

El viajero que llega a Yunquera, y que desde su lejana perspectiva ofrece siempre como un dedo alzado la torre limpia con su chapitel grisáceo, llegará hasta el templo de San Pedro tras recorrer las estrechas callejas del cogollo de la villa antigua. Se asombrará de ver, ya de cerca, la altísima aguja pétrea de esa torre en la que adornan sus muros varios ventanales de cobijos platerescos, en los que grutescos, escudos mendocinos y filigranas de cardinas se alternan para darla viveza y hermosura. Abajo, a nivel de calle, dos portadas permiten el acceso al recinto. Al sur, la más habitual, dorada y soleada. Al norte, sobre una plazuela en cuesta, la fría y esquemática portada. En ambos casos, líneas sobrias, renacentistas puras, sin apenas adornos ni concesiones.

El interior, hoy después de su perfecta restauración, asombrará al viajero por su amplitud, su claridad, su elegancia. Tres naves de similar altura, cubiertas por techumbres planas de madera, son el remate de sus pilares cilíndricos acabados en simples capiteles toscanos, casi molduras sin más, de cuyos planos remates surgen los elegantes arcos semicirculares que dan sustento a la techumbre. A los pies, un alto coro y en la cabecera, el crucero escoltado por los pilares semicilíndricos adosados a otros más recios que sirven de contención a la gran cúpula central, hemisférica, en cuyas pechinas lucen pinturas de evangelistas, mientras que se ven, muy pequeños, tallados en piedra, sendos escudos del linaje Mendoza bajo los frisos que recorren el crucero. Señal evidente del señorío que sobre Yunquera ejercieron, durante siglos, los Mendoza en su rama de señores de la villa.

Blancura, luminosidad y elegancia. Eso es lo que el visitante del templo yunquerano se va a llevar como recuerdo de su visita. Para quien, además, guste de contemplar y valorar arquitecturas puras y sabias, antiguas y fuertes, este lugar será revelador, inolvidable. Una gran restauración para un templo que entra ya, con fuerza propia, en los catálogos del mejor patrimonio artístico de Guadalajara.