Otro templo renacido: el de TORIJA

viernes, 21 febrero 1997 0 Por Herrera Casado

 

Todos conocen Torija. Su castillo orgulloso sobre la barrancada tímida. Su aspecto vigilante y a un tiempo cerealista en la llanura. Siempre en fiesta, en celebración, en demasía. Siempre atenta a lo que pasa, a quién pasa, a cómo se lo pasa. Torija es mirada y objetivo. Nada de lo que allí ocurre le es ajeno al resto de la provincia. Por eso en estos días es noticia su castillo, duro como el pedernal y frágil como cualquiera de las palomas que se columpian en sus almenas.

En Torija ha ocurrido recientemente otro hecho que, por afortunado y positivo, no me resisto a poner en esta página. Además de que fui, mínimamente, protagonista. Pero porque lo es el pueblo, algunos de sus habitantes, y en general la imagen torijana en su conjunto, me animo a decir de su templo: un edificio renacentista que cada día está más bonito. Ahora, en estas pasadas Navidades, se ha concluido la restauración que (con el sólo dinero puesto por su Ayuntamiento y sus gentes: parroquia y parroquianos) le ha devuelto brillo de antañonas jornadas.

La iglesia parroquial de Torija está dedicada a la Asunción de la Virgen. Se ve también, formando pareja con el castillo, en el esbelto horizonte de su urbanismo. Es obra magnífica del siglo XVI, mandada construir por el segundo vizconde de Torija, don Bernardino de Mendoza. Al exterior se constituye por recio sillar gris, y de su silueta destaca la torre cuadrada, de aspecto castillero, y la portada sencilla, de una herreriana sobriedad. En su interior, de tres naves, y más ahora después de la restauración a la que ha sido sometida, todo es luz y serenidad. Un crucero de grandes dimensiones abre el paso al presbiterio, y lo hace a través de un gran arco mayor formado por semicilíndricos pilares, gruesos y completamente cubiertos de tallados grutescos y adornos propios del plateresco, constituyendo un ejemplo notabilísimo de este estilo. En el presbiterio, a ambos lados del altar mayor, sobre sus muros laterales, se encuentran los enterramientos de los magnates que hicieron posible esta edificación en el siglo XVI: allí quedará todavía polvo de los huesos de don Lorenzo Suárez de Figueroa, primer vizconde de Torija, y de su mujer doña Isabel de Borbón; de don Bernardino Suárez de Mendoza, su hijo, segundo vizconde, y de su mujer doña María Manrique de Sotomayor; y el del hijo de éstos, don Alonso Suárez de Mendoza, tercer vizconde, y de su mujer doña Juana Jiménez de Cisneros. Este último matrimonio fue el que, habiendo renunciado al patronato que tenía su familia sobre la capilla mayor del monasterio de Lupiana, decidieron traer a su iglesia de Torija los restos de sus padres y abuelos, que en principio estuvieron enterrados en el monasterio jerónimo. Los enterramientos de Torija donde se contienen los nebulosos restos de estos nobles mendocinos, son sencillos mausoleos de mármol, sobre los que campea el escudo familiar sostenido por ángeles, tallados en alabastro, con frases bajo ellos que, ahora restauradas, han dejado de estar borrosas y lucen con diafanidad la cartela que dice quienes fueron sus ocupantes primeros.

En el suelo del presbiterio, y bajo una simple losa en la que se ve, dentro de un círculo, tallada una calavera y dos tibias cruzadas, y rodeándola la frase «Nec Potes. Nec Timas», el letrero que sobre ella aparece «Obiit D. Bernardinus a Mendoza anno M 604: 3ª die Augusti» recuerda que allí descansa el conocido militar y escritor don Bernardino de Mendoza, hijo del tercer vizconde don Alonso Suárez de Mendoza. Sobre este caballero, político y escritor, di una charla el 4 de enero con motivo de la inauguración de las obras de restauración de este templo. Breve pero sin olvidar ninguno de los puntos por lo que pasó a la historia. Y que fueron más o menos estos: de gran intelectual calificado siempre, descolló en la corte de Felipe II como capitán de tercios en Flandes, embajador en Roma, Londres y París, fue presidente de la «Real Academia de Guerra» y descolló como teórico del arte de Marte: a su pluma se deben los conocidos, y aun traducidos a diversos idiomas “Comentarios de lo sucedido en las Guerras de los Países Bajos” y “Theoría y Practica de Guerra”. Murió en 1604, en Madrid, pero dispuso ser humildemente enterrado en la iglesia de Torija, a la que donó grandes bienes, y en ella dejó fundado un cabildo en honor de Santa Gúdula de Bruselas, que debía ser atendido por doce clérigos.

La restauración que se acaba de hacer de este templo torijano es un alarde de buen gusto. Limpios los muros, recuperada una capilla a los pies para uso en invierno, cerrada noblemente de una cancela de madera, pintadas las bóvedas en sobrios tonos de gris, y recuperados los desperfectos de pilares, arco mayor y bóvedas, quizás lo que más sorprende al visitante que hoy se ponga en su espacio central, en el crucero o corazón mismo del edificio, sean esos grandes escudos de armas policromados que recuerdan la grandeza del linaje de sus constructores. Allí están cobijados de grandes águilas bienhechoras, los blasonados escudos de Mendoza, de Figueroa, de Cisneros, de Borbón, de Velasco, de Enríquez y tantos otros que fluyeron en el torrente de la sangre vizcondal de los señores de Torija. De estos escudos debe decirse que han sido meticulosamente restaurados, con un primor y una fidelidad a los originales que levanta nuestro aplauso, por Jesús Campoamor Lecea, artista de todos conocido que vive en Torija, y que este invierno, en lo más crudo de sus días, dedicó muchas jornadas a recuperar los primigenios colores y formas de estos emblemas renacentistas. Hoy puede así, con toda justicia, ser calificado de espléndido este punto concreto del patrimonio artístico alcarreño. En el centro de la iglesia de Torija está, como palpitante y cantarina, la historia de una rama de los Mendoza, la de los Suárez de Figueroa, condes de Coruña y Vizcondes de Torija, ofreciendo un campo de prodigio para mirar y sentir.

En la iglesia parroquial de Torija, que ahora puede ser utilizada como alternativa al castillo para mirar y remirar el pasado pétreo de esta villa, sorprenden además otros pequeños detalles, como columnas renacentistas (en el muro del sur hay una puesta al revés, centrando un vano hoy cerrado que debió servir de primitiva puerta para acceder hacia las casas de los canónigos, muy cercanas al templo) fragmentos de viejos altares pintados, el coro a los pies, con su reja y sus escudos amasados en yeso, más las elegantes bóvedas manieristas, que hoy lucen más que nunca. Es un ejemplo, este trabajo de restauración torijano, de cómo pueden y deben hacerse las cosas en materia de patrimonio. Dirigidos por don Jesús, el párroco, y con la colaboración unánime de las gentes de Torija, con su alcalde al frente, se ha conseguido este prodigio de elegancia y afirmación. No podemos olvidar la importantísima colaboración, siempre desplegada con verdadera generosidad, de Mª Dolores Sandoval, viuda del escritor José Mª Alonso Gamo, quien tantas muestras ha dado, y en esta ocasión lo ha repetido, de amor hacia Torija.

¿Decir algo más de la historia de este pueblo? ¿De su castillo que vio luchas de navarros y castellanos, victorias de marqueses poetas y desesperanzas de guerrilleros liberales? ¿De su Museo a la obra de Cela, un paso detrás de otro, por la Alcarria caminante y viajero? No es necesario. Lo que está pidiendo, -cualquier motivo será razonable- es ir a ver esta iglesia, tan grande y limpia, tan brillante y coloreada, tan rezumando sabor a alcarrias, a amores, a luces de hidalguía y a solidaridad. Un monumento más que poder ver en nuestro entorno.