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diciembre, 1996:

En el Quinto Centenario de Juan Guas

 

Todo año tiene su centenario, podría decirse en esta tierra en la que tantas evocaciones históricas nos reservan su acristalada y frágil mirada desde las esquinas de la ciudad vieja. En este año que va ya en declive, se cumple una importante efemérides, que para la ciudad de Guadalajara singularmente, y sobre todo para lo que el mundo de los Mendoza supone en la evocación alcarreña, es realmente importante. Hace cinco siglos que murió Juan Guas, uno de los artistas (arquitectos) más señalados de Castilla, del reino de Toledo, y de Guadalajara en particular, durante el siglo XV. Juan Guas fue quien proyectó y dirigió las obras del palacio de los duques del Infantado. Nada menos. Y su rango, su categoría de «pontifice máximus», de «grand maçon» de la arquitectura castellana del reinado de los Reyes Católicos, quedó subrayado con la construcción de edificios tan notables como el monasterio de San Juan de los Reyes en Toledo, la Hospedería de Guadalupe, el castillo del Real de Manzanares y el trascoro de la catedral toledana. Maestro mayor de las obras de los Reyes Católicos, de los arzobispos de Toledo y de la corte de los Mendoza, ni qué decir tiene que le ponían en la más alta magistratura de los artífices arquitectónicos.

Guas, un inmigrado en Castilla

No era castellano de nacimiento Juan Guas. Nació en un pueblecito de la Bretaña, en Saint Pol de León, hacia 1430. Su padre, Pedro Guas, era cantero, y atraído por la fama de grandes señores, de riqueza opulenta y magnanimidad de los arzobispos primados de España y de la corte castellana, se vino con muchos otros colegas a vivir y trabajar en la ciudad del Tajo. Nuestro artista vino con ellos, todavía niño. Y aquí entre nosotros adquirió conocimientos, desarrolló su arte, y se integró de tal modo en la vida del país, que hoy puede catalogarse a Juan Guas, sin duda alguna, de máximo artista castellano de la segunda mitad del siglo XV.

Su peripecia vital es simple: en el seno de una familia y de un grupo muy amplio de canteros, tracistas, tallistas y maestros oriundos de Bretaña, de Borgoña y Centroeuropa, muy posiblemente enmarcado en una gran logia de «maçones» o constructores que siempre mantuvieron férrea cohesión y mutua ayuda, fue empleado al principio en labores menores en la catedral toledana, junto a su padre, al abrigo de las enseñanzas del entonces indiscutible Hanequin de Bruselas. Era el comedio del siglo XV. Después, hacia 1470, es nombrado supervisor y aun director de las obras de la catedral de Ávila, pasando con similar cargo a Segovia, donde ya recibe encargos, además de los cabildos respectivos, de los grandes señores de la alta nobleza castellana: para el gran maestre de Santiago, Juan Pacheco, traza la capilla mayor y detalles del monasterio segoviano del Parral. Para el duque de Alba, proyecta y dirige la fachada de su hoy desaparecido palacio en Alba de Tormes. Para los Mendoza, ya lo hemos visto, desarrolla el castillo del Real de Manzanares y el palacio del duque del Infantado en Guadalajara. Y para los Reyes Isabel y Fernando, que desde el primer momento de su reinado ven en Guas el «artefacto» de sus ideas políticas plasmadas en formas y en piedras, hace primero la Hospedería de Guadalupe, el lugar más agradable del mundo como lo calificó la Reina Católica, y finalmente el hermoso monasterio de San Juan de los Reyes, en Toledo, la obra que también para Guas fue preferida sobre todas las otras.

Guas se casó, en 1459, con Marina Alvarez, natural de Torrijos. Su vida transcurrió, a pesar de los viajes continuos, siempre en Toledo. Allí testó en octubre de 1490, cuando se vio por primera vez enfermo. Allí compró una capilla en la iglesia de San Justo. Y allí murió y fue enterrado, en un día indeterminado de los meses de enero, febrero o marzo de 1496. Aunque para los alcarreños es todo un símbolo Juan Guas, para los toledanos, indudablemente, lo es mucho más: toda una gloria de su historia, de su arte, de su patrimonio cultural. Por cierto, y una vez más me tengo que hacer la pregunta, como hace dos años la hiciera al respecto del Cardenal Mendoza: ¿ha considerado la Junta de Comunidades, su Consejería de Cultura, rendir el homenaje público que cabe con justeza a la figura del «toledano» Juan Guas?

La obra de Guas en Guadalajara

Si Guas tiene una importancia suma para Guadalajara es por haber procedido, hacia 1480 o poco más, a la realización del proyecto y planos del palacio que don Iñigo López de Mendoza, segundo duque del Infantado, le pidió al objeto de derribar las viejas y caducas casonas de sus antepasados, en la parroquia de Santiago, junto a la vieja iglesia mudéjar del mismo nombre, y levantar unas nuevas «casas mayores» que cuadraran con su emergente fortuna. Comenzadas a construir hacia 1483, diez años después estaba concluido todo el aspecto estructural, y aun el decorativo sobre piedra. Hasta 1496 fueron poniéndose los artesonados, la galería de poniente y otros detalles que vinieron a dejar rematada, en perfecto «orden de ocupación», esta maravilla de la arquitectura gótica, de la que, por tanto, en este año se cumplen realmente los cinco siglos de su acabamiento, al mismo tiempo que los de la muerte de su artífice.

¿Qué aporta de nuevo a la arquitectura española este palacio? En la planta, nada. Se trata de un edificio cuadrangular, con patio central de dos pisos, en torno al que surgen las habitaciones. En general, el planteamiento inicial debió ser hecho con muros exteriores muy herméticos, por lo que respondería a cierta estructura castillera, medieval, quizás heredada directamente del anterior palacio o «casas mayores» mendocinas en las que habitaron los abuelos del duque constructor, y que sería una cerrada construcción con torres esquineras. Ciertos detalles del actual palacio nos dan esos parámetros medievales aún vivos: a) muros fuertes, altos, cerrados, con patio central que da acceso a todas las habitaciones. b) ingreso lateralizado sobre la fachada principal, y acceso al interior mediante circuito en zig-zag, no coincidiendo la puerta con el tiro de escalera. c) no posee torres angulares, como las que dispondría el anterior palacio, incluso como las que años más tarde todavía luciría otro palaciocastillo como el de Pastrana.

Pero tiene algunas novedades respecto a todo lo anterior medieval. Los paramentos bajos cerrados, y los medios con ventanas pequeñas, veían abrirse totalmente sus muros en la parte más alta, con espectacular galería de abiertos arcos conopiales.

Uno de los elementos más característicos de este palacio, y en general de la arquitectura guasiana, es la decoración del muro de fachada. Se cubre esta de cabezas de clavos, al modo que en el castillo de Manzanares había dispuesto hacerlo con medias bolas. La disposición de estos elementos es lo más original. Están colocados en el centro de los espacios que dejan una red de rombos, dentro de una tradición plenamente árabe. Además de en el castillo de Manzanares, obra del propio Guas, se ve esa distribución en el palacio de Javalquinto en Baeza, donde las cabezas de clavo alternan con florones, y en la portada del palacio de los duques de Marchena, hoy en el alcázar de Sevilla. En forma de venera, ya más avanzado el siglo XVI, pero también con la referida disposición en «sebka» árabe, se ve esta estructura ornamental en la casa de las Conchas de Salamanca y en la fachada de la iglesia de San Marcos de León.

Otra de las novedades que aparecen en el palacio del Infantado, con raíz de estructura mudéjar pero decoración gotizantes, es la portada. Sigue el tipo toledano, con arco apuntado, dintel, y soportes a los lados, ofreciendo en la rosca una gran inscripción en letras góticas de estilo alemán.

Finalmente, en la fachada del palacio del Infantado surge otra importante novedad dentro de la arquitectura castellana del fin de la Edad Media. Es la galería alta. Parece imitar un arrocabe, esa cenefa de la parte más alta de un muro sobre la que apoya directamente el artesonado. Su función era de la de servir de puesto de observación para actos públicos, corridas de toros, etc. En ella se funden con gran viveza lo nórdico flamenco y lo meridional mudéjar. Esa gran cornisa volada sobre tres filas de mocárabes tenía a su vez, como remate, una amplia serie de elevados florones que desaparecieron en la reforma del siglo XVI, lo mismo que las ventanas pequeñas del segundo nivel, sustituidas por feos balcones clasicistas, en la época del quinto duque.

El patio, llamado «de los Leones» por la decoración que imprime fuerza e imagen a sus muros, se hizo indudablemente para ejercer funciones de salón. Eso sí: descubierto, y con los muros ampliamente perforados. De arcos conopiales, dobles y mixtilíneos, en la mejor tradición mudéjar, por su rosca corre, a todo lo largo de la estancia, una cinta que con caracteres góticos presenta una frase u oración civil, muy al estilo de las que los árabes ponían en sus mezquitas y palacios en honor de Alá: «Vanitas vanitatum et omnia vanitas».

Datos todos que nos centran en la mejor obra que Juan Guas dejó entre nosotros. Y que por ello nos obliga, en este momento en que festejamos su Quinto Centenario, el de su muerte, a recordar su figura y su obra, aquí, en Guadalajara

La literaria Guadalajara en versos y prosas

 

¿Cuantas personas habrá hoy en España, en esta tarde ya invernal de nuestra España, que tras darse una vuelta por los alrededores de su pueblo, sea capaz de escribir unos renglones así?:

«… Cansados de recorrer el pueblo, nos sentamos en un paseo con árboles, triste, desierto, con el suelo alfombrado por hojas amarillentas y plateadas. Un arroyo con color de limo que corre cerca murmura en la soledad. El cielo está puro, limpio, transparente, con algunas estrías blancas y purpúreas. A lo lejos, por entre las ramas desnudas de los árboles, se oculta el sol. Va echando sus últimos resplandores anaranjados sobre los cerros próximos, desnudos y rojizos». Es difícil usar palabras menos sonoras, prescindir de los nombres propios, generalizar y describir el instante más fugaz, y hacerlo con tanta maestría y tanta fuerza. Esto sólo es capaz de hacerlo un escritor como Pío Baroja, a quien se deben las líneas antecedentes. Y sólo puede permitirse el lujo de inspirar esos tan bellos renglones a Baroja una ciudad como Sigüenza. En el otoño de 1901 estuvo allí una tarde, y puso esas líneas en una cuartilla que luego recuperó «El Imparcial» de Madrid, una hoja volandera, de periódico…

Tantos y tan grandes escritores se han sentado un momento ante el dorado atardecer de Sigüenza, ante la silueta firme de Guadalajara, ante la rotunda macicez de Pastrana, o ante el orgulloso altozano castillero de Jadraque, y han escrito unas líneas evaporadas poco después, perdidas en un cuaderno, sepultadas en alguna vieja edición inencontrable, que mi compañero de página, José Serrano Belinchón, se lanzó hace poco a buscar, a recoger, a fundir en un sólo libro todos los libros que han hablado de Guadalajara. Una tarea difícil, larga, casi detectivesca. Una labor de bibliófilo que al tiempo se mezcla con la de un viajero meticuloso. Una empresa que, finalmente, ha cuajado en un libro simpático y útil, en un libro que además de bonito por fuera, tiene entre sus casi doscientas páginas el más granado discurrir de textos que sobre nuestra tierra pudiera nadie imaginar.

Guadalajara en la Literatura

Así titula Serrano Belinchón el libro que acaba de ofrecernos: «Guadalajara en la Literatura». Artículos de periódico y poemas épicos. Crónicas de guerra, y novelas de costumbres. Obras de teatro, incluso, junto a descripciones de reales viajeros. En todas sus páginas está la palabra Guadalajara, y en todas surge un dato, una apreciación, un gesto que algún remoto escritor recogió en su día. Todos juntos hoy. En este libro.

Un manojo de versos sacados de la Vida de Santo Domingo de Silos, escrita por GONZALO de BERCEO, en donde se recoge uno de los milagros atribuidos al santo taumaturgo y que tuvo lugar en esta tierra nuestra, por las vegas del Henares, donde son protagonistas los caballeros de Hita frente a los de Guadalajara, es uno de los más viejos escritos en que nuestra tierra parda emerge a la letra: guerras del Medievo, donde todos son enemigos de todos:

  Fita es un castiello fuert e apoderado,

infito e agudo, en fondón bien poblado,

el buen rey don Alfonso la tenié a mandado,

el que fue de Toledo, si non so trascortado.

  Ribera de Henar dend a poca jornada,

yaze Guadalfajara, villa muy destemprada,

estonz de moros era, mas bien assegurada

ca del rey don alfonso era enseñorada.

Y en nuestro siglo, el gran intelectual que fue don José Ortega y Gasset, rota su germánica intelectualidad ante el ronco y frío paisaje de las alturas seguntinas, nos dice estas otras frases: Al volver atrás la mirada por ver el trecho que llevamos andando, Sigüenza, la viejísima ciudad episcopal, aparece rampando por una ancha ladera, a poca distancia del talud que cierra por el lado frontero el valle. En lo más alto el casti­llo lleno de heridas, con sus paredones blancos y unas torre­cillas cuadradas, cubiertas con un airoso casquete. En el centro del caserío se incorpora la catedral, del siglo XII.

Serrano Belinchón ha encontrado, tras una tarea de meses que nos le explica como uno de los más firmes baluartes intelectuales con que cuenta hoy nuestra provincia, textos sin fin que hablan de Guadalajara. Hay en su escrito fragmentos de las Cantigas de Alfonso X el Sabio, versos del Cantar del Mío Cid, estrofas del Libro de Buen Amor del Arcipreste de Hita y párrafos viajeros cuando no místicos de Santa Teresa de Jesús. Hay crónicas (de Münzer, de Ponz, de Jovellanos) viajeras y meticulosas. Y hay páginas vibrantes de acción, de color y fuerza, tomadas de las novelas de Pérez Galdós (Narváez) de Pío Baroja (La Nave de los Locos), de Andrés Berlanga (La Gaznápira) y por supuesto de Camilo José Cela (El Viaje a la Alcarria), cuando no intimistas descripciones de la ciudad de la posguerra (lo que escribe Ramón Hernández en El ayer perdido) o vibrantes crónicas guerreras de Ernest Hemingway, periodista e internacionalista por los llanos de Trijueque en el invierno de 1937. Hay, en fin, fragmentos de románticos dramas de Zorrilla, junto a meticulosas y científicas descripciones de serranas botargas por Caro Baroja. Y hay, al fin, versos de León Felipe desde su ventana de Almonacid junto a las líneas felices de Aldecoa en Cogolludo, esa villa tan poco vertida a la literatura, y que en las manos del cuentista vasco cobra una dimensión nueva.

Nuestros pueblos sirven para algo

Para veranear en ellos, que es lo que hace la mayoría de la gente. Para enterrarse en sus cementerios, los románticos más empedernidos. Para cazar en sus dehesas, otro muchos. Y para entusiasmarse con su silencio, con su olor a hojas secas, su silente fuerza cósmica. Una gran escritora, Kety Antolín, decía una vez que los pueblos de Guadalajara «tienen el tamaño exacto de la felicidad de un niño». Y es que, de tan pequeños, no cabe en ellos un mal sueño, un dolor, o una tristeza. De esos pueblos a los que se han apuntado, recientemente, Luís Carandell, Andrés Berlanga, Manu Leguineche, incluso Camilo José Cela, llenándolos con sus nombres, pero dejándolos tan silenciosos y núbiles, es de los que se ocuparon tantos escritores ya idos, cuya palabra de oro permaneció en los libros, y en las antologías que, como esta de Serrano Belinchón, ahora llegan y nos favorecen.

Establés y su castillo de la mala sombra

 

Guadalajara es, -muchos la han señalado con ese mote- «la provincia de los castillos». Quizás la más castillera de toda Castilla. La tierra que vio alzarse, en cada cota, en cada otero, una fortaleza, una torre de vigía. La que más cantidad de atalayas y alcázares conserva de la época medieval, de cuando los moros dominaban estos horizontes, y de después, de los castellanos señores, de las guerras sin razón (¿hay alguna guerra con ella?) y de las algaras festivas.

Hace pocas fechas me enteré de lo que le acaba de pasar a uno de nuestros más queridos castillos molineses. Al de Establés. Al que fui en días de nieve densa y en jornadas de brillante mayo. Al que salió en venta hace 25 años y se lo quedó un arquitecto aragonés, de origen italiano, que enseguida empezó a restaurarlo y enseguida se le quitaron del alma las ganas o del bolsillo los dineros para hacerlo. El caso es que muchos años ha permanecido Establés, alto y garboso, sobre el caserío, cerrada su puerta, invisible y lejano. Hasta que hace unas semanas apareció en «El Heraldo de Aragón» la noticia de su venta. Una vecina de Alcañiz, que prefiere mantenerse en el anonimato, se ha visto sorprendida por una herencia no esperada. Al morir el antiguo propietario, la ha legado este castillo que a ella la pilla lejos, no sólo en kilometraje, sino en querencias. No sabe ni dónde está Establés. Y ha decidido ponerlo a la venta. Ha dejado que se ocupe de ello una Agencia Inmobiliaria de su pueblo, Fincas Alcañiz se denomina la empresa que se encarga de esta gestión.

Al parecer, ya se han interesado por él algunos particulares (concretamente un señor francés, y otro alemán, han ido a verlo) y también el Ministerio de Cultura, incluso el mismo Ayuntamiento de Establés ha preguntado el precio. Este es «muy razonable» según dicen. No hemos conseguido encontrar el volumen de esta razón, pero en cualquier caso, ya vemos que la vieja historia se va a repetir: el patrimonio histórico-artístico español pregonado en anuncios de inmobiliaria. «Se vende castillo medieval en el corazón de España». Y al final, probablemente, se lo llevará algún extranjero. Aquí interesa más el fútbol, arrasan los grupos de rock y preocupa la elaboración de listas. Los castillos están siempre muy lejos, apenas pasan votantes por delante de ellos.

Donde está Establés

Se sitúa esta villa en un estrecho valle que riega pequeño arroyo surgido desde las alturas del pico Aragoncillo, y que va a dar al río Mesa, entre arboledas densas, algunos campos de cereal, antiguos sabinares y páramos pedregosos. Su importancia estratégica, situada en un camino natural que asciende desde Aragón, a través del río Mesa, hacia el centro del Señorío de Molina, hizo que ya en los comienzos de la repoblación del territorio, hacia el siglo XII en su primera mitad, se colocara en la parte más alta del valle un torreón de vigía, y a sus pies el pueblo, entonces humilde, que progresivamente fue creciendo en habitantes y valor. Ese torreón era una de las primitivas fortalezas defensivas del independiente señorío (primero los Lara y luego los monarcas castellanos). En 1432, D. Álvaro de Luna, como canciller del rey Juan II, ordenó que el castillo de Establés fuera reparado.

En ese mismo siglo XV, cambió bruscamente el destino histórico del pueblo, al ser violentamente conquistado por Gastón de la Cerda, conde de Medinaceli, en cuya casa y territorio quedó incluido este lugar y otros cercanos. El Común de Villa y Tierra de Molina solicitó repetidas veces de sus señores, los Reyes Católicos, que les fuera devuelto el lugar y castillo de Establés. Siendo su alcaide, por los Medinaceli, don Pedro de Zurita, este se negó a obedecer las órdenes reales, y los monarcas se vieron obligados a utilizar la fuerza enviando como alcalde ejecutivo a Diego de Riaño. El 1841, y tras ciertas escaramuzas guerreras entre las gentes del Común de Molina, capitaneadas por su Regidor don Luís Fernández de Alcocer, y el entonces alcaide Sancho Díaz de Zurita, Establés pasó de nuevo a ser del Común molinés, donde prosiguió durante siglos.

Y cómo es él

Destaca sobre su caserío el castillo medieval, que fue construido, tal cual hoy se ve, por orden de su señor el conde de Medinaceli, en 1450. Fue encargado de la erección de la fortaleza un tal Gabriel de Ureña, que utilizó su crueldad para conseguir baratos los materiales (piedras, vigas, etc.) y de ahí que el recuerdo de sus malos modos quedara desde entonces grabado en los naturales del pueblo, que estos todavía denominan «castillo de la mala sombra» al que preside la silueta de su pueblo. Es fortificación típica de su época, constando de fuertes muros que establecen una planta cuadrada, rematando sus esquinas con cubos semicirculares, siendo el torreón de su punto sur el más fuerte de ellos, cuadrangular, supremo. La entrada, escoltada, de torre y garitón, la tiene al nordeste. El interior está vacío, abandonado de todos, tocado de esa varita mágica que la muerte cercana presume de llevar entre sus dedos. La muerte, la de este edificio, que quizá evite alguien pronto con el toque de amor que supone una mirada. La nuestra la tuvo, cuando hacía sol y el trigo estaba alto. Y hoy seguro que la va a recuperar, y no gracias al Ministerio de Cultura, seguro, que sólo la ve en los Museos de Madrid, en los Conciertos de Madrid, en los libros de Lunwerg y en la tilde de la ñ fuera de España. Establés, en lo profundo y alto del Señorío de Molina, está demasiado lejos.

Cabanillas: una historia desvelada

 

Otro pueblo de nuestra provincia acaba de ver su historia desvelada. El trabajo, la investigación pausada y objetiva, el amor a las cosas pequeñas, mínimas, pero trascendentes siempre, han dado su fruto en un libro que acaba de aparecer publicado y que nos permite hoy rememorar uno de esos lugares que, de tan próximos, casi lo tenemos olvidado. Cabanillas del Campo es el lugar que tan alta ventura ha obtenido. Y Ángel Mejía Asensio el autor de esta obra que se incluye ya, con todo merecimiento, en los anaqueles de la literatura histórica de Guadalajara y del Valle del Henares en general. Un paso más, un candidato más para esa Academia de la Historia del Valle del Henares que el pasado domingo 24 de Noviembre anunciaba el Presidente Tomey, como lazo de unión de cuantos trabajan, desde hace años, y con proyección de futuro, en el estudio permanente de las cosas pretéritas de nuestro entorno comarcal.

Cabanillas, pueblo campiñero

Fue Cabanillas, desde tiempos muy remotos, medievales, aldea perteneciente a la Tierra y Común de Guadalajara, cuya jurisdicción reconocía. Después de ser el más importante pueblo de la Campiña, detrás de la capital, Guadalajara, durante los siglos XVI y XVII, en 1627, el rey Felipe IV le concedió el título de Villa por sí, adquirido por medio de compra por parte de todos los vecinos, manteniéndose desde entonces como villa de realengo, independiente y sólo sometida al señorío del Rey y a las leyes generales de Castilla.

En los siglos del Renacimiento, Cabanillas posee una actividad económica muy importante, con un crecimiento de población permanente. Los arrieros de Cabanillas, muy numerosos, se dedicaban a transportar por Castilla el trigo producido en los anchos terrenos de junto al Henares. Fue muy famosa su aportación de cientos de carros para colaborar con el ejército real en la «Jornada de Portugal» también en el siglo XVII.

La población, además de los agricultores, que eran la mayoría, y los arrieros, se dedicaba a mil y un oficios, como sastres, tenderos, carniceros, y artesanos varios. Un complejo mundo en el que no faltaban los nobles, fundamentalmente hidalgos, y el clero que todo lo dominaba, con su inquisitorial análisis de mentes y actitudes. De Cabanillas es natural don Antonio Sanz Lozano, que alcanzó a ser arzobispo de Santa Fe de Bogotá.

Su territorio, repartido en mil propiedades de tamaños diferentes, pertenecía a los agricultores más humildes, a los ricos potentados, a los Mendoza eternos de Guadalajara y a varios de los grandes conventos de Alcalá y Guadalajara. En su término don Pedro Hurtado de Mendoza fundó en el siglo XVI el convento dominico de Benalaque, que luego fue trasladado a las afueras (hoy centro pleno) de Guadalajara: la iglesia de San Ginés vio su nacimiento en Cabanillas.

La iglesia de Cabanillas

Aunque la villa de Cabanillas es muy amplia (no digamos hoy, que se extiende por la vega con cientos y cientos de casas encuadradas en modernas urbanizaciones), el centro, el alma de su caserío será siempre la iglesia parroquial, dedicada a la Cátedra de San Pedro. Es un edificio construido en el siglo XVI, con algunos detalles al exterior de piedra bien tallada, dominando la fábrica de ladrillo aparejado con sillar y sillarejo de cantos rodados. Su planta es de cruz latina. La torre, en el ángulo noroeste del templo, es un bellísimo ejemplar de la arquitectura campiñera, erigida a base de muros de ladrillo con fajas pétreas. Las medidas que se dieron para su construcción eran de 73 pies de alto, 25 pies de ancho y 5 pies y medio de grosor en sus paredes. La puerta de ingreso, en el muro de poniente, presenta sencillas molduras, arco semicircular y un par de medallones en las enjutas, con toscas representaciones talladas de San Pedro y San Pablo. El interior, de tres naves, ofrece de interés su magnitud, su elegancia, la belleza de las yeserías de su bóveda central. El templo actual es obra de a partir de 1581, pues fue en ese momento cuando el Arzobispo de Toledo ordenó la construcción de la torre y la capilla mayor. Sería Hernando del Pozo, un conocido arquitecto de esa época, quien diera las trazas, realizara el proyecto completo de la edificación. Se conocen las condiciones completas de la edificación, que Mejía Asensio publica en este libro recién aparecido. Además, nos ofrece una amplia secuencia de las obras que a lo largo de los siglos se han realizado en esta iglesia, de la que muy recientemente hemos visto una restauración perfecta y completa. Hernando del Pozo y Pedro de los Ríos fueron sus primeros artífices, pero luego serían muchos otros arquitectos y maestros de obras quienes se encargaran de hacer y completar este hermoso ejemplar de arquitectura que señorea con su alto chapitel las llanuras paniegas de junto al Henares.

Los moriscos de Cabanillas

Entre los muchos detalles curiosos de la historia de Cabanillas que Ángel Mejía Asensio anota en su monumental obra sobre esta localidad, está el de los moriscos, de los que al parecer hubo abundante colonia. Desde 1571 se localizan individuos de esta etnia, y al menos hasta 1610 hubo asentados bastantes en esta villa, procedentes todos del reino de Granada, cuando la victoria del ejército de Felipe II sobre las amotinadas gentes de las Alpujarras llevó a una política de apresamientos y dispersión social por el resto de la Península. Desde la guerra hasta su expulsión definitiva de España por Felipe IV en 1610, hubo en Cabanillas gentes moriscas. De los 36 que correspondieron venir aquí en la distribución inicial, sólo llegaron vivos 20 desde las sierras granadinas, debido a lo penoso de su traslado. Y de ellos, en 1571, sólo quedaban ya 16. Procedían de Paterna la mayoría, un lugar del marquesado de Cenete en el norte de la Sierra Nevada. Sus hijos fueron entregados como esclavos a miembros de la nobleza, especialmente a los Mendoza. El autor de este libro sobre Cabanillas analiza el caso de los moriscos de la villa con todo detenimiento, casi personalizadamente, con la historia de cada uno de ellos. Interesante de verdad.

Valbueno

Nada olvida estudiar Mejía en el entorno de Cabanillas. Una de estas cosas que analiza con cierto detenimiento es el enclave de Valbueno, escondido entre las lomas a poniente del pueblo. Nos refiere cómo fue propiedad de los monjes jerónimos de San Bartolomé de Lupiana, y luego se vendió a don Tomás de Yriberri y Goyeneche, un navarro al que dieron los monarcas el título de marqués de Valbueno. Un pequeño enclave casi feudal escondido entre los carrascales de la Campiña, que aún continúa en ese aislamiento dulce y tibio donde suenan las abejas y los borregos, los carneros, los morruecos y ovejas de fina lana leonesa pastan (hoy igual que hace varios siglos) entre los verdes faldones de las colinas.

Una interesante historia, en definitiva, bien escrita y estructurada, puesta en un libro de apariencia sencilla, excesivamente espartana, pero que con las fotos que a trechos aparecen mostrando antiguas escenas del lugar, tipos ancestrales y vistas modernas, nos alegra la vista y nos anima a leerlo, como acabamos de hacerlo, de punta a cabo y de un sólo tirón.