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noviembre, 1996:

Palmira, la joya del desierto

 

Hace rato que ya ha amanecido. El sol, violento, choca contra las peladas montañas que rodean la ciudad de Damasco. Ni un árbol en ellas, solamente tierra parda, reflejos amarillentos, un polvo leve que baila sobre las planas azoteas de los suburbios. La capital de Siria, con tres millones de habitantes, es un pequeño oasis en medio del desierto norte de Arabia. Palmerales y bosquecillos se encierran entre los bloques de viviendas, en derredor de la vieja ciudadela de los Omeya, la habitación más antigua de los hombres: allí estuvieron los asirios primeros, los romanos, allí está enterrado San Juan Bautista (en un catafalco en medio de la gran nave de la mezquita mayor) y allí enseñan la  capilla de Ananías donde vivió refugiado San Pablo. La ciudad que cuenta, y no acaba, su historia de más de seis mil años: los turcos selyúcidas después de los árabes; el sitio de los cruzados, la invasión de los mamelucos de Egipto y el saqueo por los mongoles de Tamerlán. Cuatro siglos luego de pacífica vida bajo el imperio otomano de Estambul, y al fin la independencia de los franceses. Siria es hoy un país socialista en el que todo el mundo tiene trabajo y vive dignamente. Un lujo inesperado en este mundo de convulsiones, de pobrezas ominosas y riquezas insultantes.

Un mundo de paso

Siria es un mundo de paso. Desde las costas más orientales del Mediterráneo, donde en Ugarit los primeros fenicios inventaron el alfabeto y construyeron su mínimo imperio, hasta las interminables estepas asiáticas que dan cara al Himalaya y buscan el camino de las míticas tierras de India y China, todos cuantos han querido poner unión entre los mundos más primigenios de la tierra han tenido que pasar por aquí.

La riqueza del comercio fraguó en medio del desierto. Un lugar que a todos suena, y que muy pocos pueden imaginar aunque lo vean en fotografías reproducido, es la que con justicia puede calificarse de joya del desierto: la ciudad de Palmira, que surgió en las orillas de un oasis (los árabes aún la llaman Tadmor, «la ciudad de los dátiles», en medio del desierto sirio) fue el punto donde los camelleros de Arabia traían las especias desde el Extremo Oriente, y allí las vendían o cambiaban a los fenicios, a los griegos y romanos, a los arios del norte que hasta allí llegaban. Punto de encuentro, y nido de riquezas. Veinte siglos antes de Cristo ya existía este enclave. Independiente de todos, su fuerza radicaba del cobro de impuestos a unos y otros, a cuantos pasaban y descansaban en ella. Cientos y cientos de kilómetros sin un sólo matorral, sin una mínima fuente, hacían a Palmira ser deseada, gozada a costa de cualquier sacrificio. Una cultura propia, mezcla de simplismo y opulencia, nació en este lugar, que fue visitado por el emperador Adriano el año 130 antes de Cristo, pasando finalmente en el 217 después de Cristo a poder de los romanos. La heredera teórica del gobierno de la ciudad, la bella y virtuosa Zenobia, se erigió en campeona de su pueblo. Plantó cara al Imperio más poderoso de la tierra, y declaró su independencia. Guerras, saqueos, huidas y al fin la muerte de la reina mítica del desierto, querida de su pueblo, y nunca olvidada. Hoy, en el silencio del atardecer, entre los monumentales restos de la vieja ciudad, parece oírse el palpitar bajo los velos de Zenobia. ¿Sería tan hermosa como el viajero, alucinado, piensa siempre? ¿Tendría esa hondura en los ojos que hacen a una mujer inolvidable? Muerta ella, todos parecieron perder interés por la ciudad. Los árabes, tras tomarla en el 634, la despreciaron, y un terremoto en 1089 echó por los suelos cuanto había sobrevivido a siglos de abandono y silencio.

En el siglo XVIII, unos mercaderes ingleses establecidos en Alepo acertaron a pasar por allí, y quedaron deslumbrados de lo que vieron. La historia de Zenobia se repitió en los salones de la vieja Europa, y los aventureros comenzaron a penetrar en el árido y sobrecogedor desierto sirio. En 1924, bajo el dominio francés, se iniciaron las excavaciones y estudios. Poco a poco, demasiado lentamente para los que pensamos que Palmira es una de las joyas de la Humanidad, va apareciendo desenterrada la gran ciudad, a pesar de que hoy todavía viven los pastores en sus jaimas sembradas entre los templos.

El viaje a Palmira

En Damasco, visto ya el Museo Nacional, los viejos zocos, la gran mezquita de los Omeya y el fragor de sus calles céntricas, poco queda por hacer. Después de algunas aventuras para conseguir dinero utilizable en un país en el que de nada sirven las tarjetas de crédito, de comprar decenas de botellas de agua mineral helada, los correspondientes turbantes palestinos para protegernos del sol, y de regatear media hora larga con el conductor de una furgoneta en la que, por cien dólares, nos lleva a ocho personas hasta Palmira, emprendemos el viaje.

Son casi trescientos kilómetros desde Damasco. La carretera es buena, pero el conductor no tiene prisa. Hay soldados en cada cruce, que miran desapasionados, bajo su turbante, la ruta de la sombra. Y unos individuos en casetas que, en algunos lugares, nos paran, nos miran, y apuntan lo que les dice el conductor: nadie puede quedar sin permiso vagando por aquí… al final de un recta interminable, como contrapunto al espectacular paisaje (no es de arena el desierto de Siria, es de tierra pura y dura, de piedras, y de nada más, porque algunas matas que debieron ser verdes en primavera, ahora solo quedan en esqueleto reseco; es otoño avanzado y la temperatura pasa de 35º. En verano, al parecer es peor. Entonces sí que hace calor, dice el conductor…) un letrero indica varias direcciones. A la izquierda, se va a Homs; al frente, a Palmira; a la derecha, a Bagdad, solo quedan 500 kilómetros.

Y llegamos a Palmira. No me atrevo a poner adjetivos. No quiero exagerar un ápice. Solo decir que tiembla quien tiene algo de sensibilidad para el arte, que se queda con la garganta seca (y no sólo por el calor) y mudo. Una calle, «la gran columnata» de más de dos kilómetros de larga, se escolta de impresionantes columnas rematadas en enormes capiteles corintios. A media altura, las columnas tienen una repisa donde descansaban talladas efigies de los personajes ilustres de Palmira. Bajo ellas, en limpia talla palmireña, con alfabeto griego todavía, se expresan sus nombres y hazañas. La calle, que siempre fue de tierra, veía el paso de las caravanas de camellos, que finalmente descansaban en torno al ágora o gran mercado. El teatro, sublime y perfecto, con todos sus elementos íntegros, es lo primero que se ha restaurado. Y el «tetrapylon», el más emblemático de los elementos de Palmira. El autor y su hijo Alfonso posan, en la foto adjunta, delante de ese espacio que era el corazón palpitante de la ciudad del desierto: cuatro enormes repisas sostenían cada una otras cuatro columnas, que a su vez daban sustento a una gran estatua. En su centro, reuniones y encuentros. Y por aquí y allá, a medio descubrir, los templos dedicados a Bel, a Nabo, a Bel-Shamin… las murallas que rodeaban a la ciudad… las torres funerarias que como prismáticas atalayas escondían (esconden todavía) las logias funerarias de los ricos comerciantes, hoy a medio excavar, emergiendo sorprendidas de entre la dura entraña del desierto.

Para terminar

El viajero recomienda vivamente que quien tenga una semana de tiempo, cuatro cuartos ahorrados, y verdaderas ganas de (aun pasando calor) vivir una jornada única en su vida, que haga lo posible por contratar un viaje a Siria, y, lo primero de todo, vaya a Palmira. Aunque tenga que tirarse ocho horas dando botes en una furgoneta.

Y para terminar, decir que esta vez, por más que lo intenté, no encontré en Palmira nada relacionado con Guadalajara. Quizás algún día, un biólogo alcarreño ahora en ciernes, llamado Alfonso, alcance la fama con lo que él dice es un descubrimiento único: una especie de varano negro (de aspecto verdaderamente repugnante, y grande como un pecado mortal), que se dedicó a perseguir entre las piedras de Palmira. Fotografiado primero, ahora se estudiará, y a lo mejor por ahí empieza esa relación (que seguro la habrá en el futuro) entre Guadalajara y Palmira. De momento, esta página queda para el recuerdo de una jornada portentosa.

Ad modum Yspaniae – Vida y Obra de Juan Guas

En este año 1996, en que se cumple el quinto centenario de la muerte del arquitecto Juan Guas, parece que es esta tierra de Guadalajara, este valle del Henares donde tuvieron los Mendoza su casa grande y él apareció como el encargado de construir el joyel que la guardara, el lugar más a propósito para recordar los avatares de su vida y los ejemplos que de su ingenio se han conservado. Con el ánimo de recordar la figura de Juan Guas en ocasión tan sañalada, van estas líneas que continúan. 

Posible retrato de Juan Guas en una iglesia de Toledo.

 

La vida

Juan Guas nació en un pequeño lugar de Bretaña, concretamente en la villa de Saint Pol de León. Debió ser en torno al año 1430, y sus padres se llamaban Pedro Guas y Brígida Tastes, ambos también nacidos en ese lugar, y vecinos del mismo. Su padre tenía por oficio cantero, por lo que no es de extrañar que nuestro personaje viera su vida definida desde el principio. Su padre aparece mencionado por primera vez en 1448, trabajando como cantero en la catedral de Toledo. Así pues, fue la familia la que se trasladó al completo hasta Castilla. Cabe preguntarse por qué. El prestigio de la corte castellana de Juan II, la fama de riqueza que mantiene Toledo, como capital de un reino lejano y poderoso, donde se construyen grandes edificios permanentemente, donde habían construido los árabes grandes obras, y donde habitan siempre poderosos y sabios señores, capitaneados por sus arzobispos primados, es más que suficiente para atraer a gentes de toda Europa, especialmente a los francos, que estaban muy bien considerados en el Fuero toledano. 

La primera vez que Juan Guas aparece citado en un documento es en 1453, cuando figura como mozo oficial en las obras de la Puerta de los Leones, en la catedral toledana, con un salario de 15 maravedises diarios. En 1458, Guas cobra ya como maestro, y así al año siguiente, el 24 de febrero de 1459, se casa en Torrijos con Marina Alvarez, hija del bachiller Juan Martínez. Por entonces contaba ya con una fortuna de 1.000 florines de oro, y una pequeña heredad en Mazarambroz. Continuó unos años su formación, al tiempo que se ganaba, y muy bien, la vida. Lo hizo a las órdenes del gran introductor del gótico nórdico en Castilla, Hanequín de Bruselas, quien impone en Toledo un nuevo modo, espléndido y llamativo, de construir y decorar. A partir de 1470 podemos considerar que Juan Guas adquiere la fuerza de su creatividad personal, fundiendo en ella, como luego veremos, lo clásico borgoñón heredado de Hanequin, con lo propiamente mudéjar toledano, que tan abundante es y se manifiesta en la ciudad del Tajo. 

En 1471 es designado maestro mayor de las obras de la Catedral de Avila. Allí viaja y allí permanece mucho tiempo. Será imposible saber por qué fue llamado a tan importante cargo Juan Guas. Es cierto que entre las altas esferas de la clase eclesiástica existía comunicación y se informaba acerca de la valía de los arquitectos y maestros de obras, pero también hay que saber los círculos intrínsecos en que estos se movían, ayudados unos a otros, con sus grados y categorías. De ellos surgió esa hermandad que hoy todavía lleva su nombre, la de los masones, cuyo significado en idioma galo, «maçon», equivale a albañil, a constructor. 

En Avila Guas participa en el traslado de la puerta de los pies de la catedral a uno de los brazos del crucero, y se encarga, incluso personalmente en algunos detalles, de diseñar y labrar la nueva portada de los pies, acabada en 1479, y en la que, entre otros curiosos detalles significativos, aparecen sendos salvajes desnudos y peludos escoltando el ingreso. Sin duda fue idea suya ponerlos, como luego haría en la fachada del palacio del Infantado en Guadalajara. 

De enero de 1472 data la entrevista inicial de Juan Guas con Isabel, la princesa de Castilla. Desde entonces, y luego ya como reina, mantuvo Guas frecuentes contactos, al objeto de planificar edificios, palacios y monasterios. Las ideas de una, claras y brillantes, se entrecruzaron con las de otro, progresivamente más sólidas. Sería interesante clarificar -aunque en principio parece muy difícil- el modo en que uno y otro, Isabel de Castilla y Juan Guas, intercambiaron y se donaron ideas y gustos artísticos. 

En 1472 inicia Guas sus trabajos en Segovia. El entonces valido de Enrique IV, don Juan Pacheco, maestre de Santiago, le encarga las trazas y le pide que dirija la construcción de la capilla mayor del monasterio de Santa María del Parral. En el grupo que allí trabaja aparece nuevamente Martín Sánchez Bonifacio, y el segoviano Pedro Polido, quien se había formado con Guas en Toledo junto al maestro Hanequin. Siempre, al menos en los siglos XV y XVI, se palpa esa «red» de conocimientos y ayudas entre los canteros, los maestros constructores, los «maçones» de la arquitectura hispana. 

Entre 1473 y 1491, Guas aparece como maestro mayor de la Catedral de Segovia. Junto a él, al calor de sus conocimientos e ideas novedosas, ya sintetizadas en un estilo propio, se forma un nutrido plantel de pedreros que luego trabajarán en obras por toda Castilla la Vieja, y él en todo caso parece ser el jefe del grupo, el indiscutible «hermano mayor» del grupo. En Segovia pone todavía su firma, además de en el claustro de la catedral, en el claustro y portada interior de la iglesia del cercano monasterio de El Paular, en un hermoso valle del interior de la Sierra de Guadarrama, hoy en la provincia de Madrid, pero tradicionalmente territorio mendocino. 

En esa época es reclamado por los Mendoza para trabajar con ellos, para ellos. Quizás se enteraron de su existencia y cualidades viendo lo que hacía en el Paular. Aunque es más lógico que el duque del Infantado supiera de Guas por las relaciones que el aristócrata alcarreño mantenía en la Corte, especialmente con los Reyes Católicos. El hecho es que a partir del emblemático año de 1475 (ascenso al trono de Isabel y Fernando, batalla de Toro, nombramiento del marqués de Santillana don Diego Hurtado de Mendoza como primer duque del Infantado…) Juan Guas será ya casi en exclusiva el arquitecto de la Reina y de los Mendoza. Luego veremos cómo. 

Porque lo cierto es que sigue dirigiendo y supervisando por temporadas las inacabables obras de la catedral de Toledo. Su actividad, al menos de diseño de edificios, de supervisión y consejo, se extiende por toda Castilla. En Valladolid dirigió una temporada, en 1487, la capilla del Colegio de San Gregorio. De algún modo participó en la reconstrucción del castillo de Turégano, así como en la capilla de los Cotas, en la iglesia de San Juan de Olmedo, y en la capilla mayor del monasterio de la Mejorada. Incluso en época no determinada, y ya tardía en su vida (1490-1495) intervino en la reforma de algunas dependencias y detalles arquitectónicos del gran castillo de Calatrava la Nueva. 

Es a partir del año crucial de 1475 en que Guas se dedica claramente a dos vertientes onstructivas: la de obras civiles y la de obras religiosas. 

De las primeras, la mayoría tienen que ver con los Mendoza. En 1475 inicia la construcción del castillo del Real de Manzanares, que acabó pronto, imponiendo en su cuerpo y estructura de clásico castillo medieval una serie de detalles ornamentales que le han hecho paradigmático de la arquitectura palaciega del último gótico. También hacia 1475 comenzó a dirigir las obras del palacio de los duques del Infantado en Guadalajara, acabando su tarea arquitectónica hacia 1483. 

En 1486 trazó la Hospedería Real de Guadalupe a instancias de la reina Isabel. Hoy desaparecida totalmente, los cronistas de todas las épocas alabaron este edificio como uno de los lugares más hermosos de la clásica arquitectura hispana. La misma reina declaraba que era allí donde más feliz se encontraba, porque le parecía el lugar más bello del mundo. 

Todavía en 1493 puso sus ideas y dirigió unos meses la construcción del palacio del duque de Alba, en Alba de Tormes, aunque sólo fuera su gran fachada de connotaciones hispano-flamencas. Tampoco queda nada de aquella singular obra. 

Guas en Toledo

En 1484, cuando ya es el indiscutible arquitecto de moda de la Corte castellana, Juan Guas es nombrado por el cabildo Aparejador de las obras de la Catedral de Toledo. Allí queda a vivir de forma definitiva, aunque haciendo esporádicos viajes a otros lugares. Su mujer, toledana, intervendría en algo en esta decisión. Pero sobre todo su obra, su querencia, sentirse (como se sentiría su padre, y él mismo de pequeño, cuando desde Bretaña llegaron a Toledo) en el centro del mundo… Sigue dirigiendo los pequeños detalles que completan la gran obra. Hace la mitad del lado de la epístola del trascoro mayor. Trabaja con Egas Cueman en la escalera llamada de don Pedro Tenorio, que comunica los dos pisos del templo. Y, en fin, proyecta y dirige personalmente, con la ilusión del que empieza, el gran monasterio de San Juan de Toledo, hoy conocido como «San Juan de los Reyes» y según los documentos de la época simplemente llamado San Juan «de la Reina». Por encargo de ella, para conmemorar la victoria de Toro sobre los portugueses, para dejar pequeño al cenobio de Batalha, para que sirviera de mausoleo de su familia, se comenzó esta obra con el ánimo de grandiosidad que puede suponerse al verlo hoy, a medias conservado. Cuando el arquitecto presentó el proyecto a la reina, y quizás para demostrar la grandiosidad de su ánimo al encargarlo, esta dijo al ver los planos «-¿Esta nonada me aveys fecho aquí?-». En 1477 comenzaron las obras, y sin descanso siguieron hasta ser acabado en 1504. Hacia 1486 ya estaba construido el cuerpo de fábrica del crucero. En 1492 se concluyó la decoración interior del crucero, y en 1494 Guas dirigía la erección del gran claustro, que vió acabado poco después. Sin embargo, a su muerte, aún quedaban muchas cosas por hacer. Del remate se encargó su sucesor Simón de Colonia. (En la francesada 

desapareció uno de los claustros, y buena parte del actual, que sería luego reconstruido por orden de Isabel II). 

La decoración del crucero de San Juan de los Reyes es magnífica, no es necesario alabarla. Los detalles alusivos a los Reyes Isabel y Fernando lo llenan todo: la Y de ella, la F de él y el yugo y las flechas, así como los detalles de mocárabes bajo los capiteles, mas los grandes escudos reales sostenidos por el águila de San Juan, en eurítmica repetición propia de lo mudéjar, consiguen el edificio más representativo sin duda de la inspiración de Juan Guas: la técnica y los detalles de la arquitectura flamenca se enmarcan en el sentido eurítmico y repetitivo del quehacer mudéjar, alcanzando sin duda a configurar el estilo hispánico más genuino. 

San Juan de los Reyes es la última gran obra de Juan Guas. En 1490, sintiéndose muy enfermo, hace testamento. Es el 11 de octubre de 1490. En él se titula «maestro mayor de las obras de mis señores los reyes catholicos don fernando e doña ysabel». Al año siguiente, en 1491, es nombrado también maestro mayor de la catedral de Toledo. Aunque fuera ya a un nivel honorífico, Guas alcanza en vida esa cumbre a la que quizás nunca pensara llegar (o sí, y todo su trabajo fue encaminado a ella): el máximo responsable, el indiscutido arquitecto de los más poderosos de la Península: los Reyes y los Arzobispos de Toledo. 

En los años siguientes, en convalecencia siempre, aparece tasando algunas pequeñas obras. En 1495, firma la adquisición de una capilla propia en la iglesia de San Justo de Toledo. Todavía a primeros de 1496 se le menciona en unas obras de la catedral toledana, como maestro mayor, y en 7 de abril de ese año aparece ya con ese mismo título Enrique Egas. Es lógico pensar que Guas falleciera entre enero y marzo de 1496. 

Después de su muerte, en la capilla de San Justo que había adquirido como panteón familiar, se colocó una estatua tallada en alabastro representando al personaje, que sus herederos retiraron en el siglo XVI poniendo en su lugar una pintura que representaba a Guas y su mujer acompañados de un paje y una doncella, y de una frase que aludía a que él había sido el arquitecto de San Juan, -«fizo a san juan de los reyes»-, que era sin duda la obra que más le satisfizo. 

Su obra

Dice Azcárate Ristori que «la importancia de la obra de Guas… es la síntesis o sincretismo de formas diversas, creando un estilo estrictamente nacional». Y aun abunda el prestigioso profesor con esta frase: «su estilo fue el bello canto del cisne de la arquitectura gótica en Castilla». Todos los tratadistas e historiadores del arte que han estudiado a fondo los modos de hacer arquitectura y decorarla, en Castilla, durante el siglo XV, coinciden en exaltar a Juan Guas como el máximo exponente de un estilo nacional, único en Europa. Quizás la mejor definición, aún sin ser consciente de ello, nos la da el doctor de Nüremberg Hieronymus Münzer, cuando en la redacción de su «Viaje por España» que realizó en 1495, nos dice que el palacio del Infantado estaba «hecho al modo de España». 

Fernando Marías bucea en esa tradición del «Ad modum Yspaniae» que con mejor perspectiva se reconocía fuera de nuestras fronteras. Y no solo los extranjeros, sino los clientes españoles, tenían clara la idea de que el quehacer artístico hispano del último cuarto del siglo XV tenía unos caracteres particulares y específicos. En su obra «El largo siglo XVI», Marías nos dice que existía «una tradición propia tardomedieval… luego prolongada en el siglo XVI». Durante el reinado de los Reyes Católicos se habían alcanzado cotas de originalidad y riqueza, de gran creatividad, de todo lo cual el más acreditado artífice era sin duda Juan Guas, aunque no puede negarse que en parte se encarna esa fuerza y originalidad en Simón de Colonia, Martín de Solórzano o Alfonso Rodríguez. Ellos fueron capaces, siempre bajo la batuta inicial de Guas, de mantener viva la simbiosis hermosísima del gótico llegado de Flandes, Borgoña y Centroeuropa con la tradición mudéjar de Castilla. 

Esta nota quiere ser, precisamente en el año del quinto centenario de su muerte, un breve repaso a la vida y obra de Juan Guas. Con datos ya conocidos previamente, pero que no estorba de vez en cuando refrescar en la memoria de todos. 

Guas en Guadalajara

Y para que esta evocación del artista de mayor relieve que a lo largo de los siglos dejó su impronta en Guadalajara, pueda tener un real significado entre nosotros, conviene en este momento referirnos, una vez más, al palacio de los duques del Infantado, una de sus obras más significativas. La más hermosa que hizo para los Mendoza, esos clientes que, junto a los propios Reyes y a los arzobispos de Toledo, capitaneaban lo más granado de la aristocracia castellana a finales del siglo XV. 

¿Qué aporta de nuevo a la arquitectura española este palacio? En la planta, nada. Se trata de un edificio cuadrangular, con patio central de dos pisos, en torno al que surgen las habitaciones. En general, el planteamiento inicial debió ser hecho con muros exteriores muy herméticos, por lo que respondería a cierta estructura castillera, medieval, quizás heredada directamente del anterior palacio o «casas mayores» mendocinas en las que habitaron los abuelos del duque constructor, y que sería una cerrada construcción con torres esquineras. Ciertos detalles del actual palacio, diseñado y dirigido por Juan Guas, nos dan esos parámetros medievales aún vivos: a) muros fuertes, altos, cerrados, con patio central que da acceso a todas las habitaciones. b) ingreso lateralizado sobre la fachada principal, y acceso al interior mediante circuito en zig-zag, no coincidiendo la puerta con el tiro de escalera. c) no posee torres angulares, como las que dispondría el anterior palacio, incluso como las que años más tarde todavía luciría otro palacio-castillo como el de Pastrana. 

Pero tiene algunas novedades respecto a todo lo anterior medieval. Los paramentos bajos cerrados, y los medios con ventanas pequeñas, veían abrirse totalmente sus muros en la parte más alta, con espectacular galería de abiertos arcos conopiales. 

Uno de los elementos más característicos de este palacio, y en general de la arquitectura guasiana, es la decoración del muro de fachada. Se cubre esta de cabezas de clavos, al modo que en el castillo de Manzanares había dispuesto hacerlo con medias bolas. La disposición de estos elementos es lo más original. Están colocados en el centro de los espacios que dejan una red de rombos, dentro de una tradición plenamente árabe. Además de en el castillo de Manzanares, obra del propio Guas, se ve esa distribución en el palacio de Javalquinto en Baeza, donde las cabezas de clavo alternan con florones, y en la portada del palacio de los duques de Marchena, hoy en el alcázar de Sevilla. En forma de venera, ya más avanzado el siglo XVI, pero también con la referida disposición en «sebka» árabe, se ve esta estructura ornamental en la casa de las Conchas de Salamanca y en la fachada de la iglesia de San Marcos de León. 

Otra de las novedades que aparecen en el palacio del Infantado, con raíz de estructura mudéjar pero decoración gotizantes, es la portada. Sigue el tipo toledano, con arco apuntado, dintel, y soportes a los lados, ofreciendo en la rosca una gran inscripción en letras góticas de estilo alemán. 

Finalmente, en la fachada del palacio del Infantado surge otra importante novedad dentro de la arquitectura castellana del fin de la Edad Media. Es la galería alta. Parece imitar un arrocabe, esa cenefa de la parte más alta de un muro sobre la que apoya directamente el artesonado. Su función era de la de servir de puesto de observación para actos públicos, corridas de toros, etc. En ella se funden con gran viveza lo nórdico flamenco y lo meridional mudéjar. Esa gran cornisa volada sobre tres filas de mocárabes tenía a su vez, como remate, una amplia serie de elevados florones que desaparecieron en la reforma del siglo XVI, lo mismo que las ventanas pequeñas del segundo nivel, sustituidas por feos balcones clasicistas, en la época del quinto duque. 

El patio, llamado «de los Leones» por la decoración que imprime fuerza e imagen a sus muros, se hizo indudablemente para ejercer funciones de salón. Eso sí: descubierto, y con los muros ampliamente perforados. De arcos conopiales, dobles y mixtilíneos, en la mejor tradición mudéjar, por su rosca corre, a todo lo largo de la estancia, una cinta que con caracteres góticos presenta una frase u oración civil, muy al estilo de las que los árabes ponían en sus mezquitas y palacios en honor de Alá: «Vanitas vanitatum et omnia vanitas». 

En cualquier caso, no pretendemos aquí hacer el estudio minucioso de este palacio de los duques del Infantado, aun con ser la obra más emblemática de Juan Guas en la tierra de Guadalajara y en los estados mendocinos. Con estas breves líneas hemos pretendido, simplemente, renovar la memoria y presentar completa la secuencia vital de un artista del que se cumplen ahora los cinco siglos de su desaparición. Y, sin duda, no es un mal lugar este Quinto Encuentro de los Historiadores del Valle del Henares para hacerlo.

Románico y Renacimiento por las orillas del Henares

 

Como colofón al quinto Encuentro de Historiadores del Valle del Henares, como acto cultural verdaderamente nutritivo del espíritu, gozoso a los ojos, y fragoso de amistades, el próximo domingo día 24 se hará una excursión de todos los congresistas (y de quien quiera añadirse al grupo, sin problemas) a dos de los puntos más emblemáticos de la expresión artística de la tierra alcarreña, la de la orilla izquierda del Henares: a Lupiana (muestra primera del Renacimiento filipino) y a Valdeavellano (lugar luminoso donde la primera arquitectura románica tuvo su expresión).

Imágenes de una orilla

La orilla, en este otoño manso y prolongado, se ha llenado de alamedas y choperas doradas, espléndidas. Por el Cañal, frente a las terreras de Cervantes, y más allá, junto al arroyo que viene de la Ermita yunquerana de La Granja, o en la salida del Aliendre, entre evocaciones romanas, y bajo los muros de alarde del cerrote jadraqueño, en las umbrías de Jirueque, entre los riscos de Cutamilla, y al fin bajo las rojas piedras de la catedral seguntina… no se puede parar de evocar esta orilla del Henares, que en estos días se hace más densa en la palabra de los investigadores e historiadores reunidos en Guadalajara.

Ayer jueves por la tarde se inauguró el Encuentro, ya el quinto, con masiva asistencia. Un políptico denso de versos de Pedro Lahorascala que regaló a los asistentes la Editorial AACHE de Guadalajara, pone en los ojos la luminosidad henariana: en la portada, una acuarela de Raúl Santos nos da silenciosa la arboleda, ocres y azules como perdidos, un rumor de hojas que caen entre el verjurado fino de la cartulina que desgrana poemas. Dentro, la imagen fosforescente de un campo teñido de amapolas, haciendo puerta a un óleo en el que Barbatona, como en lo alto la cruz y la Virgen, cuajada de gentes, reza y canta.

Lupiana el domingo

La clausura de este Encuentro único, rotundo y multitudinario será el domingo. Después de que hoy y mañana los investigadores (hay decenas de nombres importantes, profesores de la Universidad Complutense, y de la de Madrid, incluso gentes venidas de Francia, y de Italia) expongan sus hallazgos, y nos cuenten nuevas cosas del Henares, el domingo se hará un viaje a Lupiana. Al monasterio de los jerónimos, donde (hoy el silencio, ayer el rumor de las plegarias armónicas) se fraguó en buena medida la Hispania de los dos hemisferios: Fray Alonso de Oropesa mandando hacer los nuevos «corredores», Felipe II visitando a la Comunidad, los escritos de fray Luís de Orche rompiendo moldes, y las lecciones de fray Pedro de Córdoba chocando contra los muros de la capitular sala.

En Lupiana, los congresistas y quienes quieran en la ocasión acompañarlos se encontrarán con la huella rotunda del mejor Renacimiento castellano. La mano, la escuadra, y la gubia de Alonso de Covarrubias vibran en cada panda del claustro, en sus capiteles cuajados de cabezas de carneros, en sus medallones donde el león de San Jerónimo y los cofres misteriosos de los iniciáticos misterios se conjugan. Mientras, la fuente desgrana un susurro tímido… ¿qué día de mayo añora? ¿De quién la mirada prendida en su cristal?

Después serán el templo herreriano, que se hundió a principios de este siglo y hoy es un jardín estrecho y melancólico, con el alto presbiterio todavía cubierto de pinturas manieristas, y entre los muros forrados de hiedras asomando la altísima torre almenada. Más allá, frente a la portada solemne de la iglesia, el jardín, la avenida de entrada, en la que los copudos y viejos álamos dan un siseo de misterio a la mañana. En cualquier caso, una visita que para muchos será novedosa, y que siempre es, -por muchas veces que se haya ido a Lupiana- un espectáculo y un temblor. Todos, al final, se preguntarán lo mismo: ¿Cómo es posible que esta maravilla del arte español, a cinco minutos de Guadalajara, sea tan poco conocida? La contestación es fácil. Tiene que ver con políticos, Consejeros de Turismo, delegados, etc. Un grupo de gentes que no tiene todavía establecida su escala de valores.

Valdeavellano sobre el Ungría

Paralelo al Henares corre el Tajuña. Camino del Océano, ofreciendo sus aguas al Tajo. Al Tajuña le entrega su tributo el río Ungría, que después de nacer junto a Fuentes de la Alcarria, horada los cerros y los cubre de olivares, dejando en lo alto de su orilla a Valdeavellano, un lugar donde no puede el curioso de las viejas piedras dejar de asomarse algún día. El domingo será la ocasión para, junto a los congresistas del Valle, contemplar su silueta de pueblo noble, su plaza ancha regida de gloriosa picota, su fuente imperial, y, sobre todo, su templo parroquial, de origen románico, en el que no se sabe qué admirar más, si su planta decidida, su alta espadaña occidental, su galería porticada al mediodía, su semicircular ábside de encantadora simpleza, o su portada de grandes arcos semicirculares, casi catedralicia, que encoge el ánimo a quien sin saber qué va a encontrar, se pone delante.

Dentro, en el templo restaurado y limpio, surgen también las sorpresas. Bóvedas y enterramientos, blasones de los Labastida junto a la pila medieval decorada con volutas inacabables. Hoy añade el templo de Valdeavellano un aliciente más para ser visitado: las pinturas románico-góticas encontradas sobre una de las vigas maestras de su coro.

Para quien quiera tener una rápida noción de lo que suponen estas que sin exageración podemos calificar como las más antiguas muestras pictóricas artísticas en Guadalajara (siglo XIII aproximadamente) podemos decir que sobre una superficie que mide aproximadamente dos metros  y medio de larga por unos sesenta centímetros de alta, aparecen diversas figuras que fascinan por la fuerza de su temática, de su colorido y de la viveza con que están representadas. Forman el conjunto una serie de elementos vegetales, animales y antropomorfos. Los roleos vegetales que  se ven en esta pintura son de pura tradición románica, con  volutas continuas y formaciones de grandes hojas que surgen de  tallos.

El elemento animal es fantástico, y representa un largo dragón  que muestra dos patas, un enorme cabeza de aspecto canino, unas  cortas alas y una cola que acaba en seis cabezas pequeñas de  dragoncitos, en recuerdo de las siete cabezas del dragón del Apocalipsis. Este  animal fantástico se está comiendo a un ser humano, del que solo  se ven el cuerpo y las piernas, pues la cabeza y brazos los ha  engullido ya el dragón.

Finalmente, los elementos antropomorfos son ocho personajes en  posturas y actividades varias: uno es caballero armado con escudo  y lanza sobre caballo a la carrera; cuatro son figuras que tocan  instrumentos musicales, de los cuales tres son de cuerda y uno de  viento (laúdes y flauta, respectivamente); otros dos personajes,  al parecer femeninos, abren sus brazos y ofrecen en sus manos  unos bultos que podrían ser (de acuerdo con un ritual de danza  medieval) ramos de flores, o posiblemente crótalos, completando  con ellos el grupo de músicos; finalmente, otro personaje es un  contorsionista, y aparece en forzada postura doblando su cuerpo  en hiperextensión sobre la charnela lumbar. Toda una fiesta del Medievo, sonando sobre las vigas de Valdeavellano.

Y de vuelta a Guadalajara

Cualquier día es bueno para salir al campo, coger carreteras y derrotarlas con el coche. Todo está cerca: solo queda echarle ganas. Pero la oferta de hoy es simple, y cercana. Lupiana y Valdeavellano, dos enclaves que este domingo, por la mañana, se llenarán del rumor de visitantes de lujo, de gentes que aprecian cada voluta, cada recodo, cada destello. En ambos sitios, en el claustro jerónimo, y en la galería pétrea de Valdeavellano, el viajero se parará un momento, entre el bullicio, y dejará que otros rumores le envuelvan el corazón. Volverá a vivir tardes de lluvia, mañanas de sol, crónicas de una edad sin límites.

El Henares, un río de agua e historia

 

Otra vez, la quinta ya, que se encuentran los historiadores de las orillas del Henares y hablan de lo que este río dio, rió y fraguó en cientos de años de correr el mismo lecho. Los próximos días que van del 21 al 24 de Noviembre se celebrará en Guadalajara el quinto Encuentro de Historiadores del Valle del Henares. Y puedo decir, con íntima satisfacción, que fue este un invento surgido de un grupo de amigos, entre los que por fortuna pude contarme y aún hoy sigue adelante. Como una cita bianual entre quienes estudian los pretéritos siglos de la comarca, pero también como un bocinazo de atención a cuantos creen en la unidad de las tierras que baña este río.

No es este el momento de volver a recordar cómo el Henares fue la ruta inicial de Castilla, uno de los caminos que se abrieron generosos al pasar de los hombres y mujeres de remotísimas generaciones. Los iberos, los celtíberos, los lusones y los vacceos, tantas y tantas tribus a las que podemos llamar bisabueletes, seguidas de romanos, de visigodos, de árabes y teutones, de francos y africanos… mil razas se dieron la mano aquí, en las orillas ahora doradas y gloriosas del Henares. Lope de Vega le vio y escribió rimados versos para su presencia huidiza. Cervantes también lo conoció y por los caminos que le circundan viajaron, en mulas y carrozas, los reyes más sabios y los más pánfilos, los pintores portentosos y los santos más nuestros. No es este, insisto, el lugar para cantarle. Ya lo hicieron muchos, lo harán muchos más, y todos, mientras el hálito nos quede en el pecho para poder gozar del dolorido sentir que nadie puede arrebatarnos, diremos que es este un lugar ideal para nacer, para vivir, para morir incluso, junto a su orilla.

Un programa denso y atractivo

El jueves 21 de Noviembre comenzará el Encuentro, que esta vez se celebra en Guadalajara, en la entrañable Sala de Lecturas del Centro Educacional «Príncipe Felipe» del paseo de las Cruces. Allí, a las ocho, reunidos a buen seguro cientos y cientos de amigos del Henares, dará una primera conferencia, magistral como todas las suyas, el profesor doctor Guillermo de Cortázar, con un título que, más o menos, viene a ser así: ¿qué han hecho, qué han significado los Figueroa, en el Valle del Henares durante los últimos doscientos años? Un tema para el asombro, para la polémica incluso: una ocasión irrepetible para saber de cómo el Conde de Romanones, y luego sus descendientes, se hicieron con la posesión de grandes superficies y de las mejores tierras del Henares, usando con ello de su poder tácito durante décadas. Un vino español, y algunas sorpresas que determinada Editorial alcarreñista va a proporcionar a los asistentes, completarán esta sesión inaugural a la que se espera asistan no solamente las autoridades locales de Guadalajara, Alcalá y Sigüenza, sino de otros muchos pueblos del Henares que en estos Encuentros tendrán ocasión de plantearse, entre amigos, perspectivas y rumbos para una tierra que los tiene en potencia más que ninguna otra.

Muchos escritores, muchas noticias nuevas

Los días 22 y 23, viernes y sábado respectivamente, van a dedicarse a la presentación, por sus respectivos autores, de numerosas comunicaciones, muchas de ellas inéditas investigaciones, descubrimientos arqueológicos, hallazgos de documentos, nuevos artistas, fiestas curiosas recuperadas… todo ello dentro de un orden que el programa elaborado ofrece, y que viene a ser, en esencia, el siguiente: el viernes por la mañana se ofrecerán 7 comunicaciones de arqueología, entre las que destacan una revisión del campamento romano de Anguita, la presentación de la Casa de Hippolytus en Alcalá (un Colegio juvenil en época romana) y los hallazgos en torno al arco de la Puerta de Bejanque.

El viernes por la tarde serán comunicaciones de Historia, con referencias a temas tan curiosos como la fundación de la Orden de Caballería de la Banda en Guadalajara, el recuerdo biográfico de doña Mencía de Mendoza, una entusiasta erasmista, y de Juan Páez de Castro, el sabio historiador de Quer que preparó la gran Crónica de España para Felipe II. Sin olvidar, por ejemplo, referencias a la Casa Ducal del Infantado como patrona de la naciente Universidad de Alcalá (un trabajo del infatigable investigador González Navarro, al que siempre es un placer oír y aprender de él). O con temas relativos a la contemporánea historia de Guadalajara, como el desarrollo de la Asociación Internacional de Trabajadores (la Primera Internacional) en nuestra provincia, y los sucesos de julio de 1936 considerados como «una sublevación abortada».

El sábado por la mañana será protagonista el arte. Un total de 16 conferencias están programadas en ese espacio: se hablarán de las iglesias de la cabecera del Henares, de plateros madrileños en torno a Jadraque, de lápidas y escudos, de la biografía de Rubiales, un gran escultor barroco nacido en Palazuelos, de la evolución urbana de la plaza de San Esteban, del palacio de los Dávalos, de Juan Guas y, como siempre magistral, Muñoz Jiménez ofrecerá sus más recientes investigaciones en torno a los canteros renacentistas y el estudio inédito del Ayuntamiento mendocino de Tamajón.

Finalmente, la tarde del sábado estará dedicada a once comunicaciones sobre etnografía y folclore, destacando algunos asuntos sobre hagiografía de Santa Librada y de los Santos Niños Justo y Pastor; habrá descripciones inéditas de las fiestas solemnes del barroco en Alcalá: entradas reales, el Corpus, la jornada en honor de Santa María de Jesús. No faltarán las referencias a los relatos de viajeros por el Henares: en esta ocasión se presentan dos nuevos textos, uno de Pedro Muñoz Seca relativo a Guadalajara, y otro de Córnide de Folgueria sobre el Valle todo. En fin, temas de toponimia, como los nombres vascos de la tierra de Guadalajara, servirán de colofón a esta maratoniana reunión en la que están previstas nada menos que ¡54! conferencias sobre temas de lo más variado. Apasionante sin duda.

Y un viaje final, a la Alcarria profunda

La clausura de este Quinto Encuentro de Historiadores del Henares será, como siempre, itinerante. Un viaje cultural para el domingo por la mañana tendrá por objetivos elementos singulares de nuestro patrimonio artístico. La primera etapa se concretará en Lupiana, en el fabuloso monasterio jerónimo de San Bartolomé, donde de forma excepcional se permitirá a los «encontrados viajeros» recorrer sus claustros, sus salas, su templo romántico, sus jardines. Luego se seguirá, subiendo el río Ungría, a visitar la ignota capilla románica de Pinilla, para terminar el recorrido en Valdeavellano, y allí visitar con la tranquilidad que el tema merece, su gran templo parroquial románico, su portada cuajada de mitológicas escenas, su pila bautismal, y sobre todo, las recientemente aparecidas pinturas románicas del coro, donde caballeros y juglares danzan en colores sobre las vigas.

La comida de hermandad y las palabras de clausura de las autoridades, serán el punto final de este Encuentro, momento en el que además, si la organización no falla, se entregarán a los participantes ejemplares de las Actas conteniendo, en grueso volumen, los textos completos de todas las conferencias y comunicaciones.

Lectura final

La lectura final de este acontecimiento está, creo yo, más allá de los datos concretos del programa relatado. Está en lo que pretende, y va logrando, de formar un espíritu de auténtica unidad, de compromiso y unión entre cuantos hacen, con dinamismo, la historia de hoy investigando en la historia del ayer. La conclusión siempre es fácil. La hemos hecho en cada convocatoria, y se vuelve, ella misma, a reflejar en las palabras, en los comentarios, en las crónicas: el Valle del Henares forma una unidad geográfica e histórica a la que, por pura lógica, hay que reivindicar una unidad política. Esa unidad hará al Valle no sólo más hermoso (que ya es difícil) sino más fuerte, más rico, y con mejores perspectivas para todos sus habitantes. ¿Hay alguien que -político con fuerza y con visión de futuro- se lance a ese reto? Un Valle del Henares único, y unido.

Carpetazo al Balneario de Trillo

 

Todo parece indicar que esa palabra tan española y asesina que es «dar el carpetazo» a algo, se la acaba de aplicar el actual alcalde de Trillo, García Sancho, al Balneario de su pueblo. Según las informaciones que leo en todos los periódicos de la provincia, una reunión convocada por el primer mandatario trillano, y a la que han acudido gentes de las diversas delegaciones de la Junta de Comunidades en Guadalajara (Cultura, Industria, Sanidad y Bienestar Social), mas la Confederación Provincial de Empresarios, la Cámara de Comercio y aún la Universidad de Alcalá, ha terminado en convocatoria de entierro para el multisecular Balneario de Carlos III, en las proximidades de Trillo.

Nunca dudo de las buenas intenciones de los políticos. Es más, estoy convencido de que en su fuero interno, todos sin excepción son unos benditos, llenos de sanas ganas de mejorar su entorno. Pero a veces, incluso sin ellos mismos saberlo, se ven arrastrados por voraginosas maniobras surgidas no se sabe bien de qué avernos, y dan la cara en temas tan problemáticos, tan complejos, que se ven abocados sin remisión al ridículo.

Después de tantos años reclamando unos y otros (poniéndolo incluso en los respectivos programas electorales como meta principal a conseguir) la recuperación del antiguo y prestigioso Balneario de Carlos III para Trillo, ahora aparece el nuevo alcalde, y nos explica que ya no se tiene ese objetivo, que ahora se va a montar en aquel lugar un complejo mundo de novedosas experiencias, en el que se mezclarán, como en un «Port Aventura» a la alcarreña, un camping y un vivero de empresas, una Escuela de Idiomas y otra de Buceo (la más interior de España), más un Centro Tecnológico de Iniciativas e Investigación junto a una Escuela de Hostelería… pero del Balneario, nada. Carpetazo al Balneario.

No voy a entrar, porque es delicado, y crea enemigos, en el tema de quien está realmente promoviendo esta alternativa. No es el alcalde, que lo único que hace es dar la cara. Lo que sí quiero exponer es la sinrazón de este proyecto. Cualquier cosa que trate de hacerse en Trillo, en los terrenos ocupados por los manantiales de aguas termales, que no sea un Balneario, es despreciar una riqueza natural que no a todos los lugares del mundo les ha sido dada. Es, además, dar la espalda a lo que mayoritariamente se desea en Trillo, lo desean sus gentes, que tuvieron siempre por su máximo orgullo no solo el magnífico emplazamiento y el ideal clima de su pueblo, sino el tener uno de los balnearios más antiguos y más prestigiosos del país, en el que durante los pasados siglos acudieron personalidades, gentes de dinero y gentes pobres, miles de personas con la ilusión de curar sus males y pasar unos días agradables en aquel lugar de ensueño.

A pesar de esto, a Trillo le cayó una Leprosería que nadie quería, y hubo que aguantarse. Eran tiempos de culto unánime a San Aguantarse. Luego le cayó una Central Nuclear, y aplausos. Ahora su alcalde nos dice que de Balneario nada, que está pensando, entre otras cosas, en montar allí una «Base de datos centralizada en la que se recojan las iniciativas que puedan encajar en el desarrollo que se pretende para la zona…». O sea, música celestial de la que ahora se lleva. Mil millones para un proyecto que se escapa de las manos como el agua del propio Tajo. Y más aplausos.

Un desarrollo sostenido

Trillo, como Guadalajara entera, necesita ideas prácticas. Cosas que realmente funcionen, que pongan a trabajar a todos sus habitantes. Y mucho. Aprovechar lo que se tiene y exprimirlo hasta el fondo. Una de esas cosas es el Balneario de Trillo. Las aguas minero-medicinales, clorado-sódicas y salino-ferro-sulfatadas que brotan a la orilla del río Tajo, con temperatura cercana a los 30 grados, y en medio de un paisaje de ensueño. Eso es una realidad. Y otra es que ahora mismo, y desde hace más de cincuenta años, esas aguas están yéndose desde los manantiales directamente al Tajo, sin provecho para nadie.

Cuando Trillo recibe el «cuponazo» de la Central, cuando hay dinero en tal cuantía que no se sabe qué hacer con él, ¿no es lo más lógico ponerse a construir un buen centro termal, y acoger a tantos miles de ciudadanos españoles [y europeos, que les gusta mucho esto; y americanos, si se promociona bien] que están deseando ir a estos lugares de cura y descanso? No lo digo yo: lo han dicho los sucesivos alcaldes de los últimos años, los partidos a quienes representan, lo ha dicho todo el mundo.

Así es que la sorpresa ha sido buena.

El desarrollo sostenido de Trillo pasa por la creación de los puestos de trabajo que esta posibilidad ofrece. La historia, la tradición, el ánimo de los trillanos, exige esta salida. La opinión provincial (hablo como un alcarreño más) estaban esperando que la Junta de Comunidades, en esta ocasión como ya lo ha hecho en algunas otras, expresara su verdadero interés por el general de la provincia. ¿Qué intereses hay para que este proyecto, tan largamente ansiado y expresado por todos, se paralice continuamente en los despachos de Toledo?

Los Baños de Trillo

Las aguas de Trillo, desde los romanos hasta nuestro propio siglo, se usaron medicinalmente de muy diversas maneras. Era la más usual en forma de baños, introduciéndose el cuerpo entero en sus estanques. Pero también se utilizaban los baños a chorro en diversas modalidades: a presión, en ducha, etc. Y por supuesto en bebida, siempre ‑como aconsejaba el sabio Ortega‑ en vasos de vidrio o de cristal.

En 1777, y a instancias del rey Carlos III y de su ilustrado Gobierno, viajó a Trillo don Casimiro Ortega, ilustre profesor y naturalista que estudió a conciencia el lugar,  dejando escrita una memorable obra, maestra en su género, titulada Tratado de las aguas termales de Trillo, en la que, al comienzo de su científica descripción, nos pinta así el lugar: Todo el sitio que ocupan estos Baños, está aplanado y hermosamente adornado de calles de árboles plantados nuevamente, que llegan de un edificio a otro, para la recreación y saludable paseo de los que toman las aguas, con asientos de piedra colocados a proporcionadas distancias.

Su estudio científico fue modélico, de tal manera que hoy puede asumirse sin réplica la mayoría de las observaciones y análisis que hizo este señor.

Las aguas procedentes de los diversos manantiales de Trillo se mezclaban en los estanques de los diversos edificios, y en algunos como los del baño de la Condesa, se confundían las aguas de los manantiales con las del río Tajo. En el interesante libro «Manual del Bañista» que en el siglo XIX escribiera Sebastián Castellanos de Losada, para uso y guía de cuantos venían a Trillo a «tomar las aguas», se especifica -como en un prospecto propagandístico- el listado de enfermedades que con seguridad mejoraban al tomar las aguas trillanas: Reumatismo, Artritis, Reumatismo artrítico, Tumores articulares, Parálisis, Anquilosis, Convulsiones tónicas y clónicas, Herpes, Erisipelas, Baile de San Vito, Sarnas, Pénfigos, Diviesos, Empeines, Tiñas, Lepras, Verrugas, Contralácteas, Heridas, Bubones, Ulceras, Melancolías, Vértigos, Hemicráneas, Oftalmías, Sorderas, Rijas, Otalgias, Asmas, Toses, Gastrodinias, Acedías, Hipocondrías, Cólicos, Diarreas, Hepatalgias, Hemorroides, Lombrices, Neuralgias, Incontinencias, Histerismos, Dismenorreas, Leucorreas, Amenorreas, [fiebres] Intermitentes…. De esta prolija y polimorfa lista de achaques, que tanto recuerda a los reclamos de los actuales curanderos, como en una rueda mágica aparecen todos los padecimientos habituales del ser humano. Venían a decir, por tanto, que eran buenas para todo.

El botánico y químico Casimiro Ortega, cuando realizó en 1777 su estudio sobre las aguas de Trillo, venía a concluir que, respecto a su uso medicinal, eran sobre todas beneficiosas y recomendables, pero debían ser tomadas con ciertos cuidados. El refrán que se acuñó siglos pasados, de que Trillo todo lo cura, menos gálico y locura, debería de ser tenido hoy en cuenta por quienes tienen las riendas de la realidad.

Y, si siguen con la idea de montar allí un camping, una Escuela de Hostelería, un semillero de empresas y cualquier otra sugestiva idea que llegue desde Toledo, no habrá más remedio que montar alguna Plataforma Cívico-Ciudadana de esas que ahora tanto se llevan, para decirle a las autoridades lo que opina la gente de la calle. Que, en sitios tan pequeños como Trillo, y aunque parezca increíble, a veces se olvida.

Yo sólo abogo, en estas mal hilvanadas líneas que un tanto se salen de mi estilo habitual, porque a Trillo le pongan de nuevo, flamante y en buen uso, sus Reales Baños en marcha. Y que lo que siempre fue bueno y querido, no lo tiremos por el puente para que las aguas se sigan llevando, como hasta ahora se han llevado, tantas ilusiones y tantas promesas.