El castillo de Guadalajara

viernes, 13 septiembre 1996 0 Por Herrera Casado

 

Aunque hoy muchos lo ignoran, en Guadalajara existe un castillo. Ahora está poniéndose de moda, entre otras cosas, el «senderismo castillero», y nada mejor para estos días de otoño que se avecinan que emprender marchas por los montes y tierras alcarreñas a la busca y captura de fortalezas medievales, que las hay y muy interesantes

Pues bien, para el que quiera empezar y ni siquiera tenga coche, puede hacerlo mañana mismo visitando el castillo de Guadalajara. Mejor dicho, las ruinas de su castillo. Que fue construido por los moros, por supuesto, en la línea más pura de la tradición hispana. Se encuentra en la calle Madrid, frente a la Escuela Universitaria de Formación del Profesorado, y lo que en tiempos fue gran alcazaba islámica, y más tarde una fortaleza que albergó a los Reyes de Castilla y sirvió de sede a las Cortes del Reino, hoy es un montón desangelado de ruinas, en un inexplicable y reiterativo abandono desde hace muchos años.

Cómo es y cómo fue este castillo

Se situaba este castillo en una de las esquinas, ‑la inferior y más norteña‑ de la muralla que circundaba a la ciudad medieval. Constituido en dos cuerpos adjuntos, se formaba de muy gruesos muros, fortificados a trechos por altos torreones que daban, de un lado, sobre el barranco del Alamín, y de otro sobre la propia ciudad. En su interior, múltiples estancias, que primero sirvieron de residencia a los jefes militares árabes, y luego a los alcaides cristianos. En 1338 pasó una larga temporada viviendo en él don Alfonso XI, recuperándose de una enfermedad (en la Edad Media las enfermedades, y más las de los reyes, eran largas y apesadumbrantes, duraban largas semanas, y la convalecencia se llevaba algunos meses entre los dientes) y fundando en sus camaranchones la «Orden de la Banda», toda una institución caballeresca para premiar a los hidalgos arriacenses que amablemente le sirvieron. Luego en 1390 vieron sus salones reunirse a lo más granado del reino para celebrar en ellos las sesiones de las Cortes convocadas por Juan I. También fueron largos meses de boato, de fiestas, de reuniones, de heraldos trompeteros y mansas jornadas de espera. Más adelante aún, los Mendoza se refugiaron entre sus cien paredes resistiendo los asaltos de las fuerzas reales.

De primitiva construcción árabe, aunque muy reformado por los cristianos, lo que queda del castillo o alcázar de Guadalajara consta de dos recintos y ocupa una superficie de 17.000 m2. El recinto norte es el más grande, y mide 107 x 86,2 m. El más meridional es de 68 x 62 m. Con una puerta al frente que miraba hacia la ciudad. En sus muros todavía se aprecian tres diferentes calidades y épocas: hay una primera zona, la que da sobre el barranco, de época cristiana, que se ve estructurada de mampostería, piedras irregulares, sin simetría de hiladas y con argamasa de cal. Una segunda zona es de tapial o «tabiya» árabe, formándose con ella las dos grandes torres que dan sobre la Travesía de Madrid. Son estas dos enormes torres, huecas, de 10 metros en su frente y 3,5 de profundidad. Sobre el tapial grosero se aplicó una primera capa de argamasa oscura, y sobre ella otra más fina y blanca sobre la que se pintaron con líneas rojas simulados sillares. Finalmente, una tercera zona, que como la anterior tenía una ligera zarpa, ofrece estructura de tapial protegido por sólida capa de yeso de color amarillento.

En realidad, solamente esas dos grandes torres de «tabiya» árabe son los restos verdaderamente islámicos de este castillo de Guadalajara. El resto, muy alterado y renovado en épocas sucesivas, es cristiano. Fue casi totalmente rehecho, como la muralla de la ciudad, en los siglos XIII y XIV, y más tarde, ya en el siglo pasado, utilizado como Cuartel de San Carlos, añadido del Regimiento de Aerostación.

Ideas para el futuro

Como todo este conjunto de arquitectura militar, abandonado y solitario, ha pasado por fin a ser administrativamente regido por el Ayuntamiento de la ciudad, hora es que vayamos pensando qué pueda hacerse con ello. Cualquier cosa, menos dejarlo como está. Porque primeramente de cara a los ciudadanos de Guadalajara, y en segundo lugar en atención a esa masa creciente y Ojalá que cada día más numerosa de visitantes y turistas, no puede tenerse el alcázar o castillo de la ciudad, por muchos avatares que haya sufrido y muchas reformas que le hayan cambiado la faz, cerrado y en abandono.

Hace unos meses, y con la prensa por testigo, el concejal de Cultura y Patrimonio explicó los proyectos para con este enclave: habilitar como salón de actos un gran espacio de abovedamiento solemne, que podría ser sin excesivos costes adecentado, más la limpieza del recinto de cara a celebrar en él espectáculos teatrales. El aire libre, en Guadalajara, ha demostrado que no es un buen sitio para hacer espectáculos teatrales. Siempre que algo similar se anuncia, se pone a llover, hace frío, aire, no se oye, y al final se produce general espantada y todo pasa sin pena ni gloria, o con algo más de la primera que de la segunda.

Parece más lógico que al alcázar arriacense se le considere como lo que es, una venerable ruina, para la que sólo cabe limpiar, adecentar, consolidar y dejar que, adornada de algún que otro jardincillo, pasee la gente de bien por en medio de ella, observando lo que queda de tanta panoplia caída y tanto fuero arrumbado. Soñando y evocando (ejercicios poco comunes pero que convendrá ir estimulando para no perder la costumbre de ser humano) hazañas, personajes, épocas y mantos. Cuando hay ganas, interés, imaginación y algún que otro dinero, no demasiado, pueden hacerse maravillas. Cuando sólo hay dinero, normalmente sólo se hacen chorradas.

Sinceramente, al castillo de Guadalajara le pueden venir pero que muy bien los aires, ya probados, de un Ayuntamiento que tiene de todo lo que he dicho: sólo es cuestión de ponerse manos a la obra. Y, de momento, que cuantos más alcarreños sepan dónde está, cómo es, y para qué puede servir, el castillo de Guadalajara. Con las líneas de arriba puede servir para ir empezando.