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agosto, 1996:

Tamajón, llave de la Sierra

 

Hacia las sierras se orienta, y más en estos días caniculares, el turismo mayoritario de nuestra provincia. Para llegar a ella, varias carreteras y pueblos-llave: por el Henares, primero llegar a Humanes, y desde ahí por Puebla de Beleña a Tamajón, donde el espectáculo del Ocejón, sus praderas y estepares se abren en olor y color a los sentidos. O también desde Humanes por Cogolludo, donde tras degustar el buen cordero y admirar la fachada del palacio ducal, puede uno adentrarse en mejores espectáculos naturales, por Hiendelaencina, Bustares ó Veguillas. Más al norte, ir hasta Atienza supone llegar después a Albendiego, a Galve de Sorbe y a los Condemios, donde los bosques aún sorprenden a quienes piensan que tan grandes y altos los árboles sólo existen en países de fábula. Y los hay, los hay por aquí bien buenos.

Tamajón es uno de esos lugares a los que llamo «llave de las sierras». Porque hasta allí se llega hoy con toda comodidad por carretera, y desde su larga calle mayor pueden iniciarse recorridos diversos, a cual más interesante.

Es hoy algo relativo a él mismo, a la historia de ese enclave antes recóndito y lejano, misterioso en sus orígenes, fabulosos en algunas perspectivas, de lo que hablará. Hay un dato, por ejemplo, que pocos conocen, y que los cronistas de la corte de Felipe II detallaron en su día. El de que Tamajón fue uno de los dos lugares de Castilla donde el monarca de medio mundo pensó construir el gran monasterio de monjes jerónimos en honor de San Lorenzo. En las llanuras altas, frescas y siempre de limpios horizontes que hay en torno a Tamajón se puso la real mirada. El otro lugar fue, algo más cercano a Madrid (no mucho más) y en similar orientación altura, el Escorial donde se producía carbón para las aldeas cercanas. Entre ambos enclaves ganó la partida El Escorial. ¿Qué sería hoy de Tamajón si en aquella hora de decisiones hubiera pensado Felipe II en irse más al Norte? Un pie forzado para la «historia-ficción».

La otra esquina de Tamajón es su origen remoto. Totalmente desconocido, hay quien dice que en sus orígenes se llamó Tamaya y que fue lugar densamente poblado de judíos. No existen datos documentales que lo avalen, por lo que así queda el dato, nimbado de legendarias puntillas.

La historia cierta de Tamajón se nos va al siglo XI, cuando tras la reconquista del territorio a los árabes por parte del ejército castellano, queda como pequeña aldea en el seno del común de Villa y Tierra de Atienza. Algo después, ya en el siglo XIII, pasó a ser parte del amplio Común de Ayllón, controlador de todos los territorios en torno a la sierra de su nombre. Y en 1289 nos consta que formaba en el señorío personal de la infanta doña Isabel, hija del Rey de Castilla Sancho IV. Algo después, a comienzos del siglo XIV, durante el reinado de Fernando IV, aparece como propiedad de doña María Fernández Coronel, ama de la reina y de las infantas de la Corte. Perteneció luego, todavía en esa centuria, a doña María, mujer del Rey Alfonso XI, siendo donado el lugar, a mediados del siglo, por Pedro I a su caballero y cortesano don Iñigo López de Orozco. Este personaje, a su muerte, lo donó a su hija Teresa López, que había casado con el ya alcarreño don Pero González de Mendoza, el primero importante de esta noble familia por tierras de Guadalajara. Fue así que pasó Tamajón al mayorazgo de los Mendoza, y uno de sus propietarios en el fin de la Edad Media sería don Iñigo López de Mendoza, el primer marqués de Santillana, quien también en su testamento lo dejó a uno de sus hijos, a don Pedro Hurtado de Mendoza, adelantado de Cazorla y capitán general del ejército de los arzobispos toledanos.

En esa familia continuó. En 1536, Tamajón (con Argecilla, Palazuelos  y otros lugares serranos o preserranos) pertenecía a doña Guiomar Carrillo de Mendoza, mujer de Arias Pardo de Saavedra, mariscal de Castilla. Ya a finales de la décimosexta centuria estaba en manos de Diego de Mendoza y su esposa doña      María de Mendoza y de la Cerda, que construyeron palacio (el actual Ayuntamiento) y convento (pura ruina en las afueras…)

De estos aconteceres históricos, referencias telegráficas de tantos siglos en silencio, podemos destacar como datos clave la pertenencia jurídica de Tamajón a sendos comunes libres (Atienza, Ayllón) y más tarde a señoríos de corte real (infantas, reinas) y aristocrático (Orozco, Mendoza). Del primero de estos aspectos, derivó su secular derecho al pasto en Ayllón. Y de la energía con que los de Tamajón defendieron ese derecho, se colige el carácter ganadero de la Villa. De lo segundo deriva su derecho, preeminencia económica, de no pagar impuestos en el Reino de Castilla, lo que favoreció muchísimo el asentamiento de comerciantes en Tamajón.

El derecho de pasto en Ayllón

Existió al menos desde el siglo XIV. En un documento del Archivo Municipal de Tamajón, un testigo afirma que «memoria de hombres no era en contrario derecho de pascer las yervas e bever las aguas con sus ganados en la sierra de ayllon e cortar madera dellas».

En 1366 se entabló pleito ante la Audiencia real, entre el Concejo de Ayllón y don Inigo López de Orozco (a la sazon vasallo y del consejo del rey Pedro I) «sobre razon de los lugares de Tamajon y de la sierra de Ranas y de sus terminos». Los de Ayllón alegaban que Tamajón pertenecía al Común de Ayllón por compra que «los hombres buenos de la villa de Ayllon» habían hecho del lugar años antes. Pero no puedieron demostrar esto con documentos, mientras que López de Orozco sí mostró documentos de su señorío por merced de Pedro I.

Antes de ese año, se había hecho el deslinde de términos, que señalaba que «toda la sierra de ranas con todas sus alcarrias y lugares» era del término de Ayllón, hasta el arroyo de ¿altar? Podría ser el actual arroyo de Abad, o el de la Vega. El hecho es que Almiruete siempre estuvo claramente incluido en la Comunidad de Ayllón. En este acuerdo se reconoce el derecho de los vecinos de Tamajón para llevar sus ganados a la sierra de Ayllón «a pastar las yerbas y a beber las aguas» en ella.

Poco después, en 1382, pasó nuevo juicio ante la Corte de Juan I, porque los de Tamajón denunciaron el hecho de que los de Ayllón les habían tomado 500 o 600 cabezas de ganado «ovejuno o cabruno» sin querer devolvérselo, y además los de Almiruete habían iniciado roturaciones en los lugares del paso habitual del ganado, para evitar dicho paso. Se falló en el sentido de que los de Tamajón podían llevar sus ganados a la sierra, pero en ella no podían cortar «avellanares ni árboles verdes», aunque sí leña para uso de los pastores.

También en 1382 se pasó juicio ante la corte de Juan I, quien insiste en comunicar a los de Ayllón que permitan el uso de sus términos serranos a los ganados de Tamajón. Estos se quejaban de que les habían hecho «fuerza y robo» los de Ayllón.

El otro aspecto clave de la prosperidad antigua de Tamajón era el relativo a la exención de impuestos para sus vecinos. En 1289, el rey Sancho IV había dado un privilegio a los de Tamajón para eximirles totalmente del pago de portazgo en todo el reino. Solamente deberían pagarlo en Toledo, Sevilla y Murcia. Este privilegio fue renovado por todos los sucesivos reyes de Castilla. Se conserva en su Archivo Municipal un documento de Juan II, de 1407, y otros documen­tos posteriores de otros reyes. Hasta en 1557 Felipe II hubo de confirmarlo, ante el hecho de que en dicho año, cuando el vecino de Tamajón, Benito Forado, fue obligado en Roa a pagar tres blancas como derechos por el paso de una carga de sogas que llevaba, este se negó y apeló al privilegio de Sancho IV, que el monarca Felipe volvió a confirmar.

Una historia, como se ve, muy centrada en los temas de la ganadería y del comercio. Una secuencia que llega hasta hoy, aunque algo cambiada por el tenor de los tiempos. Hoy Tamajón tiene una realidad distinta, y un porvenir que se augura mucho mejor. Porque esa industria moderna, que en España además se instrumenta muy bien, como es el Turismo, en Tamajón podrá rendir sus mejores frutos. Para comprobarlo ¿qué mejor que hacerse una excursión hasta su limpia horizontalidad de alturas?

Rumores monjiles en Cifuentes

 

Todavía se mantiene en la alcarreña villa de Cifuentes, la comunidad sencilla de las capuchinas de Nª. Sra. de Belén, después de haber pasado no pocos avatares desgraciados en los últimos años de su historia1.

Se conmemora, sin embargo, en estos días, el cincuenta aniversario de su «refundación» después de la guerra civil. Son las Bodas de Oro de una comunidad religiosa que ha pasado a formar, reforzada, parte de la historia de la Alcarria. El pasado lunes, y como un acto más en este bloque de simbólicas conmemoraciones que para recordar su presencia entre nosotros se están organizando, di una charla en Cifuentes en torno al Cifuentes monacal que durante siglos ha tenido una voz nítida en el conjunto del devenir histórico de la Alcarria toda.

Hoy, como pequeño homenaje a esta comunidad de mujeres entregadas a los demás en oración y trabajo, pongo muy resumida la historia de este «Convento de Nª Señora de Belén», cuyo interés queda demostrado con solo leer las líneas que siguen.

A comienzos del siglo XVI, la casa de Silva era la que regía los destinos y marcaba las rutas de Cifuentes. Con su palabra se movían las tierras, con su dinero se levantaban los edificios. A estos señores todopoderosos, ver­daderos príncipes del Renacimiento alcarreño, deben las monjas cifontinas su fundación y establecimiento: quedó viudo don Fernando de Silva, conde de Cifuentes, y decidieron las doncellas y servidoras de su fallecida esposa, con un recio espíritu implacable, muy de la época, dedicarse a la oración y el recogimiento. Y, no teniendo sitio mejor para ello, subieron al ya por entonces abandonado castillo, y allí se dedicaron a la vida contemplativa. Iba al frente de ellas doña Isabel de Silva, hermana del Conde, que escogió para sí y sus seguidoras la regla de San Francisco, habiendo recibido previa­mente el permiso eclesiástico para titularse Beata de la Orden Tercera fran­ciscana.

Impresionado don Fernando con tan repentina y firme decisión, no dudó en fundar y construir a sus expensas un monasterio para ellas. Obtuvo las Bulas correspondientes de Clemente VII, edificó en las afueras de Cifuentes, junto a la ermita que llamaban «Nª. Sra. de la Fuente» o de Belén, un edificio conteniendo el claustro, las celdas, la sala capitular, el refectorio y locutorio, y habilitó para iglesia de la Comunidad dicha ermita. Catorce meses después de acometer las obras, bajaron del castillo las beatas y que­daron sometidas a la autoridad, que suponemos suave y llevadera, de sor Mencía Alvarez como abadesa, sor Francisca de San Juan, y otras monjas franciscanas traídas del Convento de San Juan de la Penitencia, de Toledo. Era el año 1527. Y don Fernando no cesó nunca, hasta su muerte, de ayudar y hacer regalos sacros a las monjitas. Igual que harían más tarde sus suce­sores, nombrados por él patrones de la fundación. Tomó posesión de la casa, en ese año, fray Alonso de Ocaña, guardián del Convento de franciscanos de Cifuentes, por delegación del provincial de la Orden, fray Diego de Cisneros, recibiendo a la comunidad en su obediencia.

Muy pronto tuvo anejo el Convento un Colegio de donce­llas, que también creó y dotó don Fernando de Silva, con asis­tencia de su hermana doña Isa­bel. Se admitían en él hasta doce jovencitas cifontinas, más o menos relacionadas, por cues­tión de linaje o servidumbre, con la familia Silva. Hacían una vida comunitaria distinta a la de las monjas, aunque cada chica tenía asignada una monja tutora («Madre, maestra o por­tera») con la que pasaba unos años de oración y educación especial. Tiempo después, la jo­ven tenía opción a elegir entre la boda o la profesión religiosa. Y uno se pone a pensar, casi sin quererlo, ¿cómo tendrían estas chicas pretendientes? Por­que ni existían vacaciones ni la luz del sol les daba si no era en el recogimiento del patio claustral, detrás de altos muros y tupidas rejas. El caso es que según atestiguan los documen­tos, algunas se casaban. Y en­tonces era el patrón del Colegio, el conde Silva de turno, quien dotaba a la doncella «conforme a la calidad de su persona, que a todo esto se tiene mucha atención», según nos dice el padre Salazar en su Crónica.

Fue habitado, durante el siglo XVII, de algunas monjas de extraordinarias dotes; crecidas, sin duda, al aire enrarecido que ese siglo respiró, sin que aparentemente nadie tuviera la culpa de ello. Las mayores exaltaciones místicas, prodigios sin cuento y admoniciones proféticas, fueron dictadas de la boca de sor María‑Inés Martínez de la Cruz y Santa Rosa, la monja de Trillo que hizo llenar, en su época, montones de cuartillas y horas de con­versación y chismorreo. Más normal fue sor Francisca Inés, abadesa del Convento, pero también de grandes dotes místicas.

La vida de la Comunidad fue sencilla en extremo, sin sufrir grandes anomalías o estremeci­mientos, hasta la con­sabida llegada de la horda francesa, que des­barató un tanto su tran­quilo devenir, y la pos­terior ley de Desamor­tización de 1835, que aun no pudiendo expul­sarlas de su casa, por ser más de doce las pro­fesas en esos días, sí que les dejó huérfanas de todo sostenimiento económico, comenzando allí una pobreza extre­ma de la que aún no han salido.

El 22 de julio de 1936 tuvieron que dis­persarse y vivir ocultas en las casas del pueblo o sus alrededores, con­templando impotentes cómo unos quemaban y destrozaban su archivo y pobres enseres, y otros derrumbaban, me­diante el incontrolado bombardeo, el edificio entero. Acabada la gue­rra civil, se re­unieron nuevamente las monjas franciscanas, de­cididas a continuar, a costa de cualquier sacri­ficio, en su Convento de Cifuentes. Por intercesión del obispo seguntino, doctor Alonso Muñoyerro, vi­nieron en 1941, procedentes de Plasencia, cuatro monjas capuchinas bajo la dirección de la madre Corazón de Jesús Ponce de León. Y en diciembre de 1945 autorizaba el Papa la instalación de comunidad capuchina en el remozado edificio, siendo el 1 de enero de 1946, y de eso se ha cumplido el medio siglo, cuando la nueva comunidad echó a andar definitivamente.

1 ver JUAN CATALINA GARCÍA, Aumentos a la Relación de Cifuentes. Me­morial Histórico Español, tomo XLII, págs. 345 y 384; FRAY PEDRO DE SALAZAR, Crónica de la Orden de San Francisco en la provincia de Castilla, pág. 451; FRANCISCO LAYNA SERRANO, Historia de la villa de Cifuentes, págs. 130‑138; SALA­ZAR Y CASTRO, Historia de la Casa de Silva. En el Archivo Histórico Nacional, sección Clero, legajos 78 a 94 se conservan gran cantidad de documentos a esta institución referentes, muy en especial sobre censos, juros, apeos y otras cuestiones económicas.

San Antonio en Modéjar, una ruina anunciada

 

La excursión a Mondéjar es algo que puede practicarse sin mayores problemas desde la capital, o desde cualquier otro lugar de la provincia, y promete llenar de interesantes visiones a quienes la practique. Un pueblo alcarreño bien urbanizado, grande como pocos, con restos de murallas, recuerdos de castillo, presencia altiva de gran templo parroquial renacentista, y los cada vez más escasos y destartalados apuntes de una ruina: la del monasterio franciscano de San Antonio, que en las afueras de la villa mantienen su triste estampa desde que hace un siglo le quitaran lo mejor de sus piedras para con ellas construir la plaza de toros.

Por más que se declaró Monumento Nacional en 1923 este monumento; por más que viene, incluso resaltado, en todas las guías turísticas de la provincia, y por más ganas que -teóricamente- tienen los mondejanos de que su emblemático monasterio sea restaurado, allí nadie pone una mano a trabajar ni de broma. Y es una pena, porque pocos lugares de nuestra provincia pueden presumir de tener uno de los más antiguos edificios plenamente renacentistas de España. A finales del siglo XV ya se estaba levantando esta joya de remembranzas toscanas.

De cualquier modo, me consta que el Ayuntamiento actual, que preside mi buen amigo Mariano Eusebio, hombre amante de su pueblo como pocos, y la concejala de Cultura, Teresa Sánchez Carretero, están preocupados por este tema y lo tienen apuntado en su agenda de prioridades. A ver si entre ellos, la Diputación, la Junta y demás fuerzas vivas (y con dinero) se proponen terminar de consolidar, limpiar y dignificar el hueco de la Alcarria donde brilla con luz propia el monasterio de San Antonio.

Cómo fue este Monasterio en sus inicios

Sabemos por ciertas referencias documentales cómo era el monasterio en las épocas en que se mantenía íntegro. Realmente era pequeño, como lo atestiguan los ruinosos cimientos que de él hoy permanecen, y la propia iglesia, que a pesar de su belleza ornamental y estilística, formaba un recinto de escuetas proporciones.

De esa minúscula apariencia tenemos la primera referencia en la carta que el 10 de noviembre de 1509 dirigía el fundador don Iñigo al Cardenal Cisneros, en la que le decía que mi monasterio es bonito, bien labrado e ordenado, pero tan poquita cosa que no paresce syno que se hizo para modelo (como dicen en Italia) de otro mayor, para el lugar basta como la mar para el agua. En las intenciones del segundo conde de Tendilla no estaba prevista la existencia de mas de 10 ó 12 frailes para habitarle, y en las Relaciones Topográficas del siglo XVI se decía que este cenobio contaba con el edificio de la Yglesia… con su huerto y lo demás necesario. Ello era un claustro mínimo, ciertos espacios para la vida comunitaria, las celdas de los frailes, y la iglesia con su sacristía. Poco más.

La iglesia del convento de San Antonio de Mondéjar era una verdadera joya del primitivo grupo de edificaciones protorrenacentistas, con las cuales se introdujo en España el nuevo estilo nacido en Italia un siglo antes. Orientada clásicamente, con el ábside a levante y la portada principal sobre el hastial de poniente, era de una sola nave, planta rectangular, y bóvedas de crucería completadas con terceletes, mas un coro elevado en la zona de los pies del templo. Incluido este templo en la tipología de lo que todavía puede calificarse como «arquitectura isabeli­na», la nave única, de reducidas proporciones, con capilla en el testero y coro a los pies, más ventanales gotizantes en los muros, con capiteles de bolas, y la decoración centrada exclusi­vamente en la portada, dejando asomar leves detalles novedosos en capiteles y molduras, en ventanales y escudos nobiliarios, compo­nen un conjunto propio de ese final del siglo XV, de ese «otoño de la Edad Mediam en el que juega tanto papel el declive de una ideología como el nacimiento, el renacimiento, de otra nueva.

En el centro de la nave existía, cubierta por el enlosado de su pavimento, una gran cripta que diseñó el arquitecto Adonza por encargo del marqués de Mondéjar, mediado el siglo XVI, y que tenía por objeto constituir un ámbito sagrado donde poder enterrarse, en pequeño panteón familiar, los titulares del marquesado alcarreño. De bóveda y muros de ladrillo, hoy sólo queda el hueco, que llama la atención por lo grandioso, ocupando buena parte de la planta del templo.

El material con que se construyó, en los años finales del siglo XV, fue de una piedra caliza de basta calidad, en forma de mampuesto poco fino, que solo dejaba la aparición de sillares bien tallados en las esquinas, y por supuesto la decoración principal de la portada y los escudos o capiteles sobre piedra de Tamajón. También al interior se utilizó la mampostería en los muros, aunque usando piedra caliza para los elementos más nobles, como el entablamento corrido a lo largo de la nave, las pilastras, los nervios bien moldurados de las bóvedas, los arcos, capiteles y columnillas de las ventanas e incluso los escudos heráldicos del hastial del testero.

Lo que hoy queda de San Antonio

De la gloria pasada quedan hoy, tal como puede comprobar quien hasta el lugar del monasterio acuda, tristes ruinas que evocan como pueden la grandeza de otros días. Entre maleza y derrumbes, rodeado el conjunto de una alambrada metálica que trata de impedir se sigan arrojando sobre las ruinas las basuras y desperdicios que se generan en las cercanías, surgen los altos muros de la portada y el testero, que a la luz del atardecer, cuando el sol los ilumina directamente, cobran relieve y casi adquieren vida, ofreciendo al espectador de hoy la valentía de formas y la elegancia de ornamentos que hacen de este monumento uno de los más bellos de la provincia de Guadalajara.

Los dos elementos que hoy fundamentalmente podemos admirar son la portada y el hastial de la cabecera. En ellos quedan las piedras talladas que componen los elementos que, lógicamente, tenían mayor relieve en el concepto general del templo.

La portada consta de un arco adornado con múltiples detalles que llegan a recubrirle de «plateresca» ornamentación protorrenacentista, en un estilo netamente toscano, con grandes similitudes respecto a las portadas del Colegio de la Santa Cruz de Valladolid y del palacio de los duques de Medinaceli en Cogolludo, obras que como hoy se sabe fueron diseñadas por el arqui­tecto Lorenzo Vázquez de Segovia.      

Consta esta portada de un gran arco semicircular con varias arquivoltas cuajadas de fina decoración de rosetas, hojas y bolas, apoyadas en casi desaparecidas jambas con similar ornamento. En las enjutas del arco, y acompañados de plegada cinta, aparecen los escudos del matrimonio fundador, don Iñigo López de Mendoza y doña Francisca Pacheco. Todo ello se escolta por dos semicilíndricos pilastrones cubiertos de talla vegetal y rematados en compuestos capiteles.

El entablamento de este arco es riquísimo, ocupado por un friso con delfines, que aparecen atados en parejas por sus colas, y cabezas de alados querubines, añadidos de series de bolas y dentellones. Encima va un amplio arco, de tipo escarzano, que forma un tímpano, con candeleros a sus lados y por frontispicio se ve una especie de gablete con molduraje de cornisa. Dicho arco está ocupado por una pequeña imagen de la Virgen con el Niño en brazos, sedente, sobre gran medallón circular de fondo avenerado, al que ciñen cornucopias con estrías y cintas plegadas. El fondo del gablete se llena de robusto follaje que orla el arco del tímpano. Se trata de una especie de cardo espinoso, muy revuelto y con una gran palmeta en medio, cargada de grano, quizás una mazorca de maíz, similar en todo a las que circuyen el arco de la puerta en el palacio ducal de Cogolludo.

Esta portada, cuyos elementos son plenamente italianos, es una de las primeras aportaciones del estilo renacentista en España. En todos sus detalles puede leerse la novedad venida de la Toscana. Es más, su simbolismo parece claramente referido a la devoción que los Mendoza, y concretamente el primer marqués de Mondéjar, tienen hacia la Virgen María, a la que colocan sobre un fondo de venera en el que clásicamente se sitúa a Afrodita na­ciendo del mar, junto a los cuernos o cornucopias de la abundan­cia, rodeado todo de cintas que simbolizan el triunfo, dando en conjunto el mensaje de una victoria emparejada de la Madre de Dios y de los Mendoza sobre el entorno.

El otro resto conventual es el muro del testero, en el que se ven como los apeos superiores se constituyen por pilastras finísimas, recuadradas con molduras, y corrido encima va un entablamento muy pobre y sin talla; los capiteles llevan estrías, volutas acogolladas y una flor en medio. Los tímpanos de dicho testero, de arcos muy apuntados, aparecen ocupados por grandes escudos dentro de láureas: el central muestra la cruz de Jerusalén, quizás en recuerdo del título cardenalicio del tío del comitente, el Cardenal don Pedro González de Mendoza, vivo aún cuando este templo se construía, y a los lados, las armas del fundador, don Iñigo López, que son las de Mendoza sobre una estrella y con la leyenda BVENA GVIA adoptada por los Mondéjar, más las de su mujer doña Francisca Pacheco.

Lorenzo Vázquez, arquitecto en Mondéjar

Aunque no existe documentación que acredite justificadamente la autoría de esta obra, todos los indicios apun­tan a que fue diseñada y dirigida por el arquitecto o maestro de obras de los Mendoza, el segoviano Lorenzo Vázquez. Hasta 1488 estuvo trabajando para el Cardenal don Pedro González de Mendoza dirigiendo el Colegio de Santa Cruz en Valladolid. Al terminar las obras allí, vino a Mondéjar, donde dio las trazas del convento de San Antonio, marchando luego, al llamado de los mismos Condes de Tendilla, a Granada, donde participó como maestro de cantería en la Capilla Real, y posteriormente a Guadix, mas concretamente a La Calahorra, donde diseñó el castillo‑palacio del marqués de Cenete, auténtica joya de la arquitectura civil del primer Renacimiento hispano. Poco después realizaría el pala­cio de los duques de Medinaceli, en Cogolludo, donde le vemos residiendo en 1503.

Los elementos ornamentales y estructurales utilizados por Vázquez en sus obras, y más en concreto en este monasterio de Mondéjar, están tomados de diversos autores italianos. Así, las exuberantes mazorcas o flores rellenas de grano que culminan las portadas del palacio de Cogolludo y de este monasterio, están tomadas del Brunelleschi y de Desiderio. Para Prentice y Kubler, Lorenzo Vázquez debe ser calificado así, como el Brunelleschi español. Sus temas están extraídos de prototipos boloñeses y toscanos, como por ejemplo el uso de los escudos heráldicos en las enjutas, las parejas de delfines y las cabezas de serafines, las cornisas y rosetas de soplo clásico, o las palmetas y veneras tan del gusto del Brunelleschi.

La obra arquitectónica y decorativa de Lorenzo Vázquez, que en este monasterio de San Antonio de Mondéjar pone lo mejor de su saber, está caracterizada por un purismo itálico total, por una importación masiva de estructuras y ornamentos que, años después, y tras la elaboración de otros muchos artistas hispanos, permitiría el nacimiento del primer plateresco español y las sucesivas corrientes del Renacimiento en nuestro país. Es Vázquez, pues, un auténtico precursor, y esta obra suya de Mondéjar prácticamente lo primero que diseña en nuestra tierra.

Antonio Herrera Casado

Cronista Provincial de Guadalajara

Sigüenza y su tanda de obispos

 

En días como estos de mediado el agosto, cuando la ciudad mitrada se pone el mejor traje de fiesta, parece conveniente acudir al recuerdo de sus grandezas. No solamente de charangas y gritos vive el pueblo: se mantiene por el sustento de su pasada historia, y en esa riqueza, y en la monumentalidad de sus huellas, encuentra fuerzas para seguir existiendo. Aunque sea en medio de la barahúnda de la fiesta.

Hoy no es mal día, pues, para recordar un fragmento, algunos detalles, de la vibrante historia seguntina. La referencia aunque sea escasa de sus obispos, los que con su nombre, sus trajes vanos, sus acciones duraderas, la hicieron consistente.

Durante muchos siglos, la historia seguntina ha estado marcada por la de sus obispos. Los cinco primeros fueron franceses: Bernardo de Agen, Pedro de Leucata, Cerebruno, Joscelino y Arderico. El obispo, junto con el Cabildo de la Catedral, ejercen el mando espiritual de una amplia y riquísima diócesis, y el señorío temporal de una ciudad cada vez más importante, rodeada de un territorio breve, pero bien fortificado. La diócesis de Sigüenza se extiende en un principio por el bajo Aragón, los valles del Jalón y del Jiloca, hasta el Duero en Osma, y hasta el Tajo por Cifuentes y por Molina. En los siglos siguientes quedará recortado algo, pero el episcopado seguntino siguió estando considerado, durante los siglos medios, como uno de los más ricos, influyentes y anhelados por los que quisieran alcanzar cotas máximas en la carrera eclesiástica. A ello añadía la prerrogativa de ser señor temporal y civil de la ciudad, en la que establecía normas, ejercía la justicia, y nombraba autoridades del Concejo. Incluso, un territorio en derredor era detentado en señorío (como un miniestado dentro de Castilla) habiendo puesto en los primeros siglos una frontera de castillos para defenderlo: la Riba de Santiuste, Pelegrina, Aragosa, la Torresaviñán, eran fortalezas propiedad de los obispos seguntinos, y en algún caso (Pelegrina) siguió siendo utilizada por ellos como lugar de retiro y descanso.

Los Obispos de Sigüenza, señores de la ciudad

Entre los siglos XII al XIX, en que los obispos ejercieron la autoridad, e impulsaron también, en todos los órdenes, el desarrollo de Sigüenza, ocuparon la mitra algunas interesantes personalidades de la vida eclesiástica, política y cultural de la historia de España. Aunque sea brevemente, creo debe hacerse ahora recordación de algunos de ellos, que ostentaron el señorío de la ciudad y su alfoz, así como el gobierno de la diócesis.

Bernardo de Agen (1123‑1152) fue el primero de todos. Repoblador, iniciador de la construcción de la catedral, asentador primero de la ciudad, gran capitán contra los moros, alentador de la cultura en ella, trayendo clérigos franceses y ciertas costumbres o tradiciones de su tierra, como el culto a Santa Librada.

Cerebruno (1156‑1166) nació en Poitiers, acabó la planta de la catedral, y la consagró. Levantó una muralla rodeando a la ciudad alta, dando un impulso enorme a la repoblación.

Martín de Finojosa (1186‑1192) continuó promoviendo la influencia de la cultura gala entre los canónigos seguntinos.

Simón Girón de Cisneros (1330‑1326), canciller mayor de Castilla, realizó amplia tarea legislativa, y aumentó defensa y muralla, promoviendo el desarrollo de la ciudad.

Alonso Carrillo de Acuña (1436‑1447) mezcla genial de eclesiástico, militar y político, intervino activamente en las guerras civiles castellanas del reinado de Juan II, y posteriormente en las alteraciones sucesorias de Enrique IV, llegando a enfrentarse a los Reyes Católicos en la batalla de Toro. Alcanzó también los cargos de arzobispo de Toledo y canciller mayor del reino castellano.

Pedro González de Mendoza (1467‑1495) llamado «el tercer Rey de España» durante el reinado de Isabel y Fernando: se trata de una gran personalidad del Renacimiento español, que ocupó gran cantidad de cargos eclesiásticos y políticos, alcanzando los obispados de Calahorra, Sigüenza, Sevilla y Toledo, siendo primado de las Españas, patriarca de Alejandría y cardenal de la Iglesia Católica con tres títulos, además de tener numerosas prebendas abaciales y de todo tipo, incluso en varios lugares de Europa. Consejero fundamental de los Reyes Católicos, fué canciller del Reino y capitán general de los ejércitos de la Guerra de Granada.

Alentó desde su posición la entrada del Renacimiento italiano en España, tanto a través de las letras como de las artes. Fué un constructor entusiasta de edificios renacientes, y en Sigüenza patrocinó la labor del coro, de un púlpito y terminó las bóvedas catedralicias, dejando su aliento renovador en la construcción de la gran plaza mayor, así como en la renovación completa del castillo, habilitándolo para residencia episcopal.

Bernardino López de Carvajal (1495‑1511), catedrático de la Universidad de Salamanca, embajador en Roma. Aunque nunca estuvo en Sigüenza, se preocupó mucho de los asuntos de la ciudad, ampliándola con nuevos barrios, construyendo nuevas murallas, puertas y fuentes; en la catedral hizo el claustro, y en la Universidad alentó reformas renovadoras.

Fadrique de Portugal (1512‑1532) eclesiástico y político, fué virrey y capitán general de Cataluña. Como hombre del pleno Renacimiento preparó en la catedral hermosas construcciones (el altar de Santa Librada, etc.) y puso retablos, portadas y grutescos por todas las iglesias de la diócesis, dejando en esas obras su escudo de armas como pregón de su magnanimidad.

Fray Lorenzo Figueroa (1579‑1605), constructor también de grandes obras catedralicias, rejas, capillas, mausoleos. En su época tomó la catedral su aspecto definitivo.

Fray Mateo de Burgos (1606‑1611), constructor del retablo mayor.

Fray Pedro González de Mendoza (1623‑1639), arzobispo de Granada y Zaragoza, gran impulsor de las artes, puso las rejas del coro y de la capilla mayor.

Bartolomé Santos de Risoba (1650‑1657), promotor de la cultura en Sigüenza, construyó la nueva Universidad en la ciudad, y alentó todo tipo de estudios, promoviendo asimismo el engrandecimiento urbano seguntino con diversos edificios, colegios y calles.

José de la Cuesta Velarde (1761‑1768), constructor de un nuevo y grande Hospicio, frente a la Universidad.

Francisco Delgado Venegas (1764‑1777), terminó el adorno del exterior catedralicio, poniendo hermosas rejas al atrio.

Juan Díaz de la Guerra (1777‑1801), quizás el mejor obispo que ha tenido Sigüenza, un hombre preocupado no sólo del progreso espiritual sino también material de su pueblo. Pudiera llamársele el «obispo albañil», pues se dedicó a construir obras públicas por todo el ámbito diocesano: puentes, caminos, fuentes, molinos, fábricas de papel, pueblos enteros (como Iniéstola o Jubera) y barrios de nueva planta, modernos y racionales (como el de San Roque en Sigüenza). Puede decirse de él que es el prototipo de hombre de la Ilustración, preocupado por el bienestar completo de su pueblo. El fué quien entregó el señorío civil de Sigüenza a la autoridad estatal.

Memoria de los obispos seguntinos

El paso por las calles y plazas de Sigüenza nos trae constantemente a la memoria estos personajes. Solamente subir al castillo y recorrer los espacios de la planta baja de su Parador, nos ofrecerá tallas de escudos, reposteros de color, bandas y soles en algarabía histórica.

Bajar la calle mayor nos permite ver sobre el frontón de Santiago el escudo de don Fadrique de Portugal, y el paseo por las travesañas, por la calle de la Estrella, por Vilegas o la Alameda, nos deparará continuamente la sorpresa de unas imágenes que no son sino expresión de su poderío y grandeza. En las bóvedas de la catedral, en el suelo de su presbiterio -unas lápidas junto a otras, cubiertas de latines- y en los oscuros rincones de sus enjutas, la silenciosa voz de sus talladas armerías nos entrega la memoria de esta historia densa. La de Sigüenza y sus obispos.

El románico de Labros , un elemento a rescatar

 

Casi todos los años traigo a relucir en este escaparate de las bondades provinciales, al pueblo -remoto y alto entre los sabinares molineses- de Labros. Porque rompe su silencio de largos meses, y la voz de aquella «gaznápira» que conquistó Madrid desde el silencio de su voz rural, se lanza a los cuatro vientos y nos recuerda su existencia.

Ese silencio del páramo lo rompe el número anual de la Revista «Labros» que hacen un fiel grupo de labreños con la atinada dirección de Andrés Berlanga. La intimidad de una sociedad rural, considerada como una familia grande, sale a relucir en sus cuatro páginas grandes y variadas. Quién nació, quién murió, quién se casó o quien terminó la carrera. Viejas costumbres que todos añoran y nadie practica, nombres que no se usan aunque antes fueron puntos cardinales de su vida, y anuncios de fiestas que, como un cumpleaños ritual, celebrarán a mediados de agosto.

Este año, además, la Revista «Labros» pone de estrella a su monumento primero, a esa fundamental seña de identidad que es su iglesia parroquial, y que resume en su estampa de hundimiento actual la evolución de una sociedad entera: los vivos se fueron, para no venirse al suelo como el templo de sus ancestros. Berlanga y sus gentes piden de nuevo atención (de ellos mismos, y de los de fuera) para la iglesia de Labros. Que no es sólo un lugar de querencias y recuerdos, sino un elemento capital en el bloque de la arquitectura renacentista de la provincia de Guadalajara. Por destacarlo, ponen referencias bibliográficas de la misma, sueltos y frases que describiéndola aparecen en libros de otros (muchas gracias por acordaros de mi «guía del románico de Guadalajara» en la que, lógicamente, Labros tiene página e imagen).

Viajar a Labros

Labros se encuentra en un pintoresco emplazamiento, en la falda meridional de un empinado cerro, seco y áspero en el verano, con una ancha vega a sus pies, y densos sabinares a las espaldas. Castizo asentamiento prehistórico, no se puede con fundamento confirmar que en torno a su eminente lugar pusieran los romanos su reducto de «Lábrica» (según decía Apiano) ni tampoco, a pesar de la fuerza de la tradición popular, que el Cid Campeador pasara por este punto, aunque esté situado con verosimilitud en el trayecto que el guerrero burgalés hizo entre Burgos y Valencia. Esa tradición popular ha clavado su recuerdo en el nombre de alguno de sus accidentes topográficos: el Pozo Bermudo, la Cabeza Alvaráñez…

La monumentalidad de Labros nunca fue excesiva. Las casas típicas de altura, las ermitas y los pairones…  poco más. La iglesia parroquial fue el elemento aglutinante del caserío. Situada en lo más alto, hoy sólo quedan de ella los cuatro muros y la torre. Su primitiva erección románica, en el siglo XII, queda reflejada ahora en la puerta de acceso, bastante bien conservada hasta nuestros días por haber estado protegida de un atrio durante varios siglos. Al haberse trasladado dicho atrio a la ermita que en la parte baja del pueblo cumple hoy las funciones de parroquia, esta puerta románica, de gran interés artístico, corre grave peligro de deterioro.

La portada románica de Labros merece un viaje para ser contemplada. Se trata de una gran puerta de arcos semicirculares, en degradación, con algunos dibujos geométricos. Bajo corrida imposta de entrelazos dobles, aparecen a cada lado un par de capiteles en los que se muestran algunas figuras del acervo mitológico de tradición muy primitiva. Bajo ellos, sendas columnas con pies tallados.

La torre de la iglesia es un gran ejemplar de planta cuadrada, toda ella construida con gris sillar bordeada a trechos de cornisas, coronada de grandes gárgolas en forma de leones en sus remates esquineros. Un reloj de sol grabado en piedra de la torre, y un escudete con la fecha de 1548 en una esquina tallado, completan lo que de interés encierra esta ya inestable edificación.

El interior del templo está totalmente en ruinas, hundidas las bóvedas, vacíos los espacios. Antiguos cronistas describen minuciosamente el retablo que fue mayor hasta 1500, en que se cambió por otro nuevo, y que estaba dedicado a Santiago Apóstol, patrón de la parroquia. En él se veían varias pinturas sobre tablas y en el centro una talla del apóstol, todo ello en neto estilo gótico de tradición aragonesa. Hace pocos años, todo cuanto de arte encerraba la iglesia fue vendido y en un furgón llevado del pueblo. Páginas como las de «La Gaznápira» en las que tal situación se describe, llenan de congojo e indignación a quien las sabe.

En los alrededores de Labros, aparece aún en pie la ermita de San Juan Bautista. Y en los alrededores de esta, se encontraron enterramientos de piedra, y en uno de ellos un esqueleto cuya calavera, agujereada, tuvieron los naturales del pueblo por reliquia de mártir. Dada la sequedad del lugar, y el hecho de que en el rincón en que apareció el cráneo siempre se veía señal de humedad, se tomó la costumbre de, en tiempo de sequía, bañar la calavera en las fuentes del pueblo, implorando la lluvia…

Y luego el pairón, el de la entrada del pueblo, bello y enhiesto, piedra gris contra el azul del cielo. El recuerdo de las Benditas Mínimas del Purgatorio, a las que el caminante implora y encomienda sus pasos, en una tradición netamente romana, medieval también, de recordar a los muertos y pedirles favores camineros, porque ¿quién mejor que un muerto, caminante eterno, para saber de pasos y jornadas?

Ya nada más. Yo, por si algo valgo, vuelvo a pedir que las autoridades que deciden sobre todos nosotros (sobre las haciendas ahora, antes también sobre las vidas) destinen cuatro cuartos a restaurar, a proteger, a darle vida al templo románico de Labros. Para que esos pequeños y vivaces seres que en sus capiteles sueñan, no vean quebrado su aliento dorado, su ruda sonrisa. Y para quienes, más a ras del suelo, simplemente viajamos y vemos, tengamos de Labros la imagen justa y verdadera, no la de una ruina, la de un abandono.