Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

junio, 1996:

Recuerdos alcarreños en Toro (Zamora)

 

Todavía andaban verdes los campos de Castilla esta primavera cuando viajé por las tierras más occidentales y bajas de la meseta, por las orillas del Duero cuando frontea con Portugal. El Congreso Nacional de los Periodistas y Escritores de Turismo tuvo este año su 19ª edición al estilo antiguo, como las Cortes de siglos pasados: cada noche la pasamos en un castillo o en un monasterio diferente (milagro de los Paradores Nacionales, que dan cobijo hoy a los villanos ó pecheros con tal que aporten su pequeña alcabala…).

Llegamos a Toro un día, y allí se me despertaron los recuerdos alcarreños como en ningún otro sitio. Desde la barbacana que rodea a la grandiosa Colegiata, -recién restaurada e inaugurada hace unos días por doña Sofía de Grecia, la esposa del Rey-, se divisa un hermoso panorama del río Duero en ancha vega, con un puente que, allá abajo, lo cruza, y con una campa inmensa a la que llaman «Peleagonzalo» y que es donde dicen que se dio, el primero de marzo de 1476, la famosa batalla de Toro que terminó con las apetencias que Alfonso V el Africano, rey de Portugal casado con Juana la Beltraneja, tenía sobre el trono de Castilla, del que se consideraba propietario por considerar a su mujer legítima heredera.

Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, reyes de ambos territorios y primeros que unieron en un Estado único a la Península entera, le combatieron al portugués. Poco tiempo antes había entrado en Castilla adueñándose de Zamora y de Toro, en la orilla derecha del Duero. Los Reyes Católicos no estaban dispuestos a permitírselo y le hicieron guerra. En ella, como en tantas otras circunstancias, contaron con sus más leales servidores, los Mendoza de Guadalajara. A propósito de esta batalla que hace pocas semanas levantaba, in situ, mis recuerdos, dice Hernando del Pulgar, cronista de los Reyes, que una vez sabido cómo el monarca portugués se había hecho dueño de Toro y Zamora, acor­daron llamar a todos los caballeros e gente de armas de caballo e de pié de sus Reynos… los quales… vinieron con la mas gente que pudieron e las cibdades e villas embiaban a sus costas gentes de caballo e de pié… Fueron con el Rey en aquel juntamiento el Cardenal de España don Pedro González de Mendoza… don Diego Hurtado de Mendoza duque del Infantadgo hermano del Cardenal… e don Iñigo Lopez de Men­doza conde de Tendilla, e don Lorenzo Suarez de Mendoza conde de Coruña hermanos del Cardenal, e don Pero Fernández de Velasco conde de Haro… e don Diego Hurtado de Mendoza obispo de Palencia (hijo del conde de Ten­dilla…); y aún particularizando más, Francisco de Medina y Mendoza dice que fue el Cardenal con mucha gente e iba él en persona y por capitan della, y de una compañía de gente de a pié de Guadalajara don Lorenzo Suarez de Figueroa conde de Coruña su hermano.

En aquel batallar, cuando Castilla entera ardía en ímpetu guerrero contra los portugueses, y en el «Real de Toro» o gran campamento puesto en las orillas del Duero esperando el momento de la conquista, mediado julio de 1475, se inició una historia que dio mucho qué hablar en Guadalajara: en ese lugar los Reyes Católicos extendieron el documento original en el que concedían el título de duque del Infantado a don Diego Hurtado de Mendoza segundo marqués de Santillana.

Todo esto pensaba yo asomado a la barbacana de la Colegiata de Toro. Poco después, haría como el Cardenal, el primer duque del Infantado, el conde de Tendilla y tantos otros hicieron en marzo de 1476: pasé a visitar el inmenso templo que preside con sus ábsides su torre y su gallonado cimborrio el caserío de Toro, cerca de Zamora, lugar hermoso y evocador donde los haya, aunque toda Castilla-León es un vergel de monumentos y lugares donde mirar arte y evocar historias. Pasear por Toro nos permite enseguida darnos cuenta de que se trata de un lugar lleno de historia. En cada esquina surge el arte, cuajado en monumentos religiosos y civiles. La villa entera fue declarada Conjunto Histórico Artístico en 1963.

La Colegiata de Toro

Si tantas cosas hay en Castilla-León que puedan al viajero dejar sorprendido y con el alma en vilo (Salamanca de noche, Segovia a plena luz, Ávila entre penumbras, las tres ciudades declaradas Patrimonio de la Humanidad), la Colegiata de Toro es un lugar donde se ven cosas únicas, irrepetibles por todo el territorio hispano. Es el mejor y más grandioso ejemplo de la arquitectura románica zamorana. Construida entre los siglos XII y XIII, ofrece una bella visión llena de equilibrio en sus volúmenes y rematada en su original cúpula. Su más característico elemento es el llamado Pórtico de la Majestad, la principal de sus puertas, orientada al poniente, que mantiene aún su original policromía sobre la piedra cuajada de figuras y escenas bíblicas. Su empaque es absolutamente catedralicio, y al parecer inició su edificación gracias al empuje del Rey de Castilla Alfonso VII. Tiene fábricas románica pura y gótica. En la cabecera, los tres ábsides dejan destacarse al central de ellos, que presenta dos cuerpos: el inferior, de arquería ciega, y el superior, de ventanas columnadas. Su portada principal, orientada al norte, es románica, con arco interior lobulado y tres arquivoltas sobre seis grupos de triple columna con capi­teles esbeltos y muy historiados. Las arquivoltas ofrecen densa iconografía de ángeles, bloques vegetales y reyes músicos centrados por un Cristo con libro, una Virgen y San Juan. La otra gran portada, increíble para quien no hubiera oído hablar antes de ella, orientad a occidente, (el Pórtico de la Majestad que antes mencioné) es un conjunto porticado compara­ble al de la Gloria en Santiago, pero en estilo gótico. De sus siete arcos puntados, el mayor se centra en la figura de Cristo Juez discriminando justos y réprobos. Los resucitados surgen de sepulcros verticales al sentido del arco. Con la cámara capté algunas figuras, mínima expresión de la belleza moviente, sonora y espléndida que allí se alza. El pórtico se abre, a cada lado, en cuatro estatuas de ángeles y profetas bajo doseles y sobre columnas cuyos capiteles, robustos y fabulosos, evidencian la transición al concepto gótico de la ornamentación.

El interior de este templo es colosal en dimensiones, en espacios, en proporciones. La elegancia del románico se mezcla con la elevación del gótico. Columnas adosadas a pilares, capiteles ricamente ornamentados, bóvedas con nervaturas valientes… todo ello se remata con los enterramientos de nobles en el presbiterio, y con ese cuadro que es joya máxima de su sacristía, la «Virgen de la Mosca» en el que una Reina Isabel parece conversar con la Virgen, mientras una diminuta y perfecta mosca se posa sobre la seda de la reina.

Una visita obligada a Toro

Evocación de batallas en las que los alcarreños dieron lo mejor de su valentía, Toro ofrece además múltiples edificios monumentales (iglesias románico-mudéjares, conventos góticos con retablos berruguetescos, palacios como el del marqués de Santa Cruz de Aguirre (Palacio de las Leyes) en los que la piedra y el ladrillo, la madera tallada y la pintura se alzan en sinfonía continua. No pares, viajero por España, en más sitios que en Toro, donde una tarde entera emplearás en ver monumentos, en recordar hazañas, y hasta en paladear un vino que se codea con los mejores de España, el tinto de Toro que supone fragancias y densidades hechas con la esencia de la uva. Alturas sobre el Duero, atardeceres de oro… un coro de recuerdos sobre la silueta de Toro.

Un centenario de campanillas para El Casar

 

Justamente en estos días, El Casar está celebrando uno de sus más emotivos y radicales centenarios: el de su libertad nada menos, el de la fecha en que un Rey de España, Felipe II más en concreto, concedió a la villa toda la capacidad de autogobierno que en aquella época podía tenerse, eximiéndola de cualquier señorío o jurisdicción ajena. Fiestas de todo tipo, desde la sesión académica de aniversario solemne, hasta las representaciones teatrales, bailes y cohetería en general, son las que ha organizado el Ayuntamiento de esta villa campiñera, dando ejemplo de lo que un pueblo que se precie es correcto que haga: rememorar su historia y conocerse mejor a sí mismo.

Pues bien, no es mal lugar este, pienso yo, para decir por qué andan tan contentos y movidos los del Casar. El 19 de junio de 1596, el rey de España don Felipe II concedía a la Villa, estampando su firma al final de un largo y hermosísimo documento de 30 folios de pergamino policromado, la capacidad de usar, en su real nombre, el señorío, el vasallaje, la jurisdicción civil y criminal, el alto, bajo y mero mixto imperio, así como la venta real. Dio pie a que pocos años después, la administración de su hijo Felipe III ampliara la concesión al privilegio de Alcabalas y Venta real, con lo que El Casar usó desde entonces la capacidad de administrar con sus vecinos esa jurisdicción civil y criminal, el cobro de todos los impuestos para su uso por el Ayuntamiento, y por lo tanto una autonomía jurídica y fiscal que la hacía «señora de sí misma» y a los vecinos como superiores a los del contorno. ¿Es para celebrarlo, o no?

Algo de Historia

Para entender por qué se llegó a esta situación, por qué fue importante este hecho, y lo que pasó los siglos anteriores, no hay nada mejor que echar una buceadora mirada en los legajos de la historia. Hace tiempo lo hice, incluso escribiendo sus fastos uno detrás de otro, y sacando a luz un libro que titulé «Historia de El Casar» y que allí, me consta, en la propia Villa, tienen en cierta estima. 

El Casar nace a la historia a finales del siglo XI. La reconquista por parte del rey cristiano Alfonso VI de la ciudad de Toledo, del valle del Tajo y sus afluentes Tajuña, Henares y Jarama, hace que las villas antiguas de esos cursos de agua crezcan y se desarrollen enormemente. El estímulo a la repoblación de esas zonas con gentes venidas del norte (de la Castilla vieja, del País Vasco, de la Montaña santanderina, y aún de las Galias) va cuajando en la creación de Comunes de Villa y Tierra, a modo de pequeñas áreas independientes entre sí y solo reconociendo el poder real. Con fueros propios y costumbres nuevas. Junto al Jarama se creó en esos años, a partir de 1085, el Común de Villa y Tierra de Talamanca. En su contexto nació la villa de El Casar, con su nombre de creación nueva, situado en unos altos a los que llamaban las gentes «los campos de Albentosa». Incluso cerca de la actual villa de El Casar existió hasta el siglo XVI un pueblo que se denominaba Alberruche, en unión de partículas castellanas y vascas que vendría a significar «la casa blanca» o algo por el estilo.

Ese Común de villa y tierra perteneció al Rey hasta 1140, en que fue donado en señorío a doña Urraca Fernández, hija del cortesano Fernando García de Hita. En 1148 retornó a la Corona, y en 1188, el piadoso rey-emperador Alfonso VII se lo donó, junto con muchos otros lugares de la Alcarria y las Campiñas, al Arzobispo de Toledo, que a partir de entonces gozó del pleno señorío jurisdiccional, fiscal y hasta de dominio.

Esta situación duró toda la Edad Media, y aún se extendió por la Moderna, hasta que llegó la época de la llamada «Desamortización del siglo XVI», cuando el emperador Carlos y su hijo Felipe II después, acuciados por los inmensos gastos que les generaban sus guerras y epopeyas por Europa y el orbe todo, necesitaron sacar dinero de donde fuera. Y así Felipe II, acogiéndose una vez más a la famosa Bula extendida en 1529 por el Pontífice Clemente VII, enajenó muchas propiedades de la mitra toledana y las puso en venta. Época de «pelotazos» auténticos fue aquella. Solo hay que fijarse en que la Hacienda Real de Felipe II valoró la villa de El Casar [de Talamanca] en 4.282 maravedises, que es lo que pagó a los obispos por ella, y la puso en venta inmediatamente en 2.630.000 maravedises. El propio pueblo intentó su compra, reunieron dinero como pudieron y trataron de adquirir, a costa de altos sacrificios, su libertad jurídica y fiscal. Todo esto ocurría en 1564 exactamente. El pueblo, tras solemne acto, adoptó el nombre de El Casar de Monte Albir, y todos se las prometieron muy felices, hasta que llegaron los problemas: sequías, malas cosechas, hambres, y no poder pagar lo que se debe.

La Hacienda Real, al no recibir lo estipulado, puso de nuevo en venta el pueblo. Se lo cedió, en 1580, al duque de Salerno, uno de los banqueros que más apretaban al Rey Felipe. Este, en una operación financiera de dureza rayana en la actualidad, sacó a la venta El Casar en 18.500 ducados de plata, o sea, en 6.900.000 maravedises. Enseguida encontró comprador: don Carlos Negrón, a la sazón señor de Torres y de Daganzo de Abajo, fiscal del Real Consejo de Indias, se hizo con él. Fundó mayorazgo a favor de su hijo Julio Negrón en 1582 y se murió a continuación, con lo que su viuda, Ana de la Cueva, y su hijo el heredero del mayorazgo, quisieron recaudar numerario de forma rápida y volvieron a ponerlo a la venta.

El pueblo volvió a pensar en adquirir su libertad. Y esta vez lo consiguieron. En 1591 empezaron a reunir los 12.000 ducados en que finalmente dejaron la operación sus dueños, y en dos plazos (el primero de 7.500 ducados en 1593 y el segundo del resto en 1596) los abonaron, recibiendo del Rey Felipe II, el 19 de junio de 1596, ese bello pergamino que antes he comentado, y que es una de las joyas patrimoniales e históricas de esta villa, no sólo por su belleza material, sino por la importancia que tiene: se trata de la auténtica carta de exención y libertad jurisdiccional y fiscal de El Casar. Ello suponía a los habitantes de la villa poder administrarse justicia a sí mismos, contando desde entonces con un Alcalde mayor y dos alcaldes ordinarios que oían en los juicios entre sus gentes y sus problemas. Esta jurisdicción alcanzaba a cuanto ocurriera en media legua a la redonda de la plaza mayor de la villa. Por esta autonomía jurídica y señorial, la entonces denominada villa de El Casar de Monte Albir poseía los siguientes derechos:

– jurisdicción civil y criminal, alta y baja, con mero-mixto imperio; rentas, pechos, derechos, etc., del señorío; elección libre de escribano, alguaciles, y guardas del monte. Y en fin el derecho a cobrar las penas (multas) de cámara, calumnias, mostrencos y la martiniega, impuestos que debían pagar los vecinos, pero que pasaban directamente a las arcas municipales y a ser administrados en las mejoras de la propia villa y su entorno.

Un paseo de hoy sobre el ayer de El Casar

Hace, pues, cuatro siglos exactos que El Casar tomó un nuevo rumbo, que aún hoy mantiene. Esa capacidad de pueblo grande, sereno, sabio y justo, de atenderse a sí mismo, a sus vecinos, y a sus cosas, con la capacidad de la autogestión plena. Siguió esa situación hasta 1812, en que tras las Cortes de Cádiz, su abolición de los señoríos, y su instauración del régimen de Ayuntamientos constitucionales con responsables elegidos por los propios pueblos, se instauraba el sistema que, más o menos, se ha seguido hasta hoy mismo: y eso es lo que conmemoramos, un cuatro veces repetido centenario que puede llenar de satisfacción a todos los que, de una manera u otra, se encuentran ligados con El Casar. Ese lugar tan amable y hermoso de la Campiña, en el que destaca su iglesia parroquial con el renovado retablo polícromo; el descubierto Calvario que es toda una joya arquitectónica por su rareza y belleza; la plaza tan típica y serena en el centro de la villa, mas sus ermitas, sus paseos, su ritmo de vida, entre sosegado y bullanguero, que le hacen paradigma de nuestra tierra. Un lugar interesante al que ir ahora, en plena celebración de su cumplida historia.

Torija, deseño de hoy sobre las piedras de siempre

 

No es mala noticia decir, de vez en cuando, que nuestra tierra es protagonista más allá de sus propios límites. Hoy corresponde ese protagonismo al castillo de Torija, y por muchos motivos. Durante esta semana pasada ha sido centro de la atención de miles de personas. Allí se encuentra el Museo del «Viaje a la Alcarria», el único museo del mundo dedicado a un sólo libro. Esa idea, que partió de la Diputación Provincial guadalajareña, llegó hace un año a consumarse, y hoy es una espléndida realidad. De tal modo, que entre sus muros, y en su torno, acaba de celebrarse con toda solemnidad el medio siglo del nacimiento de ese libro, el mejor vocero y cantor de nuestra tierra.

La idea era absolutamente genial: convertir las ruinas de un abandonado castillo, palomar sin brújula, solemne cabezón plagado de vientos, en un espacio moderno al que adscribir la memoria de una obra literaria. Y además de recuperarle como elemento arquitectónico del Medievo, que era su razón de ser, ofrecer desde él un aspecto moderno, contemporáneo, de la vida de la villa torijana, de la Alcarria toda.

Ese reto fue aceptado por Diputación Provincial, por el Ayuntamiento de Torija, por una serie de gentes que pusieron manos a la obra para montar aquel espacio de acuerdo a unas nuevas coordenadas. El encargado de llevar hasta el final ese reto fue el arquitecto José Luís Condado, quien auxiliado por un equipo en el que formaba parte Antonio Dombriz del Prado como arquitecto técnico, consiguieron transformar un patio vacío y un torreón sin más esencia que sus fortísimos muros, en un espacio nuevo, múltiple, lleno, luminoso y mágico. Quizás la más alta función de la Arquitectura, la de «crear espacios» frente a la de alzar imágenes, es la que en el Museo de Torija se ha llevado a cabo.

Esa hazaña, que es técnica y plástica al mismo tiempo que utilitaria, ha sido reconocida hace tan sólo unos días por la publicación de mayor prestigio en el mundo del diseño arquitectónico: la catalana ON Diseño, en su número 171, trae un amplio reportaje cuajado de fotografías en color, de la rehabilitación que Diputación Provincial ha hecho del viejo castillo de Torija para transformarlo en Museo del «Viaje a la Alcarria». Y entre otros variados ejemplos de afortunadas remodelaciones en otros puntos de España, la intervención alcarreña resalta con fuerza y originalidad únicas.

Nueva imagen para Torija

Una imagen de modernidad y atrevimiento, con la función conseguida sobre la ruina inservible. Lo que se ha hecho en el castillo de Torija puede quedar (de hecho ha quedado, según las palabras de la Revista ON Diseño) como una página señalada de la historia de la restauración arquitectónica, como una de las mejores y más atrevidas novedades en punto a reunir patrimonio «puro y duro» (un castillo medieval de los Mendoza) con la oferta cultural más moderna, como es un museo de recuerdos directos en torno a un libro, a un personaje y a una tierra (el del «Viaje a la Alcarria» de Camilo José Cela.

Los orígenes del elemento son remotísimos. ¿Castillo templario, como quieren algunas leyendas? Más bien un originario torreón, una «turrícula» minúscula, vigilante de caminos, asomada al valle frondoso que desde la meseta lleva al valle del Henares, y que daría nombre, hace siglos, al pueblo: de turrícula a torija sólo existe una modulación en el pronunciar.

Luego fueron los grandes señores de la Alcarria, los López de Orozco, y más tarde los arzobispos toledanos, los Mendoza de Guadalajara… esa densa lista de nombres que suben y bajan por el valle, y que en 1525 se adensó en el llamado «Paso Honroso de Torija» en el que don Lorenzo Suárez de Mendoza, conde de Coruña, y sus primor todos de Guadalajara, ofrecieran un galán espectáculo ante el Emperador y el Rey de Francia que por allí pasara.

El batallador «Empecinado», don Juan Martín, por hacer guerra a los franceses dinamitó el viejo castillo, para que no fuera usado por los napoleónicos, y así quedó ya roto y traspasado de los vientos, hasta hace pocos años en que inició, paulatinamente, su reconstrucción, que ahora se ha visto rematada con esta valiente decisión de meter en su interior un museo, y ponerle a la gran torre del homenaje un aditamento que entre materiales modernos (la madera, el metal y los cristales) ofrece al viajero la posibilidad de visitar, lleno de luz y de recuerdos, un Museo lleno de interés y alcarreñismo.

La novedad de Torija

Según palabras del autor de la restauración, el arquitecto José Luís Condado, «el objetivo básico de la intervención en el castillo de Torija ha sido la rehabilitación interior de la torre del homenaje, para facilitar su utilización como pequeño museo monográfico». Para ello se han tenido que realizar dos forjados interiores, ya que la torre sólo conservaba la bóveda de cobertura de la planta inferior, y se han tenido que añadir los elementos necesarios para permitir la comunicación entre los diferentes niveles interiores.

Con las palabras técnicas del profesional que mide al milímetro lo que hace, en Torija «la diferencia de cota existente entre la rasante del patio del castillo y la planta primera [del interior de la torre, inicio del Museo] se salva mediante una escalera contenida en un volumen exento, adosado en el ángulo del patio más próximo a la torre; entre esta planta y las dos superiores, la circulación vertical se establece por medio de una escalera de caracol dispuesta en el interior del hueco rectangular practicado en el tramo central de los dos forjados interiores».

Esa escalera exterior sirve al mismo tiempo como vestíbulo de ingreso a la pequeña sala, de impresionante bóveda pétrea, que aún existía original en la torre del Homenaje, y que en estos pasados días ha servido de sede a una magnífica exposición de pinturas de paisajes alcarreños de Jesús Campoamor.

Son varios los aspectos que cabe resaltar en esta interesante restauración del castillo de Torija, y su adecuación como Museo del «Viaje a la Alcarria», ahora destacados por la Revista ON Diseño como ejemplares: en primer lugar, la no reconstrucción de los elementos y materiales originales; segundo, el tratamiento reversible y no traumático de los muros y elementos conservados de la fortaleza, de tal modo que los nuevos elementos ahora incorporados puedan ser interpretados siempre como piezas muebles, susceptibles de ser retiradas en cualquier momento futuro. Y tercero, el uso de nuevos materiales, que en ningún caso tienen una apariencia que quiebre la silueta o las texturas anteriores del edificio, y que cumplen la función requerida sin excesivos contrastes entre ellas. De este modo, se ha recurrido a un repertorio restringido de cuatro materiales básicos: el hormigón, el acero (como elemento estructural de las dos escaleras y de los forjados interiores), la madera con dos acabados industrializados diferentes, para las superficies del forjado final y el cerramiento de la caja de la escalera exterior, combinado en este último caso con el vidrio.

Todo ello en el cuerpachón vetusto, pero renovado y hoy más vivo que nunca, del castillo de Torija, que además añade un marco urbanístico muy mejorado en los años últimos, renovado y cuidado por su Ayuntamiento, hasta el punto de que, para quien todavía no haya subido sus pasos hasta esta plaza y este castillo-museo de Torija, le recomiendo que cuanto antes lo haga, porque se va a llevar una gratísima sorpresa.

Una Guía para un Viaje

 

Cincuenta años después, el viaje que Camilo José Cela emprendió por tierras de la Alcarria de Guadalajara se ha transformado en una especie de epopeya que merece conmemoración y hasta discursos. Placas descubiertas, bandas de música y un mercadillo de artesanía en la plaza mayor de Torija. La gloria de Camilo José Cela, adquirida después de aquel viaje, y gracias a méritos propios y largas horas de estudio, y de escritura (detrás de un hombre de éxito, y al contrario de lo que se dice por el común de las gentes, no suele haber una mujer maravillosa, no la hay casi nunca; lo que hay son muchas horas de trabajo, mucho esfuerzo y mucha renuncia) parece ahora extenderse por todo aquello que rodea su figura monumental. Cela es ya otro monumento de la Alcarria, y como a tal hay que darle culto, hablando de él cuando genera aniversarios.

Cómo fue el viaje y cómo saber de él

El jueves día 6 de junio, ayer mismo, se ha cumplido el medio siglo de la salida de Madrid rumbo a la Alcarria de un joven escritor, larguirucho y flaco, que se montó en un tren madrugador que salió de Atocha y se plantó un par de horas después en la calle mayor de Guadalajara, donde compró un periódico en «La Alcarreña», una testera de mula en Casa Montes, dejó el equipaje en el bar del Hotel España y se fue hasta el palacio del Gobierno Civil donde fue recibido por el Gobernador de entonces, don Juan Casas. A la vuelta se compró una caja de bizcochos borrachos. Nunca llegó a aclarar Camilo qué hizo con ellos: supongo se los comería inmediatamente, porque unos bizcochos tan típicos, en plena canícula, no aguantan fuera del frigorífico más de unas pocas horas…

Siempre generó la enjundia de este viaje muchas disquisiciones. Que si fue sólo o acompañado. Que si lo hizo de una vez o en varios viajes. Que si fue en junio o en septiembre… la verdad es que hoy no queda la más mínima duda de esta cuestión conceptual. Un libro maravilloso, complemento ideal del «Viaje» celiano, aparecido hace un par de años, y escrito por el principal estudioso de Cela y de su obra, Francisco García Marquina, aclara todas estas dudas. En su «Guía del Viaje a la Alcarria» Marquina nos refiere cómo fue un jueves 6 de junio (de 1946) que Cela salió muy temprano de su casa de la calle Alcalá (digo «su casa» y me sirve para los dos: conozco el secreto de que, en su primera infancia, Marquina vivió en el mismo edificio que Cela, en Madrid) y llegó hasta Guadalajara. Y luego, a lo largo de casi 300 páginas, amalgamado con fotografías auténticas, obtenidas tras complicadas investigaciones, va presentando a los personajes que dieron vida al relato de Cela, todos los avatares del camino, y muchas cosas que, o porque no se acordó al escribirlo, o porque se las guardó para más tarde, le ha ido contando el Premio Nobel al biógrafo/amigo/vecino.

Hay un área especial en este libro de García Marquina, que desvela secretos a raudales, y pone información rigurosa sobre la mesa. En esta ocasión de medio centenario es especialmente de agradecer: son las páginas 13 a 40 en las que surge el llamado «Preámbulo para estudiosos». Allí nos cuenta Marquina cómo escribió, sobre un cuaderno de pastas de hule, Camilo sus notas rápidas. Escuetamente nombres, fechas, fogonazos de visión. Fotos instantáneas que luego se dorarían a la lumbre de su despacho y de su pensar. También sabemos del mapa-guía Michelín que, como los italianos de Francisci, llevaba el escritor como guía la más segura. Y de todas las anécdotas surgidas en el transcurso del viaje y después. Cela anotaría en su cuaderno de hule, tras pasar por Brihuega, donde dedica a Julio Vacas sus páginas más impresionantes: «un ropavejero bizco me dedica dos libros». Cuando años después, concretamente en mayo de 1948, apareció por fin editado en forma de libro este «Viaje a la Alcarria», la familia de Julio Vacas se molestó mucho por lo que decía de este personaje de los soportales briocenses. Se enfadaron algunos más, pues concretamente don Francisco Layna Serrano, polemista contra todo y contra todos, le reprochó a Cela dar una imagen tan triste y tenebrosa de su tierra. Esa polémica quedó zanjada por plumas bien cortadas que sabían lo que había detrás de aquella humilde edición de «Revista de Occidente»: todo un libro antológico, algo que recibiría un día el homenaje que ayer, en loor de multitudes, recibió en Torija. Antonio Fernández Molina publicó en NUEVA ALCARRIA, el 11 de septiembre de 1948, una breve crítica sobre esta edición, titulándola «Un libro interesante sobre la Alcarria». Y poco antes, el primero de mayo de ese año 48, Benjamín Arbeteta también expresaba en estas mismas páginas  su opinión positiva en «El viajero y la tierra». Solamente algunos han quedado todavía pensando que esta obra le hizo más mal que bien a nuestra tierra, y así hubo alguien que, en enero de 1989, poco después de recibir Cela el Premio Nobel, decía en estas páginas de Camilo que «…donde quiera que puso el pie, puso la saña maldiciente…».

Camilo José Cela preparó el Viaje a Guadalajara y su escritura a instancias y con el ánimo de algunos intelectuales de esta tierra que, amigos suyos por entonces, le dijeron que aquí había «materia» para su bien cortada pluma. Fueron estos mentores José María Alonso Gamo, el gran poeta de Torija; Benjamín Arbeteta; y Alfredo Domínguez, músico, hijo de don Severino, el médico de Budia. Gracias a ellos, porque todo esto que hoy celebramos pudo alcanzar su parto.

Un parto que no fue solitario. García Marquina documenta a la perfección el Viaje celiano. Lo hizo de un solo tirón, entre el 6 y el 15 de junio de 1946. Podría dividirse en cuatro fragmentos, pero solo porque en dos de ellos, el segundo y el cuarto, los hizo acompañado de Karl Wlasak y Conchita Stichaner, los fotógrafos que contratados por el periódico «El Español» tenían como misión retratar a Cela en su empresa andariega, y adornar con fotos la publicación en fascículos de esta obra en dicho semanario. Salió a malas Camilo con los editores de la publicación, y al final fue «Revista de Occidente» la editorial que se llevó el gato al agua, publicando esta obra por primera vez, en forma de libro, en mayo de 1948.

Valores que no deben olvidarse

En los últimos años, al compás de la fama efervescente de Cela (el Premio Nobel, el cambio de pareja, las fiestas rimbombantes a la orilla del Henares) se ha ido desvirtuando un tanto su obra. Él mismo colaboró a ello montando en globo, paseándose por los pedregales de la Alcarria en un Rolls conducido por una choferesa negra, y dejando que la Diputación regalara camisetas con su firma estampada en la pechera. Adornos innecesarios para lo que es una de las cumbres de la literatura hispánica de este siglo, y de todos los siglos. El libro «Viaje a la Alcarria» de Camilo José Cela es un libro hermoso, un libro que cualquiera puede leer con deleite, porque es ameno, y con emoción, porque está plagado de seres humanos auténticos. Un libro que cuenta cómo era esta tierra nuestra hace cincuenta años (hoy, por suerte, está cambiada, y quien no sepa asumir la historia, que se vaya). Un libro que ha permitido, tras medio siglo de su propio y solitario batallar, que la Alcarria sea un referente literario en España. Son estas, y tantas otras cosas, las que los alcarreños de hoy, y los que vengan detrás, debemos a Camilo José Cela, que es para que sin rubor y respeto ajeno nos arrojen ante él y nos lleven a gritarle: ¡Gracias, don Camilo, por esta obra! ¡Gracias siempre por habernos retratado con su mano certera! ¡Nos hace felices ser alcarreños, después de haber leído el viaje a la Alcarria, y ahora poder decírselo! ¡Gracias siempre…, don Camilo!

Ana de Mendoza y de la Cerda, princesa de Éboli

 

A propósito de una conferencia de Suarez de Puga

Tuve la suerte, hace poco menos de quince días, de vivir una tarde de intensa evocación alcarreñista en la villa de Pastrana, de la mano de uno de nuestros mejores escritores, de José Antonio Suárez de Puga, quien, en un entorno ideal de arte e historia, en el oratorio de San Ana de la plaza del Deán de Pastrana, habló de mil cosas relativas a esa villa, a la princesa de Éboli, a Santa Teresa y a los Mendoza que impregnaron -siglos atrás, ecos sin fin hasta hoy mismo- cada esquina pétrea de nuestra tierra.

La tarde se fraguó al calor (lo hacía ya, en una primavera recién estrenada, verde como nunca) de una reunión científica protagonizada por los médicos y cirujanos especialistas en Otorrinolaringología de nuestra Región, que habían elegido la villa de Pastrana para celebrar su Congreso anual. Tuvo una primera visión del palacio ducal, que ya es propiedad de la Universidad de Alcalá, aunque su figura valiente pero llena de rotos (como el traje de un hidalgo castellano, honorable y sin zurcir) sigue sin poder desmenuzarse con la visita a su interior. Siguió con un paseo por la calle mayor, a la sombra de sus palacios, de sus casonas sencillas pero vividas, hasta la alta plaza del Ayuntamiento y la Colegiata, donde los poderes civil y eclesiástico se miran siempre, sin exclamar más que colores de banderas y lambrequines o capelos de entallados blasones.

En su interior, y acompañados por don Licinio, amable siempre, sabio siempre, cuidadoso siempre de cuanto en el venerable templo se contiene, todos contemplaron atónitos (yo mismo, siempre dentro de la Colegiata pastranera, siento ahogo por tanta grandeza y tan medida) el crucero que mandara levantar don Pedro González de Mendoza, el retablo cuajado de pinturas de santas vírgenes, y el húmedo y críptico subsuelo en el que los mármoles se mezclan a los huesos, y el nombre del marqués de Santillana convive en talladas letras romanas con el de la biznieta del gran Cardenal, doña Ana de Mendoza y de la Cerda, la tuerta Éboli.

Por fin, nuestro pasar fue a las enmaderadas salas del Museo, donde otra vez surgieron, como montañas de color y de vida, los seis tapices de las cruzadas africanas de Alfonso V de Portugal. Vistos de todos, emocionados rostros y asombrados corazones (el orgullo de ser español y tener entre nuestros límites esas joyas del arte universal) tras alguna explicación que esbocé por aquello de que, tras estudiar largo tiempo esos paños algo sé de ellos, la mayoría de los comentarios fue dirigida a la necesidad de que tal colección de tapices merecería mejor emplazamiento.

Luego vino la subida pausada por las callejas viejas: la Palma y su caserón inquisitorial, el Colegio de San Buenaventura, con el recuerdo de los niños cantores, y al final el arco de San Francisco, por donde se cruza a la plaza del Deán, ese ámbito evocador y solemne en el que la historia de Pastrana vuelve a respirar a pecho henchido.

Allí, en un lugar antiguo y ahora recuperado gracias a las tareas restauradoras del Ayuntamiento pastranero, fue la conferencia de Suárez de Puga. El oratorio de Santa Ana está anejo al palacio del deán. Era este caserón la residencia del presidente del Cabildo de la Colegiata pastranera. El duque don Ruy, por no contar con catedral en la villa de la que fue nombrado duque, quiso tener algo similar, levantando sus muros, consiguiendo su titulación de colegiata, y patrocinando generosamente un Cabildo de curas que en todo simulara la grandiosidad litúrgica de una catedral tradicional. Pues este oratorio, creado para la devoción de tan altos señores, ha sido limpio y adecuado a charlas, a exposiciones, a conciertos. Allí fue que Suárez de Puga habló de la Princesa de Éboli en un largo y meticulosamente alzado andamio de erudición, de saber y de análisis. En su presentación, pedí para él el nombramiento de Hijo Adoptivo de Pastrana, porque es de justicia que cuando hay alguien, en algún lugar, que siempre que tiene ocasión eleva su voz para decir la gloria de ese lugar, y la dice con razón y con profundidad (incluso con hermosura) debe ser reconocido al máximo nivel. Suárez de Puga lleva muchos años cantando a Pastrana en sus versos, analizando su ser y su existir; el de sus personajes, el de sus edificios, el de su figura única en la Alcarria y en España. Y es justo que le sea reconocido (con algo que cuesta tan poco, es más, que no cuesta dinero, que es de lo que andan hoy ayunos, al parecer, nuestros estamentos oficiales) su trabajo con ese aplauso que honrará tanto a quien lo dé como a quien lo reciba.

Suárez de Puga, con un auditorio formado por profesionales de la Medicina, la mayoría (por universitarios y humanistas) interesados en las secuencias de la vida y pasiones de una mujer única, desgranó en una conferencia bien trabada, construida meticulosamente con los elementos todos de la biografía de un personaje del que apenas contó su biografía, la íntima creencia de que fue en Pastrana, en su palacio ducal, y de la mano de la princesa de Éboli, que el Renacimiento español cuajó definitivamente su retrato. Porque en doña Ana de Mendoza confluían unas fuerzas familiares (era bisnieta del Cardenal Mendoza, por lo tanto rama central de los Mendoza de Santillana e Infantado) y unos ánimos fundacionales (la traída a Pastrana de Santa Teresa para, junto con San Juan de la Cruz, promover el asentamiento del Carmelo reformado en la villa) que mezclados a sus posteriores intrigas en la Corte, y su ilusión (cuajada al fin, pero tras su muerte) de «reconquistar» en cierto modo el trono de Portugal para su familia, elevan y afianzan el entramado de secuencias que sin duda permiten afirmar esta hipótesis esgrimida por Suárez de Puga desde un principio. Pastrana, eje del Renacimiento en España, gracias a sus señores los duques de Silva y Mendoza, tanto de don Ruy Díaz como de doña Ana la de Éboli. Un magnífico decir que culminó con un poema a Pastrana fuera de todos los cánones excepto del último y más recóndito de los círculos: el de la belleza literaria plena.

Una tarde que no acabó ahí. Siguió en el interior del templo de Santa María de Gracia (iglesia renacentista de los franciscanos de Pastrana, ahora en proceso de restauración para albergar la Feria Apícola) con un concierto excelente de la Agrupación Coral «La Paz» de Pastrana, que hizo adquirir nueva dimensión sonora a las venerables cúpulas del crucero del templo. Y acabó al fin con una cena de gala en el Salón de la Biblioteca del Convento de San Pedro, hoy rehabilitado como «Hostería Real de Pastrana», en cuyos ventanales las frases latinas de los padres de la iglesia y los ascéticos escritores del Carmelo hispano parecen rememorar horas, cuando no siglos, de pensares y lecturas.

Pastrana demostró en esta ocasión, junto al interés que por el grupo demostró su Teniente de Alcalde, Laureano Losada, y la amabilidad de la población en cada momento, que está preparada para acoger acontecimientos regionales, y aun nacionales, de interés y altura. En ese camino, siempre lo hemos dicho, nos encontrarán sus responsables. Porque en ese camino es en el que debe echar a andar la villa: en el de la convocatoria de gentes que sepan apreciar cuanto con siglos y responsabilidad ha ido guardando.