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mayo, 1996:

La Alcarria, un camino de mil destinos

 

Hace unas pocas semanas, se celebró en Cuenca, y organizada por la Asociación Castellano-Manchega de Escritores de Turismo, en la que se agrupan las mejores plumas que hoy vivas cantan y describen la realidad de nuestra tierra, una «Jornada de Actualización Turística» en la que me cupo el honor de intervenir con una ponencia que venía a tratar, no podía ser de otra forma, sobre la Alcarria y sus infinitas posibilidades turísticas.

Los lugares del interior peninsular, como las sierras negras del sotomonte guadarrameño, los llanos infinitos de la Mancha, y el bullir alegre de olivos y trigos de la Alcarria, tienen un gran porvenir turístico. Si me apuran, mejor aún que el de las costas, porque estas se están degradando a marchas agigantadas. Y el interior tiene cada primavera flores nuevas, largos horizontes que abrillanta el cierzo.

La Alcarria, punto de mira

La Alcarria, como digo, es un lugar de permanente atracción turística. Lo fue siempre, porque tuvo (el nombre mismo lo dice, que viene del euskera o ibero primitivo «la carria», el camino: recordar «el carril» como apelativo popular al camino sencillo, y «el carro» como elemento que va por los caminos) repito que tuvo una función caminera: La Alcarria fue lugar de paso entre ambas mesetas, entre la España mediterránea y la interior y aún céltica.

La Alcarria se hizo famosa, hace ahora cincuenta años, con el universal escrito de don Camilo. En próximos días ya, la semana que viene si no me equivoco, se cumplirá el medio siglo de la primera edición de aquel libro grandioso que sacó a la Alcarria de su silencio y la plantó en medio del mundo. «El Viaje a la Alcarria» de Camilo José Cela sólo corre por los caminos de la Alcarria de Guadalajara, pero qué duda cabe que la parte de esta comarca que corresponde a otras provincias (Cuenca y Madrid) ha podido hacerse, esponjarse algo más y saltar a la fama y al deseo de ser conocida.

La Alcarria es un espacio común a tres provincias: una comarca uniforme con características propias, con peculiaridades definidas. Se extiende por la mitad sur de la provincia de Guadalajara. Abarca zonas del sureste de la de Madrid, y se extiende por buena parte del noroeste de la de Cuenca. Sus horizontes nítidos y rectos en la altura mesetaria (en las alcarrias de nombre propio) son iguales siempre: tierras de pan llevar, viñedos, algunos bosquecillos de pinos o encinas. Caminos, caminos siempre.

Y en las cuestas que desde el alto van a los estrechos valles, el olivo, el matorral de carrasco, la salvia y el tomillo perfumando los ambientes. Al fondo siempre, los arroyos mínimos, los ríos definitorios: el Henares por su extremo norte; el Tajuña, corazón con el Tajo y el Guadiela de la comarca toda. Y el Escabas aún con el Júcar formando frontera por oriente, más acá de la sierra de Bascuñana, último murallón hasta el que llega la Alcarria.

La oferta turística de la Alcarria

En nuestra tierra alcarreña, -más allá de las playas, las pistas de esquí y los palmerales que brindan otros-, deben buscarse las rutas que ofrecen paisajes sorprendentes. Los tiene, hay que buscarlos o, por mejor decir, airearlos, contárselos a la gente. En ella deben establecerse nítidas las rutas monumentales, que son múltiples, que son densas, que tienen elementos como para entretener largos meses a un viajero curioso. Y aún deben establecerse en ella las rutas gastronómicas, porque la Alcarria tiene, en su clima de bondades permanentes, lugar para el buen cordero, para la caza corretona, para el vino acunado en las suaves lomas iluminadas por el sol de invierno. Mas los cangrejos, las truchas, los potajes y la miel, ese exquisito y paladino producto que en esta comarca encuentra su mejor expresión mundial: la Miel de la Alcarria es todo un paradigma de la gastronomía española y aún europea.

La personalidad a la Alcarria le viene a través de su paisaje, de su monumentalidad, de su gastronomía. Sin detrimento de realizar su promoción a base de rutas parciales, como páginas de una guía ideal que aún no existe, van aquí cuatro pinceladas de lo que personalmente creo es capital en esta comarca. Libros (siempre insisto en que por ellos ha de empezar la promoción de una tierra, buenas guías que estimulen la visita y den información veraz y de calidad) libros, digo, existen pocos. Quizás uno de los primeros fue el que escribió nuestro compañero de páginas José Serrano Belinchón, publicado por Editorial Everest en su popular colección de pastas duras.

Pero no es tarea bibliográfica la que aquí pretendo. Es tarea de decir cómo en Madrid, en Guadalajara y en Cuenca tiene la Alcarria preciosos gestos.

Por Madrid, ribera del Tajuña, el propio valle es una verdadera joya de tibiezas y calma: los pueblos de Tielmes, Orusco, Carabaña y Perales van escoltando al río que baja solemne. Y en los altos, el Nuevo Baztán, con su maravillosa traza de Churriguera en edificios y urbanismo, resume historia, paisaje y objetivos.

Por Guadalajara son más abundantes las ofertas. En la provincia alcarreña por excelencia, la capital se extiende en su límite, junto al Henares. Pero en su interior se alzan poblaciones de un carácter histórico y monumental impresionante. Las villas de Brihuega, de Cifuentes, de Pastrana, por citar sólo tres sonoras y de todos conocidas, son elementos que justifican una acción contundente de promoción. A Brihuega llaman «el jardín de la Alcarria», porque además de estar regadas (calles, plazas y jardines) por el agua que surge de las altas rocas hacia el Tajuña, en ella aparecen los impresionantes jardines versallescos de la antigua Fábrica de Paños. Y allí se encuentra el castillo medieval que fue sede de los arzobispos toledanos. O las iglesias de Santa María, San Felipe y San Miguel, joyas inigualables del románico de transición. En Cifuentes se mezcla castillo de don Juan Manuel (que tantos tuvo por toda la región en que vivimos) con arquitectura románica de altos vuelos (la puerta de Santiago). Finalmente en Pastrana, hoy más noticia que nunca, al protagonizar su Palacio Ducal la venta que ha hecho el obispado de Sigüenza a la Universidad de Alcalá, nos encontramos con un porvenir de oro. Ojalá que recibiera de las instancias administrativas regionales el apoyo que merece: el Museo de su Colegiata, con la colección de tapices más impresionante que se guarda en España (después de las de Zaragoza y La Granja) debería recibir una atención inmediata y definitiva. En cualquier pueblo de la Comunidad europea en que tuvieran esos seis tapices, haría ya tiempo que habrían construido, exprofeso, un museo para albergarlos. El embrujo de sus calles, la evocación de sus historias celestinescas, teresianas y ebolescas (por denominar de alguna forma esa mezcla indefinible de aventuras místicas y amorosas que Ana de Mendoza y Teresa de Cepeda protagonizan por sus retorcidas callejas) hacen de Pastrana el lugar ideal para un viaje, para muchos viajes. El paisaje que la rodea, impresionante, es pura Alcarria. Si alguien no sabe definirlo, que se vaya y lo vea.

Tajo arriba, el viajero se encontrará lugares como Zorita de los Canes, con su castillo calatravo; Sacedón, la capital de los Embalses; Pareja, con su evocación de los obispos conquenses en cada calle y en cada palacio; y Trillo, con la promesa de sus Baños siempre en la mano, que nunca cuajan y sin embargo podrían centrar un nuevo valor del turismo alcarreño, el de los balnearios serranos. Balnearios que, sin embargo, en la raya misma de la Alcarria sí están cumplidos y gozan de saludable latido: los de Solán de Cabras.

Y ya en Cuenca la Alcarria tiene notables cimas y banderas muy claras: Priego, a la puerta ya de la Sierra, es una de ellas. Con su artesanía del barro tan maravillosa; con su monumentalidad aplaudida y los paisajes que el Escabas le forma tan espectaculares. Por los bajos campos de en torno al Guadiela están Valdeolivas, con ese templo fantástico todavía poco conocido. Y Ercávica, las mejores ruinas romanas de toda la comarca, en las que aún palpita el espíritu de los artistas del Lacio.

Huete es, quizás, el mejor exponente monumental de la comarca en Cuenca. Huete ha sido bien tratado en cuanto a urbanismo, y espléndida suerte la ha cabido en cuando a lo monumental. Sus iglesias, sus monasterios, sus portadas platerescas, su copia innúmera de blasones y frontispicios se miran, como en un espejo, en la restauración hecha al convento de la Merced, en el que ese alcarreño de pro que es Florencio de la Fuente ha puesto el Museo más increíble que ningún turista imaginara encontrar.

Pero basta ya de elogios, basta de palabras solemnes. Aquí lo que se pretende es que esta tierra enjuta y valiente sea mejor conocida, apreciada por todos. Gozada por la mayor cantidad posible de seres civilizados. Ojalá que muy pronto de la Alcarria no pueda darse aquella definición que don Camilo dijera hace ahora medio siglo: que «La Alcarria es un hermoso país al que a la gente no le da la gana ir… y menos miel, que la compran los acaparadores, tiene de todo…» Ya le va dando ganas de ir, y, aunque nunca haciendo colas, como los japoneses en El Prado, no le vendría nada mal a este lar de carros y carriles que se le alzaran las infraestructuras suficientes para mostrar a todos lo hermoso que es.

El viaje a la Alcarria del Cardenal Mendoza

 

Hace cinco siglos, se dice pronto, que murió en Guadalajara el Cardenal Mendoza. Un tipo que también aquí había nacido. Y que además de muchas otras cosas, anduvo de viaje y dando vueltas, unas veces a pie, otras (la mayoría) en mula, por los caminos y los pueblos de la Alcarria.

Un bagaje que así, dicho en resumen, parece ser muy poca cosa. Aunque otros con menos inteligencia y más cara (sumados a una bicicleta o algún cartel ecologista) han hecho algo parecido y encima les han sacado en los periódicos.

El pasado año conmemoramos en nuestra ciudad, en la provincia toda, en media España (porque Sevilla, Madrid, Valladolid ¡Valladolid incluso, qué casualidad! también se sumaron) el quinto centenario de la muerte de don Pedro González de Mendoza. Y tanto se habló de él, tanto se escribió, tanto se trajo y se llevó su figura, que la mayoría de los habitantes de esta tierra (a excepción de cuatro analfabetos que, por desgracia para todos, aún quedan) saben ya quien fue este personaje. El ciclo de conferencias y viajes que la Casa de Guadalajara ofreció a sus cientos de asociados, las exposiciones que la Diputación Provincial montó por diferentes pueblos de nuestra provincia, el ciclo de charlas que, con asistencia multitudinaria, organizó la Asociación de Amigos del Archivo Histórico Provincial de Guadalajara, los artículos que unos y otros, aquí y allí (Pedro Aguilar, del Guadalajara 2000, se llevó el premio de periodismo «José de Juan García» por un artículo sobre este personaje) en mayor o menor cantidad, escribimos sobre este purpurado. Sería un verdadero rollo contar aquí, en detalle, todo cuanto se hizo y se dijo en torno a esta figura. Si hay alguien todavía que no se ha enterado, es que sólo vive para el fútbol: afición la mar de respetable, y de cuya ignorancia yo no presumo.

Un monumento más que merecido

Viene este preámbulo a cuento de haber sido propuesto por nuestro alcalde, José María Bris, -hombre que sí sabe quien fue el Cardenal Mendoza, entre otras cosas porque lee, estudia, y le interesa la historia y el ser auténtico de la tierra en que ha nacido-, la erección de un monumento al Cardenal Mendoza. Además quiere que sea erigido por suscripción popular. Que sea el propio pueblo de Guadalajara, la gente que anda por la calle en estos años finales del siglo XX, la que ponga cuatro perras que puedan sobrarle para con ellas, con las de todos, poner sobre un pedestal la figura de un personaje que consiguió con su esfuerzo y su inteligencia hacer de Guadalajara una ciudad mejor, más hermosa, más conocida de todos. Y además, de paso, embellecer aún más algún jardín de esos (tantos hay, y tan magníficos si no los llenaran de pringue esos cuatro analfabetos que aún quedan para su desgracia y la nuestra) que se alzan por el recuesto que va del Henares al Clavín.

No sólo en Guadalajara: la Alcarria toda

Y no solamente es Guadalajara la ciudad (por haber en ella nacido, muerto y trascendido el Cardenal Mendoza) que puede y debe con alegría echarse a la tarea de alzar un monumento a este singular personaje. Porque, como hace ahora cincuenta años hiciera Camilo José Cela, (al cual sí conocen -porque está vivo- todos los alcarreños), también el Cardenal Mendoza consumó su «Viaje a la Alcarria». Un viaje con principio y fin en la capital. Pero que anduvo por tierras tan variadas como la alta llanada de la primera Alcarria, entre el Henares y el Tajuña, poniendo en Pioz un castillo cuya silueta es conocida de todos. Que fue luego a Brihuega, de donde como arzobispo de Toledo era señor, pasando veranos entre los muros de su viejo castillo. Que ascendió en su mula la orilla del río Henares para pasar temporadas en su posesión de Heras, y frescos atardeceres en la ribera del Badiel, entre los muros del monasterio de Sopetrán, al que donó sus oros para hacerle más grande y hermoso. Que se guió de la altivez de un cerro, -el más hermoso del mundo, según dijera Ortega y Gasset- para en Jadraque poner su mejor morada, el castillo que luego dejara en herencia a su hijo don Rodrigo, y allí amaran unos y otros a sus mujeres, que el amor es lo que hace eternos a los hombres, porque antes se acaba la vida que el amor. Que muchas veces, y no tantas como él hubiera querido, viajó más allá, aguas arriba, hasta Sigüenza, y allí dejó una huella imperecedera: la plaza mayor, la más hermosa de Castilla entera; la catedral con sus bóvedas sonoras y solemnes; el retablo, el coro, el púlpito que tallara Rodrigo Alemán… ¿pero es posible hacer más por esta tierra, y escuchar impertérrito que nadie sabe quien fue este individuo…?

Temo la cólera, que la tuvo, y terrible, del Cardenal. Confío, sin embargo, en su inteligencia, en ese sabio mirar que sonríe y pasa de refilón (sin olvidarlo) junto a lo que le ofende. Algunos sabemos cómo fue don Pedro González de Mendoza. Simplemente hemos leído. Otros, incluso, le vieron, hablaron con él. Don Francisco Layna, cuyo centenario también acabamos de celebrar y sus libros (ese tomo segundo de la «Historia de Guadalajara» donde se dedican más de un centenar de grandes páginas al Cardenal…) son expresión de un milagro, fue uno de ellos.

Pero, en cualquier caso, el común de las gentes que tienen como único patrimonio el sentido común, saben que personajes como el Cardenal, y aquí en Guadalajara, solo entran uno en siglo (o menos en algunos siglos) y que eso es algo que merece ser recordado, aplaudido y monumentalizado.  

La estatua que le vamos a levantar al Cardenal Mendoza

No va a ser nada difícil conseguirlo. Primero un proyecto, un concurso de ideas. Que las habrá, y buenas. Los artistas, las gentes que saben de líneas, de colores y volúmenes, harán sus bocetos y maquetarán el magno corpachón de ese Cardenal que, de rojo y humanista, fuerte como un dogo de Venecia, listo como un filósofo florentino, amador como un arcipreste de Hita redivivo (él fue, entre tantas cosas que fue, también Arcipreste de Hita), lanzará al sol del mediodía su mensaje de energía y voluntad. Después, el pedestal bien alto, un parterre de flores en torno, una leyenda que diga su nombre, sus fechas, y, quizás, la paradigmática frase que su padre acuñara como emblema de su linaje, el mendocino solar: «Dar es señorío, recibir es servidumbre».

Seamos todos señores, dueños de nuestro destino, sabedores de nuestro pasado. Seamos como ese Mendoza que pronto va a alzar su silueta en alguna esquina de Guadalajara: generosos y dadivosos. Un dinero escueto, el de muchos alcarreños juntos, hará realidad este propuesto sueño. Yo, por mi parte, voy a contribuir con lo que pueda en esta carrera de generosidad y cultura. Sin importarme llegar el último.

Libros y escritores alegran la Concordia de Guadalajara

 

Otra vez, hoy viernes, vuelve a florecer la primavera del libro en nuestra Mariblanca. ¿Alguien la llama así todavía? Nos veremos allí, aunque seamos pocos. Diremos nuestra palabra, estrecharemos nuestras manos, en torno a esa rara muestra de la inteligencia, a ese boato mínimo del gusto. El libro, la pieza imprescindible por donde pasa la cultura, por la que ojos se extasían y el tacto se hace mayúsculo. Me siento orgulloso de pertenecer a ese mundo del libro, de fabricar algunos, de promover su uso y su disfrute. Y no pararé, mientras viva, de alentar a todos a que lean, a que tengan libros, a que los miren y los palpen, los hagan sus amigos.

La tradición de la Feria del Libro en Guadalajara es todavía mínima. Es más antigua la del ganado (y ya no lo hay) o la de los toros corriendo por la «Carrera», que ahora lo es de astados y antes, muchos siglos hace, lo fue de caballos y caballeros. Pero nunca es tarde para empezar una dicha. Y esta es la hora del libro. En la Mariblanca se concentrarán estos días del fin de semana, tres breves tardes, los libreros, los escritores, algún editor que otro, y al fin los lectores (que en el nuevo idioma de la administración serán «usuarios de libros») a mirar y oler, a palpar y leer, a charlar con gentes que conocen, o les suenan, o simplemente a encontrarse.

Será una propuesta hecha desde diversos ángulos (Ayuntamiento, Gremio de Libreros) que viene a entregar a todos su mensaje: y es que leer no es malo, que los libros no son enemigos, que el saber no ocupa lugar y que sólo adentrándonos en los caminos del conocimiento podremos llegar a ser (o a intentarlo) sabios, bondadosos y perfectos.

Guadalajara, puerta del libro

Aunque en Guadalajara se imprimieron libros desde los primeros instantes de la aplicación del «invento-Gutenberg», la constancia fidedigna, y concreta (tanto que aparece una imagen de su portada junto a estas líneas) de haber sido impreso un libro en nuestra ciudad es de 1564, cuando el propio duque del Infantado, el cuarto de la lista, don Iñigo López de Mendoza, mandó venir de Alcalá a dos famosos impresores, técnicos reputados en sus días como perfectos conocedores de los tórculos, para que en las salas bajas de su palacio montaran el sistema necesario de prensas, tipos y papelería con que poder dar vida a su creación literaria, la única hoy por hoy conocida: el «Memorial de Cosas Notables», un polimorfo sucederse de anécdotas clásicas, paralelas vidas y decires de sabios antiguos. Pedro de Robles y Francisco de Cormellas dedicaron su esfuerzo y su paciencia a dar vida a este que podemos decir es el primer libro impreso en nuestra ciudad, allá por las mediadas calendas del siglo XVI. ¿Y el último? Ni me atrevo a escribir su título, porque estoy seguro que cuando estas líneas aparezcan en «Nueva Alcarria» ya habrá otro más nuevo entre las manos de los lectores alcarreños. A tal velocidad se escribe hoy, se publica y se comenta lo que sale, que no pasa una semana sin que contemos los lectores alcarreños con alguna publicación novedosa que trate de Guadalajara, que esté firmada por algún autor alcarreño, o que simplemente aquí haya sido editada ó impresa.

Hace algún tiempo, eché las cuentas de lo que se publica en Guadalajara, comparando número de libros aquí surgidos con población total de la provincia. Y nos colocábamos a la cabeza de todas las demarcaciones españolas. Con tiradas reducidas, no mucho menores que en otras partes, pero con abundancia de temas, con variedad alentadora de propuestas: surgen los libros de historia (porque Guadalajara la tiene tanta, tan interesante y densa); de arte, recogiendo siluetas de su patrimonio abundante; de poesía, en efusión generosa de sus poetas y poetisas, que tan bien se afanan en entregarnos sus ideas y sus palabras bien medidas; de teatro incluso, con la recogida de textos de autores antiguos y de ganadores modernos en los concursos municipales. Cualquier alcarreño que se lo proponga tiene decenas de ofertas en las que encontrar la huella de su tierra, de sus antecesores, o de sus contemporáneos amigos, en libros de variado pelaje y vestimenta. Todo es proponerse encontrarlos, y recibir el favor de su compañía.

Escritores de raza alcarreña

Esta hazaña, digna de figurar en los anales de nuestra historia íntima (de nuestra «intrahistoria» como diría Unamuno) no ha sido un rayo que haya caído del cielo, ni surgido como del encanto de un hechicero. Ese milagro se ha hecho gracias a la tenacidad de muchos: de sus escritores (que los hay, y muy buenos). De los editores (menos son, pero con más moral que el Alcoyano). Y de los libreros, que tienen también más bemoles que una sinfonía de Beethoven (tratar de vivir y mantener una familia, vendiendo ¡libros!…)

Los escritores que en Guadalajara tienen su asiento conforman, yo diría, una raza especial, un grupo de gentes nobles, serias y responsables, que dedican su tiempo libre a la unión de palabras, a la ligazón de ideas y al duro esfuerzo de calentar el alambique de la literatura. Si hubiera que dar nombres, y para no molestar a los vivos solamente recordar a los muertos, se nos iría la mano a escribir los nombres de José María Alonso Gamo, de Ramón de Garciasol, de Francisco Layna Serrano o de José Antonio Ochaíta. Por escribir sólo los que la mano no aguanta callar. Porque haberlos, haylos, y muchos. Repase cualquiera que tenga tiempo, y ganas, las composiciones de estos autores comentados. Lea sus poemas, regocíjese en sus neologismos, sumérjase en sus historias. Y verá qué filón de literatura, qué riqueza de ideas y de informaciones aportan. Desde el propio cuarto duque del Infantado, al que mencionaba líneas más arriba hablando de libros, hasta sus contemporáneos  Gálvez de Montalvo y Medina de Mendoza, también en el siglo XVI, pasando por Fray José de Sigüenza, León Merchante, Villaviciosa o Herrera Petere, en un encadenamiento de siglos y de ideas que forjan toda una noria de magnetismos.

Entre los vivos, para alegría de todos, quedan figuras de relieve estelar. Guadalajara cuenta hoy con nombres que son gloria de la literatura española. Unos por consagrados, porque han visto discurrir toda una vida de trabajo y consecuciones. Otros porque están haciendo, ahora mismo, esa tarea paciente y segura de la «obra completa» a cada instante. Y así no es posible olvidar a Antonio Buero Vallejo, el gran dramaturgo que sigue teniendo la clara mente y el corazón firme en ideas y planteamientos. Ni a José Antonio Suárez de Puga, poeta de la cabeza a los pies, que ni una sola palabra dice en vano, cuando escribe. Ni a Alfredo Villaverde, que guarda en su cajita secreta, en su venero de risas toda la fuerza de un literato ejemplar. Ni a Ramón Hernández, novelista que alcanza a hundir su mirada en la entraña más cierta de sus personajes, muchos de ellos también vivos todavía. Todos ellos, más el Pedro Lahorascala de la poesía, el Antonio del Rey de la crítica literaria, y el nuevo académico de las Bellas Artes que es Tomás Nieto Taberné con sus estudios de formas y equilibrios, completan un retablo que es de catedral. Todo un lujo del que me alegro, y al que saludo, en estas jornadas en las que Guadalajara se vuelca a celebrar el libro, y oficia un primaveral aquelarre de páginas y plumas.

A vueltas con el Patrimonio

 

Que España es -mal que les pese a algunos- un país culto, quedó de manifiesto el pasado jueves 25 de abril, cuando en el Casino principal de Guadalajara tenía lugar un interesante debate coloquio, de esos que periódicamente organiza con tino y frescura el Club «Siglo Futuro» de nuestra ciudad. Y lo digo porque un tema como es la «Recuperación y uso de los edificios históricos con fines socio-culturales», que a priori no interesa prácticamente a nadie, dio ocasión para que se juntaran en el Casino muchísimas personas de nuestra ciudad que, con su asistencia y su participación en el coloquio, concedieron calor humano, viveza y actualidad a ese tema. Vivo siempre, en la superficie de la piel ciudadana.

Aunque el tema iba solamente en torno a los edificios históricos de la ciudad, también se oyeron voces que ofrecían realidades y pedían miradas hacia otros espacios de la provincia, concretamente para el antiguo Monasterio de Sopetrán, junto al río Badiel, que después de siglos de yacer abandonado y roto, está naciendo al empuje de gentes, de monjes y de una especie de milagro que sólo tiene su explicación en esta afirmación que hacía al principio: aunque a algunos les siente mal, España tiene futuro en su cultura y en las gentes, cada vez más numerosas, que la hacen.

El palacio del Infantado

Salió el primero a la palestra, quizás por ser el más grande. Por ser, también, el más usado, el más conocido de todos. Es sin duda el edificio histórico emblemático de la ciudad, y hay que poner la atención primera en sus imágenes. Es por ello que está ahora recibiendo, con prontitud y mimo, las atenciones del Ministerio de Cultura, para consolidar los detalles escultóricos de su portada. Luego seguirá el arreglo por el patio, y al final, (ojala no tardando mucho) vea su destino cambiado para una utilidad que a Guadalajara aún le falta: la museística de altura, el Museo Total (arqueología, artes populares, historia de la ciudad, etc.) que necesitamos. Quedó claro que la Biblioteca Pública Provincial copa en estos momentos toda la energía del Palacio, y, sin ser malo, somete al edificio a un desgaste acelerado que no merece. Cuando esa Biblioteca pase (como está previsto) al Palacio de los Dávalos, la casa madre de los Mendoza podrá esperar otros destinos. ¿Con su patio cubierto de un enorme techo transparente? ¿Protegido de lluvias y soles para dar albergue a nuevas actividades? Esa era la propuesta que, valientemente, lanzaba el moderador del debate y Presidente del Club Siglo Futuro, el catedrático Fernando Laborda: una posibilidad a contemplar, aunque personalmente no me entusiasme. Entre otras cosas, porque sería una forma clara de destruir un «espacio arquitectónico» que su arquitecto, Juan Guas, diseñara con un objetivo claro en el siglo XV.

La iglesia de la Piedad

Y de espacios arquitectónicos destruidos se habló luego. De la iglesia de la Piedad, a la que una desafortunada restauración realizada por la Consejería de Cultura de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, hace tres años privó de su esencia covarrubiesca, colocando una enorme escalera de cemento y mármoles adosada a los tres muros de su viejo presbiterio renacentista, para subir (nadie) a una sala de exposiciones que no se usa (nunca). Ejemplo máximo de mala restauración para un fin socialmente inútil. Ello trajo aparejado un interesante sub-debate en torno a la capacidad profesional de los arquitectos para dirigir obras de restauración. Hoy no existe el grado académico de especialista en restauraciones históricas, por lo que estas sólo las realizan aquellos arquitectos que por su dedicación, sus estudios y su constante afán de aprender les han llevado a ser «especialistas de hecho» en estos temas.

La libertad del arquitecto quedó patente en la opinión de los mismos arquitectos presentes, si bien con la matización de que la responsabilidad en desaguisados restauradores ha de conferírsela a quien elije: el Poder, en definitiva, puesto que tiene la última palabra, y por lo tanto también la máxima responsabilidad.

La iglesia de la Piedad ha visto últimamente algunas acciones plausibles: la portada tallada por Alonso de Covarrubias, auténtica joya (escondida) del plateresco español, ha sido limpiada el pasado verano. El sepulcro de doña Brianda, la dama/aristócrata/monja que fundó el templo, y que pasó largos años roto y arrinconado, ha sido restaurado y puesto en lugar de honor. El problema de este emporio del arte alcarreño es que siempre está cerrado. Y cuesta verlo -aunque haya quien vuelva a replicarme- a no ser que se cambie el papel de simple turista por el de investigador de horarios, puertas especiales, funciones de porteros y jerarquía de instituciones.

El Panteón, la Hispano-Suiza, Villaflores y 30 cosas más

El debate de «Siglo Futuro» caminó luego sin más fronteras que las del término municipal de Guadalajara. Salió a relucir, es lógico, la enésima restauración de la capilla de Luís de Lucena (según mis cuentas, es la quinta que recibe desde que en 1914 fuera declarada Monumento Nacional) y la tercera que yo he visto con estos ojos que se han de comer la tierra. ¿Se cerrará otra vez después de dicha restauración? Para arquitectos y contratistas, este minitemplo que diseñara el galeno Lucena se ha convertido en maná interminable de ingresos. Para los ciudadanos de Guadalajara, sigue siendo un arcano lamentable. ¿Lo podremos ver, por dentro, cualquier día, sin más protocolo que acercarnos a la puerta?

Hubo voces diversas: hubo quien pidió que a Guadalajara se la dotara de una buena guía, para que el turista que llega a ella pueda orientarse por sus calles y conocer detalles de lo que encuentre. Se ve que la que escribió don José Pradillo (30.000 ejemplares editados y repartidos), la que ha hecho en folleto desplegable la Junta de Comunidades, y la que yo mismo escribí hace cinco años y va también por la tercera edición, no sirven para nada. O es que hay opinantes que suben y bajan la Calle Mayor en vacación permanente.

Y quien dijo que el atentado urbanístico cometido contra el Panteón de la Duquesa de Sevillano, al que se le ha rodeado de una urbanización de chalets y pisos no tenía calificativo. Yo incluso me permití recordar cómo existen, al menos, dos monumentos que, por ser de propiedad privada, no eximen a nuestras autoridades de responsabilidad en su paulatina y rápida destrucción, que luego devendrá en lamentos y mutuas acusaciones: la antigua fábrica de la Hispano-Suiza, al otro lado de la vía del Ferrocarril, camino de Marchamalo, y el poblado de Villaflores, en la carretera de Cuenca, son dos piezas magníficas de la arquitectura, dos elementos capitales de nuestro patrimonio arquitectónico e histórico, que abandonados de todos, cada día se destruyen un poco más ¿A quien importa?. Aunque en estas mismas páginas, en ocasiones varias (puedo dar fechas) se ha tocado el tema con vehemencia, el pasado jueves quedó palpable que importa a mucha gente. Por desgracia, a los del otro lado de la mesa, a los que se sientan en las sillas del público. A la sociedad civil, sí, que tiene voz pero, al parecer, carece de voto.

Una industria de obispos medievales:las salinas de Imón

 

A quien camina por las frías tierras que median entre Sigüenza y Atienza, cruzando serrijones pelados y avizorando en lontanaza pueblos encerrados entre viejas murallas (Palazuelos) o apiñados en torno a hermosas iglesias románicas (Carabias, Pozancos), no se le puede escapar la vista de uno de los elementos más curiosos que la vieja industria artesana nos ha dejado a los hombres y mujeres que veremos el cambio de Milenio: las salinas de Imón, «el salinar de Atienza» como se llama en viejos documentos, se cruza de parte a parte cuando por carretera se viaja entre estas dos poblaciones de nuestra provincia. El camino de asfalto se cuela, en un zig-zag elegante, entre sus edificios más emblemáticos, atraviesa el río Salado sobre un puentecillo encantador, y nos deja admirar, a derecha e izquierda, los cabujones e ingenios en los que todavía el agua del regato salino se dejar evaporar al tibio sol de la altura para que la blanca sal queda cuajada entre los maderos y las acequias.

Vuelvo a recordar el libro que apareció hace escasas fechas, editado por la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, sobre el tema de la «Arquitectura para la Industria» en nuestra región. Un monumental bloque de informaciones, un aluvión de imágenes nítidas, de planos y detalles, nos hablan de aquellas viejas formas de explotar los productos de la tierra para uso del hombre. En sus páginas aparecen muchos temas de Guadalajara, pero uno de los más curiosos es sin duda este de las salinas de Imón. Con este motivo vuelvo a traerlas, de la mano de las imágenes tomadas por Antonio Garrido, Rafael Villar y Alberto Caballero del texto redactado por Rafael Villar Moyo y de los planos y croquis diseñados por Urbano Díaz, José García-Donas y Antonio Sánchez Rubio de la Torre. En cualquier caso, un motivo bien nítido para que este fin de semana mis lectores se animen a subir al llano pardo y todavía frío que a los pies del castillo de la Riba de Santiuste forma el río Salado, y junto a Imón se remansa en estas salinas que parecen haber salido de una película cuajada de fuerza y humildad: de un tiempo ido y recuperado de un vistazo.

Algo de historia

La población de Imón se encuentra en el norte de la provincia de Guadalajara, muy cerca de la de Soria, en el valle del río Salado, limitado por las sierras de La Pila y Bujalcayado, quedando a medio camino entre las poblaciones históricas de Atienza y Sigüenza.

El complejo de las salinas de Imón puede ser considerado como uno de los mayores exponentes de arqui­tectura industrial de la minería de la sal en España. Su extraordinaria calidad arquitectónica y su larguísima historia, supusieron la incoación de un expediente que finalmente cuajó con su declaración como Bien de Interés Cultural el 3 de Diciembre de 1979, estando desde entonces su integridad estructural protegida por el Estado.

Las noticias más remotas sobre estas salinas, que forman parte de un conjunto mucho más amplio de explotaciones de este producto, datan del siglo X, aunque con seguridad ya en épocas anteriores se procedió a su aprovechamiento. El momento de mayor apogeo, por las circunstancias sociales y económicas de la época, se situaría entre los siglos XI al XIII, momento en el que estas instalaciones se constituyeron en elemento de importancia crucial, casi vital, para la economía de los obispos y señores de Sigüenza, que de sus fondos sacan dineros en gran cantidad para la construcción de su catedral. Desde el siglo XIV hasta el XIX, las salinas se mantienen estancadas en su desarrollo, aunque siempre en plena producción. En 1870 se produce el desestanco de la sal, y entonces se reactiva su funcionamiento. Al año siguiente, en 1871, tras depender del Estado, se venden en subasta pública junto con las Salinas de la Olmeda. Las empresas consor­ciadas compradoras se unen en 1873 para explotar conjuntamente las dos instalaciones, creando una Sociedad denominada «Salinas de Imón y La Olmeda», que todavía las explotan en la actualidad. Durante los años finales del siglo XIX y los primeros del XX, se relanza su explotación con la re­novación de las instalaciones y una cierta mecanización. Fruto de este auge es la Medalla de Oro que obtuvieron en la Exposición Universal de Barcelona de 1888.

Forma y figura de las salinas de Imón

La estructura actual de estas salinas de Imón, tan fáciles de visitar para quien cruza los altos serrijones que median entre Sigüenza y Atienza, nos ofrece un conjunto de almacenes situa­dos en la zona central, y la típica distribución por partidos de explotación (zonas de estanques y compartimentos donde se acumula el agua del río) recibiendo un nombre propio que lo identifica, con sus norias, recocederos y albercas. El conjunto de edificaciones que hoy vemos data de finales del siglo XVIII, habiendo sido reformado en el siglo pasado y nuevamente adaptado a lo largo de éste que ahora acaba. Cinco norias existen todavía, aunque sólo tres de ellas (la Mayor, la del Rincón y los Masajos) están en funcionamiento. En la llamada «noria de Enmedio» se conserva la primitiva noria de arcaduces de ba­rro cocido, engranaje de madera y suelo tratado para el trabajo del animal. Las norias tienen planta octogonal, con estructura de madera que se enlaza con el vértice de la cubierta. Los muros son de sillería y mampostería, formados por piedra caliza cogida con mortero de cal.

De los tres grandes almacenes que tuvo en principio, sólo dos de ellos están en pie; el más moderno de ellos, el de San Pedro, construi­do en el siglo pasado, es el que está en rui­nas. Los dos restantes, San José y San Antonio, pueden calificarse de auténticas obras de «ingeniería popular». Su estructura está hecha a base de grandes pórticos formados por pies derechos de madera, muy esbel­tos, y una entreplanta a base de sue­lo y viguería de madera que permite el acceso de vehículos: en principio allí accedían las mulas y las vagonetas con las que se explotaba el conjunto, pero ahora también entran vehículos de motor.

El almacén de San Antonio conserva el pórtico que protege la entrada principal. También se man­tiene en pie la chimenea del gene­rador que existía en el almacén, según vemos en el dibujo que acompaña estas líneas. El almacén de San Antonio es de me­nor anchura, su planta es más rectangu­lar (48 x 27 metros), y el de San José es de planta algo más cuadrada (40 X 35 metros). También sus crujías son algo diferen­tes, así como el número de pies de­rechos por cada una de ellas.

Son curiosas las rampas que existen en las fachadas poste­riores de estos almacenes, y que fueron construidas a mediados del siglo XIX para eliminar el desnivel existente entre el suelo y la entre­planta del almacén, donde la sal iba acumulándose en grandes montones. La descarga que se hacía por la puerta prin­cipal, suponía que poco a poco las caballerías pisoteaban la sal, por lo que, ya sucia, había que eliminarla, originándose gastos innecesarios.

Hasta hace pocos años se conservaba junto a la fachada pos­terior del almacén de San José, la torre con parte de la maquinaria que ayudaba a subir las vagonetas por la rampa. El almacén de San José tiene adosados a su fachada dos edificaciones construidas a prin­cipios de siglo, configurando su ac­ceso principal. Otra edificación que aún se mantiene es la casa del guarda, situa­da en la parte sur del partido de las Tiñosas. Los materiales empleados en todas estas construcciones son la mampostería en los muros, la sillería en las esquinas y cercos, la madera en la estructura interior y en las cubier­tas, que la sal conserva en perfecto estado, y la teja curva árabe cerá­mica en las cubiertas.

Otro aspecto muy caracterís­tico y a destacar por su calidad es el empedrado de los caballones y las alber­cas, así como los muros y muretes de mampostería de los recocederos. Llama la atención también cómo aparecen los enlaces de piscinas cruzando los caminos, las acequias y los desagües, con un encofrado de madera visto y permanente, que permite un perfecto cerrado con tapones del mismo ma­terial. La conservación de las ins­talaciones es muy buena, a excepción del llamado «partido y recocedero de Torres» y su noria, que hoy están en un estado ruinoso, llevan­do sin uso más de medio siglo.