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abril, 1996:

Tarde o temprano se llega a Bujalaro

 

Han llegado los viajeros, en el atardecer del invierno, a Bujalaro, un lugar donde se llega tarde o temprano, donde el viandante es acogido siempre con aplauso y cara amable (según dicen) porque lo que es en esta ocasión, ni un alma, ni una cara aborigen, apareció en el horizonte. El viento se encargaba de barrer presencias, y el frío y la humedad encontraban acogimiento en cada esquina. No por eso los viajeros tuvieron miedo de parar, de salir a la calle, de pasear despacio por sus cuestas y acercarse a ver lo mucho, lo poco o mucho que de interesante tiene este lugar al que los tratadistas colocan en el extremo más norteño de la Alcarria.

Su término se forma de cerretes y bosquecillos, y abrigado entre ellos aparece Bujalaro, como escondido entre las flexuras del terreno que en suave escoro se va bajando hacia el río Henares,  que muy cerca pasa entre arboledas de chopos. Abunda por allí el viñedo, en todo caso escuálido y testimonial de mejores épocas. También los campos, ahora yermos, que prometen cereal, y algunas huertas. Historias antiguas tuvieron su asiento en estas tierras que parecen inexpresivas a quien las mira con el ojo de la prisa, pero que tienen un encanto especial, el encanto de lo que se adentra y se abriga en el corazón. Por este lugar pasaba la antigua vía romana, transformada en camino real durante muchos siglos, hacia Sigüenza y Aragón, por lo que todas las culturas dejaron su huella, y muchos advenimientos se reflejaron pronto en sus gentes.

De esa historia han querido los viajeros aprender algún retazo. Y han sabido que este pequeño lugar de Bujalaro fue en lo antiguo, tras la reconquista, en el siglo XII, parte de la tierra de Atienza. Años después, en el siglo XV, pasó a formar parte del Común de Villa y Tierra de Jadraque (incluido en su sesma del Henares) en cuya jurisdicción permaneció muchos siglos. En 1434, el rey Juan II hizo donación de Bujalaro, junto con Jadraque y otros muchos pueblos comarcanos, a don Gómez Carrillo, su cortesano. El hijo de éste, Alfonso Carrillo de Acuña, malcambió todo este territorio por el pueblo de Maqueda al cardenal don Pedro González de Mendoza, quien se erigió en señor de Jadraque y su tierra, levantó el castillo llamado de «El Cid» que otea largos horizontes de valles y sierras con poderío bien fundado, e instituyó un mayorazgo con todo ello, denominado como «el Condado de El Cid», pasando a su muerte a poder de su hijo primogénito don Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, marqués de Cenete, recayendo dos generaciones después, por uniones matrimoniales, en el duque del Infantado, en cuyo poder siguió hasta el siglo XIX en que fueron abolidos los señoríos.

Lo que hay que ver en Bujalaro

Por la cuesta abajo, y a un lado de la calle-carretera, los viajeros se quedan mirando, medio extrañados de encontrar joyas de la arquitectura medio perdidas entre sucintos árboles y verjas cerradas, hacia la iglesia parroquial. Está dedicada a San Antón, según luego supieron. Así de primeras parece un edificio muy sencillo, muy rural y de corte humilde, pero luego se ofrece grande y pulcro, con toda la fuerza de la originalidad. La iglesia de Bujalaro es un edificio de la primera mitad del siglo XVI. Al exterior, y en el muro norte, nos ofrece su portada de ingreso, que después de mirarla y remirarla se confirma como un valioso ejemplar del estilo plateresco, obra sin duda de los artífices que en esos momentos trabajan en la catedral de Sigüenza. Y eran los comedios del siglo XVI probablemente. Es más, los viajeros no han dudado un momento, sacando sus conclusiones de formas y disposiciones, que a uno de esos grandes artistas toledanos, como fueran Alonso de Covarrubias, Nicolás de Durango, Francisco de Baeza, etc., se les debe atribuir la traza y talla de esta magnífica portada.

A media luz ya, cuando la tarde que fue corta deja enfriar manos y caras, se puede apreciar que esa portada se forma de un arco semicircular flanqueado de adosadas columnas que apoyan en moldurados pedestales, y que se recubren totalmente de decoración plateresca muy fina, rematando en capiteles compuestos, sosteniendo un arquitrabe con leyenda y ornamentación del estilo, coronándose a los extremos por sendos flameros, mientras en el centro se yergue, escoltada por roleos, una hornacina de idénticas características a la de la portada, cobijando bajo venera una talla apreciable, aunque ya muy desgastada por la erosión, de la Virgen María. En la clave del arco de entrada se ve un escudo de las llagas de Cristo sostenido por ángeles, y en las enjutas de dicho arco aparecen San Pedro y San Pablo, con sus respectivos atributos, que ya se sabe que son las llaves para San Pedro y la espada para San Pablo. En el friso de la puerta aparece tallada, con letras grandes y algo irregulares, pero que a los viajeros les sirve para juntos descifrar viejas leyendas, y leer la siguiente cartela: Ave Regina Cellor Ave Dna Angelor 1540, que desarrollada y traducida viene a decir más o menos: «Salve Reina de los Cielos, Salve Señora de los Ángeles, 1540». Sobre la hornacina de la Virgen hay otra frase de difícil lectura, por su desgaste. Y junto a ella, a su izquierda, hay empotrada en el muro una lápida de la época en que se lee, desarrollando las abreviaturas, que «acabóse esta obra siendo cura el reverendo señor bachiller Suárez, Deán de Sigüenza y mayordomo Alonso Martínez Molinero».

Apenas queda luz en el ambiente. Los viajeros tienen la suerte de encontrar entornada la puerta del templo, y pasan a su interior, donde observan que es de una sola nave, con el presbiterio al fondo algo elevado, al que se pasa por un gran arco de medio punto, algo irregular, apoyado en sendas pilastras con sencillez molduradas y decoradas con bolas. El altar es barroco, hecho en 1753, de tipo muy popular, conteniendo una talla de San Antón. El artesonado de la iglesia, donde ahora anidan todas las sombras, es de madera, muy interesante, con labores mudéjares en toda su extensión, y puede datarse sin duda como obra del siglo XVI.

En el patiecillo de delante del templo quedan ateridas las hojas del pasado otoño. Musgos que aseguran fue muy lluvioso (y aún nevoso) el invierno, y el silencio total de los páramos en el que los viajeros se encuentran, con facilidad pasmosa, a sí mismos.

Bajando más la calle, se encuentran con la interesante fuente del pueblo, de buena piedra tallada, y una figura de sedente león en lo alto, que pudiera ser un perro, o una esfinge: lo mismo da, porque ya casi es de noche. Según se enteraron luego, en el término de Bujalaro existen los restos de un antiguo poblado que tenía por nombre Henarejos, y que poseyó entidad y una pequeña iglesia de los siglos medievales. No lo pudieron ver. Pero lo que vieron les gustó, y concluyeron en que por muy lejano, muy oscuro, y muy mínimo que esté un pueblo, merece llegarse hasta él, y apurar ese vaso viejo y arpado de la vida que nos deja beber un momento, un breve trago, del elixir de los sueños. En Bujalaro fue posible. Os invito a hacerlo.

En Montefrío con el Doncel de Sigüenza

 

Por estos altos de la Alcarria, de la sierra del Ducado, y de los páramos molineses, todos los montes son fríos, todas las umbrías son heladoras, y sólo la luminosidad de las vaguadas abiertas al sol de mediodía confieren algo de alegría a la parda tierra aterida en el invierno o en estos primeros apuntes de la primavera. Hay un lugar, sin embargo, que tiene por nombre propio el de Montefrío, y aunque de lo primero tiene segura raíz por lo empinado de su ubicación, de lo segundo más bien poco, porque se encuentra en el Poniente Granadino, una comarca del sur de Andalucía que, entre cerros y altas serranías encuentra abrigo en sus campos para el olivar grande y nutrido. En Montefrío hemos estado no hace mucho, invitados por las autoridades turísticas de la comarca, que quieren a toda costa dar a conocer ese rincón tan lejano, pero tan interesante y atractivo del occidente de la provincia de Granada.

El Poniente Granadino lo capitanea Loja, con su vieja historia de moros y cristianos en perenne lucha, su empinada y bellísima orografía urbana en la que el Genil, como un alfanje de oro, parte en dos a la ciudad, dejando a un lado el enriscado castillo-alcazaba y al otro los barrios de cantaores y bailarinas, eje del folclore andaluz y flamenco más puro y emocionante.

Para un alcarreño, que siempre busca, incluso en los lugares más peregrinos y apartados del planeta, una referencia a su tierra (y siempre la encuentra, porque el alcarreño ha sido un pueblo universal, andariego y sembrador de cosas, de gentes y de sentimientos) en el Poniente Granadino la encuentra con facilidad suma. Hace unas semanas recordaba con emoción la presencia de todos los grandes Mendoza en la conquista, en la defensa y el engrandecimiento de la Alhama granadina, uno de los más espectaculares bastiones del Poniente Granadino. Pues bien, hoy nos vamos al norte de esta región, y llegamos (tras subir y bajar cerros, puertos y portillas) a Montefrío, un espectacular pueblo andaluz (todas las casas blancas, todo el mundo en la calle, toda la alegría en los labios). De todas las fuerzas vivas que nos esperan, (y está el alcalde, y el Concejal de Turismo, y el párroco, y algunos otros que miran) la más viva sin duda es Lawrence Bohme, un inglés que llegó por aquí, mirando, hace 15 años, y al dar cuatro pasos por Montefrío, subir al enriscado templo, y contemplar desde el hueco de las campanas los cerros llenos de olivares, las luces blancas del amanecer y la bullanga de las cuevas gitanas, se dijo: «-Este es el lugar donde viviré siempre»- Aquí se quedó, y aquí goza enseñándoselo a cuantos llegan. Incluso en su casita minúscula del barrio de Faraón, las noches largas del invierno se dedica a dibujar estampas del Montefrío que a él le late. Junto a estas líneas hay una vista de esas que Bohme hace a latidos, y la titula «tierra de aceituna, arte y amistad».

Donde fue el castillo

Después de pasear el pueblo, empinado y de estrechas callejas, subimos a lo alto de la roca que preside el paisaje y bajo la que se arracima el caserío. Aquí estuvo el castillo, y en su altura anduvo bravío y gentil don Martín Vázquez de Arce, el Doncel de Sigüenza, que junto a su padre y otros muchos caballeros seguntinos y arriacenses formando en el ejército del segundo duque del Infantado, conquistaron este enclave a los árabes el 25 de junio de 1486. Cuando Bohme, casi escenificando la estampa de la conquista, -«aquí los árabes con sus culebrinas, sus gritos de dolor, y su amor a la tierra de sus mayores, defendían el castillo casi inexpugnable, y allí abajo los cristianos: el Rey Fernando llevaba una espada de muchos kilos, que donde la dejaba caer, producía una brecha, aunque fuera la piedra. Venían con él los mejores caballeros de Castilla: por esta puerta entraron, mataron a los moros, se hicieron dueños de esta roca, y donde estuvo el castillo (hoy sólo se ven algunos muros y el gran aljibe) levantaron esta iglesia, tan alta está, que la dedicaron al Arcángel Gabriel…».

No sabía Bohme que entre aquellos caballeros había uno joven, delicado de silueta y facciones, melena larga, bonete de cuero y espada enorme al cinto. Sin esfuerzo escaló la cuesta, trepó el cantil y se alzó al borde de la muralla. Con su espada segó alguna que otra cabeza morena (él, tan rubio y tan pálido…) y allí junto a su padre y todos sus amigos que venían de una ciudad norteña, lejana, fría y escueta, de Guadalajara que hasta cuatro siglos antes tuvieron también los moros, cantaron por la victoria. ¡Qué ajeno estaba aquel joven llamado Martín Vázquez de Arce de quedarle solamente tres semanas de vida! Un miércoles de julio de 1486, ya en la vega de Granada, corriendo sus campos, destruyendo las cosechas del enemigo, batallando en una guerra especial dirigida por Fernando de Aragón, por Iñigo López de Mendoza, por Pedro González, por la propia reina Isabel, en un descuido, moriría a manos de los nazaritas. El, tan ágil, tan esbelto, tan leve de silueta y tan fuerte en sus brazos, no pudo removerse del barro y el agua que le llegaron al pecho cuando los moros abrieron las compuertas del riego. Los islamitas llegaron ágiles de sábanas y sedas, medio desnudos sobre sus caballos desjaezados, y le dieron con el cuchillo por el cuello y las axilas. Murió y «en la hora recogió su cuerpo su padre, y lo enterró en algún lugar que él sabía, y lo trajo luego, seis años después, a esta capilla de la catedral de Sigüenza…» donde ahora están todos reunidos: el Doncel Martín, que tenía 25 años cuando murió, y su padre el comendador santiaguista, y su hermano Fernando, obispo de Canarias, y todas sus tías, su madre Catalina de Sosa, sus hermanas… tanta gente de los Arce, tanta gente que paseó su ilusión máxima (la vida entera, la que se da en un grito de alegría, de pasión guerrera o amorosa) por las tierras del Poniente Granadino, por esta bastión blanco y luminoso de Montefrío donde he estado hace unos días.

Un lugar para ver y volver

Montefrío está en el Poniente Granadino, en la parte norte de la provincia de Granada, cerca ya de la de Jaén, rodeado de altas lomas cuajadas de olivares. Enormes montañas nevadas le rodean y abrigan. Montefrío ha recogido en su suelo las huellas de diferentes culturas y civilizaciones. Los antiguos historiadores árabes se extienden largamente en elogios ante Montefrío. Ibn al-Jatib, al describir las diferentes zonas del hermoso reino Nazarí de Granada, dice de Illora y Montefrío que «…entre ambos eran una mina de excelente trigo, caza y sitio de ganados». Sirvió de corte al rey nazarí Ismail III, coronado por los Abencerrajes en el lugar conocido como «las Angosturas», y aquí se quedaron todos durante siete años, temerosos de volver a la corte granadina, en la que reinaba Muhammad X. Era la mitad del siglo XV. Luego ya se sabe. En 1486 las tropas del Rey Fernando la ocupan definitivamente, poniendo la sierra y la vega en manos cristianas, de forma que el cerco en torno a Granada, la perla del Islám, se hacía cada vez más cerrado.

Un lugar de ensueño (distancia y maravilla suelen ir en relación muy directa) para quien, desde Guadalajara, quiera hacer una excursión diferente: una apuesta por la belleza del paisaje, por el embrujo de la Andalucía profunda, y por la evocación firme de nuestras gentes más emblemáticas. La sombra del Doncel saldrá a cada paso (a mí me ocurrió) por Montefrío.

La Real Fábrica de Paños de Brihuega, a la espera de su recuperación

 

Acaba de aparecer un libro, editado por la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, que es verdaderamente modélico y atrayente. Se titulada «Arquitectura para la industria en Castilla-La Mancha». En casi 400 páginas, y acompañado de varios centenares de fotografías en color, más planos, los autores de esta obra dan un repaso completo, meticuloso, a un tema que hasta ahora no había sido tocado por investigadores ni estudiosos: los elementos (la mayoría de ellos arruinados o abandonados) que dieron vida en siglos pasados a las industrias sencillas que conformaron la realidad más avanzada de nuestro entorno. Ahí están las viejas fábricas de harina, las estaciones de tren, las minas de Almadén, los talleres de cerámica, las almazaras y los telares, las fundiciones y herrerías y un largo etcétera de casas, cosas y recuerdos que, sin embargo, dan trama a lo que para muchos ya sólo era un recuerdo, una nostalgia.

Cuatro autores principales tiene esta obra, magníficamente editada por la Consejería de Cultura de la Junta de Comunidades: Rafael Díaz Díaz, Francisco García Martín, Diego Peris Sánchez y Rafael Villar Moyo. Con la colaboración de otros especialistas y las cámaras agudas y atinadas de Antonio Garrido, Rafael Villar y Alberto Caballero, de quienes son las fotografías.

Un placer, un gozo nuevo el que ofrecen las páginas de este libro, que devuelve la apetencia por tener entre las manos ese viejo invento, insustituible digan lo que digan los panegiristas de la electrónica, a la hora de aprender y gozar de las imágenes.

La Real Fábrica de Paños de Brihuega

Uno de los capítulos más amplios de esta obra (no podía ser de otra manera) es el dedicado a la vieja Fábrica de Paños de Brihuega. Lo firma el arquitecto Peris Sánchez, y en él hace un estudio escueto pero perfecto de este monumento industrial. Hoy a medio arruinar, esperando que algún día alguien se decida a recuperarlo de forma total (restauración arquitectónica y puesta en uso público) para que la vieja fábrica que antaño fue de paños y hoy lo es de sueños, se levante como una realidad gozosa.

Desde el siglo XIII existe en Brihuega la tradición artesanal de la fabricación de paños. Todavía en el siglo XVIII las activida­des industriales tenían un carácter plenamente artesanal. De ahí que la política de los Borbones y en especial de Carlos III se carac­terizara por recuperarse del retraso tecnológico de tantos siglos.

En 1750, Don Juan de Brihuega y Río, teniente corregidor del Ayuntamiento, y gerente de los bienes eclesiásticos y del señorío arzobispal de Toledo en Brihuega, solicitó la apertura de algún batán en Brihuega relacio­nado con la fábrica de paños de Guadalajara. El superintendente de esta fábrica arriacense, Don Ventura de Argumosa, contes­tó afirmativamente, por lo que enseguida el Rey sancionó esta idea, fundado en octubre de ese año el Rey Fernando VI la Real Fábrica de Paños de Brihuega.

En 1752 se construyó el gran edificio de la ro­tonda, justo en el lugar que ocupaba la ermita de Santa Lucía, dentro del re­cinto amurallado, dirigiendo las obras el arquitecto Don Manuel Villegas con modificaciones poste­riores de Ventura Padierne. Junto al río Tajuña se construyó entonces un batán para el lavado de las lanas. Manuel Martín Rodríguez, sobrino de Ventura Rodríguez, fue el inspector de la construcción de la fábrica.

El edificio, todavía en pie, aunque muy maltratado por los tiempos, presenta planta de una figura geométrica cerrada, circular, entendiéndose desde un principio como proyecto de una nueva y auténtica ciudad. Su planta circular, como si fuera un gran anillo, tiene un doble objetivo: la presen­tación de una forma simbólica acabada que surge fuera de la trama urbana y se abre hacia el interior, e incluso el concepto de un edificio como estructura urbana en sí misma enfrentada al resto de la ciudad.

La primera etapa de la fábrica puede considerarse que va desde su fundación hasta 1757, estando bajo la dirección de Don Ven­tura de Argumosa. Disponía de 33 telares corrientes y en ella trabajaban unas cien personas entre «oficiales, aprendices, canileros, hilanderas y personal directivo, siendo la producción de unas 990 varas anuales, valoradas en algo más de 60.000 reales, cifra muy inferior a la que suponían los gastos originados», según nos refiere Ignacio González Tascón.

Esta mala evolución económica hace que se arriende al Gremio de pañeros que, a pesar de sus esfuerzos, no logran recuperar la rentabilidad de la ins­talación. Sin embargo, se comienza una actividad muy intensa que llegará desde 1767 hasta la invasión fran­cesa en 1808. La fábrica se indepen­diza de la de Guadalajara. Don Ventura de Argumosa pide, en septiembre de 1772, que se destine el castillo de los obispos para uso y ampliación de la Real Fábrica, pero finalmente se optó por ampliar el edificio primitivo con dos nuevos pabellones…  En 1784 el Rey deci­de unificar las tres fábricas pañeras del reino de Toledo en dos, haciendo en Guadalajara lo super­fino y en Brihuega lo «fino» solamente. El gremio de Pañeros quiso hacer­se con la propiedad definitiva de la fábrica, al igual que lo intentarán la Compañía de Ganaderos de Soria, pero el Rey no autorizó su arrendamiento ni venta.

Tras la subida al trono de Car­los IV y el problema bélico de la invasión francesa, la Fábri­ca de Brihuega fue objeto de numerosos expolios tanto por las tropas invasoras como por los guerrilleros del Empecinado. Ello conllevó el que los obre­ros pasasen largas temporadas sin cobrar sus sueldos, y un malestar general social en la villa.

Tras la Guerra de la Independencia, una Orden Real de 15 de Mayo de 1824 otorga el arrendamiento por 40 años al marqués de Croy, aunque nunca llega  a hacerse efectivo, por lo que unos años después el Ayuntamiento de Brihuega solicita se haga una subasta de las fábricas por el estado ruinoso en que se encuen­tran. En 1835 la Fábrica de Paños de Brihuega cerraba sus puertas definitivamente, después de 85 años de intensa vida. En 1840 compró sus locales Justo Hernández Pareja, quien la puso de nue­vo en funcionamiento y creó, en los antiguos terrenos dedicados a secaderos, los famosos jardines románticos que hoy le añaden fama.

La industria pañera de Brihuega, sin embargo, continuó activa. Puede incluso decirse que en esta villa resurgió, a partir de mediado el siglo XIX, la industria privada con la fa­bricación de pañolería y mantones de paño. En la Ribera de Fuencaliente los Hernández construye­ron un edificio destinado a fábrica de hilados, con las más avanzadas técnicas de la época. En la vieja Fábrica de los Borbones, Hernández consiguió dar fama a los paños que elaboraba, por su complicada construcción y buen tinte, azul tinta, así como a las lanas trashumantes que, debido a su cuidado y especiales condiciones con que cuidó las reses, consiguió verlas premiadas en certámenes extranje­ros. Después de la Guerra Civil española, la industria textil briocense desaparece totalmente.

En cuanto al edificio de la Fábrica de Paños, podemos decir que está formada por un conjunto de edifi­caciones de grandes dimensiones. En este conjunto destacan la Fá­brica propiamente dicha, el cuerpo Este de Talleres, el cuerpo Oeste de Tintes, el Zaguán, la Capilla, la Casa Grande, la Casa de la Dirección y la Casa Nueva. Todo ello configura en planta un espacio construido de unos 250 metros de longitud y unos 80 de ancho. Toda una estructura urbana, organizada como ciudad alternativa a la existente, y puesta junto a ella, dominándola.

El edificio central es de forma circular, y tiene en su eje central de acceso dos naves rectangulares de unos 60 metros de longitud y 8 metros de anchura donde se estaban los talle­res y los tintes. Estas dos naves se separan por un patio central de diez metros de ancho que marca el eje de entrada a la fábrica. La fábrica o «rotonda» es un edificio de planta circular con un gran patio circular también en su interior. Este gran anillo tiene 56 metros de diá­metro exterior y 26 de interior. Estruc­turalmente el edificio se construye con dos grandes muros de carga en sus líneas de fachada interior y exterior y una línea intermedia que soporta los forjados horizontales realizados con vigas de madera. Su altura es de unos 9 metros desde el suelo a la línea de cornisa, y en su planta superior la fachada ofrece un ritmo uniforme de huecos alternando con decoraciones simuladas. Los jardines situados en su entorno tienen unas dimen­siones similares, en planta, a las del propio edificio definiendo así un es­pacio urbano equilibrado y un entor­no visual acentuado por la simetría y la proporcionalidad. En cualquier caso, un edificio de extraordinaria importancia en la historia de la arquitectura española, para el que ahora pido, no solamente el gozo de una visita a cada uno de mis lectores, sino la atención que merece por parte de quienes tienen la capacidad de decidir sobre su futuro y recuperación, que tanto merece.

Andando por las sierras de Guadalajara

 

Acaba de llegar la primavera, y aunque este año están los cerros, las montañas y los más agudos picachos de nuestras sierras completamente cubiertos de nieve, la posibilidad de subir hasta ellos cuando llegue el deshielo se hace más esperanzada. Seguro reír para las hierbas en sus costados, segura provisión de luz para los cielos que las harán más altas.

Como ayuda a esas escaladas, como buen amigo que sabe de trochas, vericuetos y rectas acometidas, nos llega un libro que considero como algo mío por varias razones. La primera, porque sus autores son buenos amigos: José Luís Cepillo, Juan Madrid y Paco Ruiz (el dueño de «La Tienda Verde» de Madrid, la meca de los planos, las guías y los saberes localistas). La segunda, porque yo le pongo el Prólogo, y en él me explayo sobre mis querencias montañeras y aprovecho a hacer, ante los miles de lectores que de seguro tendrá el libro, propaganda una vez más de la tierra de Guadalajara. Finalmente, lo considero cosa propia porque trata de tierras que anduve, de sierras que pisé, de picos que escalé en mis buenos tiempos. Y aunque la esperanza es lo último que se pierde, no puedo por menos de ponerme algo melancólico y entrar por la vereda de la duda en cuanto a las posibilidades de volver a ellos. Digo más: de subir a los que me faltan.

El librejo, consistente, bien documentado, con fotos, mapas y todo lo que tiene que tener un libro que trata de sierras, ha sido editado por Penthalón en su Colección «El búho viajero». En la portada, la iglesia de Matallana sobre la verde enjundia de los prados, y al fondo, bajo el cielo azul con celajes, el Ocejón emblemático. Es continuación esta obra de otra que sacaron el pasado año los mismos autores y editores, y que se titulaba «Andar por cañones y barrancos de Guadalajara». Bien pensada está la simbiosis: porque si en el primero todo era bajar junto a los riachuelos, meterse entre altas paredes, oír los ecos del graznar de los cuervos en la altura, aquí es todo lo contrario: todo se va en subir hacia limpias metas, escalar o simplemente caminar dando vueltas para no tener nunca que echar las manos al suelo. Porque este es un libro que (como los de la cocina del donostiarra barbudo, apta para todas las manos) sirve para cualquier pie, para cualquier corazón que marque mínimamente el compás. Subirá al Ocejón, al Cervunal o a las Tetas de Viana cualquiera que se lo proponga (y que ese día madrugue, claro, porque si sale de casa una hora antes de la de comer, seguro que no le va a dar tiempo). Y mirará desde su altura los horizontes anchos, brillantes, que a lo lejos marcan el mundo donde hemos nacido. Desde las estribaciones del Alto Rey (no digo ya desde su altura…) se ven las Tetas de Viana. Y desde la loma de estas, se ven nítidas las piedras que ruedan cuesta abajo de la Peña Centenera. No sé por donde empezar a ponderar todo esto: si por decir que el libro es maravilloso, o que lo son las cosas que narra. El caso es decir algo, contagiar a los demás el propio entusiasmo. En un mitin cordial donde animo a todos a que salgan de casa, se lleguen a la sierra del Ocejón y por allí pateen veredas, rodales de roble, y alfombras de olorosa estepa, de húmeda gayuba y crujientes colchones de secas hojas de rebollo.

El cordel de la sierra de Ayllón

Las sierras más altas de Guadalajara están al norte de su geografía. Forman una especie de cordel que prolonga los espinazos de Guadarrama y Somosierra. En sus alturas lucen los picos del Tres Provincias, del Lobo, de la Peña Centenera, del Cervunal y la Buitrera, del Campachuelo y la Sierra Gorda, del Santotis y el Santo Alto Rey. Y, sobre todos ellos, si no el más alto sí el más bello, el Ocejón, como un mito en el que se tejen leyendas, recuerdos ciertos, melancolías de unos y otros, aventuras en la niebla, y el Belén perenne que el Club Alcarreño de Montaña (por cierto, a quien este libro va dedicado por sus autores) pone cada invierno en su altura. Cómo subir a estos lugares, es lo que Cepillo, Madrid y Ruiz nos cuentan con sencillez y sentido de lo práctico en las páginas de este libro. Cómo llegar a la base, cuanto se tarda, cómo ir pertrechados, qué se ve desde arriba, y mil datos más sobre la comarca (vienen referencias, aunque breves, como es lógico, a Guadalajara, Cogolludo, Sigüenza y Atienza, en sus aspectos monumentales e históricos): pero sobre todo, y sin literatura barata ni rollos trascendentes, los autores nos dicen como hicieron ellos para llegar a estos picos. Fíjate, amigo lector, que no titulan su obra con nada que haga referencia a la escalada, a la alta montaña o al peligro. Lo titulan «Andar por las Sierras de Guadalajara» con lo que ya están diciendo que a cualquiera de estos picos se llega con relativa facilidad, sin piolet ni rappel, a golpe de calcetín y comiendo almendras, bebiendo agua con azúcar y hasta cantando «Margarita se llama mi amor» o lo que ahora canten los chicos y chicas, que suele ser de escaso contenido sentimental y algo más marchoso.

Las Tetas de Viana

El emblema montañero de la Alcarria son las Tetas de Viana, en combate eterno con el serrano Ocejón. Ambos se ven, y probablemente se admiran. Incluso algún psiquiatra de esos retorcidos, que los hay, diría que la presencia fálica del Ocejón y la femenina presencia de las Peñas Alcalatenas, siempre a la vista uno de otras y siempre incapaces de encontrarse, dan una perenne carga de ansiedad a esta tierra nuestra que no acarrea sino desgracias e insatisfacciones. Váyase la ciencia donde quepa. Aquí estamos para hablar de paisajes, para animar a hacer excursiones. Y una de ellas puede ser la de las referidas Tetas de Viana. Los autores del libro sugieren hacer la subida desde Trillo, bajando luego hasta Viana de Mondéjar, que es el pueblo que se apiña a sus faldas. Nunca subí a ellas, y no quiero dejar esta vida sin alzar mi esqueleto hasta su escueta meseta. La posibilidad, con plano indicativo y consejos (como el de la escalera metálica que ayuda a subir a una de ellas), de hacerlo está cada vez más cerca. ¿Quien dijo miedo? Acaba la obra con una referencia a las lejanas sierras de Zafra y Menera, en el límite de Guadalajara con Teruel. Sierras también hermosas, atractivas, pero como menos nuestras. Desde allí se ve el polvoriento Aragón, no la bulla verdeante de nuestros valles. Ah: y una final reconvención. No han puesto al menos una orientación para que, quien quiera aventuras, ande sierras y llegue al Desierto de Bolarque. Porque esa es, sin duda, una de las más singulares y complicadas marchas que pueden emprenderse. Imagino que Cepillo, Madrid y Ruiz habránla hecho. Sé que la han hecho. ¿Por qué no la han contado?